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lunes, 23 de diciembre de 2019

Los libros de diciembre. Divulgación científica: "¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?" y "500 años de frío".

A veces es sorprendente la escasa comunicación que existe entre los mundos literario y científico. Se dan casos de individuos eruditos en el campo de las letras que, sin embargo, no sienten en absoluto la necesidad de adquirir unas mínimas nociones de cultura científica (por supuesto, también ocurre al contrario). Dentro de los científicos, por otra parte, existen aquellos que consideran despreciable cualquier forma de comunicación que no sea para indicar contenidos prácticos, pero también hay algunos que constituyen infatigables consumidores de literatura, y que incluso se han sentido estimulados por los autores de ciencia ficción y fantasía para realizar sus particulares descubrimientos, u orientar su carrera profesional. Para mí, la ciencia siempre ha sido una fuente de inspiración y documentación: me descubre insólitos hechos de la naturaleza, abre infinitas posibilidades, y proporciona anécdotas sorprendentes. Es por ello por lo que valoro en gran medida la figura de los divulgadores científicos, quienes ponen en conexión el mundo de los investigadores (por lo general encapsulados dentro de la burbuja de sus respectivos laboratorios, aunque también puedes encontrar muy buenos divulgadores entre ellos) con el público general, y ayudan con su encomiable labor a que la sociedad reclame sus representantes una mayor inversión en ciencia. Un trabajo muy importante a la hora de obtener financiación, un tesoro muy preciado y que tiende a escasear en estos días.

Antonio Martínez Ron es uno de estos grandes divulgadores. Le conocí a partir de un desconcertante y curiosísimo blog "Libro de Notas. Guía para perplejos", pero luego le he visto nadando en todas las salsas. Colabora en Naukas, ha ejercido de divulgador científico en periódicos digitales, organiza debates y conferencias (la última en la que estuve, en el Planetario, discutía sobre la colonización de Marte) y por supuesto alimenta periódicamente su blog Fogonazos, del cual Martínez Ron ha extraído algunas de las historias más jugosas para publicar el libro que hoy nos ocupa, "¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?". La respuesta sencilla a esta pregunta sería decir -y por eso precisamente viene tan a cuento-, "fogonazos", pero el por qué concreto de esa respuesta dejo que vosotros mismos lo descubráis.



A lo largo de sus páginas, Antonio Martínez Ron (@aberron en Twitter, donde despliega una bulliciosa actividad) abre y cierra en pequeños capítulos varias decenas de universos en los que podemos sumergirnos y quedar arrebolados. Explosiones nucleares a tutiplén, aventuras sin parangón en el espacio, el cerebro de Einstein en el maletero de un coche, magos que entrenan a la CIA, granjeros virtuales chinos del World of Warcraft, cabezas criogenizadas, cerditos que viven sin sangre, calamares gigantes custodiados por el ejército de Estados Unidos, cápsulas del tiempo, dioses informáticos creados por sus propios seguidores y un largo etcétera. Entre ellas, sorprendente especialmente las asombrosas maneras de funcionar del organismo humano, y en concreto de su el cerebro: gente que percibe que su mente sale de su cuerpo, o que el tiempo se ralentiza; individuos que están convencidos de que su pene está encogiendo; Philip K. Dick proclamando que otros escritores forman parte de una conspiración internacional... Como veis, la diversión está asegurada. Y, de paso, todos incrementamos un poquito nuestro conocimiento científico. Quizás, si hay que ponerle una pega, es que a lo largo de las historias algunos temas se repiten, y supongo que es porque Martínez Ron, como todos, siempre tiene asuntos fetiche que le llaman en mayor medida la atención (por supuesto, cada cual encontrará ciertos capítulos más apasionantes que otros). Pero, al tratarse de un libro de historias independientes, es fácil seleccionar sólo las que más nos entusiasmen a título individual.



El otro libro de divulgación que venía a recomendaros hoy -aunque éste tiene también mucho de historia y de aventura- es "500 años de frío", de Javier Peláez, @irreductible en Twitter, red social en la que comparte amistad y cachondeo con Martínez Ron entre otros, aunque este nombre de guerra sirve también de homenaje a su blog particular. En este caso, Peláez trata de resumir bastantes más de 500 años de exploración ártica en busca del Polo Norte y los míticos pasos del Noreste y Noroeste, entre otros hitos históricos. De paso, el libro habla también sobre el comercio de las especias, novedades científicas, balleneros, las casi siempre complicadas relaciones con los pueblos indígenas, y las situaciones límite que vivieron los exploradores y que les llevaron a explorar de manera adicional los aspectos más íntimos de la condición humana, ésos que exhibimos -de manera más diáfana-, cuando nadie nos ve: traición y altruismo, engaño y coraje, perseverancia y fracaso, ansia de descubrimiento o de gloria, tragedia y belleza. Todo ello, por supuesto, unido a chapuzas, planes surrealistas, errores descomunales y un sinfín de divertidas anécdotas. Por otra parte, si resulta que después de leer este libro no os habéis quedado congelados del todo en tan inhóspitas latitudes, entonces quizás deberíais echarle mano a otro libro, "Confines" de Javier Reverte, donde el célebre cronista de viajes cuenta a su propia manera la búsqueda del paso del Noreste y la conquista del Polo Norte (Reverte ya escribió otro libro, "En mares salvajes", sobre la búsqueda del paso del Noroeste, cuya conclusión no os adelanto, pero que otro periodista resumió de manera muy poética y simbólica aquí), para luego dirigirse al otro extremo del mundo y narrarnos las desdichas de los viajeros que se dedicaron a explorar la Tierra de Fuego chilena y argentina y algunas de las regiones más salvajes de la zona sur del continente americano. Lo curioso de leer varias versiones del mismo tema reside, especialmente, en hallar las diferencias entre las interpretaciones de unos y otros, lo cual indica que buena parte de lo que sabemos de los viajes árticos dependen en gran medida de lo narrado por los supervivientes, y que a veces la verdad no es tan sencilla de dilucidar. Por otra parte, si preferís congelaros a través de una pantalla, la bastante atractiva primera temporada de la serie "The Terror" de la AMC, disponible en Amazon Prime y producida por Ridley Scott -basada, a su vez, en una novela de Dan Simmons, el creador de "The Wire"-, se centra precisamente, aunque de un modo bastante libre (no es de extrañar, pues carecemos de bastantes datos del episodio original, uno de los más misteriosos del Ártico), en una de estas expediciones polares.

