Oppenheimer
y el Otro
La figura de J. Robert Oppenheimer
puede resultar tenuemente borrosa al difuminarse entre la neblina de cifras y
nombres que envolvieron a aquel secretísimo megaproyecto –con el tiempo, uno de
los más milimétricamente conocidos de la historia- que rodeó la construcción de
la primera bomba atómica. A Fermi se le ha atribuido la mayor parte del mérito
científico de la fisión; Teller es el responsable primero y último de la bomba
H; y cuando se reflexiona acerca de aquellas jornadas infernales que tuvieron
lugar bajo el sol abrasador de Los Álamos se tiene la imagen de un nutrido
grupo de físicos, de entre los cuales
Oppenheimer es recordado –y ahí nunca hubo discusiones ni disentimientos-
como un magnífico líder e incansable pacificador en medio de aquella
tempestuosa jaula de grillos que constituía un corral, más que de científicos,
de auténticos gallos de pelea, con un ego excesivamente subido, y demasiado
conscientes de que cada palabra podía alterar el tamaño de la letra con el que
su nombre iba a figurar en los libros de historia. Pero hay algo probablemente
mucho más relevante en esta historia, y que quizás con el tiempo haya pasado
desapercibido ante la brillantez del logro científico alcanzado, y eclipsado
–nunca mejor dicho- por la fanfarria y el fulgor de los fuegos artificiales.
Claro que el paso del tiempo, y sobre todo, la tendencia natural de vorágines
históricas como ésta a engullir a sus propios creadores, hace que muchos de estos detalles pasen desapercibidos. Pero probablemente no ejercieron este fenómeno de amnesia sobre una
mujer concreta. Sería ésta la que recordaría –y no los fríos historiadores, o tal vez aquellos compañeros con los que compartió algo más de mil noches- al
auténtico Oppenheimer.
Antes que nada, y sin pretender
menospreciar el eficaz papel de mediador de Oppenheimer en el Proyecto
Manhattan, debemos hacer hincapié en la enorme capacidad científica de este
neoyorquino hijo de un empresario y una artista, y en sus enormes aportaciones
teóricas y técnicas al monstruoso invento, pues la brillantez intelectual de
Oppenheimer tan sólo se veía en parte ensombrecida por una cierta tendencia a
la dispersión. Pero este eclecticismo no era sino una forma más de prolongación
de su vasto genio, de expansión sus capacidades hacia campos y formas del
conocimiento muy diversos, como demuestran su tendencia a destacar como
estudiante tanto en ciencias como en letras (sus intereses incluían la
arquitectura, el griego, el latín, los veleros, la escritura o la pintura, la
lectura de los clásicos, T.S. Elliot o libros de mineralogía), su viaje de
recuperación tras la convalecencia de una enfermedad junto a un profesor de
literatura, su rápida graduación subsiguiente en Química en tan sólo tres años
para recuperar el tiempo perdido –por supuesto con las mejores calificaciones-,
e incluso su dominio del sánscrito (con el objetivo de leer el Bhagavad-Gita en su versión original).
Oppenheimer era un ser excéntrico, si se quiere, rayano en el trastorno
nervioso (un médico llegó incluso llegó a diagnosticarle de esquizofrenia),
aunque eso como casi siempre sería una manera de simplificar mucho las cosas.
