lunes, 21 de septiembre de 2020

El relato de septiembre: "Última carrera"

                                                Última carrera

                 Brazos en jarras, estudio con detenimiento los materiales de los que dispongo. Y hasta me lamento. Con un punto de nostalgia que se adelanta a los acontecimientos, me invade una breve ola de desolación satisfecha al comprobar cómo -con qué rapidez- el esfuerzo acumulado durante aquellos años ingresará, en pocos minutos, en el museo en perpetua ampliación de la futilidad. Aunque, hasta cierto punto, aquello constituye también un premio a la constancia. Es mejor así, me digo. No hubiera soportado llegar hasta ese punto y no haber tenido nada que ofrecer (a un mundo inexistente, por otra parte), salvo yo mismo. Mis padres me enseñaron el valor del trabajo bien hecho; la callada y abnegada labor del individuo que -cuando no tiene nada que hacer- construye tablones para sustituir a los que aún se mantendrán durante mucho tiempo sólidos sobre la estantería. Gracias a esa capacidad de previsión, y a ese compromiso intenso, me había convertido en un superviviente; el único superviviente, en realidad, de toda una era. Y si ahora he decidido ejecutar una última carrera, una crepuscular cabalgada, no es porque no pueda seguir aguantando semanas, meses o incluso años. Se trata más bien de la carencia de incentivos. Antes que un siglo sobreviviendo en la aburrida victoria, unos cuantos segundos en la gloria serán preferibles, y me proporcionarán un mayor placer.

                Por eso, salgo a la calle equipado de mi equipo de hockey cuasi profesional, mis escudos elaborados en cuero y madera, las espículas que cubren mi caparazón de armadillo, afiladas a base de esmerilado cristal; y, por supuesto, el juego habitual de armas con capacidad para decapitar, cercenar, mutilar, aplastar, destrozar, percutir, machacar, desbrozar, cambiar de orientación la arquitectura de las articulaciones y, por supuesto, disfrazar de palomitas de maíz unas cuantas docenas de dientes. Me puse los patines, abrí la puerta del garaje… y el juego arrancó.

                Los zombis salen detrás de mí como vienen haciendo habitualmente. Son tan previsibles, que no me hubiera hecho falta releer Soy leyenda, tragarme una maratón de la cinematografía de Romero, o estudiar hacia adelante y hacia atrás los capítulos de iZombie, ficciones la mayor parte de las cuales aborrezco pero, ¿qué le vas a hacer cuando te toca vivir en un mundo de encefalófagos sin mayores virtudes que una cierta velocidad y una pertinaz insistencia, aunque antes de verte sumido en tamaño estropicio no te entusiasmaran las películas de ese subgénero de terror? Porque no me podían tocar unos rivales altivos, atrayentes, dignos de elogio, como un aristocrático vampiro, o un monstruo de horrenda cara tendente a la reflexión, no. Tenían que caerme en suerte unos muertos vivientes con el coeficiente intelectual de un político medio, a quienes sólo se les podía achacar su éxito a una inigualable perseverancia. Porque, desde luego, imaginación ni un mínimo. Yo salía, y ellos me perseguían. Al menos eso les había hecho lo suficientemente predecibles como para controlarles. A aquel hecho le debía que hubiera podido sobrevivir, desde el inicio del apocalipsis, más que todos lo demás.

                Bum, bum, bum. Las trepidantes secuencias de acción y de ultraviolencia habituales. Yo tampoco era muy fan de Tarantino al principio de esto pero, ¿dónde están ahora los miembros del Cahiers du Cinema? Al último creo que se lo comió un zombi en directo delante de las cámaras en París. Acababa de decir que las criaturas fantásticas de la gran pantalla del pasado no eran como las de los últimos tiempos. Supongo que el zombi era un espectador en desacuerdo, aunque había que reconocer (en cuanto a la eficacia en número de víctimas, fuera de supersticiones y mitos legendarios) que el zombi le acababa de dar la razón al crítico. Espero que a causa de eso no se lo tomara demasiado a mal.

                Hay sangre que salta por todas partes (salta, de aquella manera; es más bien un decir; la sangre de zombi tiene una consistencia pastosa, como la de morcilla rancia; aun así, lo poco que no está coagulado mancha la ropa que da gusto); cerebros desparramados, trozos de cráneo; yo huyo a toda velocidad sin detenerme a admirar la belleza de mi magna obra. Corro, corro, y por cada esquina por donde me cruzo, aparece otra criatura asquerosa de ésas. Con sus huesos he jugado a los bolos, al fútbol y al béisbol. Por usar, he empleado sus cadáveres como argamasa para muros defensivos. No estoy muy seguro de si estaban muertos del todo. Aún creo escuchar algún gemido cada vez que me apoyo en la pared para coger impulso.

                Giro una esquina y ahí están, cuatro de ellos; un segundo después, sus cuerpos ya no se hallan presentes: cuatro menos. Enfilo por la calle y me los tropiezo de nuevo; ya empiezan a ser muchos, así que pongo en marcha un ingenio de mi invención. Ha sido un privilegio contar con este cañón portátil. Una pena que sólo pueda aplicar un disparo en cada ocasión. Una lástima (también) que ésta sea la última carrera en que vaya a aprovecharlo.

