La geografía ofrece contradicciones curiosas. Hay lugares estratégicos que son reclamados por varios países, y otros en cambio que no los quiere nadie. Fronteras artificiosas se forman como consecuencia de la política (fijémonos si no en el gerrymandering), los accidentes naturales o, sobre todo, la historia. Hay un fenómeno especialmente singular que es el de los llamados "enclaves", es decir, zonas de un país que se encuentran completamente rodeadas por otro país distinto. Hay países que son un enclave en sí mismo (San Marino o el Vaticano dentro de Italia, Lesoto circundado por Sudáfrica), y también existen enclaves a nivel provincial o regional (en España, tenemos el siempre llamativo de Treviño, aunque también destaca Petilla de Aragón, por cierto la patria chica de Santiago Ramón y Cajal. Aparte, tenemos Ceuta y Melilla, pero éstas se encuentran en parte rodeadas por una franja costera, de pertenencia española). Lo que pocos conocen es la existencia de Llivia, un pequeño fragmento de España (perteneciente a la provincia de Gerona) que se encuentra en los Pirineos, pero del lado de la frontera francesa.
De poco más de 1500 habitantes, el origen de esta anomalía geográfica se debe, como casi todas estas peculiaridades, a una guerra o, mejor dicho, a su correspondiente tratado de paz. En 1659, España y Francia firman el Tratado de los Pirineos, un acuerdo al que se llega después de un largo conflicto englobado dentro de la Guerra de los Treinta Años. En él, España le cede a Francia una serie de territorios, pero Lliva, al tener estatus de "villa" (es decir, contaba con una serie de privilegios otorgados por el rey que actualmente han perdido su importancia jurídica), queda administrativamente como territorio hispánico.
Lo cierto es que Llivia, hasta entonces, no tenía mucha importancia histórica. Se supone que la ciudad fue fundada por Hércules (como dice la leyenda, también, sobre un buen puñado de localidades del suelo hispánico), pero cuando se convirtió en un enclave, tuvo que enfrentarse a una serie de problemas bastante menos mitológicos y mucho más pragmáticos. Tras unos años de tiras y aflojas, se firmaron una serie de acuerdos que permitieron que la vida de los habitantes de Llivia fuera un poco más cómoda: se declaró "zona de libre circulación" el camino que había entre Lliva y el resto de España (hoy es una carretera nacional, que se vuelve francesa cuando pasa por territorio galo), y se concedieron unas tierras de pastoreo a los habitantes del pueblo, en una zona, claro, bajo soberanía francesa.
El momento más angustioso de la historia de Llivia llegó (como para casi todos los pueblos de España) durante la guerra civil. Llivia permaneció leal a las tropas republicanas, pero cuando los rebeldes ganaron la contienda, solicitaron permiso a Francia para cruzar su territorio y ocupar la villa. Por lo visto, aquel primer invierno bajo dominio franquista hizo tanto frío que hizo falta quemar puertas y ventanas para proporcionar calor a los soldados que quedaron acampados allí. Como parte de España, permaneció neutral durante la Segunda Guerra Mundial, pero los nazis no se fiaban de que sus enemigos dentro de Francia quisieran refugiarse allí, así que sometieron al pueblo a un cerco implacable. Fueron, desde luego, tiempos duros para la localidad gerundense, aunque la cosa no pasó de allí.
Años más tarde, la situación del pueblo se normalizó... dentro de lo posible. Sí, tenían su propia zona aduanera, sí, tenían que llevar pasaporte cada vez que salían del pueblo y, sí también, tuvieron sus conflictos en Francia a raíz de una señales de stop que los galos situaron en su parte de la carretera. Hoy en día, sin embargo, con España y Francia englobados por el espacio Schengen, la vida de Llivia es mucho más tranquila, y queda más como curiosidad histórica que cualquier otra cosa. O, quizás, como recordatorio de que las fronteras son un ente ficticio que ponemos los hombres. Quizás, en ese sentido, un viejo anacronismo de 1659 pueda seguir dándonos una lección.
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