No
lo hice por mi familia
Hoy
toca hablar de un personaje peculiar donde los haya. Genio, seductor,
brillante, loco (¿quién de los que posee los tres primeros adjetivos no
contiene parte del cuarto), derrochador de estilo y de vida, provocador y
opuesto al sistema, azote de las normas establecidas, y por encima de todo, un
profundo desdichado. Se llamaba Oscar Wilde.
El
destino de Wilde se ve abocado a la tragedia ya desde su mismo nacimiento. Es
hijo de una destacada nacionalista irlandesa, la cual lamentaba profundamente
no haber tenido una niña en lugar de un varón, y trata de compensarlo vistiendo
a su descendiente de niña. Probablemente en este momento ya se marcó de manera
indeleble la naturaleza de la existencia de Wilde, no tanto como homosexual,
sino como ficha fuera de juego, nacido varón en lugar de hembra, en el siglo
equivocado en el país equivocado. Un par de milenios antes, un siglo y poco
después, Wilde hubiera tal vez sido dichoso. Pero nuestro joven Óscar, vestido
ahora con traje de muñecas, no es capaz de predecir un negro y tortuoso futuro:
aunque quizá en el fondo de sus infantiles sopas, comience a vislumbrar sombras...
Hay
dos maneras de asumir la diferencia: ocultarla y enterrarla para siempre en un
zulo, o exhibirla y presentarla como un auténtico distintivo y punta de lanza.
Wilde optó por esto último. Vestía chaquetas de terciopelo de vivos colores
(rojos, verdes, explosivos rosas). Se paseaba con un girasol en la solapa y
marcando tendencias en la moda, variando cada semana, incluso en el mismo día.
Como era natural, ese tipo de comportamiento en la Inglaterra victoriana, tan
cercana en algunos aspectos al mismo Medievo, no era demasiado bien acogida. De
hecho, un grupo de compañeros universitarios de Wilde le alzaron en grupo y le
arrojaron al río, a lo cual el escritor respondió con un irónico comentario
acerca del excelente estado del agua, invitando incluso a sus rivales a que
disfrutaran del baño. Así era Wilde: de cada humillación, hacía una exaltación
de sí mismo. Lejos de agachar la cabeza, la elevaba casi hasta el cielo. Su
pecado preferido, por supuesto, era la soberbia.
De
hecho, cuando llegó a los Estados Unidos, dispuesto a hacer explotar su fama
como escritor y como hombre del momento, y le preguntaron si tenía algo que
declarar, éste sólo afirmó, con entusiasmo, “Nada, salvo mi genio”. Era
ingenioso y agudo, sutil y mordaz en sus comedias, y él lo sabía, y estaba
dispuesto a venderse caro por ello. Se convirtió en un artista de éxito,
presumía de un arte estéril y sin funciones políticas, puramente inútil y
anhelante de la belleza en sí misma, y puso de moda todo un estilo (imitado por
buena parte de la juventud) de pensamiento, en el vestir, y en el comportamiento
como dandy. Pero incluso al más cabeza loca le toca sentar la cabeza, y Wilde,
como todo caballero inglés, se acaba casando y teniendo hijos. Comienza quizás
la etapa más rutinaria y aburrida de la existencia de este ser excepcional:
ejerce como periodista, vive de manera asentada y burguesa. Pero eso sí,
empieza una novela. Se llama "El Retrato de Dorian Gray", y es una obra maestra,
dicen que la mejor novela en literatura inglesa. Y al mismo tiempo, y con el
paso de los años, va descubriendo un nuevo aspecto de su vida, una caja de
Pandora que ya no podrá cerrar.
Un
compañero mío tiene una curiosa teoría. Han sido muchos los críticos que han
argumentado que con Dorian Gray, aquel individuo que disfrutó el privilegio de
ser eternamente joven, Wilde manifestó una de sus más oníricas aspiraciones.