                Para cuando diviso la última recta, ya me halla persiguiendo una tromba. Esto de los zombis es como cualquier infestación: puedes salir indemne los primeros minutos o los primeros metros pero, conforme te adentras más en la selva -y la selva ahora son las calles que yo solía transitar con mis novias en tiempos pasados-, es imposible librarte de ellos. Es una cuestión de masa crítica, matemática pura. Pero en este caso, el riesgo es calculado. Me basta con plantar cara al escaso número que flanquea la entrada del edificio; tras hacer saltar sus cabezas por el aire (literalmente), accedo al inmueble. Atranco la entrada desde dentro con lo primero que tengo a mano. Eso no será suficiente para detenerles de manera definitiva, pero sí que conseguirá retrasarles lo necesario como para completar mi plan.

                Una vez dentro, es sorprendente el silencio, sobre todo en comparación con el fragor que “mis amigos y yo” generábamos en el exterior. Enciendo una cerilla y adivino más que diviso lo que se ha convertido, de manera inintencionada, en un templo de culto a dioses muertos. Una punzada de dolor me estremece conforme observo los decrépitos decorados echados a perder, los recuerdos abandonados que nadie volverá a admirar, los carteles que anuncian espectáculos que no se estrenarán nunca… En definitiva, el añejo mundo del que tanto que nos quejábamos cuando lo vivíamos y que un día, sin más, expiró. Pero aún tendrá una última oportunidad, un postrero canto de cisne. Subo a la cabina de proyección y abro con mis herramientas -y con la ayuda de una patada- la puerta. Pestillos a mí, cara de villano de película, risa maquiavélica: muajaja.

                Le echo un primer vistazo a la maquinaria, y confirmo que se trataba de aquella cuyos planos estudié desde casa. En teoría, por lo que me había conseguido documentar, era el modelo con el que me toparía en este sitio pero, en estos tiempos, nunca se puede estar seguro de nada. Mientras busco la película concreta (he tenido que venir a este cine porque era el único suficientemente cerca de casa que en su día la tenía; lo suficientemente cerca como para poder llegar corriendo, claro), se escucha el retumbar de las criaturas infernales contra la puerta. Ya falta poco, no os impacientéis; pronto os daré lo que habéis venido a buscar.

                Finalmente, acciono la cámara. Tengo el tiempo justo para bajar al patio de butacas y sentarme. Apenas puedo otear, de pasada, los asientos de tapicería roja, tan lustrosos como siempre, sólo que cubiertos de una pátina de polvo. No importa. Dentro de poco, ya nada importará nada. Me siento y aguardo impaciente mientras observo cómo se levanta el telón. En pocos minutos, la película se pondrá en marcha por el sitio que dejé marcado. Afuera, se escuchan los gritos descarnados de los zombis. Son capaces de oler, como guionistas y lectores experimentados, que ya queda poco para el final.

                Entonces, aparece en pantalla la escena. Ésa que me ha hecho derramar tantas lágrimas. En ese momento, el director está sentado, como yo, sobre las butacas de una vieja sala, y se dispone a disfrutar el regalo que le dejó en herencia su añorado amigo el proyeccionista. Unos segundos después, empiezan a aparecer los cortes: las imágenes de los besos que las autoridades han censurado de las películas durante todos esos años, y que ahora podemos contemplar -en un pase privado- el director de la ficción y yo, y nadie más. No puedo evitarlo, me emociono lo mismo que él; no se me ocurre una secuencia mejor con la que terminar.

                Un chasquido seco. Los zombis han entrado en la sala. Ni me doy la vuelta, porque ya sé lo que pasa, lo mismo que ocurre en todas las películas; se precipitan como el agua de una presa reventada, chocan contra las sillas, se dispersan en un vano intento de ascender por las columnas de capiteles griegos, aunque la inmensa mayoría, por supuesto, se abalanza sobre mí. Cuando llegan a mi posición, empiezan a devorarme; por obra y magia de los dioses que en la vida corren a cargo de los ritmos, cada mordisco suyo coincide, en la pantalla, con un beso. Mua, besan a Charles Chaplin; mua, besan a Errol Flynn. Chicas despampanantes, malévolas, cariñosas, compasivas, hermosas, porque todas las chicas que te regalan besos son hermosas; cada uno de esos besos de la gran pantalla, me lo donan mis amantes (de carne putefracta y hueso), en el cuello, con toda su pasión, en exclusiva, solamente a mí.

                Y así muero, cubierto por una nube de besos, y mientras fallezco, rodeado de tanto amor como tormento, lloro feliz.

lunes, 14 de septiembre de 2020

La historia real de septiembre: las múltiples vidas de Robert FitzRoy

Hay personas que viven rodeadas de tanta cantidad de historia que en un momento determinado les eclipsa. Quizás éste sea el caso del oficial de la marina británica Robert FitzRoy, quien pasaría a los anales principalmente por ejercer el rango de comandante del HMS Beagle, el barco que llevaría a las Galápagos a Charles Darwin, donde el biólogo británico reuniría las evidencias que le llevarían a proponer una teoría de la evolución que revolucionaría el mundo, iniciando una discusión cuyos ecos reverberan todavía hoy día con nuevas capas de matices sucesivos. Sin embargo, FitzRoy destacó por muchos más aspectos: fue un arrojado explorador, participó en relaciones innovadoras con las culturas aborígenes (lo cual incluye ser uno de los primeros defensores de los derechos de los nativos, así como ambivalentes experimentos que acabaron en tragedia), y tiene el logro de constituir un pionero en la ciencia de la meteorología, convirtiéndose en el primer hombre que realizó una previsión del tiempo con bases científicas. Más tarde os detallaré todos esos aspectos, incluyendo si la predicción acertó o no.

