Continuación a partir de aquí.
* * *
Al
ladrón del Ojo Dorado no parecía molestarle mi presencia. Cuanto menos, parecía
esperarla.
Como
si se hubiera intuido todo desde un principio. Como si ella misma hubiera
escrito el final. Como si, tras mis actos, hubieran estado siempre sus
palabras.
Ahora
nos contemplábamos con tranquilas miradas. Ambos, separados por una reja.
Era
ella la que se hallaba encerrada.
-Te
dije que esto no terminaba así -me espetó.
Asentí.
No, no había terminado así. Las cosas habían sido muy distintas. Yo me había
escapado.
Era
ella la que se había equivocado al corretear por los pasillos. Era ella a la
que habían cazado.
Era
ella la condenada a muerte.
-Por
lo menos, contigo ha tenido Harrington más clemencia -rememoré-. A mí no me dio
ni la oportunidad de hablar.
El
ladrón sonrió. No parecía perder su sentido del humor.
-También
a mí iba a dispararme; no obstante, se detuvo en el último minuto.
Encogí
los hombros.
-¿Por
qué?
Ella
suspiró.
-No
tengo la esmeralda. Tampoco (a pesar de ser yo la única que elevó la voz en la
cámara del tesoro) acaba de creerse Harrington que yo sea el ladrón del Ojo
Dorado. Típicos prejuicios machistas del siglo XIX. Las mujeres estamos para
desmayarnos, y para que se peleen por nosotros los héroes románticos de turno.
El Imperio Británico preferiría perder la India antes de reconocer que ha sido
doblegado, y varias veces, por una mujer.
Yo
asentí. Comprendía lo que quería decir. Lo había leído a lo largo de las
novelas que ella misma me había proporcionado.
-Además
-prosiguió-, Harrington no se cree que el Ladrón del Ojo Dorado no tuviera la
esmeralda encima. Ni mucho menos que se perdiera en uno de los pasadizos.
Escrutó
con intensidad mi mirada.
Intuí
sus límpidos ojos.
Tuve
que apartar la vista. Cuando por fin reuní fuerzas, conseguí preguntar:
-¿Y
ahora, qué?
Ella
dejó caer su pelo a lo largo de su rostro.
-¿Ahora?-respondió
con otra pregunta-. Me retendrán aquí para que les confiese quién es el Ladrón
del Ojo Dorado. Dónde vive. A qué se dedica. Dónde encontrarle a él, y los
tesoros que acumula.
Pasé
la mano a través de los barrotes. Rocé con mi dedo su tierna y cálida mejilla.
Le pregunté:
-¿Y
qué le piensas contestar?
Ella
asomó el rostro a través del escaso hueco que permitía la ventanilla de su
celda. Y me inquirió:
-¿Qué
es lo que he de decirles?¿Quién eres?
Es
extraño, pensé. Después de haber intercambiado nuestros papeles, después de
haberla traicionado, a pesar de salvarme la vida, y aun así, me seguía
sonriendo. No era lógico… pero ella tampoco podía encuadrarse dentro de lo
común.
-Les
dirás que el ladrón del Ojo Dorado seguirá atacando. Que volverá a aparecer.
Que seguirá desafiándoles.
Ella
sonrió.
-Pero
que no volverá para liberarme…
Cerré
los ojos con remordimiento.
-No…
Ella
alargó la mano, y condujo mi rostro hacia el de ella. Besó suavemente mis
labios.
Me
dijo:
-No
te preocupes por nada. No me pilla de sorpresa. Sabía que lo harías. Me lo
esperaba.