Hasta ahí, estamos todos de acuerdo. Mi amigo llega un paso más allá. Explica
que en realidad, y aunque fuera de manera inconsciente, Wilde reflejó en Gray
buena parte de lo que había en él mismo. Según mi compañero, Wilde, como Gray,
abusó en su juventud de su extrema belleza y de su condición de dandy, y fue
como él, demasiado cruel, demasiado orgulloso y demasiado egoísta, y quizás el
tándem Wilde-Gray pensara, al final de su vida, que si hubiera pensado menos en
él mismo y más en los demás, quizás le hubiera ido mucho mejor. Personalmente,
me resultaba particularmente difícil creer que un hombre fuera capaz de
autoinculparse de esa manera, fuera de forma consciente o inconsciente, pero
luego mi amigo me recordó el hecho de que Wilde murió de sífilis. La teoría me
entusiasmó, y fue entonces cuando me propuse profundizar en la vida de Wilde.
No
obstante, analizado este punto, creo que la teoría de mi amigo no puede
considerarse correcta del todo (aunque, en honor al rigor, bien pudiera ser que el equivocado fuera yo: mi conocimiento de Wilde no es tan exhaustivo como el de un biógrafo). Para el momento en que Wilde empieza a redactar
El retrato de Dorian Gray (inspirado,
efectivamente, por el comentario de un pintor acerca de la belleza de un joven
que retrataba, y la posibilidad de que la eternidad del cuadro se transfiriera
de manera perenne al joven), Wilde está felizmente casado, manteniendo una
vulgar y anodina existencia similar a la que practican las personas que más
aborrecen su modo de vida, y todavía no ha tenido tiempo de arrepentirse de su
alocada vida pasada. Las consideraciones morales de este relato tampoco parecen
tan imprescindibles en el análisis, ya que el propio Wilde, en un prólogo al
libro que pretendía suavizar las críticas escandalosas que provocó la historia
(donde entre el cínico lord Alfred y el joven Gray se da lo que constituye
bastante claramente una relación entre joven y hombre maduro), afirma
que los libros no son “buenos” ni “malos”, ni éticos ni malsanos, que el arte
no tiene función para con la moral, que tan sólo existen, en la liteatura, la
belleza, y la fealdad, y que si alguien encuentra maldad en las cosas bellas,
es su ojo el que está viciado, y no el de la obra. A Wilde parecen interesarle
más bien poco los aspectos moralizantes del relato, y por eso, aunque narra
una historia cuyo germen y desarrollo serían más propios de Poe o de Stevenson,
las consideraciones morales se convierten en una pura excusa para describir
otra serie de cosas que sólo el genio atormentado y sufriente de Wilde podía escribir. De hecho, y volviend al tema de la
autobiografía, la sífilis la adquiere probablemente poco después del inicio de
la escritura del libro, y es justamente al final de la redacción de este cuando
Wilde comienza a darse cuenta de que la existencia dentro de su matrimonio no
le reporta toda la felicidad que quisiera y comienza a frecuentar ocultos y
anónimos círculos de relaciones con hombres. Desconocemos en gran parte cómo
serían ese tipo de contacto: hoy en día, en que las cosas son más explícitas
–aunque no por ello, desgraciadamente, menos terribles de desvelar ante la
opinión pública-, dos personas de tendencias homosexuales pueden conocerse a
través de Internet, o incluso, de manera más tórrida, encontrar lugares comunes
donde desconocidos sin riesgos pueden practicar sexo ocasional con el que dar
rienda suelta a sus emociones ocultas. Pero estamos hablando de una época, y de
una sociedad, muy distinta a la que vivimos en estos inicios de siglo XXI. La
sociedad victoriana, y su prolongación eduardiana en el tiempo, era, en el fondo,
un profundo gueto cerrado, un conjunto urbanizable rodeado de setos, detrás de
los cuales, como en las novelas de Isabel Allende, se escondían las más
terribles torturas. Lo importante no era lo que se hacía, sino lo que se decía,
no lo que se era, sino lo que se aparentaba. Una sociedad llena de buenas
maneras y convencionalismos sociales, que ocultaba detrás de sí mucho barro y
mucha hipocresía, que admitía tan sólo un molde por el cual hacer las cosas, y
a todo aquel que se saliera de él le atacaba, como a una galleta mal hecha.
