lunes, 24 de diciembre de 2018

La historia ¿real? y el relato de diciembre: "Converso"

Converso

A Cristina y Cindy,
ambas hijas de la fusión de culturas,
 quienes se patearon conmigo sinagogas, museos, librerías,
y un par de veces la judería de Toledo.

                Si uno se quedaba muy quieto, en aquel año de mil quinientos y pico en Toledo, plantado en la esquina de una calle que casi ni se podía denominar calleja, podía observar un milagro.
                El milagro venía caminando desde el inicio de la calle, donde doblaba la esquina y pasaba por delante de un portal. Se desplazaba con su resonar metálico y tintineante, hasta colocarse delante de la Puerta del Mollete, la cual, aún hoy, da acceso al claustro de la catedral. Una vez allí, se detenía y dejaba extendida su mano. Entonces, era frecuente que un sacerdote, atraído por el ruido, saliera a atisbar tan sorprendente visión. Allí, se encontraba un artilugio con forma humanoide, construido en su mayor parte de madera, que miraba a los viandantes con ojos glaucos, esperando anhelante su compasión. En aquel momento, era habitual que el religioso le tendiera –igual que hacía con otros menesterosos que se plantaban delante de aquella entrada a la catedral- un mollete de pan, que hacía las veces de limosna. El autómata respondía entonces ejecutando una rechinante y caballerosa reverencia, la cual los presentes –sobre todo lo que no habían visto nunca el fenómeno- admiraban con estupefacción. Luego, el “Hombre de Palo” –pues con este nombre se le denominaba- desandaba el camino por el que había venido, para volver al lugar de donde mañana volvería a partir.
                -¿Y qué lugar es ése?-preguntaban los niños, arrebolados. Y sus madres respondían:
                -De la casa de Juanelo Turriano.
                Con esa respuesta, los niños se estremecían, impactados de esa manera en que, sólo a esa edad, los misterios cautivan, preguntándose quién sería ese buen señor.

*                                            *                                            *

                Delante de aquella puerta, sin embargo, haciendo caso omiso del “rutinario” espectáculo del ingenio mecánico, se plantaba un hombre.
                Era alto, era orondo, llevaba puestas ropas sencillas. Muchos años atrás, vestía siempre en la cabeza el característico kipá judío, pero ahora no se le ocurriría, y de hecho ya hace bastante tiempo que lo quemó. Contemplaba, sin embargo, como cada vez que pasaba por allí, la Puerta del Mollete. La que otros denominan, en cambio, la Puerta del Niño Perdido.
                Nadie sabe por qué esa puerta concreta adquirió ese nombre. Se conoce, sin embargo, el hecho al que tal apelativo se refiere. En 1491, en un proceso complejo desarrollado a caballo entre varias ciudades, se acusa a un grupo de judíos (y cristianos de supuestas tendencias judaizantes) de secuestrar a un niño en un pueblo cercano a Toledo y haberle sacrificado, arrancándole el corazón incluso, con el objeto de realizar un conjuro. Los reos son condenados a muerte y, con el tiempo, la leyenda se va acrecentando. Que si el niño fue crucificado del mismo modo que Jesucristo; que si la madre del niño, que era ciega, recuperó la vista nada más el niño murió; que si la persona que transportaba el corazón del niño para completar el conjuro fue detenido porque también había robado una hostia consagrada, la cual fue la causa de su detención, ya que empezó milagrosamente a brillar… Sobre todo esto meditaba el judío; pero asimismo pensaba en que, en la vida real (pues él habitaba en Toledo durante el suceso del Niño Perdido) nunca salió a la luz ningún padre; nadie reclamó la desaparición de ningún niño. Sólo estaban la Santa Inquisición, sus acusaciones, los reos, y unos testimonios contradictorios obtenidos mediante tortura. Unos cuantos meses más tarde, con el clima caldeado a raíz de éste y otros sucesos similares que invadían el debate popular, los Reyes Católicos decretaban la expulsión de los judíos. Muchos de los miembros de esta etnia se fueron de España y, los que no, se convirtieron. Entre los que se quedaron, se comentaba que, para la elaboración del decreto de expulsión, había influido decisivamente la historia del ahora llamado Santo Niño. Otros, en cambio, recordaban una vieja leyenda urbana según la cual la Reina Católica había acudido en Toledo a la casa de un rico judío a pedirle dinero –en teoría, para sufragar la primera expedición de Colón a las Indias- y, al vislumbrar aquella riqueza, había ansiado conseguir más…
                El hombre delante de la Puerta del Mollete –o del Niño Perdido- no conocía cuál era la realidad acerca de las distintas versiones. Pero siempre se quedaba parado, mirando la puerta.
                Caminó hacia el mercado, jurándose –como todos los días-, al día siguiente, no mirar más.

