lunes, 9 de noviembre de 2020

Un relato por entregas: "El ladrón entró por la página" (IV)

 Continuación a partir de aquí.


                                    *                                 *                                  *


            Al ladrón del Ojo Dorado no parecía molestarle mi presencia. Cuanto menos, parecía esperarla.

 

            Como si se hubiera intuido todo desde un principio. Como si ella misma hubiera escrito el final. Como si, tras mis actos, hubieran estado siempre sus palabras.

 

            Ahora nos contemplábamos con tranquilas miradas. Ambos, separados por una reja.

 

            Era ella la que se hallaba encerrada.

            -Te dije que esto no terminaba así -me espetó.

            Asentí. No, no había terminado así. Las cosas habían sido muy distintas. Yo me había escapado.

 

            Era ella la que se había equivocado al corretear por los pasillos. Era ella a la que habían cazado.

 

            Era ella la condenada a muerte.        

            -Por lo menos, contigo ha tenido Harrington más clemencia -rememoré-. A mí no me dio ni la oportunidad de hablar.

            El ladrón sonrió. No parecía perder su sentido del humor.

            -También a mí iba a dispararme; no obstante, se detuvo en el último minuto.

            Encogí los hombros.

            -¿Por qué?

            Ella suspiró.

            -No tengo la esmeralda. Tampoco (a pesar de ser yo la única que elevó la voz en la cámara del tesoro) acaba de creerse Harrington que yo sea el ladrón del Ojo Dorado. Típicos prejuicios machistas del siglo XIX. Las mujeres estamos para desmayarnos, y para que se peleen por nosotros los héroes románticos de turno. El Imperio Británico preferiría perder la India antes de reconocer que ha sido doblegado, y varias veces, por una mujer.

            Yo asentí. Comprendía lo que quería decir. Lo había leído a lo largo de las novelas que ella misma me había proporcionado.

            -Además -prosiguió-, Harrington no se cree que el Ladrón del Ojo Dorado no tuviera la esmeralda encima. Ni mucho menos que se perdiera en uno de los pasadizos.

            Escrutó con intensidad mi mirada.

 

            Intuí sus límpidos ojos.

 

            Tuve que apartar la vista. Cuando por fin reuní fuerzas, conseguí preguntar:

            -¿Y ahora, qué?

            Ella dejó caer su pelo a lo largo de su rostro.

            -¿Ahora?-respondió con otra pregunta-. Me retendrán aquí para que les confiese quién es el Ladrón del Ojo Dorado. Dónde vive. A qué se dedica. Dónde encontrarle a él, y los tesoros que acumula.

            Pasé la mano a través de los barrotes. Rocé con mi dedo su tierna y cálida mejilla. Le pregunté:

            -¿Y qué le piensas contestar?

            Ella asomó el rostro a través del escaso hueco que permitía la ventanilla de su celda. Y me inquirió:

            -¿Qué es lo que he de decirles?¿Quién eres?

            Es extraño, pensé. Después de haber intercambiado nuestros papeles, después de haberla traicionado, a pesar de salvarme la vida, y aun así, me seguía sonriendo. No era lógico… pero ella tampoco podía encuadrarse dentro de lo común.

            -Les dirás que el ladrón del Ojo Dorado seguirá atacando. Que volverá a aparecer. Que seguirá desafiándoles.

            Ella sonrió.

            -Pero que no volverá para liberarme…

            Cerré los ojos con remordimiento.

            -No…

            Ella alargó la mano, y condujo mi rostro hacia el de ella. Besó suavemente mis labios.

 

            Me dijo:

            -No te preocupes por nada. No me pilla de sorpresa. Sabía que lo harías. Me lo esperaba.