Muy alto y muy delgado, solitario, fumador empedernido, capaz de obviar
necesidades básicas como el alimento si se encontraba absorto en un problema o
en una situación a disgusto (“necesito más la física que a los amigos”, llegó a
decirle a su hermano), poco apto para el laboratorio (le gastaban bromas a
causa de ello) y sin embargo inalcanzable en el ámbito de la física teórica, le
transmitía a sus alumnos su pasión por los temas realmente relevantes de la
física (decía el premio Nobel Hans Bethe que el éxito de sus clases se debía a
su exquisito gusto en la selección de temas), pero al mismo tiempo, y mientras
le comenta a un amigo su frustración ante su incapacidad para la física
experimental, de repente trata de estrangularlo; también se le acusó de
intentar envenenar a uno de sus profesores. De hipnotizadora presencia ante un
auditorio, se mostraba inseguro y patológicamente tímido en las distancias
cortas, donde se volatilizaba todo su carisma. Sus tendencias melancólicas, sus
indagaciones en la religiosidad (entendida ésta en un sentido místico, cercano a
las tendencias hinduistas, que casa poco con un área como la física), y un cierto espíritu renacentista -que, cual Leonardo, le incapacitaba para focalizarse en ningún proyecto concreto durante demasiado tiempo- son los causantes, según muchos, de que sus aportaciones en la ciencia no fueran
tan grandes como las que realmente corresponderían a su talento innato. Predecía
partículas (como el positrón), pero no se molestaba en seguir adelante con sus
averiguaciones matemáticas por desidia o pesimismo. Incluso se han encontrado
errores en sus ecuaciones, probablemente a causa del breve pero intenso aleteo
que imponía a cada uno de sus movimientos. En resumen, un genio despistado,
un dibujante de sueños en un papel, a semejanza de Einstein, el cual propuso
toda una teoría que desmontaba los axiomas clásicos de veinticinco siglos de
ciencia con tan sólo un lápiz y un sacapuntas, y esperó a que fueran los
experimentos de otros los que corroborasen sus teorías. Un ideal de sabio
griego. Pero este tipo de seres humanos, si bien ensalzados tras su muerte,
suelen ser observados bajo el prisma de la incomprensión por sus
contemporáneos, y de ahí que los que conocían a Oppenheimer se debatieran entre
la admiración intelectual (mayoritariamente sus alumnos, que toleraban sus
excentricidades como las de un científico de dibujos animados, sin saber que
debajo podía haber un volcán, como ocurrió con el célebre matemático John
Nash), y una mirada suspicaz de reojo ante aquellos extraños comportamientos,
sobre todo por parte de –en un mundo tan competitivo y elitista como la ciencia
de alto nivel- sus colegas científicos, que en muchos casos tan sólo le
consideraban un arrogante. A pesar de todo, fue elegido como director
científico del proyecto Manhattan, una decisión sorprendente para muchos.
Probablemente, como decimos, debido a su ya mencionada agilidad de ingenio: la bomba
debía ser desarrollada antes que la de los alemanes, y lo menos importante eran
las cuestiones personales de un puñado de –ya como marca de fábrica- egocéntricos
y chiflados científicos (“costoso grupo de lunáticos”, les llegó a denominar un
general). Así que se pusieron a trabajar.
Como hemos mencionado, el valor principal de la aportación de
Oppenheimer al proyecto no consistía tanto en las ideas concretas, como en la
implicación personal que le puso al proyecto, participando en cada sesión, cada
seminario, sirviendo de puente de enlace entre científicos y militares,
haciéndoles a todos partícipes de una tarea que ellos sintieron más grande que
ellos mismos y a la que nunca le hubieran dedicado tanta energía de no ser
Oppenheimer el director. Tanto énfasis le puso a cada minúscula cuestión, que
incluso la posibilidad remota propuesta por un científico de que la bomba
pudiera incendiar la atmósfera –desdeñada casi desde el principio- le llevó a
sufridas sesiones de trabajo hasta descartar toda posibilidad. Avances,
retrocesos, dudas, decepciones... Todo lo que significa un trabajo durante
tantos años ejecutado a una bulliciosa presión, con mucho en juego, y con
demasiada gente -hija cada una de su padre y de su madre- implicada y
consciente de que cada palabra que les contaban era una mentira a medias. Pero
finalmente, la prueba en el desierto de Nuevo México –como calificó Oppenheimer con las primeras palabras tras la explosión, un sencillo It worked-, funcionó. Aunque al científico, según mencionó, le
vinieron también a la mente un par de versos del Bhagavad-Gita
a la cabeza: “Si el esplendor de
un millar de soles brillasen al unísono en el cielo, sería como el esplendor de
la creación”, y "Ahora me he convertido en La Muerte, Destructora
de Mundos." Sin embargo, la relación de Oppenheimer con respecto a los
aspectos éticos de la bomba nunca ha estado del todo clara. La secuencia de hechos
es como sigue: tras el éxito de la prueba en Alamogordo se informa a Truman,
que lo usa como posición de poder en la cumbre de Postdam; luego se plantea la
posibilidad de lanzar la bomba sobre Japón para así precipitar el fin de la
guerra (no tanto para salvar más vidas como para evitar que Rusia se apoderara
del goloso bocado japonés), y entonces hay temor entre los científicos.