*                                            *                                            *

                Ese mismo hombre cruza desde la puerta de la catedral hacia la plaza del mercado. Allí, se dedica a pasear contemplando el género, como todos los días. Cosas de gente ociosa, se recrimina a sí mismo, medio en serio, medio en broma; una actividad equivalente a quedarse parado mirando obras. Lo cierto es que, desde hace tiempo, cada vez acude menos gente a su tienda, con lo cual cierra antes y dedica el tiempo libre a pasear. En cierta medida, lo considera una ventaja. O así lo creía.
                Pero hoy se ha acercado al mercado. A un puesto de verduras. Aunque suele acudir su mujer, le gusta pasarse de vez en cuando y comprar un par de cosas con las que llegar a casa y realizar sus propias incursiones en la cocina. En ocasiones ha fantaseado con dejar la tienda y dedicarse en exclusiva a los fogones. Pero, ¿un hombre que se dedica a hacer las labores de su casa? Nadie lo aceptaría, eso no se puede hacer.
                Mientras echa una ojeada al puesto de verduras, en concreto a unas relucientes berenjenas que le están llamando jugosas, capta un siseo a su espalda.
                -Mira el marrano ése…
                El hombre se giró, irritado. El cuchicheo había llegado desde un puesto donde vendían cerdo en toda clase de formas y variedades.
                -¿Cómo?-preguntó con una mezcla de agresividad y miedo, deseando que lo que había escuchado no fuera verdad.
                -¡Nada, nada! Tú concéntrate en tus berenjenas… ¿A que te gustan las berenjenas? Qué casualidad que todos los que antes eráis judíos sigáis comprando berenjenas. Y en cambio, que no comáis nunca cerdo. ¡Qué casualidad!
                Nuestro hombre se acercó violento al lugar de donde venían las imprecaciones.
                -¡Soy cristiano!¡Un buen cristiano, desde hace muchos años!
                -¡Seguro!¡Tú come berenjenas!¡Sigue comiendo berenjenas, hasta que se te pongan los ojos de berenjena!¡De hecho, yo creo que ya los tienes!, ¿no lo opináis vosotros, que tiene los ojos más parecidos a una berenjena que he visto en mi vida?
                El hombre del puesto de verduras llamó a la calma.
                -Déjale en paz. Él no tiene la culpa de que no le gusten la mierda de productos que vendes.   
                -Claro, ¿cómo le van a gustar? Porque yo te veo muchas veces por este mercado, y nunca te he visto comprar cerdo, ¿verdad?¿Verdad?
                El hombre resopló y cerró los puños. Se acercó al hombre de la tienda especializada en productos cárnicos.
                -Dame… unas cuantas de esas patas…
                -Jamones.
                -Sí, y también unas de esas…
                -Pezuñas. Manitas de cerdo, les decimos. Yo te aconsejo llevarte unos lechoncitos. Se hacen en el horno enteros, y saben riquísimos.
                El hombre del puesto de verduras bufó.
                -Siempre misma historia –masculló, más para el exterior que para sus adentros. El comprador recibió una bolsa con todo lo que había pedido. Alargó unas monedas.
                -Gra… gracias –murmuró. Marchó en dirección a su casa, con mirada de derrota surgiendo desde el interior.
                Cuando llegó a su hogar, transmitía esa misma impresión de vencimiento, como una ciudad invadida a la que hubieran desmontado sus murallas ladrillo a ladrillo. Quizás fue por eso por lo que, nada más verle la cara, su mujer le preguntó tan rápido:
                -¿Qué has traído en esa bolsa?
                Su esposo vaciló, para finalmente responder:
                -Cerdo.
                -¿¿Cerdo??¿En serio?¿Y qué quieres que haga con él?
                Su marido alargó la bolsa hacia un lado, con repugnancia.
                -Desecharlo inmediatamente. Arroja esta guarrería a la basura, pero que los vecinos no se den cuenta de lo que estamos tirando.
                -¿Y las berenjenas?¿No decías que te ibas a pasar por el mercado a comprar unas berenjenas?
                El hombre movió la cabeza de un lado a otro, apesadumbrado. Nostálgico incluso
                -Ya no vamos a comprar berenjenas nunca más.
                La mujer abrió mucho los ojos.
                -¿Cómo que no vamos a comprar berenjenas?
                Apareció por allí una chica joven.
                -¿He oído algo de que hay berenjenas?
                -¡He dicho que no vamos  comprar más berenjenas!
