lunes, 3 de diciembre de 2012

La historia real de diciembre: Oppenheimer y el otro

Oppenheimer y el Otro

            La figura de J. Robert Oppenheimer puede resultar tenuemente borrosa al difuminarse entre la neblina de cifras y nombres que envolvieron a aquel secretísimo megaproyecto –con el tiempo, uno de los más milimétricamente conocidos de la historia- que rodeó la construcción de la primera bomba atómica. A Fermi se le ha atribuido la mayor parte del mérito científico de la fisión; Teller es el responsable primero y último de la bomba H; y cuando se reflexiona acerca de aquellas jornadas infernales que tuvieron lugar bajo el sol abrasador de Los Álamos se tiene la imagen de un nutrido grupo de  físicos, de entre los cuales Oppenheimer es recordado –y ahí nunca hubo discusiones ni disentimientos- como un magnífico líder e incansable pacificador en medio de aquella tempestuosa jaula de grillos que constituía un corral, más que de científicos, de auténticos gallos de pelea, con un ego excesivamente subido, y demasiado conscientes de que cada palabra podía alterar el tamaño de la letra con el que su nombre iba a figurar en los libros de historia. Pero hay algo probablemente mucho más relevante en esta historia, y que quizás con el tiempo haya pasado desapercibido ante la brillantez del logro científico alcanzado, y eclipsado –nunca mejor dicho- por la fanfarria y el fulgor de los fuegos artificiales. Claro que el paso del tiempo, y sobre todo, la tendencia natural de vorágines históricas como ésta a engullir a sus propios creadores, hace que muchos de estos detalles pasen desapercibidos. Pero probablemente no ejercieron este fenómeno de amnesia sobre una mujer concreta. Sería ésta la que recordaría –y no los fríos historiadores, o tal vez aquellos compañeros con los que compartió algo más de mil noches- al auténtico Oppenheimer.