Por cierto, un detalle: estos dos libros que os recomiendo me los envió, en formato ebook, una persona muy querida como presente de cumpleaños. Lo digo por si estáis buscando ideas para esta época, en la que vienen de perlas regalos que reconforten cuerpo y alma, y que cumplan además los requisitos de que no haya que talar ningún árbol para generarlos (o, si hay que hacerlo, que al menos se adquieran en una librería pequeña, de ésas a las que tanto les cuesta hoy en día sobrevivir), y también que no sea imprescindible comprárselos a ningún gigante de los que se dedican de manera sistemática a evadir impuestos. No sé si el receptor del obsequio os lo agradecerá, pero desde luego el medio ambiente, el pequeño comercio o la justicia social se verán beneficiados por vosotros. Porque, al fin y al cabo, ¿no se supone que estas fechas están hechas de buenos propósitos?

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La historia real de diciembre. Grandes modificaciones terráqueas (II): matar moscas a cañonazos (o construir a base de bombas atómicas)

Como mencionamos en un post anterior, el ser humano se ha empeñado en transformar la Tierra a gran escala, y para ello no ha dudado en emplear la energía que tenía a mano. Tracción humana, animal, mediante ingenios mecánicos o utilizando petróleo. Pero, sin duda, la palma se lo llevan algunos momentos en que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética pretendieron construir grandes obras públicas a base de explotar ingenios nucleares.

En ese sentido, los pioneros fueron los estadounidenses, que empezaron el programa en 1958 y empezaron a desarrollarlo a inicios de la década siguiente. Lo denominaron Operación Plowshare y, entre otras cosas, intentaron edificar puertos artificiales, crear una especie de máquina de vapor a partir del producido en las explosiones nucleares, y también explorar las posibilidades en la minería. En ese último apartado, una de las detonaciones nucleares que se efectuaron, la llamada Sedan, desplazó doce millones de toneladas de tierra y creó un agujero de 390 metros de ancho y 100 de profundidad, tan similar a los cráteres de la luna que se llegó a acondicionar como zona de prácticas para futuros astronautas.

Lo cierto es que las explosiones que se llevaron a cabo (alrededor de 27) fueron muchas menos que las que se planificaron en un principio como experimentos para explorar las aplicaciones pacíficas de las armas nucleares. Entre los proyectos iniciales se hallaban desde una forma más rápida de construir el Canal de Panamá, hasta como método para conectar acuíferos, levantar carreteras o extraer petróleo. En todo caso, ni siquiera las pruebas dieron resultados concluyentes que sirvieran para demostrar la utilidad de las detonaciones nucleares como un método factible para la ingeniería a gran escala. De hecho, lo poco apropiado de esa idea era fácil de deducir desde el primer momento, y desde luego no será porque los estadounidenses no tenían evidencias acerca del peligro -para el que las arroja, se entiende- de las armas atómicas. A los accidentes en centrales nucleares como el de Three Mile Island en Pensilvania (y el más antiguo de su socio británico, en Windscale) han de unirse una larga lista de pruebas nucleares en el desierto de Nevada -explosiones que llegaron a ser visibles desde Los Ángeles, o rompían cristales de las ventanas en Las Vegas-, empleando toda clase de estructuras (entre otros, armazones, edificios, maniquíes, túneles y búnkeres) para demostrar los distintos efectos que una detonación atómica podía tener sobre las poblaciones afectadas, e incluyendo la participación de pilotos de avión para averiguar qué ocurría si te metías en el interior del hongo resultante. Las últimas pruebas de ese tipo se realizaron en 1992. Desde entonces, parece que Estados Unidos se ha convencido no sólo de que las armas nucleares hacen mucha pupita, sino que resultan muy difíciles de utilizar para algo que no sea hacer pupita también.

La Unión Soviética emprendió este tipo de ensayos algo más tarde (a mediados de los 60), probablemente para mantener una cierta coherencia con su inicial alegato a favor de la prohibición de las armas nucleares. Pero como era la Guerra Fría y todo el mundo tenía que imitar lo que hacía el gran enemigo a batir en el bando contrario, el país de los soviets también se dispuso a desarrollar la opción de "Explosiones Nucleares para la Economía Nacional". Las aplicaciones hipotéticas eran muy similares a las pergreñadas por los norteamericanos (a los soviéticos se les ocurrió además utilizarlas para la construcción de embalses o como forma de extinguir los escapes de gas natural), aunque hay que reconocer que los soviéticos fueron más sistemáticos, pues llegaron a realizar hasta 115 detonaciones. El programa cesó en 1988 bajo la influencia de Mijail Gorvachov, y aunque muchos defienden la rentabilidad del mismo y que, gracias a él, han podido lograrse objetivos que sólo son asumibles mediante el uso de armas nucleares, la mayor parte de los que han opinado al respecto (en base además a unos datos que en buena parte siguen bajo estricto secreto) argumentan que existen otras metodologías alternativas que no tienen, como contrapartida, la desventaja de sembrar de radiación buena parte de las zonas incluidas.

En ese sentido, la Unión Soviética es la que ha tenido más problemas no sólo con estas pruebas, sino con accidentes asociados a centrales nucleares. A la devastadora catástrofe de Chernobyl (reflejada en libros, películas, o la célebre serie de televisión que pobló nuestras pantallas hace unos meses) hay que sumar el incidente de Kyshtym, que dejó un rastro de contaminación radiactiva a lo largo de una línea de 350 km -afectando a un río, un lago, y un área de población de 250.000 personas-, o el reciente incidente radiactivo en el país ahora denominado Rusia, con el que se ha demostrado que el secretismo y el desprecio por la vida humana no son necesariamente exclusivos del comunismo y ni siquiera de las dictaduras, sino que puede darse también en una democracia bastante imperfecta como la que encarna ahora mismo la dirigida con mano de hierro por Vladimir Putin. La pérdida en salud, vidas humanas y coste medioambiental han tenido estos sucesos nunca ha podido ser valorada en toda su dimensión, pero sin duda ha supuesto un daño irreparable para las regiones golpeadas por los mismos.