                -¿Pero por qué no vamos a tener berenjenas?-preguntó incrédula la mujer mayor. El hombre, hastiado, resopló:
                -¡Las berenjenas son un plato judío!¡Y nosotros ya no somos judíos, somos cristianos!¡Así que no vamos a comprar berenjenas nunca más!
                La cara de la mujer era similar a la que exhibiría si hubiera visto aparecer a un caldero parlante.
                -¿Pero cómo, un plato judío?¡Si las berenjenas las trajeron a Sefarad* los árabes!¡Eso lo sabe todo el mundo!
                -¡Pues no lo debe saber todo el mundo, porque hoy me he acercado al puesto de berenjenas, y lo han utilizado para reprocharme mi origen judío!¡Así que, a partir de ahora, no vamos a hacer nada por lo que puedan acusarnos de judíos!
                -Pero, ¿los cristianos no pueden comer berenjenas?-preguntó la chica joven.
                -¡Claro que pueden comerlas!-espetó la mujer mayor-. ¿Qué se supone que debemos hacer? Vamos a su iglesia, le rezamos a su… Cristo o como quiera que llamen al muñeco ése que cuelgan de la cruz, más feo el pobre…
                -¡Mamá, no digas eso!-soltó la chica.
                -Ay, hija, no me regañes como tu padre. Sólo digo que, si quieren tener un dios, al menos que no le hubieran pegado esa paliza. Es que da pena verlo, el pobrecillo, todo sangre y miradas sufrientes…
                -¡Dejemos esta discusión sobre Cristo!-se puso más nervioso todavía el hombre-. ¡No vamos a comprar más berenejas y se acabó!
                -O sea, que ahora no se nos define como judíos no por no cumplir las normas cristianas –expuso la hija-, sino porque hacemos cosas que, aunque puedan ser cristianas, también las hacen los judíos.
                -¡Exacto!-respondió el padre.
                -¿Cómo por ejemplo, respirar?
                -¡Oye, no me discutas!
                -Traer cerdo a casa para luego tirarlo. Qué desperdicio –se quejó la mujer-. ¿Qué será lo siguiente, no celebrar el Purim?
                El marido la miró helado. La mujer, tras reflexionar durante unos segundos, alteró su semblante para  mostrarse indignada.
                -¿Qué?¡No me dirás que no vamos a celebrar el Purim!
                -¡No se llama Purim!¡Se llama carnaval!
                -Purim, carnaval, como quieras llamarlo… Mientras en casa podamos seguir celebrándolo como queramos…
                -¿Es que no lo queréis entender?-protestó el hombre-. Hay ojos, y espías, por todas partes. Ni en casa, ni fuera de ella. ¡No vamos a celebrar las cosas como las hacíamos antes!¿Qué queréis, que acabemos todos en el tribunal de la Inquisición?
                -¿Pero qué les importa lo que hagamos dentro de nuestras casas?-preguntaba la chica joven mientras, a la habitación, atraídos por los ruidos, llegaban un par de revoltosos niños.
                -¡Pues les importa, y mucho!¡Por cosas menores han arrestado a gente!
                -Pero sería una pena… Con lo que le gusta a los niños cuando tienen que hacer ruido cada vez que escuchan el nombre del malvado Amán… Y con lo que les gusta jugar a ser Mardoqueo**… Tendrías que haber visto cuando íbamos a la sinagoga a leer los rollos –le decía la mujer a su hija. La verdad era que, mientras pudieron practicar el judaísmo, acudir a la sinagoga le había resultado una actividad incómoda. Pero ahora, después de mucho tiempo sin celebrar ritos, sin pasear por la judería adornada en la época de fiestas, ni encontrarse con los amigos en el recinto sagrado, hasta echaba de menos, durante las ceremonias, la aburrida sección de las lecturas.
                -Es una pena que no podamos volver a hacerlo –protestó la chica.
                -¡No lo digas ni de broma!-clamó el hombre-. Además, ya no tiene ningún sentido. Todas las sinagogas que quedan son ahora iglesias. Y, si no fuera por eso, no podríamos siquiera volver.
                -¿Pero en serio no vamos a celebrar el Purim?-insistió la madre-. El Purim es una fiesta sagrada. Hay comunidades que hasta celebran Purims particulares en conmemoración de un momento histórico en el que se salvaron de alguna desgracia. Dicen que, incluso cuando el Mesías baje a la tierra y el resto de las fiestas dejen de tener sentido, el Purim deberá seguir celebrándose.
                El marido había hecho amago de marcharse, pero al escuchar esta última frase, se volvió:
                -¿Tú ves que la llegada del Mesías esté medio cerca?
                Y, con aire deprimido, abandonó la habitación.