Así, entre tazas de té y gestos de amaneramiento, esta sociedad fue capaz de
reventar como si se trataran de bueyes a los esclavos que adquiría en
territorios colonizados, de instigar un profundo racismo de clases entre las carreras
de caballos y los barrios industriales, y de albergar en su interior, aún
escondidas, intenciones eugenésicas, y ciertas veleidades a favor de un futuro
movimiento nazi. En realidad, el carácter de esta sociedad no era sino una
extensión de la caracterísitica flema y superioridad británica (pecado de superioridad en el que, de un modo u otro, hemos caído buena parte de los pueblos), impulsada por
el hecho de un imperio universal, y que se manifestó en actitudes tales como
considerar las hambrunas en Irlanda un castigo divino en pago con la desidia
del pueblo pelirrojo, o en bautizar barcos cada vez más grandes como los más
imposibles de hundir en el mundo. Aquella situación, por supuesto, como todo
estado totalitario y absoluto, atenazaba a las individualidades, e impedían que
éstas florecieran, las forzaba a marchitarse. Virginia Woolf (otra de las
grandes excluidas) en su obra Orlando, de
profundos tintes homosexuales, describía
de manera alegórica el completo siglo XIX como una gigantesca enredadera que
había invadido el mundo, llegando hasta las mismas alturas de haber ocultado el
sol, e impedir que la tierra disfrutara de él. El cristianismo vil que se practicaba, de cruz y de espada, rechazaba por completo las relaciones
homosexuales, y consiguió que se prohibieran legalmente –en el caso del
lesbianismo, ni siquiera eso: la reina Victoria, cuando se lo propusieron,
afirmó que era inconcebible que dos señoritas realizaran actos de ese tipo-,
con lo cual a un homosexual, en esta época, se le hacía absolutamente imposible
llevar una vida normal, pues en cada avance, en cada paso, se encontraba con un
escalón traicionero, con un muro insalvable, que no era capaz de escalar. Un
gay, en esta época, no tenía otra salida que ocultarlo, o llevar su pasión en
secreto, y de hacerlo, exponerse siempre no sólo a la vergüenza de ser
descubierto, sino a la propia culpabilidad que la sociedad le había implantado,
que le hacía considerarse un ser odioso y un pecador contra Dios y contra el
hombre, alternando (suponemos, sobre todo, en el caso de Wilde), la rebeldía
contra el sistema y contra toda la sociedad victoriana, con un profundo
desprecio por sí mismo y su autoconsideración como ser amoral y depravado. ¿Se
escondía detrás de todo el narcisismo de Wilde, después de todo, una
deprivadísima autoestima? Quién sabe. Como decimos, esta situación de
autoflagelamiento probablemente haría que las relaciones entre hombres (en ese
oscuro ciclo detrás de las paredes de las mansiones victorianas), no llegaran a
ser tan profundas como actualmente, sino que se limitarían a una relación de
camadería y de amistad entre varones, de la misma manera en que lo hacen
Aquiles y Patroclo, o los propios Gray y lord Alfred, casi siempre con el mismo
estereotipo, la madurez experienciada frente a la bisoñez, con el único valor de
su propia juventud. Pero volviendo a El
Retrato, la teoría de mi compañero se vuelve mucho más extraordinaria si
pensamos en Dorian Gray no como una representación de lo que le ha ocurrido a
Wilde, sino más bien, de lo que le ocurrirá. Será un Wilde mucho más añejo,
mucho más maltratado, el de la Balada de Reading
o De Profundis, el que manifeste
abiertamente los errores que cometió en su vida pasada, y las profundas
consecuencias a las que le ha llevado -sobre todo- confiar en personas en las
que no se debería haber apoyado. Será entonces cuando comience a manifestar los
síntomas de la sífilis, y cuando, por aquella época, añore esos días de
egocentrismo y de rosas en los cuales se sentía tan bien y que fueron, sin
embargo, la base de su perdición. Pero no sería extraño considerar que Wilde,
en cierta medida, ha sido capaz de ir más allá, y de retratar, quince años
antes, no lo que es, sino lo que acabaría por ser. El médico Trousseu descubrió
un síntoma, prototípico del cáncer de páncreas, que se acabaría encontrarndo en
él mismo años después. El propio Delibes, en La hoja roja, describe la vida de un anciano que se ve morir, y
acabaría convirtiéndose, en la senectud, en protagonista de su propio libro.
