martes, 17 de diciembre de 2019

El relato de diciembre. "Relatos de cuando las historias se pintaban (II): Bronce".

Continuación de un cuento anterior, aquí va la segunda parte, ubicada miles de años después de la primera. Cuidado con el salto, no os vayáis a tambalear.


RELATOS DE CUANDO LAS HISTORIAS SE PINTABAN

2.      BRONCE
(El arco)

 (Localización espacial: región del hoy yacimiento arqueológico de Los Millares. Cerca del río posteriormente conocido como Andarax. Sureste de la península ibérica.
Localización temporal: hace unos 4.500 años).

               El calor le obligaba a trabajar casi desnudo, mientras cuidaba con precisión sus movimientos, con el objeto de no quemarse bajo las alturas temperaturas de las piezas que iba metiendo y sacando. A un lado y otro del taller, se acumulaban fragmentos rotos de arcilla, escayola, y también moldes desechados de cera, todo lo que habían constituido las pruebas previas de un intenso trabajo cuya síntesis definitiva iba a fraguarse en el interior del horno, alimentado por un pavoroso incendio generado a base de troncos de madera. El hombre se apartó el sudor de la frente antes de agarrar unas tenazas, abrir la compuerta de aquel infierno y emplear ese instrumento para extraer su contenido del interior. Arrojó el material incandescente sobre la piedra, y contempló con ansiedad cómo el rojo fulgor iba amainándose, hasta convertirse en un color marrón con un leve tono dorado. Durante el eterno lapso que tardó en enfriarse, no pudo hacer otra cosa que admirarlo y, nada más se redujo a la temperatura mínima para asirlo, lo empuñó y lo repasó como si fuera a utilizarlo. Pero Zeizon estaba lejos de eso. Él era algo más. Y con esta punta de metal que había construido, acababa de demostrarlo.
               Ahora venía la pregunta fundamental. Qué hacer con ella.
               Cuando se enfrió del todo, el hombre se vistió, cogió un paño, y ocultó la pieza de metal colocando el trapo alrededor de la misma. Iba a necesitar más información -y muchas consultas- para tomar una resolución definitiva. Marchaba en busca de alguien que pudiera, al menos, alguna de sus múltiples dudas solventar.
               Salió de su cabaña y caminó por el poblado. Mientras lo hacía, realizó una revisión mental de los componentes, tanto estructurales como humanos, de la villa, con el objetivo de no olvidarse de ninguna de las “fuerzas vivas” que podían influir en futuros acontecimientos. El poblado de Milia era similar a otros que se situaban dentro la misma región. Varias capas concéntricas de murallas. Campos de cereales cercándolo. El cercano río, bañando los sustentos fundamentales del pueblo, la ganadería pero sobre todo la agricultura. Dentro de las murallas de gruesos bloques de piedra, artesanos, comerciantes, agricultores que entraban y salían del pueblo para cultivar sus tierras, sacerdotes, guerreros. Un par de miles de almas, que convivían en relativa paz. Tenían soldados pero, en concordia con sus vecinos desde hacía tiempo, casi no los necesitaban. Les lideraba un jefe del poblado, pero su poder era más organizativo que otra cosa, pues la mayor parte de las decisiones se tomaban en la Asamblea Mayor, donde el conjunto del pueblo se reunía para discutir los asuntos de mayor relevancia, o en la Menor, donde se dirimían las disputas, y debatían sobre el día a día los representantes elegidos del Consejo. Milia era un lugar donde reinaba la paz. El problema era que Zeizon había creado algo que iba a ponerla en peligro, y quién sabe si a destrozarla hasta que nadie la pudiera reconocer.
               Tardó poco tiempo en llegar a la cabaña que buscaba. Había ido allí tantas veces, que casi hubiera podido recorrer el camino con los ojos cerrados. Garbur era un buen amigo, y las visitas mutuas se habían sucedido entre ambas casas en múltiples ocasiones. Que Garbur supiera (y hubiera practicado a ratos) decenas de maneras posibles de matar a un hombre, sólo lo convertía en un conversador más interesante.