*                                            *                                            *

                A oscuras, una lúgubre estancia. En dicha sala, una mesa, varios hombres. Tres de ellos, las mejillas rasuradas, observan unos planos. Otro, con barba, a su frente, aguarda expectante. Los rostros de los otros hombres permanecen herméticos. Sobre todo los que no están tocando directamente los documentos. Al que los maneja, en cambio, se le aprecia, conforme alza la vista, un leve temblor en las manos. Entonces, el hombre de la barba comprende que todo ha sido un paripé. Ya antes de que fijaran la mirada en aquellos bocetos conocían la respuesta y, hasta entonces, sólo ganaban tiempo o esperaban la ocasión propicia para anunciarlo.
                -Señor Turriano, estos planos están muy bien. Sin duda, podremos construir un segundo artefacto como el que ya nos ha proporcionado…
                -… sin pago.
                -Maese Turriano, no hace falta que insista en eso.
                -Mi señor, no es por tratar de ser irrespetuoso, pero sí me parece pertinente que insista en la cuestión dado que, a día de hoy, sigo sin cobrar.
                -Y nosotros no tenemos a Carlos I entre nosotros y, sin embargo, nadie os ha culpabilizado por ello.
                Juanelo Turriano se siente herido en su fuero interno, como si una afilada daga acabara de traspasar su corazón. Cuando por primera vez llegó desde Cremona (tierra de violines y delicados instrumentos) a España, sus conocimientos matemáticos y de ingeniería fueron reconocidos por el emperador Carlos I de España y V de Alemania, quien le nombró (cuando todavía la mayor parte de la gente le denominaba Giovanni) Relojero Mayor. Aparte de varios relojes astronómicos, el soberano le encargó construir parte del palacio para su retiro en Yuste. Sin embargo, las cosas no salieron tal como había previsto. En uno de los estanques decorativos construidos por el italiano, el flujo del agua se paralizó; el agua quedó estancada. Se acumularon los mosquitos, y uno de ellos, transmisor de la malaria, se la contagió al emperador, el cual murió. Sin embargo, Felipe II, su hijo, no se mostró muy afectado: su padre ya era anciano, estaba retirado, y para colmo le había dejado en bancarrota el reino. Un reino que, además, heredaba él. Nombró a Turriano Matemático Mayor; luego, el italiano trabajó para el Papa Gregorio XIII en la reforma del calendario, y diseñó, para Juan de Herrera, las campanas del Escorial. Aún así, Juanelo decidió que su futuro estaba en la ciudad de Toledo. Allí empezaron todos sus problemas.
                -Los proyectos científicos entrañan sus riesgos, y a veces, mi señor, fallan –respondió el interpelado-. No se puede responsabilizar al inventor de intentarlo, sobre todo si el propósito era loable. Pero, en cambio, que el resultado sea óptimo y, sin embargo, no recibas la debida compensación…
                El severo hombre del otro lado quiso ocultar su gesto apartando la vela de su lado; sin embargo, no logró disimular el azoramiento que invadía su voz, a la par que su rostro.
                -No vamos a entrar otra vez en ese asunto…
                Juanelo Turriano agachó la cabeza. La historia venía de antiguo. Toledo, situada en un macizo de roca que se eleva por encima del río Tajo, tenía dificultades para acceder al agua, debido al extremo desnivel. Se necesitaba gente que trajera diariamente barreños desde el río y, cuando había un incendio, la única solución era recurrir a aquellas casas señalizadas para indicar que contenían un pozo. Con objeto de solucionar el problema, Juanelo había ideado un ingenio que permitía utilizar la propia fuerza del río Tajo para ascender el agua hacia arriba a través de una especie de acueducto salpicado de brazos y cucharas mecánicas. El artefacto –bautizado con el mismo nombre que su creador- se hizo famoso. Con el tiempo, saldría en cuadros del Greco, se escribirían libros, formaría parte del imaginario colectivo. Pero Juanelo Turriano no llegó a percibir ningún pago por ese ingenio.
                -¿Han hablado últimamente con el ejécito?