            Antes que nada, y sin pretender menospreciar el eficaz papel de mediador de Oppenheimer en el Proyecto Manhattan, debemos hacer hincapié en la enorme capacidad científica de este neoyorquino hijo de un empresario y una artista, y en sus enormes aportaciones teóricas y técnicas al monstruoso invento, pues la brillantez intelectual de Oppenheimer tan sólo se veía en parte ensombrecida por una cierta tendencia a la dispersión. Pero este eclecticismo no era sino una forma más de prolongación de su vasto genio, de expansión sus capacidades hacia campos y formas del conocimiento muy diversos, como demuestran su tendencia a destacar como estudiante tanto en ciencias como en letras (sus intereses incluían la arquitectura, el griego, el latín, los veleros, la escritura o la pintura, la lectura de los clásicos, T.S. Elliot o libros de mineralogía), su viaje de recuperación tras la convalecencia de una enfermedad junto a un profesor de literatura, su rápida graduación subsiguiente en Química en tan sólo tres años para recuperar el tiempo perdido –por supuesto con las mejores calificaciones-, e incluso su dominio del sánscrito (con el objetivo de leer el Bhagavad-Gita en su versión original). Oppenheimer era un ser excéntrico, si se quiere, rayano en el trastorno nervioso (un médico llegó incluso llegó a diagnosticarle de esquizofrenia), aunque eso como casi siempre sería una manera de simplificar mucho las cosas. Muy alto y muy delgado, solitario, fumador empedernido, capaz de obviar necesidades básicas como el alimento si se encontraba absorto en un problema o en una situación a disgusto (“necesito más la física que a los amigos”, llegó a decirle a su hermano), poco apto para el laboratorio (le gastaban bromas a causa de ello) y sin embargo inalcanzable en el ámbito de la física teórica, le transmitía a sus alumnos su pasión por los temas realmente relevantes de la física (decía el premio Nobel Hans Bethe que el éxito de sus clases se debía a su exquisito gusto en la selección de temas), pero al mismo tiempo, y mientras le comenta a un amigo su frustración ante su incapacidad para la física experimental, de repente trata de estrangularlo; también se le acusó de intentar envenenar a uno de sus profesores. De hipnotizadora presencia ante un auditorio, se mostraba inseguro y patológicamente tímido en las distancias cortas, donde se volatilizaba todo su carisma. Sus tendencias melancólicas, sus indagaciones en la religiosidad (entendida ésta en un sentido místico, cercano a las tendencias hinduistas, que casa poco con un área como la física), y un cierto espíritu renacentista -que, cual Leonardo, le incapacitaba para focalizarse en ningún proyecto concreto durante demasiado tiempo- son los causantes, según muchos, de que sus aportaciones en la ciencia no fueran tan grandes como las que realmente corresponderían a su talento innato. Predecía partículas (como el positrón), pero no se molestaba en seguir adelante con sus averiguaciones matemáticas por desidia o pesimismo. Incluso se han encontrado errores en sus ecuaciones, probablemente a causa del breve pero intenso aleteo que imponía a cada uno de sus movimientos. En resumen, un genio despistado, un dibujante de sueños en un papel, a semejanza de Einstein, el cual propuso toda una teoría que desmontaba los axiomas clásicos de veinticinco siglos de ciencia con tan sólo un lápiz y un sacapuntas, y esperó a que fueran los experimentos de otros los que corroborasen sus teorías. Un ideal de sabio griego. Pero este tipo de seres humanos, si bien ensalzados tras su muerte, suelen ser observados bajo el prisma de la incomprensión por sus contemporáneos, y de ahí que los que conocían a Oppenheimer se debatieran entre la admiración intelectual (mayoritariamente sus alumnos, que toleraban sus excentricidades como las de un científico de dibujos animados, sin saber que debajo podía haber un volcán, como ocurrió con el célebre matemático John Nash), y una mirada suspicaz de reojo ante aquellos extraños comportamientos, sobre todo por parte de –en un mundo tan competitivo y elitista como la ciencia de alto nivel- sus colegas científicos, que en muchos casos tan sólo le consideraban un arrogante. A pesar de todo, fue elegido como director científico del proyecto Manhattan, una decisión sorprendente para muchos. Probablemente, como decimos, debido a su ya mencionada agilidad de ingenio: la bomba debía ser desarrollada antes que la de los alemanes, y lo menos importante eran las cuestiones personales de un puñado de –ya como marca de fábrica- egocéntricos y chiflados científicos (“costoso grupo de lunáticos”, les llegó a denominar un general). Así que se pusieron a trabajar.