            Cogí su mano entre las mías, y me mordí el labio inferior para no dejar traslucir mis sentimientos. Quise decirle que esta oportunidad era la única que se me iba a presentar en la vida; que, si volvía a mi mundo, nunca jamás podría volver a conseguirlo; que tendría una existencia gris, macilenta, anodina y sin sobresaltos; que no podría disfrutar de la mayor aventura que han vivido los siglos; que no podría cumplir ese sueño -que todos tenemos de niño- de ser Sandokán, Miguel Strogoff, de transformarse en el protagonista de una novela de Conrad o Stevenson. De sufrir, sentir, vivir, amar, sufrir amargura, de la misma forma en que lo hace un personaje literario, y no ese patético engendro, colmado de rutina y desasosiego, que decimos en llamar ser humano, y cuya mayor tragedia semanal se resume en el café que se le derrama en la solapa… Quise decirle que este era un viaje que ambicioné hacer desde mi infancia, un camino que habría de recorrer por obligación… pero no tuve valor…

 

            Lo único que pude hacer fue dejar escapar su mano…

 

            … que volvía a la celda, de donde nunca más saldría.

 

            La volví a mirar a los ojos.

            -Antes de marcharme, quisiera hacerte una pregunta.

            Ella conservaba la misma mirada que una niña pequeña que acaba de descubrir el mundo. Curiosa, expectante, sin miedo. Sin el más mínimo rencor en sus ojos. Sin importarle para nada su futuro, si acaso, el mío. Con ningún deseo más que hacer preguntas, u otorgar respuestas.

 

            Sus labios volvieron a ser recordados por los míos.

            -¿Sí?¿Qué querías saber?

            Y entonces, reuní fuerzas para preguntarle: 

            -¿Por qué me robaste precisamente esas cosas de mi apartamento?

            Y entonces ella bajó la cabeza. Para, unos segundos después, alzarla de nuevo.

           

            No dejó en ningún instante de sonreír.

            -Te repito la pregunta que te hice antes: ¿por qué crees que le robaba todas esas cosas a aquellos millonarios?

            Apenas pude responder:

            -Yo… todos creíamos que se debía a que eran sumamente valiosas. O por el desafío de hacerlo. O porque se merecían, debido a su perfidia, tamaño castigo.

            Ella negó con la cabeza. Desplazó sus manos a través de los barrotes.

            -Los autores no aman a sus hijos literarios. Más bien al contrario, los aborrecen. Temen que permanezcan en el tiempo, y les aboquen a ellos mismos al olvido. Llegan a sentir odio por una criatura que han ayudado a engendrar, por un ser que jamás ha existido. Doyle mató a Holmes -dijo la ladrona, volviendo al inicio, como suelen hacer los buenos relatos circulares-, y necesitó diez años para resucitarle. Le colocó todos los defectos posibles, para así ser capaz de insultarle sin faltar a la verdad. Agatha Christie condenó a Poirot a una última vuelta de tuerca que engrandeció su historia, pero nubló su nombre. Y, cuando Peter Pan derrota a Garfio, él y los Niños Perdidos comienzan a ponerse las ropas de los piratas, a manejar sus barcos… a hacer lo mismo que ellos… la pobre Wendy tiene que ver, ante sus ojos, como la mirada de su mejor amigo, y también su alma, se van transformando en todo aquello contra él tanto había luchado… Es testigo de primera línea de cómo Pan, ese chiquillo malencarado y engreído con nombre de sátiro, se ha convertido en Garfio… y nada de lo que ha hecho anteriormente tiene sentido.

            Me interrogó con la mirada. Capté la analogía entre esta última historia y la nuestra. Contemplé a Wendy -un personaje que llegó a crear un nuevo nombre de mujer- a través de la oscuridad de su prisión.

            -No sé quien creó esta historia. No fui yo. Nació antes de los tiempos, tal vez, o quizá en un futuro muy lejano. No lo sé. En todo caso, el objetivo último del ladrón del Ojo Dorado no residía, ni mucho menos, en las riquezas materiales. Ni siquiera sé dónde están todas esas joyas. La meta fue siempre aquel a quien estábamos robando. El propósito era atacarle allí donde más le dolía, donde más se reflejaban sus sentimientos… sobre su posesión más preciada.