                -No, pero para qué –replicó el representante de la ciudad-. La respuesta, o la falta de ella, va a ser siempre la misma.
                -Pensaba que gozaban ustedes de una comunicación más fluida. De hecho, creía que tenían ustedes un acuerdo sobre el artefacto mientras se estaba construyendo.
                -Los acuerdos del Ejército siempre están sujetos a los imprevistos de la guerra… incluso en tiempos de paz. Y esos imprevistos sólo llegan cuando los dicen ellos. Pero vamos: de una institución que ni siquiera se esfuerza por dar de comer a sus propios soldados, qué podía esperarse.
                Juanelo asintió. El conducto de agua que formaba parte de su ingenio tenía como destino final, en su extremo superior, el Alcázar de Toledo, pues era la zona más alta de la urbe, y por tanto desde donde era más fácil distribuir el agua al resto de la población. Pero el Alcázar pertenecía al Ejército y éste, una vez el artefacto estuvo construido, dijo que no iba a compartir el agua con el resto de la ciudad. Y que tampoco iba a pagar el ingenio de Turriano, puesto que ellos, aducían, no lo habían solicitado, y tampoco habían firmado contrato alguno. Mientras tanto, el gobierno de la ciudad de Toledo declaraba que, ya que el agua no llegaba, no tenía sentido pagar una construcción que no proporcionaba ningún beneficio. De tal forma que Turriano se quedó sin cobrar. Él, por supuesto, se había desentendido del mantenimiento del aparato, que había funcionado bastante bien hasta entonces, y lo haría -hasta que se estropeara- bastantes décadas más. Pero eso no le resarcía del dinero que se había gastado en construirlo, y que le había dejado en la miseria.
                -Sin embargo, ahora, para este segundo proyecto, sí que habrá dinero para pagarme, ¿verdad?
                Si alguna vez la cara del adminsitrador fue más similar a la de una de las gárgolas de la catedral, fue en ese preciso instante. Empezó a lanzar una perorata sobre las dificultades económicas: la marcha de los judíos había disminuido la riqueza de la ciudad. Las rutas del comercio con América no pasaban Toledo, y eran otros, además –mercaderes genoveses, venecianos- los que se llevaban los beneficios. El presupuesto era variable, a la par que imprevisible:
                -Las administraciones –suspiró, más que enunció el hombre- también sufren accidentes, incluyendo los monetarios. Y, como a los creadores científicos, no siempre se las puede culpar.
                Juanelo Turriano, aquella noche, llegó a su casa. Le dio dos vueltas a la cerradura antes de abrir el portón. Ascendió con cansancio las escaleras.
                Arriba, encendió una vela, y giró la cabeza. Allí, plantado sobre la mesa, con un codo apoyado encima de la misma, se encontraba el otro ingenio por el que Juanelo era famoso: ese autómata de metal y (sobre todo) madera que en las calles de Toledo había quedado bautizado como “el hombre de Palo”. Algún día, la calle por la que solía transitar recibiría el mismo nombre.
                -¿Qué tal te ha ido, compañero?-preguntó Turriano en voz alta, sabiendo que no recibiría más respuesta que la que obtendría tras abrir un compartimento adonde caían las monedas que los viandantes podían depositar a través de una ranura. Ese exiguo pago, más el mollete que ahora mismo se depositaba sobre la mesa, eran los únicos recursos que podían socorrer a Turriano de su situación de indigencia.
                -Ay, compañero, ay –se dolió Juanelo Turriano mientras se sentaba, situándose enfrente de su invento-… Qué similares somos.
                Se dijeron muchas cosas sobre el Hombre de Palo. Que fue verdad. Que era todo un cuento. Se decía que, cada mañana, Juanelo se colocaba enfrente del Hombre de Palo y le insulflaba una arena mágica que funcionaba como hálito de vida, para por la noche retirarle aquel aliento mágico, y que el autómata se apagara y dejara de trabajar. Aquella noche, sin embargo, ocurrió algo mucho más sencillo: Turriano abrazó a su hombre de madera por la cabeza y, entre lágrimas, le dio un beso. “¡Tú eres el único que me comprende!”, exclamó. Luego se quedó dormido abrazado a él, y permanecieron así unidos toda la noche.