Como hemos mencionado, el valor principal de la aportación de Oppenheimer al proyecto no consistía tanto en las ideas concretas, como en la implicación personal que le puso al proyecto, participando en cada sesión, cada seminario, sirviendo de puente de enlace entre científicos y militares, haciéndoles a todos partícipes de una tarea que ellos sintieron más grande que ellos mismos y a la que nunca le hubieran dedicado tanta energía de no ser Oppenheimer el director. Tanto énfasis le puso a cada minúscula cuestión, que incluso la posibilidad remota propuesta por un científico de que la bomba pudiera incendiar la atmósfera –desdeñada casi desde el principio- le llevó a sufridas sesiones de trabajo hasta descartar toda posibilidad. Avances, retrocesos, dudas, decepciones... Todo lo que significa un trabajo durante tantos años ejecutado a una bulliciosa presión, con mucho en juego, y con demasiada gente -hija cada una de su padre y de su madre- implicada y consciente de que cada palabra que les contaban era una mentira a medias. Pero finalmente, la prueba en el desierto de Nuevo México –como calificó Oppenheimer con las primeras palabras tras la explosión, un sencillo It worked-, funcionó. Aunque al científico, según mencionó, le vinieron también a la mente un par de versos del Bhagavad-Gita a la cabeza: “Si el esplendor de un millar de soles brillasen al unísono en el cielo, sería como el esplendor de la creación”, y "Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos." Sin embargo, la relación de Oppenheimer con respecto a los aspectos éticos de la bomba nunca ha estado del todo clara. La secuencia de hechos es como sigue: tras el éxito de la prueba en Alamogordo se informa a Truman, que lo usa como posición de poder en la cumbre de Postdam; luego se plantea la posibilidad de lanzar la bomba sobre Japón para así precipitar el fin de la guerra (no tanto para salvar más vidas como para evitar que Rusia se apoderara del goloso bocado japonés), y entonces hay temor entre los científicos. Lawrence consideraba emplear la bomba sobre una población humana una aberración (claro que, por muy arma disuasoria que fuera, ¿no se imaginaron la posibilidad?). Algunos defendían el anunciar previamente el lugar donde se arrojara la bomba, para así permitir la evacuación de la población civil, pero Oppenheimer temía precisamente que fuera allí adonde los japoneses trasladaran a los prisioneros de guerra. Muchos de los científicos del proyecto firmaron un manifiesto en contra del uso de la bomba contra seres humanos, pero Oppenheimer les instó a no interferir en las decisiones militares. Breves aspectos indican que Oppenheimer sintió un cierto arrepentimiento por las consecuencias de su trabajo (hay quien recuerda que llegó a decir “Tengo sangre en las manos”, y “El mundo maldecirá los nombres de Los Alamos e Hiroshima”), pero nunca llegó a manifestarlo públicamente, y siempre se manifestó orgulloso de ser el padre de la bomba atómica. En su única visita a Japón en 1960, un periodista le preguntó si no sentía remordimiento. Oppenheimer le respondió: “No es que no me sienta mal. Es que no me siento peor que ayer...”. A partir de entonces, se supone que tendrían que venir los reconocimientos, los homenajes y una vida algo más relajada y rutinaria. Pero como hemos dicho, la historia tiende, como Saturno, a devorar a sus propios protagonistas. Y después de la victoria contra los nazis, vendría un enemigo mayor para los americanos: sus propios compatriotas.

            Resulta extraño que un hombre, tan abstraído de lo que pasaba en el mundo que decía no haberse enterado del crack del 29, pueda ser acusado de comunista. Lo cierto es que las implicaciones de Oppenheimer con los movimientos de izquierda (por cierto muy comunes en esa época: recordemos a Hemingway y a tantos otros, y una época en la cual George Orwell veía difícil publicar sus escritos en Inglaterra porque se dirigían contra nuestros aliados los rusos) surgieron en un principio por la relación personal que mantuvo con Jean Tatlock, una joven estudiante de psicología que era hija de un profesor de Literatura en Berkeley de reconocidas tendencias derechistas. Oppenheimer apoyó con su dinero (la herencia familiar le hizo vivir despreocupadamente y sin preocuparse de menudencias como el Martes negro) a la causa republicana en la guerra civil y otro tipo de movimientos antifascistas, aunque nunca se afilió al Partido Comunista –cosa que, para su desgracia, no se puede decir de su hermano y alguno de sus estudiantes-. En resumen, fue uno más de los que se sintió seducido por los ideales de la izquierda, con más razón en una época en que muchos de los perjuicios del comunismo soviético todavía no habían salido a la luz y en que el fantasma del fascismo asolaba el corazón de Europa, aunque todos esos titubeos izquierdistas los abandonó cuando se embarcó en el proyecto Manhattan, al cual se dedicó en cuerpo y alma. Se suponía que eso debía bastar. Pero claro está, no para McCarthy.

            Fue una época oscura, insensata, y llena de contradicciones y obsesiones paranoicas. El capítulo relacionado con el ámbito de las estrellas es quizás el más conocido (los diez de Hollywood, las listas negras, el ambiguo papel de Elia Kazan, el hecho de que no pudieran acceder a los Oscars algunos de los silenciados por el régimen de terror a causa de sus ideas, pero sí que se nominara a reconocidos comunistas extranjeros tales como Jean Paul Sartre), aunque fue en realidad como un fantasma, una sustancia viscosa y negra que se extendió -hasta asfixiarla- por todos los poros de la sociedad americana. Sensación que, en parte, todavía aún perdura, cuando algún político estadounidense agita la bandera del enemigo invisible, haciendo que la seguridad se anteponga por encima de las libertades individuales, justificando con ello la muerte misma de la democracia. Para que nos hagamos una idea, durante el mccarthismo hubo momentos en que los republicanos acusaron a los demócratas de distribuir propaganda subversiva e incitadora del comunismo: en realidad, los panfletos que los demócratas estaban repartiendo, muy a sabiendas de la controversia que iba a suscitar, era un texto tan antiamericano... como fragmentos de la Declaración de Independencia.

