Mi sermón de la montaña
La vida no se acuerda de los
personajes que desaparecen.
O eso me dije a mí mismo
cuando, al dar un paso en dirección hacia adelante, desaparecí (como en aquella
primera novela de Asimov) en mitad de las calles de Manhattan, cuando salía de
mi trabajo en Wall Street en dirección a la casa de mi amigo el rabino, con el
objetivo de asesorarme un poco sobre la compatibilidad de ser judío y negociar
ardientemente en bolsa. Pero desaparecí, y como no tenía familia, ni muchos
amigos, supongo que nadie me echó demasiado de menos. Quizá publicaron mi
necrológica, quizá no. Nunca me enteré.
En todo caso, cuando terminé de dar
ese paso hacia… ¿adelante?, estaba en otro mundo. O al menos, en otro lado del
antiguo. En mitad del desierto, un desierto de roca y piedra, rodeado de riscos
y de agrestes montañas, en medio de ninguna parte, con mi pulcro traje de
Armani, y unos zapatos que, a cada paso iban tiñéndose cada vez más de polvo.
En aquel momento, no hallé nada que me diera ninguna pista sobre dónde había
aterrizado. El acceso hacia las zonas inferiores de la montaña se encontraba
interrumpido por lo que parecían recientes aludes de piedras, y lo único que me
encontré digno de mención en medio de aquel páramo –aunque sí que era
destacable, desde luego-, fue un esqueleto cubierto por unas extrañas ropas,
que me recordaban a imágenes retenidas en mi infancia pero que no llegaba del todo
a identificar. No importaba: mi traje no servía de mucho en estas condiciones
tan inhóspitas, y las ropas en cambio estaban mucho mejor adaptadas al
desierto, así que me las puse, y simplemente esperé.
Pasaron los días, y después, los
meses. Me alimenté de lo que pude: insectos que conseguía cazar por entre las
rocas, lagartos que se tumbaban despreocupados al sol, y algún pequeño
mamífero, las menos veces, que se atreviera a pasarse por aquí. No es que fuera
el alimento más suculento, y al que más estuviera habituado en las
celebraciones después de un triunfo en la bolsa, pero a todo se tiene que
adaptar uno. Y puedo decirlo, sí, con orgullo, sobreviví. Durante todo aquel
tiempo -en el que me creció la barba, se hizo grisácea y cana-, durante todos
esos años, sin poder salir de mi encierro, nada más que dando vueltas inútilmente
por la meseta, y preguntándole al cielo por qué me hacía esto, no hice otra
cosa salvo lo que es esencial para el hombre: simplemente, vivir.
Hasta que un día, sin más, cuando me
levanté, ya no había aludes de piedra. Los pasos estaban despejados, suaves y
hasta cómodos para mi confortable caminar. El esqueleto, asimismo, había
desaparecido, aunque permanecían sus ropas, las que yo llevaba puestas, en
contraste con mi traje y mis mocasines de lujo, los cuales se habían
volatilizado como el aire. Pero curiosamente, había aparecido una cosa: dos
inscripciones de piedra.
Sin saber qué era lo que podía serme
útil allí abajo, las tomé y mis manos y bajé. Durante más de dos horas, a lo
largo de ese inmenso monte, descendí.
Y cuando llegué hasta abajo, les
contemplé a todos. A esa multitud anhelante, expectante, peleándose entre
ellos, la que aguardaba mi regreso, la que quería volver a verme.
Y entonces lo entendí. Entendí cómo
era posible que hubiera hombres que se pasaran cuarenta días y cuarenta noches
sobre un lago; comprendí que carros de fuego bajaran y se llevaran volando a
individuos que había cumplido su función. Asumí cómo determinada gente puede
pasarse años en las montañas; tuve una revelación acerca de por qué todas las
revelaciones tienen lugar en lo alto de una mopntaña.
Y una vez allí, ¿qué debía hacer? No
podía obrar de otra forma. No tenía más remedio. Puse en marcha todos los
recuerdos de mis conversaciones con mi amigo el rabino, que ahora, de ser capaz
de mirarme, se sonreiría.
Bajé el pie a tierra, y les recité
las Tablas de la Ley.
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