*                                            *                                            *

                La mujer de la casa que visitamos anteriormente, unas cuantas jornadas después del enojo, había recuperado la serenidad. Aquella mañana era sábado, aunque ya hacía mucho tiempo que no lo celebraban como tal. Su marido estaba en la tienda, trabajando. Y, por hoy, por un día, ella, que a lo largo de la semana se había mostrado hacendosa con sus tareas, podía por fin sentarse sobre los cojines y centrarse sólo en descansar…
                Hasta que escuchó una voz, en la ventana.
                -¿Qué tal, vecina?
                Por un momento creyó que eran jugadas de su imaginación hasta que, sacando la cabeza entre los postigos, se encontró a una mujer de su misma edad al otro lado del patio, en la casa vecina. En la mano llevaba un paño, y sacaba el codo por la ventana.
                -Qué tal –respondió la aludida, en lo que pretendió ser una respuesta cortés.
                -Qué guapa te veo. ¿Qué, haciendo algo en casa?
                -Pues… en realidad no. Relajada.
                -¡Ah!-exclamó la otra-. Pues yo no. Yo aquí, limpia que te limpia.
                -¿Y eso?¿Algo especial?
                -Hombre, especial, especial… Lo de siempre. Mañana, que es el día del Señor y habrá que ir a misa. Y claro, como ese día es distinto, conviene dejar bonita y adecentada la casa.
                Hizo una mueca que casi fue como un guiño.
                -Vamos, como toda buena cristiana, ¿no?
                La mujer del otro lado agarró con mucha firmeza, los puños crispados, el poyete de la ventana.
                No le había quedado muy claro si esta última frase guardaba un punto de retintín, o no tenía en cambio segunda intención.
                Inquieta, se metió de nuevo en la casa. Se acordó de la frase de su marido acerca de que había ojos y oídos en todas partes. Y de que no se trataba sólo de lo que hacías, sino de lo que no hacías también.
                Le invadió la paranoia. Comenzó a ponerse histérica.
                Tras unos instantes de conexiones eléctricas en su cerebro, se puso rauda en acción.
                Sacó de su sitio las alfombras, las lámparas, los cortinajes. Se puso a quitarle el polvo, a fondo, a armarios y estanterías que hacía siglos que no limpiaba. Sacó las telas por la ventana y las aireó, golpeando con furia con el sacudidor, echando vistazos de reojo para asegurarse de que las vecinas miraran.
                Luego, tomó las sábanas, las ropas, los trajes de los domingos. Se puso a lavar a mano, con jabón y abundante agua, hasta que las uñas le empezaron a sangrar.
                Pulió la vajilla buena –aunque ya estuviera limpia-, restregó la plata… No recordaba haberse visto en otra igual.
                Al final del día, estaba ajada, sudorosa, y había sacado tanta mugre de su hogar que un cónclave del Vaticano podría haber comido y elegido al Papa en el suelo.
                Cuando su marido llegó a casa, le extrañó verlo todo tan pulcramente colocado.
                -¿Qué ha pasa…?
                -¡Mira!¡Déjame en paz!
                La mujer corrió a desahogarse a su cuarto. El marido bizqueó sin comprender nada.