               -¿Qué te ocurre?-preguntó Garbur, ante quien Zeizon no sabía disimular su turbación-. ¿Por qué vienes tan agitado?
               Sólo necesitó unos pocos segundos para desenrollar la tela situada alrededor del objeto que traía a escondidas, y depositarlo sobre el suelo de la cabaña. Ambos se quedaron mirándola.
               -¿Qué es esto?
               Darmón dudó un segundo.
               -Una punta de flecha.
               -Ya sé qué es una punta de flecha, ¿por quién me tomas? Lo que pregunto es por qué me la traes aquí.
               -Tú eres el guerrero. Dímelo tú.
               Su amigo se agachó hacia el objeto. Lo recogió con cuidado. Lo blandió en el aire, de manera similar a como lo había hecho él un rato antes. Pero al contrario que Zeizon, Garbur dio un paso más. Salió al exterior de la cabaña, al patio cercano. Allí, sin ninguna clase de vacilación o miramiento, agarró a una gallina de manera certera por una de sus patas y, casi al tiempo que le daba la vuelta, degolló el cuello del animal de un preciso tajo. El cadáver empezó a sangrar profusamente, pero Garbur sólo tenía ojos para la punta de flecha y para la cara de su amigo.
               -Es el mejor filo que he visto en la vida. ¿Qué has hecho con él?
               Zeizon se tomó el halago casi como una maldición.
               -Llevo tiempo explorando aleaciones. Intento mezclar el cobre con otros metales. He realizado varias pruebas, con distintas condiciones… y ésta, con estaño, ha salido bien.
               Garbur no era muy ducho en cuestiones técnicas. Más bien tendía a quedarse con los aspectos prácticos.
               -¿Has creado un nuevo metal?
               -He creado un nuevo metal.
               -¿Cuál?
               -¿Cua…? Yo qué sé. Es nuevo.
               -Tendrás que ponerle nombre.
               Zeizon se revolvió incómodo, mientras encogía los hombros.
               -Yo qué sé. Pónselo tú si quieres.
               Los dos entraron lentamente en la casa. Garbur inició los preparativos para cocinar la gallina que acababa de liquidar.
               -¿Y qué vas a hacer con él?
               Zeizon se rascó la cabeza.
               -Ésa es mi pregunta. Tengo dudas. Esperaba que me lo dijeras tú. O, al menos, que me dieras una buena sugerencia.
               Garbur elevó las cejas.
               -Yo lo tendría claro. Se lo daría al jefe.
               Zeizon desplazó los pies con cansancio, como si le pesaran mucho. Como si no se sintiera a gusto poseyéndolos.
               -¿Te acuerdas de cuando éramos pequeños? Cuando salió ese nuevo tipo de daga. Al principio, sólo lo teníamos nosotros. Después se extendió; el conocimiento de cómo hacerlo se propagó entre las tribus. Al final, acabó compartiéndolo todo el mundo. Pero, ¿te acuerdas de los pectos?
               Garbur negó con la cabeza.
               -No. Yo era más pequeño que tú. ¿Quiénes son los pectos?          
               -Ésa es la cuestión: que no has oído hablar de ellos. No llegaron a tiempo.
               Garbur se tomó unos segundos para procesarlo, hasta que finalmente lo captó.
               -Entiendo. Temes lo que pueda ocurrir si sólo hay una persona que pueda manejarlo.
               -En efecto.
               -Pero tienes la obligación de entregar al jefe del poblado todos tus descubrimientos. Y siempre que sales del poblado, has de estar acompañado con un guerrero.
Garbur enunció en voz alta cuestiones que ambos conocían. Las normas llevaban mucho tiempo, desde que se había descubierto que los herreros expertos eran susceptibles de ser secuestrados por enemigos del poblado. Pero esas reglas llevaban sin ser útiles desde tiempos inmemoriales, en que las tribus combatían entre sí. Sólo ahora se hacían plenamente conscientes, y relevantes.