Tal vez, incluso más clarividente, conscientemente o por casualidad, Wilde no
contó lo que era en ese momento, sino que describió, a priori, la situación que
acabaría por sufir, anticipándose en varios años a su propia vivencia.
Convirtiéndose, sin quererlo, en el monstruo que acabó soñando, y que nunca meditó si podía ser. Encarcelado entre rejas de terciopelo por un pecado que hoy
en día no hubiera sido sino una existencia corriente, sino, incluso según en
que círculos, un modo de obtener el estrellato. Como decimos, Wilde se equivocó
de siglo. De haber nacido con Isabel II, quizás no sería tan famoso, tan sólo
un presentador de televisión de cierto renombre: pero hubiera sido más feliz.
(En
estos momentos, y aunque aparentemente no venga muy a cuento, me viene a la
mente una escena de JFK: en ella, el
personaje de Joe Pesci, un conspirador sádico y acelerado, el cual se dedica a
avanzar en todo momento a mil revoluciones por minuto, y que consciente de que
esa noche va a morir, recita como una plegaria estas palabras, y al hacerlo su
tono se enlentece por primera vez en toda su frenética huida: “Yo quería ser sacerdote.
Orar. Rogar. Amar a Dios. Pero sólo tenía un defecto... –dice entre lágirmas-.
Un único y jodido defecto...” Nos es difícil de creer, hasta inverosímil, que
un asesino enajenado y apegado a todos los vicios como el que interpreta Joe
Pesci fuera a convertirse en una hermanita de la caridad sólo porque los
sacerdotes hubieran dejado de lado su homosexualidad: de hecho, y con su
peluquín de brillante cabello rojo, me lo imagino más siendo acusado de
pederastia y protagonizando un sonoro escándalo eclesiástico, años después.
Pero es curioso pensar la manera en que la simple cuestión sexual referente a
una persona puede alterar de manera absolutamente radical su modo de vida, y
conducirle desde la paz y la tranquilidad de la oración a una paranoica comedia
dirigida a asesinar a todo un presidente de los Estados Unidos. El caso, aunque
lejano, podría ser comparable al de muchos homosexuales hoy en día, y también
al de Óscar Wilde. En muchos casos no se trata de la vida que les tocó vivir:
sino la existencia que, después de todo, y en este caso de verdad contra
natura, como introduciendo a golpes un cuadrado metálico en un círculo, les
hizo comportarse de una manera, que hubiera sido la única posible: y la sola
forma de actuar era explotar).
La
cuestión es que Wilde entra en el círculo gay del momento, y entonces, poco
después de la finalización de la obra por la que es más conocido, conoce a
“Bossie”. Bossie en realidad el apelativo cariñoso del aristócrata Alfred
Douglas, bastante más joven que Wilde en esos momentos. Junto a él, el escritor
irlandés encuentra su alma gemela, la persona con la que quiere compartir, más
allá que con su esposa y con sus hijos, una forma de comportarse que es más
real y más auténtica que la que le obliga a llevar la sociedad debido a su
cortedad de miras. Bossie y Oscar pasean, almuerzan, comparten conversaciones y
una casi convivencia juntos, y aunque luego Wilde se quejaría de la volubilidad
y el comportamiento caprichoso de su compañero durante estos encuentros, no podemos
dudarlo, en aquellos momentos, era feliz. No obstante, la felicidad para
algunas personas, como casi siempre, no puede durar demasiado: ya se encargan
de destruirla los demás.
Efectivamente:
en 1895, el padre de Bossie, lord Douglas, que ha seguido la relación de Wilde
con su hijo y no la aprueba con buenos ojos, se atreve a dar un último paso, y
le entrega una notita en mano a Wilde en los baños públicos. La nota le acusa,
literalmente, de “sondomía”. Así, con falta de ortografía y todo. La historia
se podría haber quedado allí simplemente, y no seguir mucho más, tan sólo por
el hecho de que a la sociedad victoriana no le gustaba demasiado airear esta
clase de asuntos. Pero no a Wilde. No con Wilde. Terriblemente aconsejado,
probablemente llevado por ese espíritu que le acompañaba desde su niñez y que
le obligaba, como Cyrano, a no ocultar sus defectos, sino a probar que eran
superiores a cualquiera de las virtudes de sus coetáneos, Wilde demanda a lord
Douglas por injurias. Comienza entonces un juicio, efectivamente, o más bien,
un escarnio público. Sólo que el animal desnudo que va a quedar ensangrentado
en mitad de la plaza, aquel al que la multitud va a gritar y pedir que le
arrojen las picotas, no va a ser lord Douglas, sino él.