Retrato de nuestro protagonista (Wikicommons)

Hay dos pilares principales en los que descansa la biografía de FitzRoy y que motivan buena parte de su carrera profesional y motivaciones: en primer lugar, era un hombre noble, de padres ambos pertenecientes a la aristocracia (su apellido, por señalar, deriva de un ancestro que fue hijo bastardo de un rey), lo cual implicaba una educación exquisita y también la posibilidad de acceder a una serie de cargos en la oficialidad de la marina británica que, de no ser así, le hubieran sido vedados. Y, dos, era un hombre profundamente religioso, defensor exacerbado de la Biblia, una parte de su personalidad que influyó tanto en su relación con Darwin y sus teorías como en sus tratos con las comunidades indígenas.

FitzRoy había ejercido diversos cargos en la marina británica -de hecho, obtuvo la máxima calificación posible en el examen para teniente, algo que nadie había conseguido hasta entonces- hasta que en 1828, con veintitrés años, le llega la oportunidad de comandar el HMS (acrónimo para "His/Her Majesty Ship", nombre que por definición se le otorga a los buques de la armada en el Reino Unido) Beagle, en un momento circunstancias ominosas. El anterior comandante, Pringle Stokes, había sufrido una depresión después de atroces sucesos que habían tenido lugar en Puerto del Hambre (el nombre lo dice todo), uno de los muchos enclaves en la miríada de canales que forman parte de la Tierra de Fuego en el extremo sur del continente americano. El HMS Beagle se encargaba de la exploración de esas zonas con el objetivo de reclutar información que pudiera ser útil para los intereses estratégicos de un Reino Unido que, tras derrotar a Napoleón, había dejado de ensimismarse en Europa para mirar qué otros muchos rincones del mundo podía usar en su provecho, y el sur de lo que hoy es Chile y Argentina era uno de estos puntos clave. Como dice Javier Reverte en su libro <<Confines>>, que mencionamos de pasada en otra ocasión, ésta es una región inhóspita, poco fértil y de temperaturas muy bajas la mayor parte del año, donde casi todos los apelativos impuestos a los distintos accidentes geográficos tienden a destacar las dolorosas calamidades que tuvieron que afrontar los viajeros que arribaron a estas tierras. Sin embargo, FitzRoy, fiel a la flemática actitud clásica de la oficialidad británica, sigue adelante con su viaje y, de hecho, tuvo una idea basada en sus creencias religiosas: se llevaría a unos cuantos nativos de aquella zona, los denominados "fueguinos"; los trasladaría a Inglaterra, les enseñaría la fe cristiana, y ellos volverían más tarde a su tierra para difundir la buena nueva por el Nuevo Mundo. En total se llevó a cuatro aborígenes, tres de la tribu kawésquar (que fueron bautizados como York Minster, Boat Memory y Fuegia Basket -esta última sólo contaba con 9 años-) y un joven de catorce años de la tribu yagán, denominado Jemmy Button porque el pago que recibió su familia a cambio de su cesión fue un botón de nácar (button en inglés). Luego veremos la importancia que tuvieron estos nativos. La cuestión es que el viaje del Beagle prosiguió y, de hecho, descubrió el canal que lleva su mismo nombre, uno de los pasos marítimos más seguros por donde atravesar el continente americano todavía hoy en día -el artificial canal de Panamá le arrebataría su preeminencia-, sobre todo en comparación con los traicioneros estrechos y lenguas de agua que pueblan Tierra de Fuego, los cuales han servido de trampa para numerosos barcos que han arrostrado toda clase de penalidades (también horrendos naufragios) en esa región desde la época de Magallanes. La labor exploradora de FitzRoy ha sido reconocida sobradamente por su patria, ya que su nombre se yergue en numerosos hitos a lo largo de la geografía tanto de Sudamérica como del Reino Unido, incluyendo entre otros varios enclaves de las británicas islas Malvinas, o el monte FitzRoy, situado en el Campo de Hielo Patagónico, no muy lejos del famoso glaciar Perito Moreno.

Charles Darwin, antes de adquirir la barba característica con la que pasaría a la Historia, principalmente, como inspirador de la figura del mono que sirve de reclamo del célebre anís.