               -Exacto –corroboró su amigo.
               -Con lo cual, tu única opción es entregárselo al jefe del poblado.
               -Correcto otra vez.
               -Pero no quieres hacerlo.
               Zeizon agachó la cabeza.
               -No.
               Garbur trataba de descifrar cada arruga alrededor de los ojos de Zeizon.
               -¿Entonces, qué quieres hacer?
               Zeizon titubeaba. Todos los revueltos pensamientos que tenía en la cabeza se acumulaban, y tuvo que priorizarlos para articularlos con propiedad.
               -Si se lo revelo al jefe, abortará las posibilidades de que pueda salir afuera a contárselo a ninguna otra tribu. Pero si salgo fuera, serán otros los que no me dejarán volver.
               Garbur era un hombre sencillo. De objetivos simples, pero rico en recursos. Era una buena cualidad para un militar. Quizás por eso le habían escogido como soldado, o tal vez por ser un soldado se había convertido en aquello. Parecía más interesado (como Zeizon la mayor parte de sus días) en asuntos del tipo “cómo llegar desde aquí a este punto” que en solucionar problemas filosóficos.
               -Ven conmigo –dijo Garbur, orientándose de manera natural hacia la dirección que con menos restricciones se abría-. Conmigo podrás salir a la linde del bosque.
               Cogió una bolsa de tela colgada de un clavo, y empezó a acumular pertrechos, incluyendo comida. Zeizon le observaba con expectación.
               -¿Adónde vamos?-inquirió.
               Garbur sonrió como si le estuviera tomando el pelo.
               -Es evidente, ¿no?¿Cómo vas a probar una punta de flecha, sin que forme parte de una flecha?
               En unos pocos minutos, se encontraban fuera, y camino del exterior de poblado. A Zeizon le resultó sorprendente la forma en que pudieron desplazarse entre sus vecinos como si no ocultaran nada, como si no llevaran un secreto encima que podía cambiar la vida de todos. Y que además lo hicieran con tanta facilidad, con cada uno atendiendo sus cosas y sin fijarse en absoluto en ellos. También le chocó la indiferencia del guarda de la muralla, que les permitió atravesarla sin más, en confianza absoluta, a pesar de lo que todo lo que podían estar tramando y quizás se hubieran atrevido a hacer. Garbur, sin embargo, se mostraba muy tranquilo. Aguardó hasta un lugar cerca del río, donde se abría un claro que se interrumpía de manera abrupta mediante una delimitación formada por un nutrido grupo de árboles. Empleó su machete para cortar unas ramas, y escogió de entre ellas la más adecuada para sus fines. Junto con la madera y algo de cuerda, montó una hermosa flecha. No era la más sólida posible, pero para las condiciones en las que había sido elaborada, constituía una creación bastante decente. Un pensamiento tan cotidiano como ése, por muy tonto que resultase, al herrero le tranquilizaba. La bolsa de pertrechos se convirtió entonces en carcaj. De la misma bolsa de tela, Garbur extrajo un pequeño arco, ingeniado también en su día por Zeizon. Pequeño, flexible, muy útil para pasar desapercibido. El soldado ajustó la flecha en la cuerda y, tras unos minutos necesarios para cuadrar la colocación, disparó a uno de los árboles. La flecha cruzó rauda el aire y se clavó en el tronco de un árbol con un ruido que resonó a lo largo del claro. Garbur volvió después de arrancar la flecha de su destino; se notaba que le había costado.
               -No se ha deformado nada; se ha clavado de manera profunda. Mucho más de lo normal. Y además, no me ha costado tirarla…
               Volvió a colocar la flecha en el arco, y probó una nueva disposición.
               -Vendría mejor con un arco más largo. Le daría más fuerza… mucho más alcance… Mayor poder de penetración.
               Zeizon se encogió al pensar, tratándose de carne humana, lo que esta última frase implicaba. Garbur se volvió para mirar a su amigo, por primera vez desde que habían salido del pueblo.