            Los argumentos a favor y en contra de la filiación comunista de Oppenheimer son muchos. Es cierto que muchos de los miembros de su entorno pertenecían al partido y que él mismo simpatizaba, pero también es verdad que llegó a denunciar el intento de presuntos espías rusos de conseguir secretos nucleares a través de algunos de sus conocidos (aunque se desdijo muchas veces de las acusaciones específicas. Probablemente, conforme se dio cuenta que sólo mencionar que a un individuo concreto le habían solicitado información -aunque éste se hubiera negado- podía significar para esa persona ser arrojado a una fría celda sin juicio previo y sin luz de sol durante muchos años; entre aquellos que corrían el riesgo de ser condenados por esta causa se sospecha que estaba su propio hermano). De hecho, los militares no consideraron nunca que estas afinidades fueran suficientes como para desplazarle del liderazgo del Proyecto Manhattan. Para la mayoría, parecía bastante claro que, respecto a nuestro físico despistado, era bastante más factible la idea de que se trataba de un idealista alocado que un taimado espía soviético. McCarthy le tenía especial inquina porque Oppenheimer había sugerido veladamente una vez que la doctrina de la Fuerza Aérea se basaba en el sacrificio de civiles, aunque Hoover le paró los pies para que no le procesara mientras las espadas del proyecto Manhattan permanecían aún en alto. Además, se hallaba el hecho de que la Unión Soviética ya había construido su propia bomba atómica, y por tanto existía el fantasma permanente de un topo infiltrado (acusación por otro lado absurda, hubiera o no topo; el mecanismo teórico básico de la bomba atómica estuvo dando vueltas entre los científicos europeos –los alemanes fueron los principales impulsores de los descubrimientos americanos posteriores- durante varios años, y no era algo tan difícil de descubrir para una mente despierta. De hecho, un autor norteamericano escribió en los años de posguerra una novela en la que se describe el funcionamiento de la bomba atómica, y fue rápidamente detenido e interrogado en las dependencias de los servicios secretos, defendiéndose tan sólo con la sencilla respuesta “lo deduje”). En la caída de Oppenheimer, además, influyeron sus compañeros científicos. La mayor parte de ellos le ensalzaron, y declararon que, si a alguien se le debía el mérito de la bomba atómica, era a él. Pero había un hombrecillo llamado Edward Teller que se sentía particularmente dolido porque su ideal inicial para el diseño de la madre de todas las bombas (y que contenía las bases de la futura bomba H) fue despreciada en un primer momento, y cuando después de una lucha incansable consiguió que el gobierno americano se sintiera entusiasmado con su idea y le pusiera al frente del proyecto, se empeñó en apartar a Oppenheimer todo lo que pudo de él. En parte porque en este mundillo de pequeños divos había muchas susceptibilidades; y también porque Oppenheimer fue primero desdeñoso con las posibilidades científicas del asunto, y luego con las morales (la bomba H -y de ahí el entusiasmo del gobierno norteamericano- iba a ser miles de veces más potente que la de Alamogordo, y el físico neoyorquino se opuso fervientemente, pues ahora abogaba por el control de armas nucleares). ¿Fue esta oposición a un nuevo avance militar, su pacifismo, en definitiva, lo que condujo al procesamiento del jefe del antiguo proyecto Manhattan? Probablemente fue fruto de todas esas tensiones, y del intento de apartar a Oppenheimer de su idea a toda costa, el motivo por el cual Teller, sin abandonar nunca la sonrisa y los elogios, recordó de manera aparentemente vaga durante el proceso contra Oppenheimer las tendencias depresivas y suicidas del acusado en su juventud, y a la pregunta sobre si consideraba que su viejo amigo debía tener capacidad de acceder a los secretos nucleares, respondió que “no”, pero sin dejar de dar constancia de su afecto, y sin grandes explicaciones. Edward Teller pasó a la historia como el creador de la bomba H, pero fue considerado un esquirol y despreciado por sus compañeros científicos. Sin embargo, a todas estas recriminaciones hubiera podido responder Oppenheimer y tal vez haberse salvado. Con lo que no pudo, sin embargo, fue con una acusación que era incapaz de negar: durante una noche de 1943, había dejado al mando militar perplejo al solicitar pasar la noche con Jean Tatlock, su antigua amante y ferviente comunista. Aquella simple acción confirmó para algunos todas las sospechas: Oppenheimer fue apartado de todos sus cargos y retirado el acceso a los nuevos proyectos militares. Tampoco debemos considerarle un mártir: si algo nos enseña el caso de Oppenheimer es que no era un demonio, pero tampoco un santo. Algún historiador ha insinuado que de no haber sido degradado, Oppenheimer hubiera sido recordado como un soplón que dio nombres para intentar salvar su propio cuello. Pero ni siquiera eso le ayudó. El fantasma de Jean Tatlock, en cambio, fue suficiente como para condenarle.
           