            >>Todos ellos eran hombres duros, que habían tenido que dejar cadáveres a lo largo de su vida, cuando no ejecutarlos con sus propias manos, para amasar sus inmensas fortunas. Todos ellos eran personas que ya habían fosilizado su corazón, y que tan sólo podían sentir a través de una piedra… la misma que le estábamos arrebatando…

            >>La fuerza, el atrevimiento del robo, no se basa en la pureza del diamante, ni en las crueles garras de las medidas de seguridad… Se basa en cuán profundamente eres capaz de llegar al alma de una persona… de qué parte de su vida le despojas.

            >>Todos esos hombres acaban muriendo… si no oficialmente de suicidio, sí de pena, de hastío, de vacío… se convierten en una sombra de lo que han sido, se dan cuenta de que la vida ya no tiene nada que ofrecerles.

Se apartó el pelo con la mano, dejando al descubierto su rostro.

-Te dije que todavía no había terminado contigo…

Y volvió a sonreír. Pero, esta vez una sonrisa maléfica y profunda. Una sonrisa que guardaba algo detrás.

 

Me puse a temblar.

-Te pregunté que por qué te habías dado cuenta de la ausencia de estos objetos. Una foto de un amor platónico, un libro de un amigo muy querido, un regalo muy especial… Te diste cuenta porque, aunque no te sirvan para conseguir un trabajo, ni un crédito en el banco, ni para obtener las metas que te has propuesto en la vida, sí que las tienes presentes… Porque son las cosas que han marcado tu vida, la parte de tu existencia que ya no puedes olvidar: un trozo de tu propia vida del cual apartarte (tan profundo como ha calado en tu alma) significaría la misma muerte…

Me miró, afilados como cuchillos, con sus multicolores ojos.

-Ahora, mi querido amigo, todo eso queda atrás. No sólo la foto, el libro y el regalo. Quedan atrás tu amor platónico. Tus amigos. Tus amores. Tu familia. La posibilidad de amar y ser amado, de contemplar amaneceres y noches de luna, de encontrarte con la sorpresa de cada día: de vivir, en definitiva.

>>A partir de ahora, todo eso ha cambiado: no tendrás existencia, salvo la que te determine la propia historia en que te veas envuelto. Como personaje literario, no podrás elegir tu propio destino, sino el que te marque este rumbo que ahora has elegido. Nosotros, en las historias, no nos alimentamos si no es necesario que lo hagamos para que la historia mantenga la coherencia; no disfrutamos del roce sincero de una mujer, pues sabemos que es el autor quien está moviendo sus sentimientos, como si éstos se hubieran materializado en los hilos de un titiritero. No decimos lo que pensamos, sino lo que quieren que digamos; no somos nosotros, sino el rol que nos ha tocado vivir…  Por no poder, ni tan siquiera podemos, en la mayoría de los casos, leer algún libro. Solemos ser iletrados, orgullosos, arrogantes, incautos, imprudentes, y, lo que es más, tediosamente imprevisibles.

Desplazó su rostro como si pudiera cruzar los barrotes, y dejó su cara a unos milímetros de la mía.

-El único fin de este maldito libro es, más que nada, arrancarle a cada uno de los que pasan por estas páginas su posesión más preciada. Tú me has robado a mí la que más ansiaba: la libertad.

            Susurró suavemente a mi oído.

            -Yo a ti, aunque aún no lo sabes, tu propia vida. Hasta hace un minuto, no sabías apreciarla.

            Sentí cómo comenzaba a desaparecer… cómo una nueva historia me solicitaba en esos mismos momentos, cómo me requería, como exige un amo de un esclavo.

            -A partir de ahora, vas a comenzar a echarla de menos.

            Una sonrisa. Un beso.

 

            Escuché sus crueles carcajadas, resonando a través de la noche de los tiempos.


FIN

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