viernes, 6 de septiembre de 2013

El relato de septiembre: Una historia típica atípica

Este relato corresponde a una apuesta, o a una petición, que se refería a escribir una historia de "X" (y aquí oculto el tema para no destriparos el final) que fuera "típica atípica", y que creemos que ha cumplido suficientemente su propósito, y ahora pretendemos mostrar en sociedad. Vosotros diréis si hemos logrado este propósito en este relato, el cual se ha metido -un poco sin quererlo-, en el terreno de la historia y de la política-ficción, aunque trata muy lejanamente estos temas. Un asunto al que sí que se refiere es al del olimpismo, el cual, como seguramente sabéis, ha estado últimamente en el candelero y aparecerá con frecuencia en los medios de comunicación en los próximos días. Un saludo.

Que comiencen los Juegos


                En el verano de 1936, yo nunca había escuchado a nadie hablar en un idioma que no fuera el mío. Ya me costaba entender a un neoyorquino, mucho más a un alemán. Pero aquel verano pasaron muchas cosas. Fue la primera vez que salía del país. También la primera vez que podía correr en una pista de verdad y no simplemente entre los maizales. Y, sobre todo, fue la primera vez en que me dijeron que podía hacer algo representando a un país que según aquella gente era el mío, aunque no parecía que éste se hubiera ocupado mucho de mí durante los últimos dieciocho años. Eso sí, había algo común: a un negro le seguían mirando con mala cara. Según los jefes de nuestro equipo, los alemanes eran lo peor del mundo: eran nuestros adversarios; nos detestaban por ser diferentes; y por eso les debíamos vencer. En realidad yo no encontraba demasiada diferencia, de acuerdo con eso, entre un alemán o los vecinos de mi pueblo en el condado de Riversprings, Alabama, pero, ¡qué demonios!, si querían guerra, la iban a tener. ¿Había que odiar a los alemanes? Pues yo lo tenía claro: les odiaría, todavía más. Les odiaba tanto, que quería matarles con sólo mirarles. Y era consciente de que ellos también a mí…
               