Lawrence consideraba emplear la bomba sobre una población humana una aberración
(claro que, por muy arma disuasoria que fuera, ¿no se imaginaron la
posibilidad?). Algunos defendían el anunciar previamente el lugar donde se
arrojara la bomba, para así permitir la evacuación de la población civil, pero
Oppenheimer temía precisamente que fuera allí adonde los japoneses trasladaran
a los prisioneros de guerra. Muchos de los científicos del proyecto firmaron un
manifiesto en contra del uso de la bomba contra seres humanos, pero Oppenheimer
les instó a no interferir en las decisiones militares. Breves aspectos indican
que Oppenheimer sintió un cierto arrepentimiento por las consecuencias de su trabajo
(hay quien recuerda que llegó a decir “Tengo sangre en las manos”, y “El mundo
maldecirá los nombres de Los Alamos e Hiroshima”), pero nunca llegó a
manifestarlo públicamente, y siempre se manifestó orgulloso de ser el padre de
la bomba atómica. En su única visita a Japón en 1960, un periodista le preguntó
si no sentía remordimiento. Oppenheimer le respondió: “No es que no me sienta
mal. Es que no me siento peor que ayer...”. A partir de entonces, se supone que
tendrían que venir los reconocimientos, los homenajes y una vida algo más
relajada y rutinaria. Pero como hemos dicho, la historia tiende, como Saturno,
a devorar a sus propios protagonistas. Y después de la victoria contra los
nazis, vendría un enemigo mayor para los americanos: sus propios compatriotas.
Resulta extraño que un hombre, tan
abstraído de lo que pasaba en el mundo que decía no haberse enterado del crack
del 29, pueda ser acusado de comunista. Lo cierto es que las implicaciones de
Oppenheimer con los movimientos de izquierda (por cierto muy comunes en esa
época: recordemos a Hemingway y a tantos otros, y una época en la cual George
Orwell veía difícil publicar sus escritos en Inglaterra porque se dirigían
contra nuestros aliados los rusos) surgieron en un principio por la relación
personal que mantuvo con Jean Tatlock, una joven estudiante de psicología que
era hija de un profesor de Literatura en Berkeley de reconocidas tendencias
derechistas. Oppenheimer apoyó con su dinero (la herencia familiar le hizo vivir
despreocupadamente y sin preocuparse de menudencias como el Martes negro) a la
causa republicana en la guerra civil y otro tipo de movimientos antifascistas,
aunque nunca se afilió al Partido Comunista –cosa que, para su desgracia, no se
puede decir de su hermano y alguno de sus estudiantes-. En resumen, fue uno más
de los que se sintió seducido por los ideales de la izquierda, con más razón en
una época en que muchos de los perjuicios del comunismo soviético todavía no habían
salido a la luz y en que el fantasma del fascismo asolaba el corazón de Europa,
aunque todos esos titubeos izquierdistas los abandonó cuando se embarcó en el
proyecto Manhattan, al cual se dedicó en cuerpo y alma. Se suponía que eso
debía bastar. Pero claro está, no para McCarthy.
