El mar
fosforescente
(Disquisición
sin pruebas sobre un hecho casi cierto)
Hasta hace bien poco, constituía tan
sólo una leyenda, un viejo cuento de marineros relatado a la luz de un candil y
bajo el combustible -siempre estimulante-, de una botella de tequila, ron,
whisky o metanol según el puerto, que remitía a viejas creencias, y alumbraba
en los ojos de quien lo contaba (y de los pocos que se lo creían) un brillo
enigmático e inspirador en los ojos. Y aunque la leyenda nunca sirvió para
evitar que aquel que tuviera la dicha de contarla tuviera que pagar para dormir
acompañado esa noche, y aunque nunca pudiera distinguirse si ese tintineo en
los ojos era a causa de la historia o al estado de embriaguez, a la gente le
gustaba, más que nada, porque les hacía olvidar por un momento que los viajes
por mar se habían convertido en una mezcla de GPS, multinacionales y megabuques que
se asemejan la tierra firme, y les recordaban una época en que los cascarones
de nuez, la imprevisión del oleaje, los océanos ignotos, el temor a lo
desconocido y a las criaturas marinas, poblaron la faz de las aguas y la mente
de los hombres, y donde salir a la mar era partir, y no saber jamás si un día
–o en qué circunstancias, o si serías el mismo-, ibas a regresar. O sea, lo mismo que ahora, sólo que un poquito más. Era el mar
fosforescente, te contaban. Te lo
encuentras, no sabes qué hacer, si avanzar hacia él o huir; a veces puedes
hacerlo, puedes rodearlo, es un espectáculo fascinante, contemplar el mar desde
lejos, allí, brillando en la oscuridad de la noche, en algunos casos, no tienes
más remedio, las corrientes marinas te arrastran, o es tu propia curiosidad la
que lo hace, en todo caso, la proa de tu barco rompe las aguas de ese color tan
hipnotizante, entre amarillo y verdoso, más bien verdoso, relatan los
testigos, como el color de tu rotulador,
señalan al bolsillo del periodista o del amigo, sí, eso, y de repente te sientes caminando por encima de un mar
fantasma, ni siquiera tienes contancia de que el agua sea menos densa que tú,
tal vez, como en el Mar Muerto, seas capaz de caminar sobre las aguas, "no lo
sé", yo sí, yo me lancé y me bañé. “Qué notaste”. Escalofríos. “Pero, ¿por
algo en especial?”, No lo sé, tampoco sé
lo que había en el agua, si estaba vivo o no, yo sólo sé que no parecía real, y
sin embargo, aparentaba ser agua normal y corriente, salvo por el color, claro,
y todo se quedaba allí, hasta que un día, finalmente, gracias a la imagen de un
satélite, el mundo entero descubrió lo que tanta gente ya sabía desde hacía
demasiado tiempo, pues los que creen son los locos, hasta que quienes creen comienzan a ser todos los demás.
Kilómetros. Cientos de kilómetros. O
millas, como quiera que los hombres de diversas nacionalidades quisieran
llamarle. Allí había una mancha, en este caso, situada al sureste del cuerno de
África, no obstante, la mancha no era permanente, porque ciertamente, unos
cuantos meses antes, no se encontraba allí. La mancha era irregular, más
alargada en su diámetro norte-sur que en el este-oeste, en este últimos eje
presentaba ensanchamientos y zonas más estrechas, y lo único que la
caracterizaba, en toda su extensión, era un fantasmagórico, terrible y
alucinante, antinatural color verde… El mar fosforescente existía, ya no era
una leyenda de marineros, había llegado la ciencia para clasificar, almacenar,
y meter en cajas un secreto que hacía miles de años que todo el mundo había
dado por imposible por comprender, o que habían deducido que todo lo que era
necesario entender ya se había hecho. Y comenzaron a investigar.
Las primeras teorías apuntaron a
medusas. Bien se sabe que estos animales tienden a dejarse guiar por el calor
de las aguas, y no sería improbable que una corriente cálida arrastrase a tal
número de ellas que su concentración provocara este extraño fenómeno, visible
incluso por satélite. Las medusas, además, en consonancia, se comportan muchas
veces de manera anómala, no sería la primera vez que una playa entera aparece
repleta de miles de éstas, como si hubieran decidido imitar a sus amigas las varadas
ballenas, y pueblan toda la superficie de la playa, quién sabe por qué se
quedaron, tal vez quisieron volver a intentar el salto a tierra firme, y los
niños las pisan con las suelas de sus chanclas provocando un desagradable ruido
conforme crujen bajo sus pies. Sin embargo, la hipótesis de la medusa se
descartó pronto: posteriores localizaciones del mar fosforescente permitieron a
un equipo de expertos específicamente entrenado para esto el rastrear esas
aguas, y ni siquiera a la mayor de las profundidades que pudieron rastrear en
medio de las verdosas aguas (mucho mayor que en la que hubieran podido habitar
las medudas) encontraron el menor asomo de estos celentéreos. Así pues,
descartada esta opción, el mismo equipo abordó la única estrategia que le
quedaba a los científicos para tratar de desmitificar la leyenda: tomar una muestra
del agua, y poner a la química y a la biología a trabajar.