Porque
las acusaciones a lord Douglas, un reconocido miembro de la sociedad británica,
se difuminan rápidamente, y se vuelven entonces en una terrible acusación
contra Wilde, la de tendencias homosexuales. En aquella época, no existía la
idea de que pudiera existir una personalidad homosexual. Se sabía de actos
homosexuales, de comportamientos y de gestos, pero no formaba parte de las
creencias de esta sociedad abigarrada el que un ser humano pudiera constituirse
así, de esta manera, de tener adquirida de manera natural y consustancial el
gusto por los hombres como parte de sí mismo. La homosexualidad era un delito,
como el robo o las tendencias homicidas, y por tanto, como todo delito, tenía
sus inductores, que por tanto debían ser condenados culpables. Para la alta
sociedad británica, era mucho más fácil señalar a una sola persona como
perversor y corruptor de la juventud (a la manera de Sócrates), que reconocer
que algunos de los Bossie, los Johnnie, los hijos de los lores (y algún hombre adulto),
tenían una pulsión inconfesable e irreconocible dentro de su interior, y que
por tanto la completa sociedad del Imperio que había conquistado el mundo,
desde sus más profundas raíces, se encontraba construida a base de madera
podrida, y por tanto ponía de manifiesto la absoluta falsedad de unas convenciones
y todo un orquestamento social refugiado en sí mismo a cuya intolerancia sólo
un par de guerras mundiales, y muchos mártires sacrificados, fueron capaces de
derribar. Y Wilde, además, era el arquetipo ideal del chivo expiatorio: con su
forma de ser exagerada e histriónica, su ego narcisista y sus chaquetas de
terciopelo y sus flores, constituía el puntal ideal a quien culpar de todos los
males de esos chicos desviados (por supuesto, no era suya la culpa, sino del
monstruo que les manipuló), y de paso cercenar de raíz un movimiento, el de la
numerosa caterva de jóvenes que habían tomado como modelo a Wilde, a quien muchos
miraron con recelo desde el principio, y sobre el cual las calvas cabezas
cubiertas de empolvadas pelucas pretendían triunfar. La sociedad impuso su
reto, y Wilde lo aceptó: y lo hizo, como siempre, a su manera. Como hacía todas
las cosas.
Convirtió
el juicio en un espectáculo, en un show de ingenio y un duelo de mentes. A la
pregunta del fiscal de si prefería la compañía de un hombre joven, Wilde
declaró que le entusiasmaba más media hora con un hombre joven que un largo
interrogatorio, incluso aunque fuera del señor fiscal. Sobre la cuestión del
juez acerca de ciertas ideas suyas sobre Dios, contestó “He dicho que el mundo
acabaría pronto, porque la mitad de la humanidad ya no creía en Dios, y la otra
mitad no creía todavía en mí”. Y lo peor fue cuando los procuradores quisieron
demostrar que mantenía relaciones con jóvenes a partir de uno de sus poemas. En
respuesta a esto, Wilde lanzó una hermosa, vibrante, maravillosa disertación en
favor de la amistad masculina, tratando de ensalzar el valor de ésta en sí
misma, pero lo peor es que cuanto más ardientemente defendía su causa, cuando
más febril se hallaba en su discurso, más convencidos se encontraban los
escandalizados responsables de su futuro de que Wilde se había acostado
continuamente con hombres. Al día siguiente, además, se trajeron testigos de
las correrías nocturnas de Wilde, y allí el héroe se derrumbó: ya no pudo hacer
nada. Fue condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading; ni
tan siquiera trató de huir, para lo cual le ofrecieron ayuda sus amigos. La
sociedad, como una célula a un parásito, lo había expulsado definitivamente de
su círculo. En un mundo como éste, aquello equivalía a la muerte. Como Fouché
de las conspiraciones napoleónicas, sufrió el fantasma del desierto. Por fin se
había cumplido aquel sueño del entorno social que le había albergado: un
rechazo que Wilde había denunciado en muchas de sus obras de teatro, y que de
manera concluyente, por fin se había manifestado con todo su dolor.