Cogí
su mano entre las mías, y me mordí el labio inferior para no dejar traslucir
mis sentimientos. Quise decirle que esta oportunidad era la única que se me iba
a presentar en la vida; que, si volvía a mi mundo, nunca jamás podría volver a
conseguirlo; que tendría una existencia gris, macilenta, anodina y sin
sobresaltos; que no podría disfrutar de la mayor aventura que han vivido los
siglos; que no podría cumplir ese sueño -que todos tenemos de niño- de ser
Sandokán, Miguel Strogoff, de transformarse en el protagonista de una novela de
Conrad o Stevenson. De sufrir, sentir, vivir, amar, sufrir amargura, de la
misma forma en que lo hace un personaje literario, y no ese patético engendro,
colmado de rutina y desasosiego, que decimos en llamar ser humano, y cuya mayor
tragedia semanal se resume en el café que se le derrama en la solapa… Quise
decirle que este era un viaje que ambicioné hacer desde mi infancia, un camino
que habría de recorrer por obligación… pero no tuve valor…
Lo
único que pude hacer fue dejar escapar su mano…
…
que volvía a la celda, de donde nunca más saldría.
La
volví a mirar a los ojos.
-Antes
de marcharme, quisiera hacerte una pregunta.
Ella
conservaba la misma mirada que una niña pequeña que acaba de descubrir el
mundo. Curiosa, expectante, sin miedo. Sin el más mínimo rencor en sus ojos.
Sin importarle para nada su futuro, si acaso, el mío. Con ningún deseo más que
hacer preguntas, u otorgar respuestas.
Sus
labios volvieron a ser recordados por los míos.
-¿Sí?¿Qué
querías saber?
Y
entonces, reuní fuerzas para preguntarle:
-¿Por
qué me robaste precisamente esas cosas de mi apartamento?
Y
entonces ella bajó la cabeza. Para, unos segundos después, alzarla de nuevo.
No
dejó en ningún instante de sonreír.
-Te
repito la pregunta que te hice antes: ¿por qué crees que le robaba todas esas
cosas a aquellos millonarios?
Apenas
pude responder:
-Yo…
todos creíamos que se debía a que eran sumamente valiosas. O por el desafío de
hacerlo. O porque se merecían, debido a su perfidia, tamaño castigo.
Ella
negó con la cabeza. Desplazó sus manos a través de los barrotes.
-Los
autores no aman a sus hijos literarios. Más bien al contrario, los aborrecen.
Temen que permanezcan en el tiempo, y les aboquen a ellos mismos al olvido.
Llegan a sentir odio por una criatura que han ayudado a engendrar, por un ser
que jamás ha existido. Doyle mató a Holmes -dijo la ladrona, volviendo al
inicio, como suelen hacer los buenos relatos circulares-, y necesitó diez años
para resucitarle. Le colocó todos los defectos posibles, para así ser capaz de
insultarle sin faltar a la verdad. Agatha Christie condenó a Poirot a una
última vuelta de tuerca que engrandeció su historia, pero nubló su nombre. Y,
cuando Peter Pan derrota a Garfio, él y los Niños Perdidos comienzan a ponerse
las ropas de los piratas, a manejar sus barcos… a hacer lo mismo que ellos… la
pobre Wendy tiene que ver, ante sus ojos, como la mirada de su mejor amigo, y
también su alma, se van transformando en todo aquello contra él tanto había
luchado… Es testigo de primera línea de cómo Pan, ese chiquillo malencarado y
engreído con nombre de sátiro, se ha convertido en Garfio… y nada de lo que ha
hecho anteriormente tiene sentido.
Me
interrogó con la mirada. Capté la analogía entre esta última historia y la
nuestra. Contemplé a Wendy -un personaje que llegó a crear un nuevo nombre de
mujer- a través de la oscuridad de su prisión.
-No
sé quien creó esta historia. No fui yo. Nació antes de los tiempos, tal vez, o
quizá en un futuro muy lejano. No lo sé. En todo caso, el objetivo último del ladrón
del Ojo Dorado no residía, ni mucho menos, en las riquezas materiales. Ni
siquiera sé dónde están todas esas joyas. La meta fue siempre aquel a quien
estábamos robando. El propósito era atacarle allí donde más le dolía, donde más
se reflejaban sus sentimientos… sobre su posesión más preciada.