El segundo viaje del Beagle empieza en 1831. Por lo visto, no mucho antes de que el barco zarpara, se planteó una cuestión fundamental, y era quién iba a acompañar al comandante FitzRoy durante las comidas. Como hemos mencionado, los oficiales de las marina británica solían ser hombres ricos e instruidos, y no resultaba adecuado que se mezclaran con los recios y embrutecidos marineros -además de que aquello hubiera generado diálogos de besugos-. Por eso, era típico que, a bordo, se hallara un individuo que le hiciera compañía y charlara con el comandante durante almuerzos y cenas; aparte, podría ejercer en el buque una labor de tipo científico, pero en todo caso la principal función era actuar como apropiado conversador para la máxima autoridad del buque. Fue entonces cuando, merced a una serie de recomendaciones y contactos, surge el nombre de Charles Darwin, un joven por supuesto perteneciente a una buena familia, además de extensa y bien avenida (ambas ramas de la familia de Darwin mantenían relaciones de consanguineidad, y él mismo acabó casado con una de sus primas; de hecho, la observación de cómo ciertas enfermedades hereditarias que él poseía se acrecentaban en sus hijos le sirvió para un estudio sobre el tema). Fue también uno de sus tíos quien le recomendó al joven Charles que viera mundo antes de cumplir sus planes de ordenarse clérigo, el destino primigenio de la carrera del muchacho. Finalmente, es el escogido tras una entrevista personal para embarcarse en el navío. Hay que decir que ambos hombres, FitzRoy y Darwin, se llevaron bien (apenas se sacaban unos pocos años), a pesar de que desde muy pronto surgieron las diferencias. Aunque ambos fervorosos cristianos, los descubrimientos que Darwin iba encontrando le fueron convenciendo cada vez más a este último de que la visión de la Biblia en la que Dios crea al mundo en siete días era poco compatible con las evidencias naturales a favor de un cambio paulatino por el que las especies se adaptan a su entorno. Si bien esto generó discusiones entre ambos individuos, es verdad que mantuvieron en todo momento un comportamiento civilizado, y procuraban olvidar estos desacuerdos a la hora de comer. También fue problemática la relación de un Darwin poco avezado en asuntos de la mar con respecto a la tripulación, que veía cómo aquel intruso les llenaba la cubierta de "bichos" y "porquerías" que necesitaba para sus investigaciones. Aunque parece que le perdonaron tanto esa actividad como su tendencia a los mareos, porque le denominaron cariñosamente "el Filo" (de "filósofo"). Después del mítico viaje por Sudamérica, donde 1) el Beagle realizó nuevos descubrimientos geográficos, 2) Darwin recogió especímenes durante el mes y pico escaso que fondearon por las islas Galápagos, y 3) los fueguinos reclutados en el primer trayecto volvieron a casa (luego volveremos sobre eso), los caminos de los dos hombres divergieron. Cada uno, de una manera u otra, le acabó por dar una sorpresa al otro: FitzRoy, porque se casó casi inmediatamente a la vuelta, cosa que sorprendió a Darwin porque el comandante nunca le había hablado de ningún compromiso previo. En cuanto a la campanada de Charles, ésta tuvo que esperar: Darwin era un hombre religioso, pero más lo era su mujer, con lo cual el científico, sabedor de que su rompedora teoría de la evolución no gustaría a la iglesia -ni tampoco a su santa esposa- guardó sus hallazgos en un cajón durante décadas mientras se dedicó a otros asuntos (entre otros, el estudio del percebe, al que analizó tanto que lo llegó a aborrecer). Probablemente hubiera fallecido sin exponer sus teorías de no ser porque un joven llamado Alfred Wallace acudió a él para decirle que, en sus investigaciones en la Amazonía y el archipiélago malayo, había llegado a muy parecidas conclusiones, momento en que Darwin aprovechó para sacar del armario sus descubrimientos. Hay que decir que, pese a que en aquel primer momento la teoría se consideró fruto tanto del genio científico tanto del más prestigioso Darwin como del bisoño Wallace (se presentaron como co-descubridores, aunque hay polémica sobre cómo se ensalzaron los méritos de cada uno), el nombre de este último ha tendido a caerse del imaginario colectivo ya que, si bien Wallace realizó contribuciones muy interesantes en otros campos, incluyendo en el activismo social (estaba en contra de las políticas coloniales británicas, y realizó propuestas económicas novedosas, algunas de las cuales se aplican hoy en día), su apoyo al espiritismo le fraguó el descrédito de la comunidad científica, y le llevó a romper la relación con varios científicos y amigos, incluyendo el propio Darwin. La cuestión es que -por motivos radicalmente distintos, claro-, FitzRoy también se disgustó con Darwin, al sentirse ultrajado por las consecuencias que la teoría respecto a la sagrada creación del mundo por parte del Dios cristiano en siete días. Sin duda, además, pesaba en su airada crítica la responsabilidad que él mismo había tenido al proporcionar a Darwin los medios para elaborar aquel abyecto libro que pronto estaría en boca de todos bajo el nombre abreviado de "El origen de las especies". Siete meses después de la publicación del texto, tuvo lugar un fogoso debate en la universidad de Oxford entre partidarios y detractores de la teoría, hallándose entre los primeros Thomas Huxley (pariente de Aldous Huxley, el autor de "Un mundo feliz", y a quien Darwin, apocado polemista, concedió la responsabilidad de erigirse en paladín de la casa darwinista) y, entre los opositores, Robert FitzRoy, quien presentó como principal testimonio una Biblia y pidió a los allí presentes que concedieran credibilidad a Dios antes que al hombre. Pero ese debate FitzRoy, como otros en su vida, lo acabaría perdiendo.


¿Os acordáis de Jemmy Button, Fuegia Baket y York Minster, aquí presentes, de izquierda a derecha? Pues su historia acaba de empezar. Extraído de aquí, que también nos ha servido de fuente.