Podemos
imaginar los años terribles de Wilde en la cárcel, él, todo un dandy y un
aristócrata, un alma sensible y poética, dedicado a arrastrar pesadamente una
rueda en un estéril y sombrío trabajo, rodeado de hombres pertenencientes a la
peor calaña. Se encuentra deprimido y hundido. Escribe La balada de la cárcel de Reading, y De Profundis, una carta de queja y lamento ante Bossie (el cual se
había refugiado detrás de las faldas de su padre, y renegado completamente de
Wilde y de sus actos; luego, más adelante, quizás arrepentido, y como Wilde, se
adhirió a la fé católica), quizás la más terrible misiva de amor despechado
jamás redactada, reprochándole sus veleidades, sus inconsistencias, cuán falso
era probablemente el amor que decía sentir por él (y aunque nunca expresa
abiertamente estos sentimientos, probablemente acostumbrado a tapar todo con
una cortina de amistad, tal y como exigía la sociedad del momento, el lenguaje
no deja dudar a duda: nos hallamos ante un mensaje como el que podría haber
tenido lugar entre una Madame Bovary y uno de sus amantes). Durante estos
momentos, en los cuales hasta el habla le está en algunos momentos prohibido,
Wilde siente sin duda el impulso de suicidarse. Una vez se le quitan las ganas
cuando escucha, mientras pasea por el patio, unas palabras de labios de los
rudos presos: “De todos los que estamos aquí, el señor Wilde quizás sea el que
más sufra de todos nosotros”. A lo cual Wilde, sin volverse, negó con la cabeza
en un gesto de humildad, “Todos somos igualmente desgraciados”.
Luego
el preso de la cárcel de Reading, celda C-33 (se haría una novela de H. Crane
con este título) sale a al calle, y se autoexilia a París. Allí, lo que está viviendo
de verdad es una muerte premeditadamente buscada y silenciosa, un auténtico
suicidio en vida. Vaga errático, camina consumido además por una sífilis que le
matará en pocos años. Se cambia de nombre –terrible es cuando pierdes incluso
aquello que más invariablemente durante toda tu vida te ha definido-, y
pretende que le olvide todo el mundo. Para los demás, está muerto, y sólo queda
consumar el acto definitivo, el hecho en carne. De hecho, está a punto de
hacerlo, de arrojarse al agua mientras contempla una noria batiendo en el río,
pero entonces se le acerca un vagabundo, que se encuentra mirándole y también a
la noria, y Óscar le pregunta, descarnado: “¿Qué?¿Usted también está
desesperado?”, a lo cual el miserable le contesta, admirando su cabeza: “No,
señor. Me encanta el ondulado. Soy peluquero”. A Wilde le chocó tanto la
respuesta, que se le pasó el coraje, y se le quitaron las ganas de suicidarse.
Wilde murió el 30 de noviembre de 1900,
sin ver alumbrar el cambio de siglo, en el hotel d´Alsace de París, de una
meningitis cerebral. Bossie se portó mucho mejor en la muerte que en la vida, y
pagó los costes de Sebastián Malmouth, el último alter ego de Wilde. Sobre su
mayor amor, el escritor irlandés lo resumiría todo en una frase “la diferencia
entre una pasión y un capricho, es que el capricho dura un poco más”.