Hoy en día, la posibilidad de emplear armas nucleares para los grandes proyectos de ingeniería ni está en la cabeza de prácticamente nadie, ni se contempla. Sin embargo, el balance que los seres humanos dejan de su utilización de la energía nuclear es bastante desolador. A las dos bombas atómicas detonadas en Hiroshima y Nagasaki (y la infinidad de pruebas que distintos países han aplicado en diversos lados del planeta), se unen los accidentes mencionados, el más reciente de los cuales es el de Fukushima, el cual ha provocado un cambio en la percepción de la energía atómica en todo el mundo. Es cierto (esgrimen sus defensores) que los accidentes son una excepción, que durante años han producido energía a raudales para nosotros y que, además, pueden suponer un alivio al planeta al no tener que recurrir a los combustibles fósiles que tanto están contribuyendo al cambio climático. Pero, como argumentan sus detractores, el riesgo de accidentes sigue existiendo (con su efecto tanto en la salud humana como en los animales, las plantas, el suelo, el aire y el agua), y los residuos que se producen continúan generando peligro durante miles de años (tanto, que se han planteado sistemas para advertir de su presencia cuando se produzca el colapso de la actual civilización). A ello hay que sumar que los últimos planes necesarios para la construcción de centrales nucleares se han revelado tan costosos que muchos países, como Alemania, aprovechando la alarma social originado por Fukushima, han decidido dejar de lado esta arriesgada tecnología, con lo cual cualquier debate sobre la posibilidad de centrarse en la energía nuclear para disminuir el efecto del cambio climático ha quedado aparcado, frente a la pujanza de las menos contaminantes energías alternativas. Quizás el ser humano ha aprendido que el poder atómico es demasiado poderoso para jugar con él como si fuéramos niños -como hicimos de manera en ocasiones despreocupada desde que se descubrió la radiactividad, incluyéndola en dentífricos y otros objetos de uso cotidiano-, y que es mejor restringir su uso al mínimo imprescindible (o, como mencionó el ex-relaciones públicas de una central nuclear y escritor Terry Pratchett, de modo probablemente simbólico, "a veces el mayor poder acerca de la magia radica efectivamente en no usarla"). La pena es que, ahora que quizás se ha conseguido, son otras las amenazas las que se yerguen en el horizonte, y no sabemos si de ésas estamos aún a tiempo de escapar.

lunes, 14 de octubre de 2013

La historia real de octubre: La desaparición de Ettore Majorana

Ésta, más que una historia, es una no-historia: algo que no ocurrió, no se sabe bien cómo terminó, o bien pudo no ocurrir nunca. Se trata de un misterio poco conocido y que, sin embargo, ha perturbado y cautivado la imaginación de aquellos que han tenido la oportunidad de entrar en contacto con él. En concreto, se trata de la desaparición de Ettore Majorana, físico nuclear italiano, en el año 1938.


(Imagen de Ettore Majorana. Extraída de Wikimedia Commons)

Escuetas son casi todas las biografías de Majorana que pueden encontrarse para el interesado en su vida, y es quizás porque Majorana tan sólo camina sobre la faz de la tierra unos treinta y un años, o al menos, ése es el tiempo de existencia que ofrece al mundo. Después de ese período, desaparece. Ettore Majorana era un individuo especial, que desde muy joven ya demostró una excepcional aptitud para la física y las matemáticas. Aunque con tan sólo nueve trabajos publicados en el momento de su desaparición, sus colegas parecen acreditarlo como un cerebro privilegiado, aunque también se encargan de destacar su carácter huraño y en gran medida melancólico. Incluso en este aspecto estaba de acuerdo su maestro, Enrico Fermi, un hombre célebremente conocido por su contribución a la física de partículas, y cuyo trabajo sirvió de base junto con el de otros científicos para, años más tarde, desembocar en la creación de la bomba atómica. Es comúnmente aceptado que la personalidad de los científicos -y en particular los que demuestran una mayor genialidad- puede bordear en algunos casos la locura. El problema fue que el carácter hermético y poco aceptado de Majorana fue acentuándose de manera progresiva con los años -agravado, además, por una gastritis que le afectaba bastante-, hasta que, un día, supuestamente tras tomar un barco para visitar a un amigo en Palermo, Ettore se esfuma de la escena. No deja nada detrás, salvo dos notas de las que parece emanar un pesado e intoxicante aroma a duelo de difuntos, y un tercer mensaje que apunta a un suicidio frustrado. Un par de meses antes, Ettore había realizado una serie de movimientos que inducen a pensar que se estaba preparando para terminar con su vida. Hasta aquí, la mente de Ettore: el resto, su cuerpo, desaparece.

Contando todos estos factores, la hipótesis de una muerte auto-inducida, arrojándose seguramente en medio del mar Tirreno, parece la más factible. Sin embargo, hablamos de una época extraña. En aquella época, científicos alemanes e italianos trabajan en un campo de moda, el de la física de partículas, del que que muchos sospechan que puede conducir a la creación de un arma mortíferamente destructora, secreto del cual se quieren apropiar también los estadounidense. El propio Fermi, huyendo de la Italia de Mussolini, aprovecha la concesión del premio Nobel para escapar a América, donde es acogido con los brazos abiertos para colaborar en el proyecto Manhattan. En este ambiente de continua y hasta certera paranoia, no es extraño que las teorías más conspirativas y tenebrosas tengan cabida, y que la imaginación sea poco proclive a aceptar incomprensibles dramas personales. ¿Un secuestro del físico para apropiarse de sus conocimientos nucleares?, improbable. ¿La eliminación de un hombre que había intuido demasiado?, poco creíble. Pero las teorías han sido muchas y han dado tal vez para demasiado. Leonardo Sciascia escribió una novela que teorizaba la reclusión voluntaria de Majorana en un monasterio; recientes titulares en Argentina difundían a bombo y platillo algunas fotografías que indicarían que Majorana había viajado a este país y habría vivido allí alrededor del año 1955; y quizás la más estremecedora opinión sea la mencionada en "El Siciliano" por parte de Alberto Seoane, según la cual Ettore Majorana se suicidió porque había sabido intuir el futuro, y era consciente de que si seguía avanzando en ese campo, algún día él mismo u otros se verían forzados a construir una bomba atómica, con lo cual, tratando de escapar de este destino ominoso, había decidido apartarse de la carrera arrebatándose voluntariamente de la vida. Sea o no verdad esta hipótesis (porque quizás nos estamos acercando tan sólo a una desgracia personal, tan cruenta e insondable como cualquier otra), lo cierto es que la idea cuajaría con el famoso enunciado de la paradoja de Fermi, en la cual el maestro y mentor de Majorana se preguntaba cómo era posible que el ser humano no hubiera contactado nunca con culturas extraterrestres avanzadas, y deducía que, tal vez, a partir de un grado determinado de desarrollo, una civilización acaba por fabricar armas con capacidad suficiente para su propia autodestrucción, y esto hace que desparezca antes de expandirse por el espacio, y por eso nunca podamos llegar a comunicarnos con ella. Este pesimismo respecto al futuro -asociado, con cierta lógica, al hombre que contribuyó a crear una de las armas más devastadores jamás descritas- quizás pueda englobarse en el contexto general de la muerte de Majorana, de cómo veía él el mundo, y de cómo lo consideraban también aquellos que lo heredaron. Isaac Asimov, en su relato "¿Se engendra ahí el hombre?", se preguntaba sobre si los límites de la locura pueden ser también los del conocimiento, y hasta qué punto podemos llegar a adquirir cierto grado de lucidez acerca de la estructura del mundo sin que la revelación de la verdad nos acabe con contudencia de derribar. Quizás Majorana -propondrán algunos- había llegado a esos límites, más allá de cuyas barreras no puedes contemplar nada más. Quizás el italiano llegó a sobrepasar algunos umbrales que tal vez todos (en cualquier circunstancia, por cualquier pretexto) nos encontremos constantemente muy cerca de traspasar.