El mayordomo se acercó con parsimonia hacia la silla donde se encontraba el Canciller. En realidad se desplazaba con este paso por una mezcla de costumbre adquirida, y también por falta de entusiasmo por dirigirse a cumplir su cometido. El mayordomo ya había visto pasar varios cancilleres por delante de él, y eran todos iguales. Bisoños y entusiastas al principio, orgullosos en medio, decadentes al final. Siempre llegaban a pensar que durarían en el cargo siempre, pero el único que duraba, paradójicamente, era su servidor, el mayordomo. Este último canciller que había llegado parecía distinto, o pretendía parecerlo, pero al mayordomo no se la daban con queso: era un tipo igual, como todos, por mucho que ese bigotito ridículo pretendiera aparentar lo contrario. Por ello, disfrutaba de sus pequeñas maldades cotidianas: por ejemplo, caminar lentamente a recoger el té que le servía todas las mañanas al Canciller, lo quisiera o no, era una de sus satisfacciones rutinarias cada día.
                El Canciller, mientras tanto, observaba aterrorizado al mayordomo. Si sus enemigos supieran que aquel pequeño tipo esmirriado era lo que más temía en el mundo, más que a toda la Fuerza Aérea Británica, no lo entenderían. Pero tenía una forma extraña de moverse, desplazando los pies casi sin tocar el suelo, que no era normal. Se empeñaba continuamente en traerle el té, que no soportaba, y con los modales tan elegantes que gastaba, parecía una descortesía rechazárselo: ¡pero es que incluso cuando pretendía mantenerse firme, el tipo hacía como si hubiera oído y se lo seguía trayendo igual! Verle avanzar hacia la terraza donde el Canciller sostenía su inacabado té en las manos (nunca conseguía terminarlo) era una tortura. ¿Tenía que marchar siempre tan lento? Y encima, con esos extraños andares. ¿Venían de serie con el trabajo, igual que a los que trabajaban en las barberías se les ponía cara de franceses?¿Era necesario que el jefe del servicio del dominante de la gran y poderosa Alemania tuviera un aspecto tan descaradamente… británico?
                Cuando el mayordomo llegó a su lado, el Canciller pegó un respingo. Maldita sea, a pesar de verle venir, siempre acababa por sorprenderle cuando aparecía como de improviso a su espalda. Tenía los nervios destrozados.
                -Señor Canciller, ha llegado la delegación
                -¿Ah, sí? Bien, bien.
                -Quieren saber si ha pensado usted algo acerca de su propuesta en la ceremonia de inauguración.
                -Su propues… -aquel tipejo con la levita le ponía tan histérico, que se le olvidaba todo lo que tenía almacenado en su cabeza.
                -Acerca de la celebración conjunta entre países de la ceremonia de inauguración –le recordó condescendiente el mayordomo.
                -¿Conjunta?-dudó el canciller.
                -Sí. Una idea por lo visto de la delegación austríaca. Dicen que están pensando en desplegar un gran mosaico en la cual los distintos participantes enarbolarían cada uno una porción del mismo. El resultado final, que se vería desde el cielo, sería la efigie… de, bueno, de su excelencia.
                -¿De mí?-sonrió sorprendido el Canciller-. Ah, pues sí, eso sí estaría bien. Atletas arios mostrando mi rostro…
                -Me temo, ejem, señor –se permitió aclarar el mayordomo-, que no serían sólo arios. Habría también atletas mediterráneos, anglosajones, negros… incluso, quizás, algún judío.
                -¿QUÉ?-bramó encolerizado el Fürher, en un gesto que casi le hizo derramar la taza-. ¡ESO JAMÁS!
                -Pero, mi estimado Canciller –indicó el mayordomo como una madre que tratara de disculpar a la vez que ordenar que limpiase a un niño particularmente sucio el borrón que había ocasionado por un descuido-, la delegación austríaca dice que así se destacarán más todavía las superiores cualidades de los atletas arios, al ser poder comparados, directamente, con sus homólogos de otras razas.
                El Fürher, desarmado entonces en sus argumentos, se deshinchó y hasta pareció disminuir de altura unos centímetros al hundirse en su silla.
                -Ah, bien… Si lo dice la delegación austríaca…
                -Excelente, señor. Iré a comunicarles su clarividente decisión.
                Mientras el sirviente se alejaba con la bandeja, el Canciller se preguntó… ¿de verdad acababa de discutir sobre algo que podía considerarse política internacional con un simple criado?¿Y había conseguido que en su ideal desfile de inauguración hubiera ne…?
                -¡Oh, mierda!-maldijo el gobernante, cuando se dio cuenta de que había partido en dos el asa de la taza y que el té se le derramaba por la camisa.
                El mayordomo apenas alteró el semblante mientras escuchaba este improperio, pero se podría decir que, de una manera muy sutil, sonrió.
                                
                            *                                             *                                             *