            ¿Por qué durmió Oppenheimer con Jean Tatlock aquella noche, pese a que quizás era consciente de las consecuencias que podía acarrearle –él mismo fue quien desaconsejó a su hermano que no se inscribiese en el Partido Comunista, y empezaba ya en esa época a sentir el aliento del mccarthismo bajo su nuca-? La cuestión de la infidelidad no nos atañe demasiado (de hecho, Pauling enfrió su amistad con Oppenheimer a raíz de que, mientras ambos colaboraban, éste le ofreció a la mujer del primero viajar con él a México en una propuesta que olió demasiado mal, y que entre otras cosas ayudó a que Pauling renunciara a formar parte del equipo de Los Alamos bajo la invitación de Robert, alegando que era un pacifista). Jean era una joven voluble y difícil, apasionada e idealista, presa de un turbulento desequilibrio emocional que la llevaría a suicidarse un par de meses después de la noche que pasó con Oppenheimer. Había sido el gran amor de juventud de este último, y dicen que el nombre de la primera bomba atómica, Trinity, era un homenaje a la por aquel entonces recientemente fallecida Jean, pues se basaba en los versos de un poeta que ambos se habían descubierto mutuamente durante su relación. Lo que han argumentado algunos es que, pese al peligro, pese a la amenaza, pese a la continua sospecha de que cualquier asociación con comunistas podía significar su caída inmediata, y a pesar de lo que estaba en juego, Oppenheimer no pudo negarse por una razón: una Jean probablemente desesperada y en el filo del abismo en el que se arrojó tan sólo unos meses más tarde se lo había pedido, y el físico ecléctico decidió poner la amistad y el afecto personal por encima de las consecuencias y las afinidades políticas. Y aquello fue lo que le perdió para siempre.

            Porque Oppenheimer tuvo en cuenta un concepto que es clave en la historia del hombre: la capacidad de ponerse en el lugar del otro (ése que estaba “más allá”, al otro lado de la frontera, como indicaba Kapuscinski), o empatía. Es lo que diferencia al ser humano normal de los autistas, y de los niños menores de tres años, que no poseen aún teoría de la mente: sentir dolor ante el dolor ajeno, ser capaz de solidarizarse con el sufrimiento del Otro, ese concepto tan abstracto que es capaz de aplastarnos como una losa. O como decía Martin Niemöler, el poder darse cuenta antes de tiempo de que “primero fueron por los comunistas, pero no me preocupé porque yo no lo era.... ahora vienen por mí, y ya no puedo hacer nada”, y llegar a implicarse, incluso aunque estemos seguros de que nuestro tiempo no va a llegar nunca.