*                                            *                                            *

                Al día siguiente, el antiguo judío, informado ya de los pormenores del incidente del sábado por su esposa, no quiso tener más problemas. Irían a misa para que nadie les reprochara nada y luego marcharían a casa, rapidito y por el camino más recto (lo cual siempre era complicado en las estrechas callejuelas de Toledo). Quizás así consiguieran tener un día sagrado –de la religión que fuera- por fin en paz.
                Por eso salieron de Santa María la Blanca –lo que en tiempos había sido su altiva sinagoga- todo lo deprisa que pudieron. Sin embargo, antes de que dieran un par de pasos, unas cuantas manos vigorosas asieron al hombre por los hombros.
                -¡Fíjate, nuestro viejo amigo!
                El antiguo judío reconoció, en los rostros y en las voces, las figuras de los tenderos que el otro día le habían perturbado en el mercado.
                -Perdonadme, estoy con mi familia. Me voy a casa.
                -Tranquilo, hombre, tranquilo… Mira, reconocemos que el otro día fuimos un poco… maleducados. Y como nos sienta mal haberte dejado con tan mal sabor de boca, queremos invitarte a comer. Una oferta de paz, realizada a un buen cristiano.
                El hombre dudó. Su mujer le miraba atemorizada. “No lo hagas”, le comunicaba con los ojos. Pero el hombre no sabía qué decir. Al fin y al cabo, Toledo era pequeño. Iban a verse todos los días. Y daban la impresión de estar siendo sinceros.
                -Id adelantándoos a casa. Yo os veré más tarde allí.
                -¡Eso es, amigo! No te preocupes –le dijeron a su esposa, en lo que asemejó una sonrisa amable-, te lo devolveremos entero. Y además, pagamos nosotros, así que comerá muy bien.
                Sus nuevos compañeros le arrastraron a una muy reconocida taberna de la ciudad. El converso pretendió tranquilizarse: por lo menos, tenía delante la promesa de una buena comida. A Moisés le dieron menos.
                Se sentaron en una amplia mesa. Pidieron cervezas y también vino. Le presentaron al tabernero como un amigo. La verdad es que se lo estaba pasando bastante bien.
                Así hasta que uno de sus acompañantes le dijo al mesero:
                -Pónnos a todos una buena ración de tocino. Ya sabes, como nos gusta.
                El antiguo judío vaciló.
                -Pero…
                El hombre que tenía al lado, el carnicero del mercado, le dio una palmada amistosa en el brazo.
                -Ya verás qué bien nos lo vamos a pasar.
                El mesero les trajo el plato en el lapso de tiempo más breve que el cristiano nuevo había visto antes en una taberna. Juraría que, cuando lo trajo, el carnicero le había guiñado un ojo al dueño del establecimiento.
                -Mira qué cosa más rica.
                El antiguo judío admiró el género. Eran unos trozos de tocino tan poco cocinados que sólo con mirarlos rezumaban sangre… El hombre se acordó de aquel precepto del Talmud que dice que debes lavar bien todo animal después de sacrificarlo para que no tomes ni una gota del impuro líquido rojo que circula dentro de él.
                -Yo –farfulló, disculpándose-… es que el cerdo no me sienta muy bien. Me provoca dolor de tripa… Me… sienta mal al estómago.
                El antiguo judío no mentía. Tras años y años, durante su juventud, con sus mayores repitiéndole de manera continua que el cerdo era un animal horrible, sentía náuseas con solo mirarlo. Desde que se había hecho cristiano, había intentado probarlo, pero lo cierto es que aquello era superior a sus fuerzas: habría sido como si le hubieran pedido beber un vaso de su propia orina. Y menos ese tocino, que tenía pinta de haber pasado tan poco por el fuego que hasta debía de estar frío.
                -Adelante –le incitó el carnicero-. Prueba. Seguro que está muy rico.
<<Prueba>>, repitió.
                La palabra apuntaba a invitación. La expresión proponía sugerencia. El tono, el ambiente, las miradas, apuntaban a todo lo contrario.
                -Come. Como un buen cristiano. Come.
                El antiguo judío, rodeado, no vio opción. Agarró un repulsivo trozo de carne, el cual soltó un borboteante caldo nada más rozarlo. Se lo introdujo de golpe en la boca.
                Sintió unas arcadas tan tremendas que tuvo que colocarse la mano en la boca para no vomitar. Aun así, se sobrepuso y trató, con vino y agua, de atravesar aquel trance. Tardó una eternidad en masticarlo.
                -Come más. O si no, te vas a quedar con hambre. Vamos.
                Los otros comensales ni tan siquiera tocaban sus platos conforme contemplaban al otro metiéndose trozos en la boca, los cuales prácticamente engullía para que permanecieron el menor tiempo posible en el paladar. Comenzó a llorar; le subieron a la nariz los mocos. Tuvo varios repetidos accesos de arcadas. Estuvo más de una hora sentado allá. Cuando terminó el plato, sudando y con la cara roja, el mesero anunció:
                -Me alegro de que le haya gustado. A partir de ahora, por cuenta de sus amigos y de la casa, tendrá todas las semanas un plato igual esperándole aquí.
                Cuando el hombre llegó a su casa, alzó la voz a la vez que daba un portazo:
                -¡Nos vamos!¡En cuanto hagamos el equipaje, nos vamos para siempre de esta maldita ciudad!
                Aunque, para sus adentros, se daba cuenta de que aquello no iba a bastar.