               -Desde luego, es un arma magnífica.
               El creador del invento se sobrecogió.
               -Sí. ¿No es una desgracia?
               Garbur apoyó la barbilla en el barco, sonriente a causa de las cuitas de su amigo, que para él hubiera consistido en un asunto menor. Trató de mostrarse tan empático como benevolente.
               -Preséntalo a un miembro de la Asamblea. Desvélale tus cuitas. En la Asamblea Menor se debatirá de manera abierta, delante del jefe. No podrá negar que se lo has entregado. Pero la Asamblea cuidará que el arma se emplee de forma defensiva y no para el ataque, como así temes. Luego, cuando el tema quede ratificado ante la Asamblea Mayor, esa decisión no podrá revertirse.
               Zeizon bizqueó. La verdad es que la solución no sonaba mala del todo. Se notaba que Garbur había tratado en mayor medida con los prohombres del poblado, y tenía más claro cómo lidiar con su particular psicología.
               -¿Y a qué miembro en concreto se lo cuento de la Asamblea? –volvió de nuevo la mirada hacia su amigo, en busca de guía.
               Garbur caviló un poco.
               -Zuhai. La gente le respeta. El resto de la Asamblea le seguirá.
               Zeizon asintió. No sabía si daría resultado, pero al menos era la mejor aproximación que había escuchado hasta ahora. La única que se le ocurría. Agradeció quedamente a Garbur la preocupación exhibida.
               Mientras regresaban, Zeizon le pidió al soldado que, para volver, efectuaran un pequeño rodeo. En realidad no era tan pequeño, pero si a Garbur le molestó que malgastaran el tiempo y la energía en aquella clase de cuestiones, bien que se cuidó en expresarlo. La idea de Zeizon era llegar a una zona montañosa donde, tras ascender un camino sin dificultad manifiesta, se abría un pequeño abrigo natural. En él, sobre la blanca pared, había dibujadas una serie de figuras de un color encarnado. Nadie sabía lo que querían decir. La mayor parte de los que pasaban por allí ignoraban la existencia de esas imágenes, y si acaso las despreciaban. Unos opinaban que era obra de dioses, o de criaturas monstruosas, muy distintas a los humanos, las cuales habían pasado por allí hacía mucho tiempo. Zeizon, sin embargo, tenía la teoría de que eran sus antepasados los que habían inscrito allí aquellos símbolos y, por el cúmulo de figuras que se acumulaban bulliciosas en las paredes, el conjunto le transmitía una sensación de narración, de ilación de una historia; de que la persona o personas que habían dibujado eso allí habían pretendido contar algo. ¿El qué? No tenía ni idea. Simplemente, tenía el pálpito de que aquellas efigies tan complejas, y a su vez tan esquemáticas, servían para describir un suceso de manera sencilla, empleando símbolos que resumieran, ante la vista de todos, un acontecimiento del pasado, una verdad fundamental o una advertencia. La cual, pese a todo lo simplificada y carente de matices que pudiera resultar al quedar expuesta de esa manera, cumplía su propósito y de ese modo era, con respecto al espíritu de la historia, más fiel incluso que la siempre compleja realidad. Pero en concreto, había una representación que a Zeizon siempre le había llamado la atención, y que le tocó aún más de cerca (como si todo su cuerpo fuera un instrumento, y alguien hubiera presionado con precisión las cuerdas) durante aquella circunstancia concreta. Se trataba de una figurilla humana que elevaba hacia arriba un arco. ¿Era un guerrero que apuntaba hacia el cielo, con el propósito quizás de cazar algún animal?¿O aquella imagen tenía una significación más profunda?¿El arquero desestabilizaría la tribu, o su acción, en cambio, la salvaría de sus males? Zeizon no tenía claro lo que quería decir, pero hubiera pagado buena parte de sus escasas convicciones por la posibilidad de averiguarlo. Quizás los antiguos (probablemente más valiosos que los dioses, según la sabiduría que contuvieran sus secretos) le hubieran proporcionado una respuesta que hoy necesitaba y que, por el momento, no había conseguido dilucidar.