Pero antes de llegar a ese momento pasaron muchas cosas, incluyendo el segundo viaje del Beagle, durante el cual Darwin y FitzRoy aún se llevaban bien durante los almuerzos, y el comandante llevaba de vuelta a los fueguinos que se había llevado en el primer viaje (salvo uno de ellos, Boat Memory, que había fallecido en Inglaterra, según las fuentes de viruela o de sífilis). Hay que decir que los fueguinos fueron en general bien tratados, recibieron vacunas para prevenirse de las enfermedades del Viejo Mundo, aprendieron inglés y las enseñanzas cristianas, y fueron agasajados con regalos, incluyendo un sombrero que Fuegia Basket (como habéis comprobado, los nombres no fueron muy imaginativos) recibió de la soberana británica. Sin embargo, es difícil saber cuál era el punto de vista de estos expatriados, los cuales no pertenecían además a las mismas etnias. Por poner un ejemplo, los tres convencieron a los británicos de que en Tierra de Fuego había caníbales, idea de la que no se halló ninguna evidencia posterior pero que tardaría en descartarse un siglo (¿fue un malentendido?¿O había alguna intencionalidad detrás de ese embuste?¿Quizás probar hasta qué punto creían sus mentiras de cara al futuro, o se trató simplemente de un cómico "vacile"?). Para este segundo viaje, además de a los fueguinos y a Charles Darwin, FitzRoy -quien había subvencionado al completo la educación y mantenimiento de los aborígenes- se llevó, en su esfuerzo evangélico, al pastor Richard Matthews, quien debía colaborar en transmitir las enseñanzas cristianas entre los nativos. Mientras tanto, Charles Darwin no se llevaba muy bien con los fueguinos, y aunque tenía que reconocer que el adolescente Jemmy Button era muy simpático (todo el mundo destacaba que reía mucho), le resultaba difícil creer que esa clase de gente pertenecieran a la misma especie que los británicos. En descargo de Darwin, hay que recordar que más adelante (según algunos) se arrepentiría de esos primeros juicios, y que fue un firme defensor de la abolición de la esclavitud en cuanto contactó con la realidad de los países esclavistas. También es pertinente recordar que las costumbres de los fueguinos eran muy distintas de los occidentales: los habitantes de Tierra de Fuego, bien adaptados a su medio, tendían a untar su piel con grasa de animal de tal manera que no les hacían falta ropas para soportar el frío clima de su tierra natal (hasta se bañaban desnudos en el agua), pero el olor que desprendía esa grasa no debía de antojársele muy sofisticado a los europeos. De hecho, cuando -merced al esfuerzo civilizador- los fueguinos abandonaron esas técnicas de supervivencia y se pusieron ropas, esto provocó que dejaran de bañarse tan a menudo y les hizo víctimas de numerosas enfermedades. Pero esto se sabría mucho más tarde, y formaría parte de los tradicionales desencuentros entre distintas etnias, incluyendo también los que protagonizarían los fueguinos arrastrados al otro lado del mundo por el aprendiz de brujo FitzRoy.

Lo que ocurrió con ellos es confuso, pues sólo poseemos una de las versiones de lo sucedido, la que se anotó en los diarios de viaje de los ocupantes del Beagle. Por lo visto, desembarcaron y Jemmy Button tuvo oportunidad de reencontrarse con su antigua familia (aunque uno de sus parientes había muerto, lo cual le llenó de pesar). Tanto él como los otros dos fueguinos decidieron quedarse, y se construyeron chozas para ellos y para el pastor Matthews. A los pocos días, sin embargo, los navegantes del Beagle observaron cómo otros indígenas portaban objetos pertenecientes a sus fueguinos y Matthews, así que se alarmaron y volvieron al lugar donde los habían dejado, donde encontraron el campamento saqueado, a los fueguinos intactos, y a Matthews tan asustado por el asalto que se subió al Beagle y no quiso saber nada de la labor misionera nunca más. Los tres fueguinos, no obstante, optaron por permanecer allí. El problema fue que, casi un mes más tarde, cuando el Beagle retornó a la zona, encontró el lugar desierto, sin ninguna cabaña, y sólo más adelante una canoa donde divisaron a Button. Éste comentó que la tribu de Fueguia Basket y York Minster, los kawésqar, le habían robado todo lo que poseía, y que sus antiguos compañeros en Beagle habían participado en el ataque. Aun así, insistió en permanecer allí junto con la mujer nativa con la que recientemente se había desposado. Con lo cual, parece que, pese al tiempo transcurrido juntos, la rivalidad entre las distintas etnias había permanecido latente y se había manifestado al fin.