Fue una época oscura, insensata, y
llena de contradicciones y obsesiones paranoicas. El capítulo relacionado con
el ámbito de las estrellas es quizás el más conocido (los diez de Hollywood,
las listas negras, el ambiguo papel de Elia Kazan, el hecho de que no pudieran
acceder a los Oscars algunos de los silenciados por el régimen de terror a
causa de sus ideas, pero sí que se nominara a reconocidos comunistas
extranjeros tales como Jean Paul Sartre), aunque fue en realidad como un
fantasma, una sustancia viscosa y negra que se extendió -hasta asfixiarla- por
todos los poros de la sociedad americana. Sensación que, en parte, todavía aún perdura, cuando algún
político estadounidense agita la bandera del enemigo invisible, haciendo que la
seguridad se anteponga por encima de las libertades individuales, justificando
con ello la muerte misma de la democracia. Para que nos hagamos una idea,
durante el mccarthismo hubo momentos en que los republicanos acusaron a los
demócratas de distribuir propaganda subversiva e incitadora del comunismo: en
realidad, los panfletos que los demócratas estaban repartiendo, muy a sabiendas
de la controversia que iba a suscitar, era un texto tan antiamericano... como
fragmentos de la Declaración de Independencia.
Los argumentos a favor y en contra
de la filiación comunista de Oppenheimer son muchos. Es cierto que muchos de los miembros
de su entorno pertenecían al partido y que él mismo simpatizaba, pero también
es verdad que llegó a denunciar el intento de presuntos espías rusos de
conseguir secretos nucleares a través de algunos de sus conocidos (aunque se
desdijo muchas veces de las acusaciones específicas. Probablemente, conforme se
dio cuenta que sólo mencionar que a un individuo concreto le habían solicitado
información -aunque éste se hubiera negado- podía significar para esa persona ser
arrojado a una fría celda sin juicio previo y sin luz de sol durante muchos
años; entre aquellos que corrían el riesgo de ser condenados por esta causa se sospecha que estaba su
propio hermano). De hecho, los militares no consideraron nunca que estas afinidades
fueran suficientes como para desplazarle del liderazgo del Proyecto Manhattan.
Para la mayoría, parecía bastante claro que, respecto a nuestro físico despistado, era
bastante más factible la idea de que se trataba de un idealista alocado que un
taimado espía soviético. McCarthy le tenía especial inquina porque Oppenheimer
había sugerido veladamente una vez que la doctrina de la Fuerza Aérea se basaba
en el sacrificio de civiles, aunque Hoover le paró los pies para que no le
procesara mientras las espadas del proyecto Manhattan permanecían aún en alto.
Además, se hallaba el hecho de que la Unión Soviética ya había construido su
propia bomba atómica, y por tanto existía el fantasma permanente de un topo
infiltrado (acusación por otro lado absurda, hubiera o no topo; el mecanismo teórico básico de la
bomba atómica estuvo dando vueltas entre los científicos europeos –los alemanes
fueron los principales impulsores de los descubrimientos americanos
posteriores- durante varios años, y no era algo tan difícil de descubrir para
una mente despierta. De hecho, un autor norteamericano escribió en los años
de posguerra una novela en la que se describe el funcionamiento de la bomba
atómica, y fue rápidamente detenido e interrogado en las dependencias de los
servicios secretos, defendiéndose tan sólo con la sencilla respuesta “lo
deduje”). En la caída de Oppenheimer, además, influyeron sus compañeros
científicos. La mayor parte de ellos le ensalzaron, y declararon que, si a
alguien se le debía el mérito de la bomba atómica, era a él. Pero había un
hombrecillo llamado Edward Teller que se sentía particularmente dolido porque su
ideal inicial para el diseño de la madre de todas las bombas (y que contenía
las bases de la futura bomba H) fue despreciada en un primer momento, y cuando
después de una lucha incansable consiguió que el gobierno americano se sintiera
entusiasmado con su idea y le pusiera al frente del proyecto, se empeñó en
apartar a Oppenheimer todo lo que pudo de él. En parte porque en este mundillo