               Fue tarde, al final del día, cuando llegaron de regreso al poblado. El guardia de la entrada apenas reparó en ellos, ni les preguntó dónde habían estado. Garbur le acompañó hasta casa de Zuhai. Allí, los miembros de su familia se mostraron circunspectos ante la inesperada visita. Solicitar una reunión, así, cuando ya había caído la noche, era atípico e indicaba que ocurría un suceso anómalo. Pero no alzaron una palabra, tan sólo avisaron al patriarca de la familia. Éste ya se encontraba asomándose al complicado trance (“el abismo”, lo denominaba el propio Zuhai, pues una vez caías dentro del mismo nadie te aseguraba que fueras capaz de salir) de prepararse para dormir. Sin embargo, la posición de sus pocos cabellos blancos arremolinados de manera desordenada alrededor de su calva fue el único indicio que Zuhai dio, aparte de sus párpados entrecerrados, de que la intempestiva reunión le había enojado o interrumpido en algo. Zeizon fue muy directo –en contraste con Garbur, que se comportó casi como si estuviera de incógnito-, y le mostró la punta de flecha. Zuhai abrió progresivamente los ojos conforme fue el herrero fue detallando la explicación. Cuando Zeizon terminó, se mesó la barba y, tras unos segundos sumido en sus pensamientos, como si extrajera agua de un pozo muy profundo, al fin abrió los labios y afirmó:
               -Te entiendo, Zeizon. Estoy seguro de que te entiendo. Tú eres un constructor. Quieres fabricar herramientas para tus compañeros. Quieres que la gente trabaje mejor, use un martillo mejor, posea mejores instrumentos de cocina. Pero no pretendes que tu creación sea empleada para la guerra. ¿Tengo razón?
               Zeizon asintió. Sus ojos se mostraron solícitos, indicando el límite de su desesperación.
               -No te preocupes, Zeizon. Ve a tu casa. Esta noche reuniré a algunos miembros del Consejo. Hablaremos y mañana convocaremos Asamblea. Allí lo arreglaremos todo.
               Zeizon se despidió agradecido. De Zuhai primero y más tarde de Garbur, de quien se separó al tener que tomar la bifurcación del camino que conducía a su casa. Zeizon se acostó, después de balbucear unas incoherentes explicaciones a su mujer sobre por qué llevaba fuera todo el día sin haberla avisado previamente de nada. Al minuto siguiente se durmió y, si tuvo sueños intempestivos, no los recordaba en absoluto cuando llegó la mañana del día.
               Con el alba, se alzaron también nuevas perspectivas. Zeizon se quedó un rato sobre la cama, con su esposa dormida al lado, rememorando los acontecimientos de la jornada anterior. No tenía motivos para creer que nada saldría mal. Si lo miraba fríamente, debía ser optimista. Ésa era, sin duda, la actitud que debía adoptar.
               Se levantó y, al poco, hablando con los vecinos, descubrió que había convocada Asamblea Menor. También fue advertido de que, de manera excepcional, le habían llamado a formar parte de la misma. Puso en orden un par de cuestiones imprescindibles, y marchó al lugar de la cita. Mientras lo hacía y contemplaba a lo largo del trayecto el despertar del pueblo, atravesándolo en canal por segunda vez en dos días, pensó en lo mucho que le gustaba vivir allí. En las hacendosas rutinas. En el modo en que la tribu había sabido organizarse para que, entre sus habitantes, apenas se produjeran conflictos. Eso no significaba que no hubiera injusticias o que cada detalle fuera perfecto, pero, al menos, todo el mundo tenía un hogar donde cobijarse, una profesión que le proporcionaba un sustento, o una serie de personas a las que recurrir en caso de necesidad. Zeizon, en ese sentido, se mostraba alérgico al cambio; él trabajaba los metales porque le gustaba, porque el poblado lo necesitaba y porque, diablos, se le daba rematadamente bien. Tanto que a veces no podía evitar divertirse, y ponerse a jugar con innovaciones, algo que sin duda las autoridades de la tribu alentaban. Pero en el fondo, Zeizon no quería modificar nada, ni quería que nada cambiara. Se mostraba a su gusto con su mundo. Por eso estaba contento de acudir a aquella Asamblea cuyo objetivo era que dicho sueño se pudiera cristalizar.
