Ahora que cae aún cercano el día de Todos los Santos, nunca está de más destacar que todas las muertes son tristes, pero loson aún más las que tienen lugar cuando podrían haber sido perfectamente evitadas. En ese sentido, pocos fallecimientos son más absurdos que los que tienen lugar a cuenta del fanatismo religioso. Desgraciadamente, es de temer que este tema se encuentre siempre de rabiosa actualidad, ya sea en los países occidentales o (especialmente en los últimos años) en Oriente Medio, pero justamente la época en que este libro fue escrito coincidió con un momento histórico particularmente delicado en este sentido. Y es que hay palabras -y libros- por los que uno se juega la vida.
Para empezar, destaquemos lo primero al autor, del que ya hemos hablado en alguna otra ocasión, pero del que merece la pena dar un somero recordatorio.
Stefan Zweig fue un erudito de la primera mitad del siglo XX, de
nacionalidad austríaca, y de raíces judías, aunque según él, esto tan
sólo era un accidente circunstancial. Y lo cierto es que esta opinión
refleja mucho su carácter, puesto que Zweig fue un humanista que reflejó
en todas sus obras una profunda universalidad, y que nos legó en cada
libro que escribió un mensaje particular y una lección que podía
aprenderse, tanto aplicable al presente como al pasado. Aunque escribió
ficción,
lo más conocido de él son sus textos históricos. Lo principal a destacar
de esos libros es la profunda tensión que Zweig les imprime, con un ritmo
trepidante y un estilo eléctrico y apasionado que hace que lo leas de
forma tan amena y emocionada como si se tratara de una novela. En
"Castellio contra Calvino" le pasa lo mismo, con el agravante además de
que esta obra contra la intolerancia está escrita en 1936, una época
en la que Adolf Hitler ya empezaba a hacer las suyas y estaba muy claro
que el aceptar las diferencias de los otros no era precisamente un valor
en boga. De hecho, precisamente Stefan Zweig y su esposa se suicidaron
en Brasil en 1942, ante un futuro angustiante que parecía cernirse sobre
todo el mundo y del que ellos creían no había posibilidad de escapar.
Poco tiempo después, Alemania empezaba a dar pasos hacia atrás en el
transcurso de la guerra: pero ya era demasiado tarde para el matrimonio Zweig.
"Castellio contra Calvino" relata hechos completamente reales, y nos
mete en la época en que empieza a nacer el movimiento protestante en
Europa. Allí, un hombre, Calvino, consigue instaurar una auténtica
teocracia en Ginebra; y cuando decimos teocracia, nos referimos en el
sentido más absoluto del término, como podríamos estar hablando del
régimen de los talibanes o de los ayatollahs de Irán. También recuerda
mucho a las comunidades religiosas protestantes extremistas que se han dado en determinadas épocas en Estados Unidos, donde todo el mundo debía ir a la iglesia, seguir las
mismas costumbres, velar a Dios, y prácticamente no hacer ninguna otra
cosa, so pena del castigo de la comunidad. Calvino, un hombre austero,
sin sentido del humor, amargado y terrible, ha sido capaz de hacerse
fuerte en Ginebra, e inspira además un profundo temor en una gran parte
de las comunidades religiosas vecinas. Gobierna con mano de hierro la bella ciudad suiza, y por supuesto no soporta a nadie que pretenda discutirle su
teología. Y entonces surge la piedra en el zapato, en forma de un
personaje llamado Miguel Servet.
Algunos conocemos más a este español (natural de Aragón,
por cierto) por el descubrimiento de la circulación menor, o sea, la que
tiene lugar del corazón a los pulmones y viceversa. Sin embargo, Servet
es también muy conocido por sus aportaciones teológicas, en concreto
contra la teoría de la Santísima Trinidad, que creía que buena parte de
los cristianos había pervertido convirtiéndola, en sus palabras, "en un
monstruo de tres cabezas". Lo peor que tiene Servet de su lado es que
nadie le apoya: hasta el propio Stefan Zweig le tilda de testarudo, por
obstinarse en defender su idea pese al peligro que está corriendo por
ella. Servet, además, en su ceguera, cree que si va a Ginebra y habla
con Calvino, será capaz de convencerle de sus tesis. Pero se equivoca de manera
dramática: a un fanático no se le convence, ni siquiera es posible que
comprenda tus argumentos. Y por eso Calvino aplica el castigo máximo que
cree que merece un blasfemo: la hoguera. La leyenda cuenta además que la
madera se había mojado por la lluvia el día anterior y que Servet tardará horas en morir entre atroces tormentos. Calvino, una vez más, ha triunfado.