miércoles, 14 de agosto de 2013

La historia real de agosto: Federico el Grande y el molinero


Esta historia gira alrededor de Federico el Grande de Prusia, uno de los monarcas que cabría inscribirse dentro del rango de "déspotas ilustrados". Federico el Grande, por lo visto, se encontraba molesto porque un molino estorbaba las vistas desde la ventana de su palacio en Postdam, y le preguntó al molinero por cuánto estaría dispuesto a vender su molino para que pudiera derruirlo y de esa manera disfrutar mejor la panorámica al levantarse por las mañanas. El molinero respondió que no lo vendería por ningún precio; sin embargo, el rey (según algunos en un ataque de rabia) ordenó demoler el molino aún así. El molinero, enojado, afirmó: "El rey puede hacer eso, pero hay leyes en Prusia". El molinero recurrió a la justicia, y finalmente ésta le dio la razón, obligando al rey a reconstruir el molino y a pagarle una compensación económica. La actitud con la que el rey se tomó esta decisión varía según quién narre la historia, oscilando entre la magnanimidad, la deportividad, la resignación en plan fábula de la zorra y las uvas, o la satisfacción por comprobar que su sistema de justicia valía más que la palabra de un rey (demostrar lo cual, teóricamente, pudiera haber sido el propósito de todo este asunto, aunque esta teoría se podría aceptar más fácilmente si el rey hubiera esperado a la acción de la justicia antes de derruir el molino), pero lo que parece bastante claro es que el monarca afirmó: "Estoy complacido de encon­trar que existen en mi reino leyes justas y jueces rectos". 

Cuenta también la leyenda que, muchos años más tarde, la familia del molinero se encontró en dificultades económicas y recordó a los descendientes del rey la oferta por su molino, para ver si querían proponerla de nuevo. El monarca de aquel entonces les respondió una misiva indicándoles que era de interés público que el molino permaneciera en manos de la familia del molinero por mucho tiempo, ya que era una parte de la historia de Prusia, y les envió una cierta cantidad de dinero para que pudieran salir adelante. Hoy en día, el molino todavía puede ser contemplado en los alrededores del palacio de Postdam, un lugar que tiene mucha significación histórica por varios motivos: algún guía local cuenta que aquí se compuso el actual himno español; hay un puente en las cercanías que servía para el ocasional intercambio de espías durante la Guerra Fría; entre las estatuas del siglo XVIII allí presentes puede encontrarse una en homenaje a la raza negra (lo cual era raro para aquellos tiempos), y desde uno de los despachos del palacio quizás otro "despota ilustrado", el presidente norteamericano Harry S. Truman, ordenó arrojar la bomba atómica sobre Hiroshima. Como dijo Serge Lancel a propósito de Cartago, "la Historia se encariña con aquellos lugares que un día escogió".

lunes, 3 de diciembre de 2012

La historia real de diciembre: Oppenheimer y el otro

Oppenheimer y el Otro

            La figura de J. Robert Oppenheimer puede resultar tenuemente borrosa al difuminarse entre la neblina de cifras y nombres que envolvieron a aquel secretísimo megaproyecto –con el tiempo, uno de los más milimétricamente conocidos de la historia- que rodeó la construcción de la primera bomba atómica. A Fermi se le ha atribuido la mayor parte del mérito científico de la fisión; Teller es el responsable primero y último de la bomba H; y cuando se reflexiona acerca de aquellas jornadas infernales que tuvieron lugar bajo el sol abrasador de Los Álamos se tiene la imagen de un nutrido grupo de  físicos, de entre los cuales Oppenheimer es recordado –y ahí nunca hubo discusiones ni disentimientos- como un magnífico líder e incansable pacificador en medio de aquella tempestuosa jaula de grillos que constituía un corral, más que de científicos, de auténticos gallos de pelea, con un ego excesivamente subido, y demasiado conscientes de que cada palabra podía alterar el tamaño de la letra con el que su nombre iba a figurar en los libros de historia. Pero hay algo probablemente mucho más relevante en esta historia, y que quizás con el tiempo haya pasado desapercibido ante la brillantez del logro científico alcanzado, y eclipsado –nunca mejor dicho- por la fanfarria y el fulgor de los fuegos artificiales. Claro que el paso del tiempo, y sobre todo, la tendencia natural de vorágines históricas como ésta a engullir a sus propios creadores, hace que muchos de estos detalles pasen desapercibidos. Pero probablemente no ejercieron este fenómeno de amnesia sobre una mujer concreta. Sería ésta la que recordaría –y no los fríos historiadores, o tal vez aquellos compañeros con los que compartió algo más de mil noches- al auténtico Oppenheimer.