>>Todos
ellos eran hombres duros, que habían tenido que dejar cadáveres a lo largo de su
vida, cuando no ejecutarlos con sus propias manos, para amasar sus inmensas
fortunas. Todos ellos eran personas que ya habían fosilizado su corazón, y que
tan sólo podían sentir a través de una piedra… la misma que le estábamos arrebatando…
>>La
fuerza, el atrevimiento del robo, no se basa en la pureza del diamante, ni en
las crueles garras de las medidas de seguridad… Se basa en cuán profundamente
eres capaz de llegar al alma de una persona… de qué parte de su vida le despojas.
>>Todos
esos hombres acaban muriendo… si no oficialmente de suicidio, sí de pena, de
hastío, de vacío… se convierten en una sombra de lo que han sido, se dan cuenta
de que la vida ya no tiene nada que ofrecerles.
Se apartó el
pelo con la mano, dejando al descubierto su rostro.
-Te dije que
todavía no había terminado contigo…
Y volvió a
sonreír. Pero, esta vez una sonrisa maléfica y profunda. Una sonrisa que
guardaba algo detrás.
Me puse a
temblar.
-Te pregunté
que por qué te habías dado cuenta de la ausencia de estos objetos. Una foto de
un amor platónico, un libro de un amigo muy querido, un regalo muy especial… Te
diste cuenta porque, aunque no te sirvan para conseguir un trabajo, ni un
crédito en el banco, ni para obtener las metas que te has propuesto en la vida,
sí que las tienes presentes… Porque son las cosas que han marcado tu vida, la
parte de tu existencia que ya no puedes olvidar: un trozo de tu propia vida del
cual apartarte (tan profundo como ha calado en tu alma) significaría la misma
muerte…
Me miró, afilados
como cuchillos, con sus multicolores ojos.
-Ahora, mi
querido amigo, todo eso queda atrás. No sólo la foto, el libro y el regalo.
Quedan atrás tu amor platónico. Tus amigos. Tus amores. Tu familia. La
posibilidad de amar y ser amado, de contemplar amaneceres y noches de luna, de
encontrarte con la sorpresa de cada día: de vivir, en definitiva.
>>A
partir de ahora, todo eso ha cambiado: no tendrás existencia, salvo la que te
determine la propia historia en que te veas envuelto. Como personaje literario,
no podrás elegir tu propio destino, sino el que te marque este rumbo que ahora
has elegido. Nosotros, en las historias, no nos alimentamos si no es necesario
que lo hagamos para que la historia mantenga la coherencia; no disfrutamos del
roce sincero de una mujer, pues sabemos que es el autor quien está moviendo sus
sentimientos, como si éstos se hubieran materializado en los hilos de un
titiritero. No decimos lo que pensamos, sino lo que quieren que digamos; no
somos nosotros, sino el rol que nos ha tocado vivir… Por no poder, ni tan siquiera podemos, en la
mayoría de los casos, leer algún libro. Solemos ser iletrados, orgullosos,
arrogantes, incautos, imprudentes, y, lo que es más, tediosamente imprevisibles.
Desplazó su
rostro como si pudiera cruzar los barrotes, y dejó su cara a unos milímetros de
la mía.
-El único fin
de este maldito libro es, más que nada, arrancarle a cada uno de los que pasan
por estas páginas su posesión más preciada. Tú me has robado a mí la que más
ansiaba: la libertad.
Susurró
suavemente a mi oído.
-Yo
a ti, aunque aún no lo sabes, tu propia vida. Hasta hace un minuto, no sabías
apreciarla.
Sentí
cómo comenzaba a desaparecer… cómo una nueva historia me solicitaba en esos mismos
momentos, cómo me requería, como exige un amo de un esclavo.
-A
partir de ahora, vas a comenzar a echarla de menos.
Una
sonrisa. Un beso.
Escuché
sus crueles carcajadas, resonando a través de la noche de los tiempos.
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