Claro que, como decimos, es difícil hacer juicios de valor a partir de sólo una de las versiones. Y más con lo que ocurrió después. El Beagle no volvió por esa zona (su tercer viaje, ya sin FitzRoy, fue a Australia) pero, años más tarde, Allen Gardiner, un oficial retirado de la Marina británica, decidió evangelizar a todo bicho viviente y, después de una serie de sonoros fracasos a lo largo de Sudamérica, no escarmentó y, ya que conocía la historia de los fueguinos de FitzRoy, intentó localizar a Jemmy Button en Wulaia, la zona donde FitzRoy lo había dejado. No sólo no lo logró, sino que falleció en el intento, como otros muchos soñadores cerriles que se adentraron en esa parte del mundo. No obstante, la sociedad misionera fundada por él decidió enviar otro barco (de nombre Allen Gardiner, en honor a su fundador), y esta vez tuvieron más suerte: unos nativos con los que contactaron reconocieron el nombre y avisaron al fueguino, así que Button pudo desempolvar un para nada olvidado inglés. Para entonces, ya se había desposado con otras dos mujeres y tenía, además, tres hijos varones. Después de unos primeros compases prometedores, los misioneros decidieron dejar una misión permanente en Wulaia. Sin embargo, como pasaron los meses y no tenían noticias de aquel rincón del mundo, los misioneros (con su sede principal en la isla de Keppel) enviaron una goleta que, cuando llegó, encontró la Allen Gardiner desmantelada y, como único superviviente, al cocinero de la misma, que había salvado el pellejo en unas condiciones penosas. El cocinero contó que los hombres de Button, con quienes los tripulantes de la Allan Gardiner mantenían una tortuosa relación (los occidentales se quejaban de robos, mientras que los indígenas les acusaban de no hacerles suficientes regalos), les habían tendido una trampa justo antes de celebrar la primera misa en la zona, y habían matado a todos los británicos salvo el cocinero, hasta ocho víctimas en total. A la serie de pesquisas públicas con las que se investigó el suceso se sumó el propio Jemmy Button, quien se presentó voluntario para declarar, afirmando que los ataques habían sido perpetrados por la enemiga tribu ona. No está muy claro si los ingleses lo creyeron o no, pero sí que decidieron dejarlo correr y no enviar una expedición de castigo. Quién sabe si los británicos no querían sumar nuevos enemigos a causa de un suceso que no tenían muy claro, o si es que pensaron que poco más podían sacar en limpio de aquella maldita tierra. De Jemmy Button poco se volvió a saber (su tribu siguió manteniendo relaciones con los misioneros, y alguno de sus hijos viajó a Inglaterra), pero hay un hecho curioso, y es que uno de sus descendientes fue bautizado como FitzRoy. En cuanto a los auténticos pensamientos de Button respecto a los hombres que trataron de civilizarlo, no los conoceremos nunca. Cuando pienso en su historia, me acuerdo de los pueblos de ciertas islas de la Polinesia que fingieron aceptar la fe cristiana, pero al tiempo seguían creyendo en sus antiguos dioses (o hacían un extraño sincretismo con la nueva religión), aunque esperaban bienes materiales de los viajeros recién llegados. Viajeros que por otro lado pretendían que los indígenas aceptaran sin más sus costumbres y su dominio, y no mantuvieran en cambio pensamientos negativos o ambivalentes ante aquellos "turistas" que trastocaban su modo de vida, mientras además creían que les estaban haciendo un favor. Sin embargo, lo más probable es que no dijeran mucho en voz alta. En parte tal vez por costumbres aún persistentes entre ciertas culturas (en resumen: si no tienes nada bueno que decir, es mejor no decir nada, expresar una esperanza o cambiar de tema); o, en parte, quizás, porque no servía de nada oponerse. Con lo cual, lo más fácil era lo que hacía Jemmy Button: guardarse el rencor, sonreír hasta que llegara un momento en que pudieran decidir por sí mismos, y tal vez entonces vengarse. Al final, como siempre, las relaciones entre distintas civilizaciones no son una cuestión de buenos y malos, sino más bien de bastante egocentrismo, y sobre todo mutua incomprensión. Aunque en algunas ocasiones, estas interacciones se encarrilan hacia buen puerto, o terminan en cambio como el rosario de la aurora.

Pero volvamos a FitzRoy, que no tiene nada que ver con estos últimos sucesos. Entre otros motivos, porque éste había vuelto a Inglaterra, se había casado, le habían aceptado en la Royal Geographical Society y había publicado tres libros con los sucesos y observaciones (incluyendo numerosas de carácter científico) durante sus viajes en el Beagle. Fue entonces nombrado gobernador de Nueva Zelanda, heredando de su antecesor los problemas que enfrentaban a los colonos ingleses con los nativos maoríes. Lo cierto es que ahí FitzRoy -lejos ya de los experimentos que había llevado a cabo con los fueguinos- trató de manifestarse ecuánime en este nuevo contexto, atreviéndose a condenar acciones ilegales de los colonos y a defender que los maoríes debían recibir un precio justo por las tierras adquiridas por los británicos. Es más, trató de facilitar el comercio de tierras entre unos y otros, pero bien porque sus medidas no funcionaban con la efectividad esperada, bien porque no recibió un apoyo suficiente de la metrópoli, lo cierto es que las tensiones se incrementaron entre colonos y maoríes, y el conflicto se recrudeció. Al final, una compañía británica con intereses económicos en la zona protestó ante Gran Bretaña, y FitzRoy fue sustituido por un sucesor que, según se dice, sí contó de un sostén más firme por parte del gobierno británico.

Y aquí llegamos a la última de las vidas de FitzRoy, narrada de manera elocuente por el magistral quinto episodio de la serie de divulgación científica de Netflix "Superconectados: La ciencia oculta detrás de todo", el cual construye un círculo de ideas alrededor de algunos de los desafíos más apabullantes de nuestro presente. Influidos por una descomunal tormenta que había hundido a numerosos navíos en la costa inglesa, las autoridades de Gran Bretaña nombran a FitzRoy como jefe de un departamento cuyo objetivo sería acumular todos los datos posibles sobre el tiempo en alta mar, y tratar de averiguar si de allí podía deducirse cuál era el tiempo que iba a hacer al día siguiente, con todas las ventajas que ello implica. En su diario de registros, FitzRoy llega a realizar la primera predicción meteorológica (indicando que el tiempo iba a ser "despejado"), y lo llamativo es que acierta. Sin embargo, sus previsiones eran todavía muy poco fiables, y tenía tantos aciertos (que servían para reforzar sus conclusiones) como errores (que molestaban a los buques que no habían zarpado por previsión de tormenta, y utilizarían muchos científicos tradicionales para oponerse a este amateur que intentaba hacerles sombra). Quizás FitzRoy captó la ironía del hecho de que él, el ardiente defensor de la iglesia frente a Darwin, sería en aquella ocasión el impulsor del método científico frente a sus opositores, miembros del paisaje académico que invocaban a Dios como el único individuo capaz de controlar el tiempo meteorológico. FitzRoy se acabaría suicidando, aunque no podemos saber a ciencia cierta si su muerte se debió a la decepción ante el reto de la previsión atmosférica, pues se veía sumido en crisis de este tipo con cierta frecuencia. Sabemos, por otra parte, que en su decisión podría haber influido el hecho de haber dilapidado buena parte de su fortuna durante su vida pública. Sin embargo, tras su fallecimiento, las autoridades británicas y sus antiguos amigos (entre ellos el propio Darwin) no tuvieron inconveniente en auxiliar a su familia. Hoy, como mencionamos, toda clave de topónimos evocan su nombre, incluyendo el área de pronósticos meteorológicos donde realizo sus estudios climáticos, cuya denominación hubo de ser modificada para que no se confundiera con otra Finisterre, la que tiene localización en España.