Pero, ¿y
su familia?¿Qué ocurrió con ella? Ocurrió que sufrió. Que tuvo que afrontar el
escarnio público, otro cambio de nombre, y que su mujer (la cual murió antes de
que Wilde saliera de la cárcel) tuviera que aceptar no que Óscar amara a otros
hombres, sino sobre todo, que se amara más a sí mismo, hasta tal punto que
fuera capaz de arriesgar en el altar público de un juicio toda su estabilidad y
la de su familia, importándole tan sólo su propio ego malherido, sin considerar
el futuro de las personas que le rodeaban –incluyendo también las de su propio
círculo clandestino gay, los cuales también fueron afectados por su caída-. De
este hecho puede considerársele -en su mayor parte- culpable a la sociedad de aquel tiempo
(muy similar en ese aspecto a la de ahora), la cual fuerza a los homosexuales a
casarse contra natura como coartada para su crimen, y hace que luego, al tener
que ceder -como es lógico e inevitable-, a lo que verdaderamente sienten, acaba
generando a veces situaciones como el maltrato, la traición o la desdicha (el
propio Wilde afirmaría: "Todos los hombres han
vivido su propia vida y han pagado un precio por ello. Lo único lamentable es
tener que pagar tantas veces por un solo error."); pero no
podemos excluir en ello la responsabilidad individual de Wilde. Como llegó a
decir Frank Pittman[1] sobre este asunto, “los que sólo tienen en cuenta sus propios sentimientos deben de
llevar una vida terriblemente solitaria”.
Hay
un caso parecido, con el cual podríamos, y quizás debiéramos establecer una
cierta analogía. Se trata del de Tolstoi. Este escritor ruso se caracteriza,
sobre todo, por un profundo y anegado cristianismo, pero no aquel falso y
pomposo de la Inglaterra victoriana, sino uno de verdad, que pretendía un
profundo cambio de las injusticias y desigualdades sociales. Tolstoi, un hombre
de gran misticismo, fue el inspirador, a través de numerosas cartas con Mathama
Gandhi, de buena parte del ideario que inspiraría su posterior lucha en
Sudáfrica y en la India a través de la no violencia. Defensor de las clases
bajas y de los endeudados campesinos, encontraba, sin embargo, una incoherencia
entre los ideales sociales que proclamaba, y la clase social pudiente a la que
pertenecía. Por eso, en el final de su vida, buscó vivir en el mayor de los
recogimientos y separación de los esclavismos terrenales, e incluso le pidió a
su mujer que renunciaran de manera implacable a la completa totalidad de sus
riquezas materiales. Ésta se negó, de manera rotunda, y Tolstoi, enfrentado a
una disputa doméstica y moral tan grande como la invasión de Rusia por parte de
las tropas napoleónicas, huyó en mitad de la noche, escapando de su familia
para acabar por morir tres días después en una remota estación de ferrocarril
de alguna parte de Rusia, víctima de una neumonía, acompañado tan sólo (entre sus allegados) de sus médicos personales, y de su hija menor. Tolstoi mencionó en alguna ocasión: “las
familias felices son todas iguales; las infelices lo son cada una a su manera”.
Dos
hombres que decidieron poner de lado a lo que la mayor parte de la humanidad
considera su bien más preciado, la familia, a cambio de dos cosas distintas,
pero semejantes. Tolstoi, sus ideales morales y sus principios (esa vieja disquisición entre ética para los seres cercanos y para los lejanos). Wilde, quizás
su ego, su narcisismo, pero también, el derecho que tenía a vivir una vida que
era suya y que unos factores externos, abductores de la libertad individual y
los derechos, le pretendían arrebatar. Probablemente las acciones de estos dos
hombres no sean igualmente juzgables: pero ambos se vieron arrastrados, por
impulsos más fuertes que ellos mismos, a poner en segundo plano a un grupo de
personas, a los que es seguro, tanto Tolstoi como Wilde (incluso a pesar de su
homosexualidad) amaban, y a las que no por tener otro propósito en la vida dejaban de
apreciar, y de sufrir por su destino. Como el mismo Wilde aseveró, “Cada vez que un hombre hace algo absolutamente absurdo, tiene
siempre los más nobles motivos”. Óscar y León no se conocieron,
pero como El guerrero y la cautiva, forman
dos caras de una moneda en cuyo retrato, sin embargo, no se esconde Dios. Un
Dios que no permitió que Tolstoi viviera en paz consigo mismo, y que condenó a
Wilde a la ignominia, pese a que, en el principio de los tiempos, Él también amó
a Adán...
[1] “El narcisismo
como vía de escape de lo común y de lo corriente”. La nueva comunicación, artículos on-line, Famosos por ser como son.
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