            El proceso de Oppenheimer es, como tantos en la Historia, un relato de cazadores y perseguidos, con el que cabe fomentar múltiples analogías. Al escuchar estos acontecimientos, y recordando la atormentada personalidad de Oppenheimer, me viene a la memoria de Hart Crane, un poeta norteamericano considerado uno de los más influyentes de su generación, que trató de crear un modernismo autóctono (en oposición a las tendencias europeas y a la fría ironía del T.S. Elliot que leía Oppenheimer), cuya máxima creación es un poema épico panamericano que utiliza el puente de Brooklyn como símbolo principal de la obra, y que habitó en este mundo siempre rodeado de tristeza, porque había sido educado en el cristianismo, y sin embargo era homosexual. Aceptó esta puñalada del destino por considerar que era esta circunstancia vital la que le inclinaba hacia su vocación como poeta, pero prueba de que nunca lo pudo asumir del todo –se consideraba un paria y un fracasado- está que trató de reincorporarse al redil de “la normalidad” mediante una relación heterosexual con Peggy Cowley, la mujer de uno de sus amigos, relación que le estabilizó durante un breve período y le proporcionó una de las pocas etapas tranquilas de su vida. Pero bien se sabe que es imposible mantenerse irredento ante las tendencias naturales, y cuando Crane “recayó” –qué palabra más sórdida, ¿verdad?- en la homosexualidad, se sumergió en una espiral de alcoholismo que le llevó en el viaje de vuelta a los Estados Unidos desde México a, después de recibir una paliza por parte de la tripulación por haber tratado de seducir a un marinero, asumir que siempre su condición de homosexual siempre le haría infeliz, y con un jovial “¡Hasta luego todo el mundo!” delante de decenas de personas, arrojarse por la borda del barco. Su cuerpo nunca fue encontrado.

            Algún lector avezado puede recordar que este tema, el de la homosexualidad, ya fue tratado a propósito de Óscar Wilde en el artículo precedente No lohice por mi familia, y reprocharme el no haber incluido el suceso de Hart Crane en este último, e introducirlo en cambio en el presente ensayo, que aparentemente no tiene nada que ver. La homosexualidad siempre es un aspecto que me ha apasionado, no por ésta en sí misma, sino sobre todo por el fenómeno de persecución irracional y hasta infame que han sufrido las personas que han tenido la desdicha –porque, desgraciadamente, el infierno que somos los otros ha convertido algo perfectamente normal en desdicha- de ser humillados y acosados por algo tan inevitable como ser ellos mismos. Y pensando en Hart Crane nos vienen a la mente historias como la de Gertrude Stein, una lesbiana de carácter indomable (probablemente demasiado) alrededor de la cual giró buena parte de la vanguardia artística del siglo XX, que en el momento de su muerte le preguntó al gran amor de su vida, una mujer a la que había permanecido fiel durante casi cuarenta años: “¿Cuál es la respuesta?”, y al ver que ésta, sobrecogida, no contestaba, optó por volver a plantear: “En dicho caso, ¿cuál es la pregunta?”. O las decenas de formas en que la literatura y el cine han reflejado el drama de los colectivos que estamos mencionando: el mcCarthismo, en La tapadera de Woody Allen o Good night, good luck; la homosexualidad, a través de las películas de Almodóvar o las representaciones de Federico García Lorca -bebiendo ambas de los mismos ojos del niño que se quedaba en el interior oscuro de las casas junto a las mujeres, en un mundo donde a los hombres nunca se les ve directamente sino que se les intuye a través de los umbrales de las cortinas; y donde hay barreras muy diferencias entre las zonas que corresponden a los hombres y las de las féminas, y esquinas que sirven de frontera entre ambos universos, donde la concordia no se vuelve a recuperar-; la magnífica representación del cerco a lo diferente que se hipotetiza en una no tan lejana V de Vendetta, la enternecedora huida marcada de humor de El tren de la vida, o incluso la certera representación que de la limpieza de sangre y la persecución de los judíos se hace en la película Alastriste –no es que sea el film que más admire, ni tampoco una obra maestra, pero si de algo puede presumir esta película es de constituir un fiel reflejo de las desventuras, en la guerra y fuera de ella, de los maltrechos soldados que combatieron en los tercios de Flandes, y también de hacernos sentir congoja ante un personaje entrañable, de origen portugués, del que mejor no desvelaremos el final-.