Al final, Fitzroy fue muchas cosas. Según Darwin, quien le admiraba, era el hombre con la personalidad más fuerte que había conocido nunca. En buena parte de los episodios de su vida simbolizaba el fin de un mundo al que en cierta medida representaba, frente a un nueva concepción de la Tierra a la que ayudó a nacer. Quizás, como han dicho algunos escritores (y han dado a entender Greene, David Lean o Conrad), en todas las regiones perdidas del mundo, al mando de una causa tan delirante como sublime, siempre hay uno de esos hieráticos, imperturbables tipos dispuestos a no alterarse en absoluto por muy espinosas que vengan las cosas, y a llevar su visión del mundo hasta el final: en definitiva, un buen muchacho inglés.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Las recomendaciones de septiembre: unos cuantos libros para los amantes de los libros

<<El bibliotecario>>, de Giuseppe Arcimboldo.

Nos encantan los libros, así que no es de extrañar que adoremos los manuscritos que versan sobre volúmenes, librerías, estantes, anaqueles, bibliotecas. Si te sentiste cautivado con "El nombre de la rosa", si has soñado con perderte en "La biblioteca de Babel", si te preguntas en qué texto de basó Isabel Coixet para filmar "La librería", si "El lector" y "La sombra del viento" evocaron momentos de tu niñez y juventud, si asentías corroborando con la cabeza mientras leías las sensaciones de Helen Hanff al abrir un nuevo tomo, o si has ambicionado alguna vez retomar los hilos que quedaban inconclusos en "La historia interminable", he aquí unos pocos textos que he leído últimamente y que pueden reforzar más aún tu amor por la página escrita:

-"Una historia de la lectura": Alberto Manguel nos ofrece "una" de las múltiples y alternativas historias de la lectura pues, como él mismo dice, la evolución de la literatura de cada uno es personal e intransferible, ajena al orden cronológico o a cualquier posible canon. Por ejemplo, estamos seguros de que las lecturas de Manguel no hubieran sido las mismas si un ciego Borges no le hubiera solicitado, tras el encuentro en la librería donde el primero trabajaba, que ejerciera la labor de lector en voz alta por las tardes. Sin embargo, existen ciertos aspectos de esta absorbente actividad (la de meterse en la piel de un personaje o escuchar con detenimiento el pensamiento de otro) que poseen una evolución histórica trazable en el tiempo, y el autor nos describe con minuciosidad unos cuantos de esos pasos: cómo se dejó de declamar a viva voz, incluso cuando se hacía para uno mismo, y se inició el proceso de recorrer las líneas de la página en silencio; el origen de los signos de puntuación o de las gafas; la importancia de las lecturas públicas, de las traducciones, del aprendizaje del alfabeto, incluso a pesar de las adversidades (como ocurría bajo las penosas circunstancias de los esclavos de las plantaciones del Estados Unidos sureño, o con las vicisitudes que abocaron a la creación de la novela a partir de las mujeres japonesas de noble estirpe encerradas en su palacio-cárcel de cristal). Con profusión de anécdotas tanto de lectores y escritores, este libro ofrece sucesivas reinterpretaciones de un proceso que, en manos de cada individuo lector, requiere necesariamente de una aproximación original y novedosa, con un esfuerzo activo por nuestra parte.

-"El infinito en un junco": la filóloga clásica Irene Vallejo retoma el testigo del texto anterior -de hecho lo cita al menos en un par de ocasiones-, pero con un enfoque distinto, centrándose en cómo las civilizaciones clásicas (en especial Grecia y Roma) contribuyeron a crear el concepto del libro. Utilizando como punto de partida la biblioteca de Alejandría y la gran epopeya de Alejandro Magno, la autora pasa a narrarnos tanto historias conocidas -pero muy bien contadas, aderezadas además de detalles jugosos- como otras menos divulgadas, reflexionando sobre los contrastes y paralelismos con nuestro presente, y decorando su erudición con gotas de poesía y sensibilidad propias que hacen de este recorrido por el pasado un trayecto más que ameno, y para nada lejano a nuestras circunstancias.