            Antes que nada, y sin pretender menospreciar el eficaz papel de mediador de Oppenheimer en el Proyecto Manhattan, debemos hacer hincapié en la enorme capacidad científica de este neoyorquino hijo de un empresario y una artista, y en sus enormes aportaciones teóricas y técnicas al monstruoso invento, pues la brillantez intelectual de Oppenheimer tan sólo se veía en parte ensombrecida por una cierta tendencia a la dispersión. Pero este eclecticismo no era sino una forma más de prolongación de su vasto genio, de expansión sus capacidades hacia campos y formas del conocimiento muy diversos, como demuestran su tendencia a destacar como estudiante tanto en ciencias como en letras (sus intereses incluían la arquitectura, el griego, el latín, los veleros, la escritura o la pintura, la lectura de los clásicos, T.S. Elliot o libros de mineralogía), su viaje de recuperación tras la convalecencia de una enfermedad junto a un profesor de literatura, su rápida graduación subsiguiente en Química en tan sólo tres años para recuperar el tiempo perdido –por supuesto con las mejores calificaciones-, e incluso su dominio del sánscrito (con el objetivo de leer el Bhagavad-Gita en su versión original). Oppenheimer era un ser excéntrico, si se quiere, rayano en el trastorno nervioso (un médico llegó incluso llegó a diagnosticarle de esquizofrenia), aunque eso como casi siempre sería una manera de simplificar mucho las cosas. Muy alto y muy delgado, solitario, fumador empedernido, capaz de obviar necesidades básicas como el alimento si se encontraba absorto en un problema o en una situación a disgusto (“necesito más la física que a los amigos”, llegó a decirle a su hermano), poco apto para el laboratorio (le gastaban bromas a causa de ello) y sin embargo inalcanzable en el ámbito de la física teórica, le transmitía a sus alumnos su pasión por los temas realmente relevantes de la física (decía el premio Nobel Hans Bethe que el éxito de sus clases se debía a su exquisito gusto en la selección de temas), pero al mismo tiempo, y mientras le comenta a un amigo su frustración ante su incapacidad para la física experimental, de repente trata de estrangularlo; también se le acusó de intentar envenenar a uno de sus profesores. De hipnotizadora presencia ante un auditorio, se mostraba inseguro y patológicamente tímido en las distancias cortas, donde se volatilizaba todo su carisma. Sus tendencias melancólicas, sus indagaciones en la religiosidad (entendida ésta en un sentido místico, cercano a las tendencias hinduistas, que casa poco con un área como la física), y un cierto espíritu renacentista -que, cual Leonardo, le incapacitaba para focalizarse en ningún proyecto concreto durante demasiado tiempo- son los causantes, según muchos, de que sus aportaciones en la ciencia no fueran tan grandes como las que realmente corresponderían a su talento innato. Predecía partículas (como el positrón), pero no se molestaba en seguir adelante con sus averiguaciones matemáticas por desidia o pesimismo. Incluso se han encontrado errores en sus ecuaciones, probablemente a causa del breve pero intenso aleteo que imponía a cada uno de sus movimientos. En resumen, un genio despistado, un dibujante de sueños en un papel, a semejanza de Einstein, el cual propuso toda una teoría que desmontaba los axiomas clásicos de veinticinco siglos de ciencia con tan sólo un lápiz y un sacapuntas, y esperó a que fueran los experimentos de otros los que corroborasen sus teorías. Un ideal de sabio griego. Pero este tipo de seres humanos, si bien ensalzados tras su muerte, suelen ser observados bajo el prisma de la incomprensión por sus contemporáneos, y de ahí que los que conocían a Oppenheimer se debatieran entre la admiración intelectual (mayoritariamente sus alumnos, que toleraban sus excentricidades como las de un científico de dibujos animados, sin saber que debajo podía haber un volcán, como ocurrió con el célebre matemático John Nash), y una mirada suspicaz de reojo ante aquellos extraños comportamientos, sobre todo por parte de –en un mundo tan competitivo y elitista como la ciencia de alto nivel- sus colegas científicos, que en muchos casos tan sólo le consideraban un arrogante. A pesar de todo, fue elegido como director científico del proyecto Manhattan, una decisión sorprendente para muchos. Probablemente, como decimos, debido a su ya mencionada agilidad de ingenio: la bomba debía ser desarrollada antes que la de los alemanes, y lo menos importante eran las cuestiones personales de un puñado de –ya como marca de fábrica- egocéntricos y chiflados científicos (“costoso grupo de lunáticos”, les llegó a denominar un general). Así que se pusieron a trabajar.

Como hemos mencionado, el valor principal de la aportación de Oppenheimer al proyecto no consistía tanto en las ideas concretas, como en la implicación personal que le puso al proyecto, participando en cada sesión, cada seminario, sirviendo de puente de enlace entre científicos y militares, haciéndoles a todos partícipes de una tarea que ellos sintieron más grande que ellos mismos y a la que nunca le hubieran dedicado tanta energía de no ser Oppenheimer el director. Tanto énfasis le puso a cada minúscula cuestión, que incluso la posibilidad remota propuesta por un científico de que la bomba pudiera incendiar la atmósfera –desdeñada casi desde el principio- le llevó a sufridas sesiones de trabajo hasta descartar toda posibilidad. Avances, retrocesos, dudas, decepciones... Todo lo que significa un trabajo durante tantos años ejecutado a una bulliciosa presión, con mucho en juego, y con demasiada gente -hija cada una de su padre y de su madre- implicada y consciente de que cada palabra que les contaban era una mentira a medias. Pero finalmente, la prueba en el desierto de Nuevo México –como calificó Oppenheimer con las primeras palabras tras la explosión, un sencillo It worked-, funcionó. Aunque al científico, según mencionó, le vinieron también a la mente un par de versos del Bhagavad-Gita a la cabeza: “Si el esplendor de un millar de soles brillasen al unísono en el cielo, sería como el esplendor de la creación”, y "Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora de Mundos." Sin embargo, la relación de Oppenheimer con respecto a los aspectos éticos de la bomba nunca ha estado del todo clara. La secuencia de hechos es como sigue: tras el éxito de la prueba en Alamogordo se informa a Truman, que lo usa como posición de poder en la cumbre de Postdam; luego se plantea la posibilidad de lanzar la bomba sobre Japón para así precipitar el fin de la guerra (no tanto para salvar más vidas como para evitar que Rusia se apoderara del goloso bocado japonés), y entonces hay temor entre los científicos. Lawrence consideraba emplear la bomba sobre una población humana una aberración (claro que, por muy arma disuasoria que fuera, ¿no se imaginaron la posibilidad?). Algunos defendían el anunciar previamente el lugar donde se arrojara la bomba, para así permitir la evacuación de la población civil, pero Oppenheimer temía precisamente que fuera allí adonde los japoneses trasladaran a los prisioneros de guerra. Muchos de los científicos del proyecto firmaron un manifiesto en contra del uso de la bomba contra seres humanos, pero Oppenheimer les instó a no interferir en las decisiones militares. Breves aspectos indican que Oppenheimer sintió un cierto arrepentimiento por las consecuencias de su trabajo (hay quien recuerda que llegó a decir “Tengo sangre en las manos”, y “El mundo maldecirá los nombres de Los Alamos e Hiroshima”), pero nunca llegó a manifestarlo públicamente, y siempre se manifestó orgulloso de ser el padre de la bomba atómica. En su única visita a Japón en 1960, un periodista le preguntó si no sentía remordimiento. Oppenheimer le respondió: “No es que no me sienta mal. Es que no me siento peor que ayer...”. A partir de entonces, se supone que tendrían que venir los reconocimientos, los homenajes y una vida algo más relajada y rutinaria. Pero como hemos dicho, la historia tiende, como Saturno, a devorar a sus propios protagonistas. Y después de la victoria contra los nazis, vendría un enemigo mayor para los americanos: sus propios compatriotas.

