lunes, 22 de abril de 2019

El relato de abril. "Comentario sobre una serie distópica: La España democrática".

Sé que a todos nos perturbó la emisión anoche, en horario de máxima audiencia de aquel canal minoritario, del falso documental (distopía, me atrevería yo a llamarlo) titulado "La España democrática". En ella, sus autores nos exponían la existencia de un país alternativo, uno en el que, tras la muerte del general Franco en 1975, el rey Juan Carlos I hubiera decidido no seguir por la misma vía que hasta entonces habíamos ejercido (y ejerceríamos después en la realidad) y hubiera adoptado una resolución distinta, con la que coqueteó en los primeros tiempos, que vino en llamarse "democracia". Hay que el decir en favor del documental que tenía una factura técnica impecable: de hecho, en algunos momentos, de pura verosimilitud, daba miedo. Nuestros líderes actuales (tanto el secretario general del Movimiento, como el jefe del ejecutivo, hasta el mismo Generalísimo) ocupaban puestos destacados tanto en el Gobierno como en una estructura que denominaban "oposición", y que consistían en un conjunto de variopintos partidos que ora se oponían al ejecutivo, ora pactaban con él, ¡y podían cambiar de postura según el tema y la ocasión! Para nuestra mayor sorpresa, individuos destacados que hoy ocupan nuestras prisiones ocupaban cargos en las Cortes y se sentaban para hablar de tú a tú con miembros del gobierno. Un hecho ciertamente inaudito, como compartirán conmigo.

Sin embargo, lo más sorprendente no era la cuestión política, sino la social. En este mundo alternativo, un buen montón de aspectos se hallaban trastocados. ¿Por dónde empezar? Había una inusitada igualdad entre los distintos tipos de personas. Hombres, mujeres, gays, heterosexuales, tenían acceso a los mismos derechos, y podían relacionarse libremente entre sí. España presentaba una variedad y heterogeneidad de colores y costumbres a las que no estamos acostumbrados. Había una inquietante mezcolanza de platos, fiestas, ideas de otras gentes y, a su vez, algunas ideas habían llegado del exterior a través de los medios de comunicación, o de españoles que habían pasado parte de su vida buscando trabajo en otros países. Ocurría también que la mayor parte de los ciudadanos pagaban impuestos (¡tanto más, cuanto más ricos!), con los que se sufragaban algunas necesidades comunes, como la sanidad o la educación. Había, para más
inri, ausencia de censura; cualquier libro era accesible, prácticamente cualquier opinión era expresable, hasta existían manifestaciones contra las leyes que se creían injustas, o debates acerca de las cuestiones en las que no existía consenso. Incluso, en un ejercicio de alarde de ficción dentro de la ficción, el falso documental se atrevía a hablar de libros y películas que trataban de sociedades distintas, más similares a la nuestra. Creo que comparto la sensación del lector al decir que aquello resultaba desasosegante.



Entendemos que el programa (en un principio programado, de acuerdo a la información previa, como una serie de cuarenta y un episodios, donde obviamente se narrarían las dificultades a las que se enfrentaría esa supuesta democracia, aunque este plan inicial fue obviamente cancelada tras la polémica generada) haya sido retirado inmediatamente de la parrilla del canal, y los responsables expedientados. Sin embargo, quiero partir una lanza en favor de los impulsores de esta iniciativa. Al fin y al cabo, una distopía es sólo la forma en que un autor narra algunos de los problemas y tendencias de nuestro presente, forzándolas hasta el extremo en algunos casos, para resaltar los contrastes actuales, para advertirnos de opciones que podría adquirir nuestro futuro, al menos en parte, incluso aunque en estos momentos nos parezcan posibilidades muy lejanas. Nos indican hasta qué extremos podemos llegar. En ese sentido, yo no aconsejaría ser muy duro con los implicados en este falso documental. Al fin y al cabo, nos han recordado que el rumbo que adopte el futuro depende de nosotros. Una lección que no nos conviene olvidar.

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