                Los problemas empezaron desde el primer día de los ensayos. El problema fue que los organizadores del evento habían tenido en cuenta el número de representantes por países a la hora de colocarlos para la disposición del mosaico gigante, y no necesariamente la afinidad de los componentes de cada equipo. De modo que, cuando aquel día, el velocista negro de Alabama y el rubicundo campeón de halterofilia bávaro se encontraron justo al lado, teniendo que compartir un metro cuadrado de espacio, los choques no tardaron en comenzar.
                -¡Negro de mierda!
                -¡Blancucho asqueroso!
                -¡Raza inferior!
                -¡Saco de carne sin cerebro!
                -¡Tus abuelos eran esclavos!
                -¡Cuando mis antepasados ya cazaban, los tuyos todavía eran monos!
                Los insultos se transformaron en ofensas, las ofensas en gritos, y los gritos en blasfemias, en una escalada sin parangón que estuvo a punto de llegar a las manos. Era para ver a esos dos hombretones, el uno fuerte como un toro, el otro delgado pero fibroso como si se tratara de una pura flecha, lanzarse todo su odio a la cara, como si llevaran acumulándolo durante siglos, cuando en realidad no se habían llegado a conocer más que apenas unas horas. Los organizadores del desfile estaban muy preocupados, pero los entrenadores de los respectivos equipos, que se habían pasado buena parte de la preparación exhortando a sus componentes la importancia de la competición para los respectivos honores nacionales, ahora no iban precisamente a echarse atrás, y en lugar de llamar a capítulo a las dos fuerzas de la naturaleza que tenían bajo su cargo, sus charlas correctivas acababan en diatribas contra el enemigo e incrementaban más todavía la tensión. Con lo cual, aquello tuvo que llegar a las más altas instancias.
                -¿Señor?
                El Canciller pegó un respingo por detrás. ¿Es que tenía el mayordomo que aparecer siempre de esa manera tan sibilina, como si se hubiera materializado de la nada? Ya había derramado dos veces el té hoy.
                -¿Sí?¿Qué ocurre ahora?
                El mayordomo suspiró. No le agradaba este trabajo. Principalmente, a causa de que su amo era una mala persona. El mayordomo no pensaba esto por su forma de llegar al poder, sus discursos incendiarios, su odio xenófobo o la existencia de campos de concentración. Las inquietudes políticas del mayordomo eran muy escasas e, incluso en el caso de haber tenido conocimiento de todas esas cosas, tampoco hubiera sabido que pensar. No. Sabía que su amo era una mala persona, porque siempre que tenía que elegir, escogía la porción más dorada del pastel de strüdel que le ofrecían.
                Aquello, realmente, revelaba mucho sobre las personas.
                Y por eso el mayordomo tenía que contenerse para que no le hirviera la sangre.
                -Parece que… hay ciertos problemas entre dos componentes del equipo olímpico alemán y estadounidense, señor. Por lo visto está poniendo en peligro el desarrollo del desfile. Es por una cuestión acerca de raza, señor, porque uno es blanco y el otro es negro.
                -¡Que expulsen al atleta americano!-bramó furibundo el Canciller.
                -Verá, señor –dijo juntando ambas manos el mayordomo-, el equipo americano amenaza con abandonar la concentración si esto continúa. Y si los americanos abandonaran la competición, ésta quedaría muy devaluada y Alemania no podría demostrar su superioridad al resto del mundo…
                El Fürher frunció el ceño. Pero en realidad… Si lo pensaba bien… Maldita sea, no era posible que tuviera razón.
                -De acuerdo. Hablaré con nuestro atleta entonces.
                El mayordomo asintió. Al retirar la bandeja, un ligero error provocó que el cuchillo lleno de la nata que el Führer había cuidadosamente apartado de su plato le rozara los dedos. El Canciller apartó la mano con gesto de dolor: aquello le daba una grima horrorosa.
                El mayordomo se marchó, disfrutando de sus pequeños placeres cotidianos.

*                                             *                                             *