            Resulta extraño que un hombre, tan abstraído de lo que pasaba en el mundo que decía no haberse enterado del crack del 29, pueda ser acusado de comunista. Lo cierto es que las implicaciones de Oppenheimer con los movimientos de izquierda (por cierto muy comunes en esa época: recordemos a Hemingway y a tantos otros, y una época en la cual George Orwell veía difícil publicar sus escritos en Inglaterra porque se dirigían contra nuestros aliados los rusos) surgieron en un principio por la relación personal que mantuvo con Jean Tatlock, una joven estudiante de psicología que era hija de un profesor de Literatura en Berkeley de reconocidas tendencias derechistas. Oppenheimer apoyó con su dinero (la herencia familiar le hizo vivir despreocupadamente y sin preocuparse de menudencias como el Martes negro) a la causa republicana en la guerra civil y otro tipo de movimientos antifascistas, aunque nunca se afilió al Partido Comunista –cosa que, para su desgracia, no se puede decir de su hermano y alguno de sus estudiantes-. En resumen, fue uno más de los que se sintió seducido por los ideales de la izquierda, con más razón en una época en que muchos de los perjuicios del comunismo soviético todavía no habían salido a la luz y en que el fantasma del fascismo asolaba el corazón de Europa, aunque todos esos titubeos izquierdistas los abandonó cuando se embarcó en el proyecto Manhattan, al cual se dedicó en cuerpo y alma. Se suponía que eso debía bastar. Pero claro está, no para McCarthy.

            Fue una época oscura, insensata, y llena de contradicciones y obsesiones paranoicas. El capítulo relacionado con el ámbito de las estrellas es quizás el más conocido (los diez de Hollywood, las listas negras, el ambiguo papel de Elia Kazan, el hecho de que no pudieran acceder a los Oscars algunos de los silenciados por el régimen de terror a causa de sus ideas, pero sí que se nominara a reconocidos comunistas extranjeros tales como Jean Paul Sartre), aunque fue en realidad como un fantasma, una sustancia viscosa y negra que se extendió -hasta asfixiarla- por todos los poros de la sociedad americana. Sensación que, en parte, todavía aún perdura, cuando algún político estadounidense agita la bandera del enemigo invisible, haciendo que la seguridad se anteponga por encima de las libertades individuales, justificando con ello la muerte misma de la democracia. Para que nos hagamos una idea, durante el mccarthismo hubo momentos en que los republicanos acusaron a los demócratas de distribuir propaganda subversiva e incitadora del comunismo: en realidad, los panfletos que los demócratas estaban repartiendo, muy a sabiendas de la controversia que iba a suscitar, era un texto tan antiamericano... como fragmentos de la Declaración de Independencia.

            Los argumentos a favor y en contra de la filiación comunista de Oppenheimer son muchos. Es cierto que muchos de los miembros de su entorno pertenecían al partido y que él mismo simpatizaba, pero también es verdad que llegó a denunciar el intento de presuntos espías rusos de conseguir secretos nucleares a través de algunos de sus conocidos (aunque se desdijo muchas veces de las acusaciones específicas. Probablemente, conforme se dio cuenta que sólo mencionar que a un individuo concreto le habían solicitado información -aunque éste se hubiera negado- podía significar para esa persona ser arrojado a una fría celda sin juicio previo y sin luz de sol durante muchos años; entre aquellos que corrían el riesgo de ser condenados por esta causa se sospecha que estaba su propio hermano). De hecho, los militares no consideraron nunca que estas afinidades fueran suficientes como para desplazarle del liderazgo del Proyecto Manhattan. Para la mayoría, parecía bastante claro que, respecto a nuestro físico despistado, era bastante más factible la idea de que se trataba de un idealista alocado que un taimado espía soviético. McCarthy le tenía especial inquina porque Oppenheimer había sugerido veladamente una vez que la doctrina de la Fuerza Aérea se basaba en el sacrificio de civiles, aunque Hoover le paró los pies para que no le procesara mientras las espadas del proyecto Manhattan permanecían aún en alto. Además, se hallaba el hecho de que la Unión Soviética ya había construido su propia bomba atómica, y por tanto existía el fantasma permanente de un topo infiltrado (acusación por otro lado absurda, hubiera o no topo; el mecanismo teórico básico de la bomba atómica estuvo dando vueltas entre los científicos europeos –los alemanes fueron los principales impulsores de los descubrimientos americanos posteriores- durante varios años, y no era algo tan difícil de descubrir para una mente despierta. De hecho, un autor norteamericano escribió en los años de posguerra una novela en la que se describe el funcionamiento de la bomba atómica, y fue rápidamente detenido e interrogado en las dependencias de los servicios secretos, defendiéndose tan sólo con la sencilla respuesta “lo deduje”). En la caída de Oppenheimer, además, influyeron sus compañeros científicos. La mayor parte de ellos le ensalzaron, y declararon que, si a alguien se le debía el mérito de la bomba atómica, era a él. Pero había un hombrecillo llamado Edward Teller que se sentía particularmente dolido porque su ideal inicial para el diseño de la madre de todas las bombas (y que contenía las bases de la futura bomba H) fue despreciada en un primer momento, y cuando después de una lucha incansable consiguió que el gobierno americano se sintiera entusiasmado con su idea y le pusiera al frente del proyecto, se empeñó en apartar a Oppenheimer todo lo que pudo de él. En parte porque en este mundillo de pequeños divos había muchas susceptibilidades; y también porque Oppenheimer fue primero desdeñoso con las posibilidades científicas del asunto, y luego con las morales (la bomba H -y de ahí el entusiasmo del gobierno norteamericano- iba a ser miles de veces más potente que la de Alamogordo, y el físico neoyorquino se opuso fervientemente, pues ahora abogaba por el control de armas nucleares). ¿Fue esta oposición a un nuevo avance militar, su pacifismo, en definitiva, lo que condujo al procesamiento del jefe del antiguo proyecto Manhattan? Probablemente fue fruto de todas esas tensiones, y del intento de apartar a Oppenheimer de su idea a toda costa, el motivo por el cual Teller, sin abandonar nunca la sonrisa y los elogios, recordó de manera aparentemente vaga durante el proceso contra Oppenheimer las tendencias depresivas y suicidas del acusado en su juventud, y a la pregunta sobre si consideraba que su viejo amigo debía tener capacidad de acceder a los secretos nucleares, respondió que “no”, pero sin dejar de dar constancia de su afecto, y sin grandes explicaciones. Edward Teller pasó a la historia como el creador de la bomba H, pero fue considerado un esquirol y despreciado por sus compañeros científicos. Sin embargo, a todas estas recriminaciones hubiera podido responder Oppenheimer y tal vez haberse salvado. Con lo que no pudo, sin embargo, fue con una acusación que era incapaz de negar: durante una noche de 1943, había dejado al mando militar perplejo al solicitar pasar la noche con Jean Tatlock, su antigua amante y ferviente comunista. Aquella simple acción confirmó para algunos todas las sospechas: Oppenheimer fue apartado de todos sus cargos y retirado el acceso a los nuevos proyectos militares. Tampoco debemos considerarle un mártir: si algo nos enseña el caso de Oppenheimer es que no era un demonio, pero tampoco un santo. Algún historiador ha insinuado que de no haber sido degradado, Oppenheimer hubiera sido recordado como un soplón que dio nombres para intentar salvar su propio cuello. Pero ni siquiera eso le ayudó. El fantasma de Jean Tatlock, en cambio, fue suficiente como para condenarle.
           