Resulta un poco paradójico: el protestantismo nace como la
necesidad de interpretar de manera personal la religión, frente al
dogmatismo de la iglesia católica. Y sin embargo, Calvino establece la
primera condena a muerte... ¡por herejía!, del protestantismo, cuando
ésta en sí mismo consiste en una herejía de la religión original. Pero
nadie dice nada: Calvino les tiene a todos tan asustados, que ni las
comuidades religiosas de Suiza, ni tampoco las de Francia, ni siquiera
los influyentes teólogos holandeses, se atreven a decir nada en contra
de Calvino, al que podría atribuírsele el calificativo de "El
Iluminado". Nadie... excepto Castellio. Este teólogo es el único que se
atreve a decir lo que todos están pensando, y quien, a pesar del miedo
que siente, independientemente de que no crea en las teorías del Servet,
contra el resto del mundo, defiende el derecho de éste a expresarlas, y
le planta cara al todopoderoso Calvino... Sólo él (que no fue tan reconocido como todos los insignes hombres que callaron, incluyendo entre otros el vacilante Eramo de Rotterdam) tuvo la valentía
para actuar.
Zweig nos cuenta todo esto de manera espléndida: nos hace sentir en
nuestras propias carnes el temor que debieron sentir los habitantes de
la ciudad de Ginebra, que vieron cómo poco a poco vestirse de manera
inapropiada o que se te colara una crítica por accidente podía costarte
la pérdida de la libertad y de todos tus bienes, todo ello en nombre de
Dios. Nos pone en el ojo del huracán de las disputas teológicas del
momento, y nos hace sentir como actuales y vivos los enfrentamientos
terribles entre estos hombres de voluntades obstinadas, entre el
fanático y el defensor de la justicia (entre caso Castellio), con frases
que deberían encontrarse escritas en letras enormes en todas las
iglesias y tribunales de justicia: "Matar a un hombre" -repite Castellio
en boca de Zweig-, "no es en ningún caso defender una doctrina; es
siempre matar a un hombre", es la sentencia con la que se defiende el argumento principal
del libro, algo tan evidente (y no por ello aceptado) como que ninguna
discrepancia de opinión justifica la violencia y el asesinato -por
nuestra cuenta o legalizado- para proteger nuestras ideas. Castellio, en
su lucha contra el que no duda, contra el que no acepta discusión
porque se cree en posesión de la verdad, contra el que se niega a pensar
que haya otras formas de entender la vida, le recrimina a Calvino su
forma de actuar, denuncia su reinado del terror, le acusa de pervertir
el espíritu del protestantismo, y realiza un alegato en favor de la
libertad y del derecho a ser diferente que podemos escuchar ahora que
Zweig ha recuperado su voz y permite que conozcamos la figura del héroe,
algo que tiene de sobra merecido ya que para nosotros ha sido siempre
mucho más comentada la biografía del tirano. Y como decimos, la
interpretación que hace Zweig de este enfrentamiento (no adelantaremos
el final, pero sí que aclararemos que por supuesto Castellio es el David
frente a Goliath de esta historia) no vale sólo para la época de Calvino o para el 1936 que ahogó las palabras del judío Zweig, sino también para los tiempos presentes, donde algunos se empeñan en
maniatarnos en su pensamiento único y de esa manera impedir que triunfe
el diálogo o la discusión, los cuales serían terribles para ellos porque
entonces sería posible la introducción de otras maneras de pensar. Un
libro que recomendaría, sin duda alguna, a Fidel Castro, George W.
Bush, los políticos belicistas israelíes, Ahmadinejad o a muchos otros dictadores o fanáticos religiosos. El
problema sería que ninguno de ellos se lo leería, o si lo leyeran, no
entenderían nada en absoluto; pero sigue siendo clarificador para todos los
demás.
Aprovecho este post sobre la muerte de un médico para llamar la atención sobre la muerte (figurada, aunque sólo hasta cierto sentido) del Hospital de la Princesa en Madrid, aspecto que me preocupa no sólo por el perjuicio que va a tener tanto para profesionales sino como para pacientes, sino porque allí pasé una parte importante de mi vida. Algunos ya os estáis informando del asunto a través de medios de comunicación o redes sociales: a los que no, os animo a hacerlo y a actuar en consecuencia. Un saludo.
Aprovecho este post sobre la muerte de un médico para llamar la atención sobre la muerte (figurada, aunque sólo hasta cierto sentido) del Hospital de la Princesa en Madrid, aspecto que me preocupa no sólo por el perjuicio que va a tener tanto para profesionales sino como para pacientes, sino porque allí pasé una parte importante de mi vida. Algunos ya os estáis informando del asunto a través de medios de comunicación o redes sociales: a los que no, os animo a hacerlo y a actuar en consecuencia. Un saludo.
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