            Así pues, este artículo que comenzó siendo de los entresijos del proceso de creación de la primera bomba atómica, se ha convertido en uno sobre la opresión, la injusticia, las persecuciones. De los proscritos por la sociedad: de los condenados. De los Dreyfus a los que sólo defienden los Zola, y los indefensos Servet contra los que se alzan inmisericordes los sanguinarios Calvinos. Se ha erigido como refugio para aquellos que es lo único que buscan, y solidarizado con un concepto, el del Otro, que (en un tiempo en que se ensalza cada día más el individualismo y el triunfo de la mayoría) se tiende a acordar de aquellos grupos minoritarios los cuales -a nivel étnico, sexual, ideológico o moral-, en lugar de pasar desapercibidos como a ellos le gustaría serlo, se convierten por acción de algunos Catones acusadores en el centro de un problema inexistente. Por más que rebuscamos en la Historia, y lejos de las películas de Hollywood, sin embargo, no parece que esta empatía sea posible: ningún romano partió una lanza en favor de Cartago; no hay constancia de cristianos viejos que ocultaran a conversos como lejanos familiares. Qué razones, podríamos aducir, tendría un norteamericano de piel blancuzca para ocultar bajo su techo a un japonés residente en Estados Unidos -o norteamericano de ascendencia nipona- de los que fueron encerrados en campos de concentración estadounidense en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, bajo la sospecha (simplemente por la forma de sus ojos) de tratarse de espías, en una estrategia preventiva que si la trasladamos a nuestros días nos recuerda bastante a Guantánamo. O tal vez estos ejemplos sí que existan de verdad, pero no los hemos buscado. Algún día quizás hablemos de alguno de esos casos. De cómo puede ocurrir (porque ha ocurrido) que un homosexual y capitalista, un comunista y  heterosexual (el orden no importa, ¿debería importarnos?), lleguen a ver con la mirada del otro y a comprenderse mutuamente, o no hacerlo, pero al menos, respetarlo, y protegerlo en el momento en que llegue a ser necesario. La vida es algo más que etiquetas: el Otro, con el tiempo, tiene ojos y cejas, y labios que podemos besar.

            Julius Robert Oppenheimer fue rehabilitado en tiempos de Kennedy y Johnson, pero ya era tarde. Había caído en el alcoholismo, como Hart Crane y con su mujer Kitty Harrison -que a pesar de la infidelidad le acompañó también al fin del mundo-, y sus conocidos argumentaron que envejeció prácticamente de la mañana a la noche: el pelo se volvió blanco, adelgazó todavía más y adquirió una serie de humillantes temblores y tics. Después de la revocación de su autorización de Seguridad, alguien describió su comportamiento como el de “un animal herido”. Tampoco se trata ahora de santificar una figura que estuvo tan implicada en tan tétricas cuestiones: hemos de tener en cuenta que Oppenheimer rechazó el plan para contaminar radiactivamente los alimentos del enemigo no por cuestiones morales, sino porque el proyecto le parecía insuficiente a no ser que pudieran garantizar que afectaría a "al menos a medio millón de personas". Oppenheimer es seguramente culpable, pero también, seguramente, no precisamente de los delitos que se le imputaron. Fue castigado cuando fue capaz de verse reflejado en los ojos del Otro, no cuando andaba ciego de esta capacidad. Tal vez sea ése el destino de todos los que han de sentirse liebres bajo las dentelladas de los galgos de presa. La libertad sólo se alcanza cuando eres un fantasma que ya no vive pegado a su cuerpo, que ha quedado atrás en la carrera, agujereado por las balas. Mientras deseamos que nuestros camaradas -nuestros compañeros de inclinación sexual o raza- tengan mejor suerte que sus predecesores, esperamos que personas con las que no podemos identificarnos, sin nada en común –si no, ¿dónde está el mérito?- reconozcan que con nosotros se cometió una injusticia. Para que no haya de nuevo más persecuciones. O para que cuando las haya –que las habrá- seamos conscientes de qué golpes nos están dando. Tal vez así duelan menos.

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