            ¿Por qué durmió Oppenheimer con Jean Tatlock aquella noche, pese a que quizás era consciente de las consecuencias que podía acarrearle –él mismo fue quien desaconsejó a su hermano que no se inscribiese en el Partido Comunista, y empezaba ya en esa época a sentir el aliento del mccarthismo bajo su nuca-? La cuestión de la infidelidad no nos atañe demasiado (de hecho, Pauling enfrió su amistad con Oppenheimer a raíz de que, mientras ambos colaboraban, éste le ofreció a la mujer del primero viajar con él a México en una propuesta que olió demasiado mal, y que entre otras cosas ayudó a que Pauling renunciara a formar parte del equipo de Los Alamos bajo la invitación de Robert, alegando que era un pacifista). Jean era una joven voluble y difícil, apasionada e idealista, presa de un turbulento desequilibrio emocional que la llevaría a suicidarse un par de meses después de la noche que pasó con Oppenheimer. Había sido el gran amor de juventud de este último, y dicen que el nombre de la primera bomba atómica, Trinity, era un homenaje a la por aquel entonces recientemente fallecida Jean, pues se basaba en los versos de un poeta que ambos se habían descubierto mutuamente durante su relación. Lo que han argumentado algunos es que, pese al peligro, pese a la amenaza, pese a la continua sospecha de que cualquier asociación con comunistas podía significar su caída inmediata, y a pesar de lo que estaba en juego, Oppenheimer no pudo negarse por una razón: una Jean probablemente desesperada y en el filo del abismo en el que se arrojó tan sólo unos meses más tarde se lo había pedido, y el físico ecléctico decidió poner la amistad y el afecto personal por encima de las consecuencias y las afinidades políticas. Y aquello fue lo que le perdió para siempre.

            Porque Oppenheimer tuvo en cuenta un concepto que es clave en la historia del hombre: la capacidad de ponerse en el lugar del otro (ése que estaba “más allá”, al otro lado de la frontera, como indicaba Kapuscinski), o empatía. Es lo que diferencia al ser humano normal de los autistas, y de los niños menores de tres años, que no poseen aún teoría de la mente: sentir dolor ante el dolor ajeno, ser capaz de solidarizarse con el sufrimiento del Otro, ese concepto tan abstracto que es capaz de aplastarnos como una losa. O como decía Martin Niemöler, el poder darse cuenta antes de tiempo de que “primero fueron por los comunistas, pero no me preocupé porque yo no lo era.... ahora vienen por mí, y ya no puedo hacer nada”, y llegar a implicarse, incluso aunque estemos seguros de que nuestro tiempo no va a llegar nunca.

            El proceso de Oppenheimer es, como tantos en la Historia, un relato de cazadores y perseguidos, con el que cabe fomentar múltiples analogías. Al escuchar estos acontecimientos, y recordando la atormentada personalidad de Oppenheimer, me viene a la memoria de Hart Crane, un poeta norteamericano considerado uno de los más influyentes de su generación, que trató de crear un modernismo autóctono (en oposición a las tendencias europeas y a la fría ironía del T.S. Elliot que leía Oppenheimer), cuya máxima creación es un poema épico panamericano que utiliza el puente de Brooklyn como símbolo principal de la obra, y que habitó en este mundo siempre rodeado de tristeza, porque había sido educado en el cristianismo, y sin embargo era homosexual. Aceptó esta puñalada del destino por considerar que era esta circunstancia vital la que le inclinaba hacia su vocación como poeta, pero prueba de que nunca lo pudo asumir del todo –se consideraba un paria y un fracasado- está que trató de reincorporarse al redil de “la normalidad” mediante una relación heterosexual con Peggy Cowley, la mujer de uno de sus amigos, relación que le estabilizó durante un breve período y le proporcionó una de las pocas etapas tranquilas de su vida. Pero bien se sabe que es imposible mantenerse irredento ante las tendencias naturales, y cuando Crane “recayó” –qué palabra más sórdida, ¿verdad?- en la homosexualidad, se sumergió en una espiral de alcoholismo que le llevó en el viaje de vuelta a los Estados Unidos desde México a, después de recibir una paliza por parte de la tripulación por haber tratado de seducir a un marinero, asumir que siempre su condición de homosexual siempre le haría infeliz, y con un jovial “¡Hasta luego todo el mundo!” delante de decenas de personas, arrojarse por la borda del barco. Su cuerpo nunca fue encontrado.