               En el momento en que se abrió la sesión, Zeizon echó un vistazo general a los allí congregados. Sentados sobre el suelo de la cabaña, adornada con toda clase de calaveras empleadas en su día en actos ceremoniales, cubierta con gruesas alfombras elaboradas a partir de pelo de animal, se mostraban los individuos más destacados del pueblo, oscilando entre el anciano Zuhai, situado en un lado, y el un poco más joven e hirsuto jefe, con su barba castaña formando un todo con el vello corporal que, sobre espalda y pecho, le cubría como si se tratara de una segunda piel. El aspecto del líder era suspicaz, y más cuando echaba un vistazo de reojo a Zeizon, situado en un discreto segundo plano. Sin embargo, aquella situación individual no duró mucho pues, nada más Zuhai rompió a hablar, casi todos los ojos se volvieron hacia él.
               -Nuestro herrero Zeizon ha vuelto a sorprendernos con sus habilidades –anunció Zuhai en voz alta-, y me han comunicado que ha forjado una nueva aleación que presenta propiedades inigualables. Es más dúctil que el cobre, y más resistente que la piedra. No creo ser un profeta al augurar que esta invención traerá un largo período de bonanza al poblado, y garantizará nuestro futuro.
               Zuhai le dedicó una amplia sonrisa. Zeizon agachó la cabeza y procuró encogerse hasta hacerse diminuto, para que nadie pudiera concentrar la mirada sobre él.
               -Es entonces necesario, cuanto antes, que esta tecnología forme parte integral de la vida del pueblo. Por tanto, propongo que Zeizon enseñe inmediatamente a un ayudante la forma de manejar este nuevo material y, mientras tanto, que vaya creando los diversos utensilios que le soliciten los habitantes del pueblo. Es imprescindible que los miembros del poblado comprueben lo importante que es este metal y que puedan utilizarlo en su vida cotidiana. Por ello, hay que fabricar de todo: tenazas, cadenas, yunques, cuchillos, dagas, cualquier cosa que a los hombres de nuestro pueblo pueda serles provechoso.
               Zeizon levantó la cabeza de golpe. ¿Dagas? No era eso de lo que habían hablado. Flechas y espadas eran propias de guerreros. Pero una daga la podía transportar cualquiera. Los cuchillos se necesitaban para la cocina de acuerdo, pero… ¿dagas?¿Qué era esto?¿Es que Zuhai quería equipar a todo el pueblo con un arma?
               Durante la reunión, apenas se concretó nada. Todos llenaron su discurso de palabras vanas para más o menos argumentar que la noticia era demasiado inesperada, y que cualquier actuación significativa debía meditarse muy a fondo. Daba la impresión de que todo el mundo quería saber lo que el otro pensaba antes de expresar con rotundidad con su opinión. O en otras palabras, que no se atrevían a mojarse. Tras la reunión, Zeizon se acercó en un aparte al hombre de la Asamblea en quien había confiado.
               -Zuhai, agradezco mucho tu labor y consejo, pero no sé si me han tranquilizado tus frases. Tú sabes lo que puede ocurrir si los miembros de la tribu salen del poblado cargados con armas que saben mejores que las de sus vecinos, y se produce algún roce entre dos pescadores en el río, o dos cazadores en el bosque. No sé si el panorama que estás abriendo, o dicho de otra manera, el futuro que estás montando, puede resultar arriesgado. Incluso amenazador.
               Antes de que Zeizon hubiera terminado de hablar, el anciano ya estaba agitando la cabeza de manera casi violenta, negando de manera reprobatoria, y chistando con los labios.