-"Cervantes para cabras, Marx para ovejas": Un cabrero de la provincia de Córdoba en los años previos a la guerra civil sufre un ataque de un tipo de afección frecuente en estas tierras, que provoca en los afectados un deseo súbito de encamarse, secuestrados por una profunda melancolía. La dolencia no tiene más signos físicos, pero causa ruina entre los convalecientes, en particular el cabrero, que pierde la novia y causa la angustia de su pobre madre, la cual, desesperada, prueba todos los remedios en su mano hasta suplicarle al nuevo maestro de escuela del pueblo que le eche un cable. El docente, que cree en aquella doctrina que ya predicó Sofía Rhei en "Espérame en la última página" por la cual los libros son curativos y pueden prescribirse (casi) con la efectividad de una receta farmacéutica, incita al cabrero a iniciar la lectura del Quijote, y éste no sólo sale de su encamamiento, sino que se embarca una serie de alocadas aventuras que al Caballero de la Triste Figura hubieran satisfecho, sobre todo tras la lectura de "El capital" de Karl Marx, que no sólo entusiasma a las ovejas del rebaño (por lo visto Cervantes es más del gusto de las cabras), sino que trastocará la vida de toda la comarca. El periodista Pablo Santiago escribe una historia a caballo entre el realismo mágico, el homenaje literario y la comedia costumbrista, con una prosa rica y trabajada, cargada de sabor y color local, que provocará que nos enamoremos de más de un personaje.

-"La sociedad literaria y el pastel de piel de patata": Una columnista británica de reciente éxito decide, tras la Segunda Guerra Mundial, cambiar de tema sobre el que escribir, pero no tiene muy claro acerca de qué hacerlo. Inesperadamente, le llega una carta desde una pequeña localidad de Guernsey (una de las islas británicas espolvoreadas por el Canal de La Mancha) que le habla sobre un libro que resultó trascendental para el pueblo, dado que permitió solucionar un complicado lance relacionado con un cerdo asado que hubo que ocultar... y con la "La sociedad literaria y del pastel de piel de patata" (el título os lo encontraréis con distintas variaciones, dado que la traducción al español no ha conseguido reflejar todas las implicaciones del original). Atraída primero por la intriga del misterioso suceso apenas esbozado, y luego por lo variopinto y original de los caracteres que encontrará en Guernsey, la escritora protagonista decide prestar su atención al período de ocupación alemana de la isla. La obra, ideada por Mary Ann Schaffer (aunque fue su sobrina quien la remató, sin que la autora original llegara a vislumbrar el éxito de su creación), tiene su correlato cinematográfico, pero es mejor que directamente lo obviéis, porque en la película no sólo se pierde la narrativa epistolar que le confiere un llamativo sistema de suministro de información a la novela, sino porque, además, la versión en pantalla grande retuerce la trama hasta convertirla en una pastelosa y rutinaria historia de amor donde se cercena una de las mejores escenas del libro. Este último, en cambio, es un delicioso postre para ser engullido en un par de bocados.

Uno de los motivos por los que sin duda nos atrapan esta clase de libros es porque sus autores saben transmitir su amor por las páginas de papel -o de tinta electrónica- y, de esa manera, entendemos que (pese a nuestras diferencias en cuanto a origen, biografía y bibliografía), ellos son, como diría Todd Browning, "uno de nosotros": topos de librería, ratones de biblioteca, pequeños Firmin que sucumbieron ante el mensaje transmitido por otros, y seguramente preferían quedarse leyendo en vez de jugar con sus compañeros en el recreo. Son "otros locos de los libros". <<Leemos para saber que no estamos solos>>, asevera la película "Tierras de penumbra", de Richard Attenborough, sobre la vida del escritor C.S. Lewis. Son esos otros locos los que caminan, aunque sea a distancia, junto a nosotros. Por eso les queremos, y deseamos que su mensaje tenga éxito. Porque su victoria simboliza la eternidad de los libros. Para que siempre haya una línea nueva, otro párrafo, una biblioteca virgen que devorar.

martes, 1 de septiembre de 2020

La historia corta de septiembre. Historias del metro (15): dos visiones de la pobreza

(Ésta es una historia real).

                Un hombre pidiendo en voz alta en el metro:

            -Yo antes tocaba la guitarra: la gente me daba dinero, no sé si para que me callara, o para que siguiera tocando, pero yo me ganaba la vida con mi guitarra. Pero un día me fui a las fiestas de San Mateo en Logroño y me pegué tal cogorza que me dejé la guitarra en una furgoneta, y ya no sé dónde está. Lo he intentado con una flauta, que es más barata, pero no es igual, por eso pido dinero, no para comer, sino para pagar una guitarra...

            En el andén del metro de Pío XII, me encontré un hombre a mi lado, sentado. En circunstancias normales, no me hubiera detenido en él. Tenía aire de ejecutivo y leía El País. Pero, para los ojos observadores, siempre hay una segunda lectura.

            Porque cuando me senté a su lado, me fijé en varias cosas. Su ropa, pese a ser muy elegante, fallaba de alguna manera extraña. Quizás en una cosa tan sutil como, por ejemplo, la combinación; se supone que los calcetines tienen que ser una prolongación del zapato, y en este caso lo eran del pantalón. Además, el periódico era atrasado, de varios días. Y sobre todo, una cosa que sólo podías detectar si te sentabas al lado: un profundo y nauseabundo olor.

            El hombre, sin embargo, daba una apariencia de ejecutivo correcto, al menos desde lejos. <<Y eso me gusta>>, pensé mientras hacía esfuerzos por no arrebatarle la ilusión con la mirada, mientras se cerraban delante de mí las puertas del vagón. <<Por lo menos>>, me dije, <<sigue conservando su dignidad>>.