Lo primero que observaron, a través
del microscopio, fue la presencia de unas extrañas bacterias. Estas bacterias
tenían una serie de características que las hacían especiales: interaccionaban
entre sí; se mandaban señales químicas; migraban juntas (hasta ahora,
características que compartían con otras bacterias). Pero también, eran capaces
de emitir luz. Esta luz era individual, procedente de cada una, por razones que
los análisis no han corroborado todavía, pero se cree que desarrollan un
mecanismo distinto al de otras especies. Además, esta luminiscencia no
permanecía perenne ni constante, sino que se acrecentaba con la presencia de
otras bacterias y podía presentar latencia, por razones desconocidas, durante
largos períodos. Extrañamente, la luz procedente de otras fuentes lumínicas,
naturales o artificiales, no parecía estimular su actividad. Y lo curioso también
(y esto fue lo más difícil de determinar para los expertos, pero también lo más
sorprendente) era que, incluso dentro de “la colmena” –como dieron en llamar
los expertos en ese número indeterminado de bacterias, que podía oscilar de
tres o cuatro a los varios trillones que se requerirían para provocar esas
inmensas manchas de energía-, cada bacteria tenía una luminosidad distinta,
aparentemente influida por las de alrededor pero al mismo tiempo asimétrica.
Cuando se fijaron más atentamente, observaron que, aunque en conjunto la luz
que se tendía a emitir tenía ese tinte verdoso, cada una de las bacterias definía una
longitud de onda única y particular. Los biólogos no supieron determinar qué
regulaba el tipo de longitud de onda correspondía a cada bacteria, ni por qué
esta no se heredaba de manera constante en la descendencia.
Así pues, una vez determinada la
procedencia de esta luminosidad, ¿qué explicación darle? Los biólogos quisieron
ser muy prudentes en este asunto: la vida ofrece toda clase de misterios, las
mutaciones se producen de manera azarosa, algunas favorecen la supervivencia y
otras no, bien podría ser una mutación puntual que, dado el rápido ritmo de
proliferación de estas bacterias (como se analizó en el laboratorio), se
hubiera propagado rápidamente, pero que quizás se extinguiera de manera tan
fugaz como había surgido. Y sin embargo, entre los expertos marinos -habituados
a convivir con un mundo oscuro con seres tan fascinantes como peces abisales,
cordilleras volcánicas, tormentas en el fondo del océano que dejan empequeñecido
a la mínima expresión el más brutal fenómeno metereológico terrestre,
corrientes cargadas de vida, islotes de plástico de varios kilómetros de
extensión, barcos hundidos por batallas navales o por los piratas y submarinos
abandonados en el fondo del océano-, hubo una cierta sensación de que toda esta
actividad tenía que responder a una razón. Pero lo cierto es que no había
ninguna consistente que se pudiera probar.
Hoy por hoy, el motivo de tan
caprichosa acción de las bacterias sigue sin tener una explicación lógica. Se han
propuesto toda clase de hipótesis: que si la luz es una señal para avistar de
la presencia de alimento y dirigirse por tanto en determinada dirección. Que si
se trata de un mecanismo para atraer animales mayores que las devorarían,
sirviendo esto de mecanismo de hospedaje dentro de estos últimos, convirtiéndose
las bacterias en parásitos de los mismos. Cada cual tiene su gran o pequeña
teoría, y se obstinará en defenderla a viento y marea, pese a que no haya
evidencias científicas a favor de la misma. En ese diálogo seguimos, y puede
que no se llegue nunca a acabar.
Sin embargo, yo (claro, como todos)
tengo mi sospecha. Y es que una señal tan grande, tan sofisticada y tan
compleja, no puede haber sido creada para algo tan simple como encontrar
comida, ni siquiera para atraer a otros seres vivos para servir como alimento.
De hecho, cuando conduzco por la autopista y observo las luces de las farolas
guiando mi camino, me imagino circulando entre la oscuridad de los planetas y
pienso, “mapas de carrerteras”. Las bacterias, mientras tanto, siguen
proliferando; siguen confluyendo, juntándose y brillando. Siguen esperando. No
sé cuál es el propósito por el que las pusieron aquí, o por lo que lo hacen
ellas. No sé cuál es su plan.
Hasta que un día, quizás, alguien
las vea, o sea el momento, o tal vez la señal sea tan insistente, que ya no la
puedan dejar de ignorar.
¿Y porqué no un mojón o hito? O la matrícula de la Tierra en la autopista espacial. O un cartel luminoso de un "bed&breakfast" de carretera. O una sonda de un Julio Verne atrapado en las profundidades.
ResponderEliminarSeguro que a Douglas Adams, a Isaac Asimov o al propio Verne les hubiera gustado ese comentario
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