*                                            *                                            *

                Si uno se quedaba muy quieto, en aquel año de mil quinientos y pico en Toledo, plantado en la esquina de una calle que casi ni se podía denominar calleja, podía observar un milagro.
                El milagro venía caminando desde el inicio de la calle, donde doblaba la esquina y pasaba por delante de un portal. Pero en este día en concreto, unos niños aguardan agazapados detrás de la esquina de la calle.
Uno de ellos, el líder de la cuadrilla, sostiene en su mano una caja de cerillas. Los otros contienen la respiración.
El hombre de palo gira la calle.
El niño enciende la cerilla, y la arroja encima del autómata.
Mientras tanto, a un par de manzanas de distancia, nuestro antiguo judío terminaba de amarrar los baúles a la parte de atrás de la carreta –donde también se acomodaba su hija con los niños-, para después ascender a la parte delantera del vehículo, junto con su mujer.
-Todo es culpa de estos malditos cristianos –blasfemaba en voz baja, como había hecho otras veces, aunque ahora con menos miedo de que le oyeran-. A uno de los suyos no le tratarían tan mal. Si yo fuera…
Pasaron entonces al lado de la catedral. Una repentina visión les hizo reducir la velocidad de los caballos. El Hombre de Palo ardía en una gigantesca pira mientras un grupo de niños giraba a su alrededor. Poco a poco, se acumulaba en aquella zona un círculo formado tanto por curiosos como por transeúntes casuales. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo la ocurrencia de traer un cubo de agua, ni llamar pidiendo ayuda. La antigua mujer judía volvió la vista hacia su marido. Éste, como toda respuesta, volvió a azuzar a los animales para escapar cuanto antes de allí.
Mientras marchaban en dirección a las afueras de la ciudad, y observaban a su espalda la silueta de la misma, el marido no paraba de protestar:
-Sefarad es una desgradecida. Llegamos aquí, le damos lo mejor de nuestras vidas, tratamos de mejorarla un poco, ¿y qué nos entrega a cambio? Son unos ingratos, unos mastuerzos, unos…
Se quedó un segundo callado, con el ceño fruncido. Su mujer le agarró de la mano y le preguntó:
-La vas a echar de menos, ¿verdad?
El hombre le cedió las riendas del vehículo, y apoyó la cara sobre los hombros de su esposa.
-¡Muchísimo!-sollozó, y mientras se alejaban, apenas pudo contener el fluir de lágrimas.

Esta historia está basada en la vida real de Juanelo Turriano, aunque algunos detalles permanezcan en la bruma de la leyenda. En cuanto al relato de nuestro antiguo judío, aunque ficticio (quizás tanto como el crimen del Santo Niño), podría, desgraciadamente, aplicarse a multitud de conversos que tuvieron que escapar de la Península Ibérica. Algunos, sin embargo, no tuvieron esa suerte, y fueron juzgados antes por la Santa Inquisición. Ha sido, probablemente, simultánea con la de los moriscos, la pérdida de población más dramática que ha vivido España, hasta los exilios derivados de la Guerra Civil, y los migrantes económicos de los siglos XX y XXI. Con este tipo de relatos se espera, en un futuro, que, tal vez, lo hagamos con otros mejor.

¿Lo haremos, en verdad?


*Sefarad era el nombre que los judíos daban a la Península Ibérica.

**El Purim conmemora la fecha en que Esther convenció al rey persa Asuero que no hiciera caso a su visir Amán (quien quería matar a todos los judíos del reino), y en cambio colocara en su lugar al judío Mordejai o Mardoqueo. Guarda un aire festivo, similar al carnaval cristiano y, entre otras actividades, los niños han de armar un gran estruendo mediante ciertos instrumentos musicales cada vez que durante el rito se menciona el nombre del malvado Amán.

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