                El Führer le lanzó un largo discurso al componente del equipo alemán acerca de la diplomacia, lo delicado de los equilibrios políticos, las decisiones necesarias y todo lo que se encontraba el juego. Le habló del destino último de la nación y que, para preparar el camino, había que hacer sacrificios y no expresarse a veces directamente, sino de manera sutil. El hercúleo atleta teutón escuchó todo este chaparrón con la cabeza gacha y aspecto sumiso. Y, finalmemnte, cuando el Canciller apeló a la gran contribución que haría al bien de su país, tuvo que claudicar. Sí, hablaría con el competidor ne…, afroamericano, y pediría disculpas. El Canciller se marchó satisfecho, y sonriente con el éxito que había logrado.
                Por ello, aquella tarde, ambos, el alemán y el corredor de Alabama, se encontraron en los túneles de vestuarios y hablaron muy seriamente. Había un gran contraste entre el ambiente de tensión que se respiraba en sus anteriores encuentros y éste de ahora. Ahora, ambos parecían una cerilla (el atleta afroamericano, delgado pero con una prominente cabeza) frente a una masa informe de algodón, pero sin que ardiera nada, porque nadie había provocado un fuego.
                -Mira, quería disculparme por las cosas que te dije… No las decía en serio, de verdad…
                -Sí que las decías en serio.
                -Bueno, sí…  Pero realmente no sabía del todo por qué lo hacía. A ver, los insultos los digo, sí, pero ni siquiera sé muy bien del todo lo que quieren decir. Pero es porque, ya sabes, todo el rato diciéndote que los negros son malos, que los negros son malos… Claro, estás todo el rato con eso en la cabeza, ¿y qué vas a hacer? Pues seguirles la corriente, claro. Aunque, para ser sincero, en realidad yo en mi vida no he visto un negro.
                -¿Ah, sí? Bueno, yo sí que había visto rubios –respondió el atleta afroamericano-, aunque no tanto como tú. En mi pueblo todo el mundo tiene la piel más o menos morena porque trabajan en el campo. Hasta los blancos.
               -¿De verdad? Pues a mí, si he de confesarte, a veces me hubiera gustado tener un tono más bronceado. Así, tan blanquito, no sé, me da hasta un poco de asco. Aquí se lleva mucho, pero en realidad…
                -Pues yo siempre me he preguntado cómo sería ser blanco. Que te cambiaran la forma de verte todos los que tienes alrededor. Claro que a ti te debe de mirar todo el mundo, allá por donde pases, con lo grande que eres. ¿No se te quedan las puertas pequeñas?
-Ja, ja, ja, ja –se rió el alemán sonoramente-. Bueno, siempre he sido más grande de lo normal, hasta de pequeñito. Mi madre se quejaba de que reventaba los antiguos trajes de mi hermano.
-¿Pero de dónde sacas esos músculos, por Dios?             
-Pues mucho entrenamiento, claro. Y además, un secreto especial.
-¿Secreto?
-Sí: es una vieja receta que me enseñó mi abuela.  Un ungüento que te lo untas por el cuerpo y te tonifica no sólo los músculos después del esfuerzo, sino que te deja la piel hidratada y flexible…
-¿Ah, sí?-preguntó el atleta americano, con un tono entre confidente y entretenido.
-Pues sí, verás: te explico…
Y ambos continuaron hablando, con un tono cada vez de mayor complicidad y una creciente (quizás excesiva para lo que debiera) mutua comprensión…
                El día de la inauguración, todo estaba preparado. Las miradas de medio mundo estaban presentes. Las cámaras de televisión apuntaban, la música ponía el escenario de fondo, el dorado de los emblemas y los símbolos resplandecía bajo el sol… y entonces apareció la gigantesca imagen del Führer como colofón final a todo.
                Pero, de repente, se produjo el silencio. Un perplejo y atónito grito de silencio. La gente abrió al boca y muchos se quedaron blancos. No podían comprender.
                Y es que a la fotografía del insigne líder de Alemania le faltaban… dos dientes, en concreto los que correspondían a las dos paletas, donde se abría un pequeño, pero imposible de obviar, hueco.
                ¿Qué había pasado con esos dos dientes?, se preguntaban todos, y especialmente el Canciller, desde su palco de autoridades.
                Y entonces, una vez les señalaron los primeros, los vieron casi al unísono todos los demás. Los dos dientes andaban sueltos, muy por detrás del resto de la fotografía, juntitos… y debajo, los atletas germano y afroamericano, demostrando que habían firmado la paz entre ellos. Completamente. Del todo, más incluso.
                -Papá, ¿qué es lo que están haciendo esos dos señores?-preguntó inocente un niño situado en las gradas.
                El padre comenzó a fijarse más atentamente a raíz de esta pregunta. Y cuando él se dio cuenta, alarmado, se lo señaló  a la madre, que tapó los ojos del niño.
                -Pues… que son muy buenos amigos, ¿verdad?
                El escándalo del estadio era mayúsculo. El Führer se levantó, dispuesto a tomar medidas.
                -¡Dejadme salir!-empujaba frente a las estáticas autoridades, que se habían quedado paralizados contemplando el espectáculo. El Canciller pegó un par de empellones para subir por las escaleras. Pero en cuanto se abrió paso, se encontró con una bandeja que se le cruzó a la altura la mandíbula, la cual se le cayó completamente encima y le hizo resbalar escaleras abajo.
                -Uy, cuánto lo siento… -se lamentó el mayordomo, juntando las manos, aunque con un tonito tan afligido como calmado, mientras las miradas de toda la concurrencia se volvían hacia el Führer caído-. Espere que le ayude –indicó en el éxtasis de la felicidad.
                Y mientras esto ocurría, en pleno éxtasis también, los dos atletas, cada uno procedente de un lejano rincón del mundo separado del otro por un océano, proclamaban su amor bajo los focos y, sin pegar una sola zancada, conseguían, para los suyos, el máximo trofeo de la competición.

Que comiencen los Juegos
Una historia de amor típica atípica.



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