Sobre los amores tóxicos
Ella era devorada cada noche por él,
que le arrancaba uno por uno los pelos, la desollaba, iba desmigando sangrante cada pieza de sus músculos y, una vez terminado el banquete, rechupeteaba los
huesos, para que al día siguiente la muchacha se encontrase que, sobre su cuerpo
de esqueleto, había vuelto a crecer el resto de su ser, mientras que él se había
vuelto un poco más gordo. Y así iban pasando las noches, ella sufriendo cada
día el castigo de Prometeo, quedándose en tibias y calaveras al final de la
madrugada, y él inflándose como un odre de grasa, una sufriendo a causa de los
mordiscos, el otro como consecuencia de la aterosclerosis. Y así compartían
ambos el sufrimiento, una, y otra, y otra, y otra noche más.
Leo acerca del suicidio de la
escultora Marga Gil Roësset
a causa del amor que sentía (y que no era correspondido, pues estaba casado)
por el poeta Juan Ramón Jiménez, y se me hace increíble que una artista
prometedora, con una exquisita sensibilidad artística, con 21 años, se mate con
todo lo que la vida le tiene que ofrecer, con tantas cosas que podía lograr,
tantos hombres que podría conocer quizás mejores que Juan Ramón, que sí, que
habrá escrito Platero y este libro será precioso, pero al que las crónicas le retratan
como hosco, arisco y malhumorado (quizás sea deformación de género, pero a mí como
hombre, ya que me conozco y veo en primera persona mis propios defectos -de
lejos cualquiera puede parecer níveo y perfecto, pero de cerca todos tosemos,
cagamos, olemos y a veces tenemos estúpidos arrebatos- no me convence como compañero). Y me resulta inconcebible
que una muchacha se pueda enamorar hasta tal punto de un ente masculino que ella piense en arrebatarse la vida. Te enojas, derramas un mar de lágrimas y ya
está, no hace falta llegar a esos lugares tan extremos y, sobre todo, tan
irrevocables. Se me ocurre entonces que lo ideal, si yo tuviera poder para
ello, sería que, con una mano invisible, lobotomizara el cerebro de Marga Gil
Roësset, conservara todas sus capacidades intactas, pero le arrancara
exclusivamente lo que la impulsa a matarse por amor. El problema es que creo
que esto sería imposible: porque quizás es esa hipersensibilidad de la piel,
esa forma que tienen de exagerarlo todo que a veces poseen los poetas, los
artistas, hasta un punto que puede asemejar ridículo, es lo que les hace grandes y
también les incita a matarse, de tal manera que una cosa no puede convivir sin
la otra y, si se la arrebataras, no serían nunca lo que son, lo que somos.
Sylvia Plath podría ser más feliz con una personalidad que no la indujera a
meter la cabeza en el horno (o a ahogarse en gas, qué importa el método), pero
si no tuviera ganas de meter su cabeza en el horno, quizás no sería Sylvia
Plath. Y entonces mi llanto no es sólo por Marga Gil Roësset, sino por tantos
individuos que conocí a los que su propia personalidad conducía a callejones
imposibles, en los que les era inasumible no meterse porque su forma de ser les
llevaba siempre a golpearse contra una pared. A veces es una delicia, un
primor, una excelencia, una auténtica lástima, que seamos tan complicados los
humanos…
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