Caballeros
Leo en
una furgoneta que suele estar aparcada cerca de mi casa: “Orden Hospitalaria de
los Caballeros de Malta”. En efecto, el escudo de la Orden de Malta (como me
enseñaron, formado a partir de la representación de las letras de la palabra
<<Jesucristo>> en griego), con su cruz blanca engastada sobre fondo
rojo, luce en el lateral de la furgoneta, igual que lo he visto adornando la
entrada de un comedor social donde gente del barrio (de mi barrio; en épocas
antiguas eso hubiera significado un vínculo, al menos mayor de lo que implica
hoy en día) acude a comer porque no tienen otra cosa, si acaso –y en la medida
en que se lo preserva el anonimato del comedor- la dignidad. Es fascinante la
historia de la Orden Militar y Hospitalaria de los Caballeros de Malta, creada
originalmente por caballeros amalfitanos como una institución en parte
religiosa y en parte laica, estructurada en un modo muy similar a la Orden del
Temple, y que que curaba a tanta gente en hospitales como a la que mandaba a fallecer
en los mismos, especialmente en el momento en que llegó a Jerusalén. Allí, se
hizo con el control de la ciudad santa, y las leyendas afirman que, tras entrar
a sangre y fuego en varios de los templos más sagrados (del de Salomón, a estas
alturas, no quedaban más que los lamentos), se apropiaron del arca de la
Alianza, que guardaron bajo custodia. Después, los árabes les expulsaron y se
refugiaron en la isla de Rodas -único lugar donde sobrevivieron mientras a sus
compañeros del Temple en Europa les daban para el pelo-, sobre la cual
construyeron augustas fortalezas separadas por lenguas y nacionalidades, y durante
varios siglos se dedicaron a actividades tan variadas como la atención de
enfermos y la piratería, hasta que les echaron otra vez y acabaron escondidos
en Malta, para comenzar el lento proceso (que aún perdura) de desvanecerse,
como casi todas las cosas, de manera silenciosa y discreta en la noche de los
tiempos. En su día, los caballeros medievales representaban el súmmum heroico y
de dignidad de la Europa Occidental. Defendían la santidad, la virtud, en
definitiva, se arreaban con todo bicho viviente. Hoy en día, las prioridades
por fortuna son otras. Los soldados han quedado reducidos a las misiones de
paz, a la disuasión táctica, y sólo extemporáneamente (casi siempre por culpa
de los poderes fácticos y políticos, en ocasiones por el clamor colaborativo de
turbas atroces y enfurecidas) se dedican a reproducir su misión original.
Ahora, los héroes -les llames o no caballeros, o tal vez damas- son (o deberían ser) otros; gente que monta comedores y
consiguen que funcionen, que se dedican a actividades tan poco épicas como la administración o la logística. Individuos que nunca se han planteado
conquistar Jerusalén, pero procuran que a los vecinos del barrio no le falte su
pan. Quizás, un día de éstos, a una hora muy distante a la de comer, cuando no
se halle reunida la mesa en torno a Arturo, ya que éste ha incitado a sus
caballeros a recorrer ignotos caminos para encontrar el Grial, me acerque por
su local en mi barrio y, con la cabeza gacha, les pregunte por la ubicación del
Arca de la Alianza. Tal vez ellos, misericordes, abran con una oxidada y
pequeña llave la puerta de un armarito y me permitan mirar.
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