               -No te puedes hacer una idea, Zeizon, de las tensiones que hay ahora mismo entre las distintas facciones del Consejo –continuó realizando aspavientos de un lado a otro-, y en concreto con el jefe del poblado. Hay unos equilibrios de poder muy delicados en los que tenemos que movernos como si camináramos sobre nenúfares en el agua. Y en medio de esta batalla, ayer, hablando con otros miembros del Consejo después de irte, me di cuenta de que, para la gente, el progreso, la mejora de sus condiciones de vida, depende completamente de objetos construidos con tu nuevo material. Y no puedo negárselo, porque ellos son la fuente de mi poder. ¿O cómo crees que mantengo mi influencia en la Asamblea?¿Entiendes, Zeizon?¿Entiendes lo que te quiero decir? No puedo negarles algo tan útil. Es la única manera de mantenerme en mi puesto, y de esa manera garantizar que tu metal se aprovecha exclusivamente para la paz.
               Zeizon entendía. Zeizon entendía, y al mismo tiempo no comprendía nada conforme se acercaba a su casa, se encerraba, y visualizaba un escenario en que todos los miembros del poblado (que se pasaban el tiempo saliendo fuera e interaccionando con componentes de otras tribus vecinas) portaban armas fabricadas por él.
               En eso estaba pensando mientras hacía tiempo en su taller, pero en realidad no estaba fabricando ningún objeto; simplemente huía de todo y de todos, de un mundo que sentía inseguro y tambaleante a su alrededor. Hasta de su mujer, quien fue la que apareció aquella tarde para interrumpir sus toneladas de no hacer nada.
               -Hay alguien que quiere verte –susurró.
               Él se quedó descompuesto. Quién había acudido allí. Y si había venido, por qué no pasaba directamente a verlo, o por qué no se anunciaba él mismo. Pero los gestos de su compañera de vida le indicaron que aquello era distinto, que tenía que salir. Sacudido por demasiados seísmos contrapuestos, Zeizon caminó hacia aquella pequeña región de terreno que pertenecía a su casa y que su mujer consideraba una especie de privado jardincito, mientras que él lo empleaba para enfriar pruebas o simplemente refrescarse del tremendo calor de la fragua. Aquel humilde patio sin muros, abierto a la naturaleza, se encontraba separado del pueblo por la frontera de su propia vivienda, con lo cual no era accesible a la vista desde la senda principal del poblado. Era por eso por lo que el jefe del poblado había accedido allí directamente, en lugar de por la entrada principal. Para que nadie más supiera que aquellos dos se estaban reuniendo.
               -Zeizon, voy a ir al grano, y te voy a ser muy sincero –arrancó-. No voy a reprocharte que le enseñaras primero a Zuhai tu nuevo invento. Comprendo tu reticencia. Tú eres un hombre de paz. Pero, por lo que he visto, tampoco te has quedado muy a gusto con la propuesta de la Asamblea.
               Zeizon alzó una ceja. Como toda respuesta, el jefe del poblado enarcó las dos.
               -Tú conoces la vida habitual del pueblo. Sabes quién va a pedir, antes que nada, un cuchillo. Sabes que esa persona atacó a su mujer la semana pasada. Aquella vez no le salió bien porque no era un cuchillo muy bueno; se partió cuando ese par de histéricos andaban corriendo por la casa. Pero también sabes que ella sigue viviendo con él. Y que, si esta vez tiene a mano un arma más efectiva, el resultado puede ser fatal…
               El jefe suspiraba. El herrero se mordía las uñas.
               -Has creado una herramienta muy poderosa, Zeizon. Precisamente por eso, no la puede utilizar cualquiera. Como sería terrible que los humanos pudiéramos disponer del poder del rayo, en lugar de que lo monopolizaran los dioses. Esa tecnología debe ser contenida, controlada. Es la única manera de que el orden del que disfrutamos llegue a sobrevivir, y de que no nos matemos los unos a los otros.