            Algún lector avezado puede recordar que este tema, el de la homosexualidad, ya fue tratado a propósito de Óscar Wilde en el artículo precedente No lohice por mi familia, y reprocharme el no haber incluido el suceso de Hart Crane en este último, e introducirlo en cambio en el presente ensayo, que aparentemente no tiene nada que ver. La homosexualidad siempre es un aspecto que me ha apasionado, no por ésta en sí misma, sino sobre todo por el fenómeno de persecución irracional y hasta infame que han sufrido las personas que han tenido la desdicha –porque, desgraciadamente, el infierno que somos los otros ha convertido algo perfectamente normal en desdicha- de ser humillados y acosados por algo tan inevitable como ser ellos mismos. Y pensando en Hart Crane nos vienen a la mente historias como la de Gertrude Stein, una lesbiana de carácter indomable (probablemente demasiado) alrededor de la cual giró buena parte de la vanguardia artística del siglo XX, que en el momento de su muerte le preguntó al gran amor de su vida, una mujer a la que había permanecido fiel durante casi cuarenta años: “¿Cuál es la respuesta?”, y al ver que ésta, sobrecogida, no contestaba, optó por volver a plantear: “En dicho caso, ¿cuál es la pregunta?”. O las decenas de formas en que la literatura y el cine han reflejado el drama de los colectivos que estamos mencionando: el mcCarthismo, en La tapadera de Woody Allen o Good night, good luck; la homosexualidad, a través de las películas de Almodóvar o las representaciones de Federico García Lorca -bebiendo ambas de los mismos ojos del niño que se quedaba en el interior oscuro de las casas junto a las mujeres, en un mundo donde a los hombres nunca se les ve directamente sino que se les intuye a través de los umbrales de las cortinas; y donde hay barreras muy diferencias entre las zonas que corresponden a los hombres y las de las féminas, y esquinas que sirven de frontera entre ambos universos, donde la concordia no se vuelve a recuperar-; la magnífica representación del cerco a lo diferente que se hipotetiza en una no tan lejana V de Vendetta, la enternecedora huida marcada de humor de El tren de la vida, o incluso la certera representación que de la limpieza de sangre y la persecución de los judíos se hace en la película Alastriste –no es que sea el film que más admire, ni tampoco una obra maestra, pero si de algo puede presumir esta película es de constituir un fiel reflejo de las desventuras, en la guerra y fuera de ella, de los maltrechos soldados que combatieron en los tercios de Flandes, y también de hacernos sentir congoja ante un personaje entrañable, de origen portugués, del que mejor no desvelaremos el final-.

            Así pues, este artículo que comenzó siendo de los entresijos del proceso de creación de la primera bomba atómica, se ha convertido en uno sobre la opresión, la injusticia, las persecuciones. De los proscritos por la sociedad: de los condenados. De los Dreyfus a los que sólo defienden los Zola, y los indefensos Servet contra los que se alzan inmisericordes los sanguinarios Calvinos. Se ha erigido como refugio para aquellos que es lo único que buscan, y solidarizado con un concepto, el del Otro, que (en un tiempo en que se ensalza cada día más el individualismo y el triunfo de la mayoría) se tiende a acordar de aquellos grupos minoritarios los cuales -a nivel étnico, sexual, ideológico o moral-, en lugar de pasar desapercibidos como a ellos le gustaría serlo, se convierten por acción de algunos Catones acusadores en el centro de un problema inexistente. Por más que rebuscamos en la Historia, y lejos de las películas de Hollywood, sin embargo, no parece que esta empatía sea posible: ningún romano partió una lanza en favor de Cartago; no hay constancia de cristianos viejos que ocultaran a conversos como lejanos familiares. Qué razones, podríamos aducir, tendría un norteamericano de piel blancuzca para ocultar bajo su techo a un japonés residente en Estados Unidos -o norteamericano de ascendencia nipona- de los que fueron encerrados en campos de concentración estadounidense en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, bajo la sospecha (simplemente por la forma de sus ojos) de tratarse de espías, en una estrategia preventiva que si la trasladamos a nuestros días nos recuerda bastante a Guantánamo. O tal vez estos ejemplos sí que existan de verdad, pero no los hemos buscado. Algún día quizás hablemos de alguno de esos casos. De cómo puede ocurrir (porque ha ocurrido) que un homosexual y capitalista, un comunista y  heterosexual (el orden no importa, ¿debería importarnos?), lleguen a ver con la mirada del otro y a comprenderse mutuamente, o no hacerlo, pero al menos, respetarlo, y protegerlo en el momento en que llegue a ser necesario. La vida es algo más que etiquetas: el Otro, con el tiempo, tiene ojos y cejas, y labios que podemos besar.

            Julius Robert Oppenheimer fue rehabilitado en tiempos de Kennedy y Johnson, pero ya era tarde. Había caído en el alcoholismo, como Hart Crane y con su mujer Kitty Harrison -que a pesar de la infidelidad le acompañó también al fin del mundo-, y sus conocidos argumentaron que envejeció prácticamente de la mañana a la noche: el pelo se volvió blanco, adelgazó todavía más y adquirió una serie de humillantes temblores y tics. Después de la revocación de su autorización de Seguridad, alguien describió su comportamiento como el de “un animal herido”. Tampoco se trata ahora de santificar una figura que estuvo tan implicada en tan tétricas cuestiones: hemos de tener en cuenta que Oppenheimer rechazó el plan para contaminar radiactivamente los alimentos del enemigo no por cuestiones morales, sino porque el proyecto le parecía insuficiente a no ser que pudieran garantizar que afectaría a "al menos a medio millón de personas". Oppenheimer es seguramente culpable, pero también, seguramente, no precisamente de los delitos que se le imputaron. Fue castigado cuando fue capaz de verse reflejado en los ojos del Otro, no cuando andaba ciego de esta capacidad. Tal vez sea ése el destino de todos los que han de sentirse liebres bajo las dentelladas de los galgos de presa. La libertad sólo se alcanza cuando eres un fantasma que ya no vive pegado a su cuerpo, que ha quedado atrás en la carrera, agujereado por las balas. Mientras deseamos que nuestros camaradas -nuestros compañeros de inclinación sexual o raza- tengan mejor suerte que sus predecesores, esperamos que personas con las que no podemos identificarnos, sin nada en común –si no, ¿dónde está el mérito?- reconozcan que con nosotros se cometió una injusticia. Para que no haya de nuevo más persecuciones. O para que cuando las haya –que las habrá- seamos conscientes de qué golpes nos están dando. Tal vez así duelan menos.