               Zeizon abre la boca. No llega a enunciar la pregunta. Qué hago. Dime qué hago, por el amor de cualquier dios. Dime lo que tengo que hacer, o que decir.
               -Ven conmigo. Refúgiate en mí, Zeizon. Trae tu taller, tus instrumentos de trabajo. Conseguiremos que tus armas las manejen un número limitado de personas. Gente sensata, que sabe qué es lo que en cada momento debe hacerse. Ven conmigo y todo saldrá bien. El pueblo prosperará.
               Zeizon cerró la boca. No le gustaba. No sabía si se fiaba. No tenía otra alternativa. Con un silencio que hablaba a voces, aceptó.
               A partir de entonces, todo transcurrió muy deprisa, en un aura de ficción en el que Zeizon no tuvo claro en determinados puntos si aquello se trataba de un sueño o de una difusa realidad. Se diría, en base a sus recuerdos, que le habían llevado casi en volandas, a él y a todos los materiales de su taller, y en medio de aquel desbarajuste, había quedado en una sala aislada, de paredes de piedra, cercado por soldados tanto durante la noche como durante el día, entre los cuales al principio se encontraba Garbur, aunque en un momento determinado éste desapareció. Mientras tanto, Zeizon trabajaba, trabajaba sin descanso, como una mula, construyendo hachas, dagas, puntas de flecha y de lanza, convirtiendo lo que antes era una simple curiosidad científica en toda una colección, el armamento de un ejército, el cual periódicamente iba menguando porque alguno de los guerreros del poblado pasaba por allí y tomaba un elemento para sí mismo. Pero Zeizon no parecía darse cuenta, o tal vez no quería hacerlo, quizás porque, mientras ocupaba su cerebro en hacer funcionar la fragua, no corría el riesgo de pensar…
               Un día, al final de esa sucesión de jornadas interminables sin sentido, sucedió algo extraordinario. Nadie le había ordenado en los últimos días que hiciera construyera nada nuevo, y había terminado el último objeto que tenía que forjar. El recién montado y no obstante exhausto taller se encontraba sorprendentemente tranquilo. Entonces, llegaron un grupo de hombres. Guerreros. Zeizon les reconoció por sus atavíos, pero en realidad no conocía a ninguno en persona. De hecho, estaba seguro de que no pertenecían al pueblo, y ni siquiera le sonaba haberles contemplado de pasada en los poblados vecinos. A Zeizon se le ocurrió entonces, por primera vez en todo aquel tiempo, abrir la boca y preguntar:
               -¿Dónde está Garbur?
               Los otros no respondieron. Empezaron a revolver entre las armas recién creadas, y pertrecharse de escudos, corazas, yelmos. Zeizon contempló a lo lejos, a través de la única puerta entreabierta, la figura del jefe del poblado dando órdenes a diestro y siniestro, blandiendo gestos con impetuosidad.
               -¿Cuándo ha sido la última asamblea?-reiteró Zeizon-. ¿Dónde están los miembros del Consejo?
               Uno de los guerreros, de mirada más expresiva que el resto, y una cicatriz que le cruzaba el párpado y se extendía hacia la cara,  le respondió:
               -Esa gente de la que hablas no se encuentra aquí ahora para coger estas armas, ¿verdad?
               Y entonces, sólo entonces, Zeizon empezó a tener una vaga idea del mundo que había contribuido a crear.

              
Post-scriptum: Los Millares fue la cultura más avanzada para su época en el oeste de Europa, llegando ser expertos en el manejo del cobre. Quedan pocos restos de sus viviendas y tumbas, que hoy se exhiben junto a réplicas plausibles de sus construcciones. La población llegó a tener tres murallas concéntricas –hechas de barro y de mampostería, y de una altura de hasta seis metros- y una ciudadela, aunque en su nacimiento y su decadencia, la población se reducía a la ciudadela. Se desconoce los motivos por los que la civilización de los Millares cayó en decadencia, pero se asume que a partir de cierta época se produjeron crisis, enfrentamientos armados, y una evolución hacia un nuevo tipo de sociedad…


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