de pequeños divos había muchas susceptibilidades; y también porque Oppenheimer
fue primero desdeñoso con las posibilidades científicas del asunto, y luego con
las morales (la bomba H -y de ahí el entusiasmo del gobierno norteamericano- iba a ser miles de veces más potente que la de Alamogordo, y el físico
neoyorquino se opuso fervientemente, pues ahora abogaba por el
control de armas nucleares). ¿Fue esta oposición a un nuevo avance militar, su
pacifismo, en definitiva, lo que condujo al procesamiento del jefe del antiguo proyecto
Manhattan? Probablemente fue fruto de todas esas tensiones, y del intento de apartar a Oppenheimer de su idea a toda costa, el motivo por el cual Teller, sin abandonar
nunca la sonrisa y los elogios, recordó de manera aparentemente vaga durante el proceso contra
Oppenheimer las tendencias depresivas y suicidas del acusado en su juventud, y
a la pregunta sobre si consideraba que su viejo amigo debía tener capacidad
de acceder a los secretos nucleares, respondió que “no”, pero sin dejar de dar
constancia de su afecto, y sin grandes explicaciones. Edward Teller pasó a la
historia como el creador de la bomba H, pero fue considerado un esquirol y
despreciado por sus compañeros científicos. Sin embargo, a todas estas recriminaciones hubiera podido responder Oppenheimer y tal vez haberse salvado. Con lo que no pudo, sin embargo, fue con una acusación que era incapaz de negar: durante una noche
de 1943, había dejado al mando militar perplejo al solicitar pasar la noche con
Jean Tatlock, su antigua amante y ferviente comunista. Aquella simple acción
confirmó para algunos todas las sospechas: Oppenheimer fue apartado de todos
sus cargos y retirado el acceso a los nuevos proyectos militares. Tampoco debemos
considerarle un mártir: si algo nos enseña el caso de Oppenheimer es que no era
un demonio, pero tampoco un santo. Algún historiador ha insinuado que de no
haber sido degradado, Oppenheimer hubiera sido recordado como un soplón que dio nombres para intentar salvar su propio cuello. Pero ni siquiera eso le ayudó.
El fantasma de Jean Tatlock, en cambio, fue suficiente como para condenarle.
¿Por qué durmió Oppenheimer con Jean
Tatlock aquella noche, pese a que quizás era consciente de las consecuencias
que podía acarrearle –él mismo fue quien desaconsejó a su hermano que no se
inscribiese en el Partido Comunista, y empezaba ya en esa época a sentir el
aliento del mccarthismo bajo su nuca-? La cuestión de la infidelidad no nos
atañe demasiado (de hecho, Pauling enfrió su amistad con Oppenheimer a raíz de
que, mientras ambos colaboraban, éste le ofreció a la mujer del primero viajar
con él a México en una propuesta que olió demasiado mal, y que entre otras
cosas ayudó a que Pauling renunciara a formar parte del equipo de Los Alamos
bajo la invitación de Robert, alegando que era un pacifista). Jean era una
joven voluble y difícil, apasionada e idealista, presa de un turbulento
desequilibrio emocional que la llevaría a suicidarse un par de meses después de
la noche que pasó con Oppenheimer. Había sido el gran amor de juventud de este
último, y dicen que el nombre de la primera bomba atómica, Trinity, era un homenaje a la por aquel entonces recientemente
fallecida Jean, pues se basaba en los versos de un poeta que ambos se habían
descubierto mutuamente durante su relación. Lo que han argumentado algunos es
que, pese al peligro, pese a la amenaza, pese a la continua sospecha de que
cualquier asociación con comunistas podía significar su caída inmediata, y a
pesar de lo que estaba en juego, Oppenheimer no pudo negarse por una razón: una
Jean probablemente desesperada y en el filo del abismo en el que se arrojó tan
sólo unos meses más tarde se lo había pedido, y el físico ecléctico decidió
poner la amistad y el afecto personal por encima de las consecuencias y las
afinidades políticas. Y aquello fue lo que le perdió para siempre.
Porque Oppenheimer tuvo en cuenta un
concepto que es clave en la historia del hombre: la capacidad de ponerse en el
lugar del otro (ése que estaba “más allá”, al otro lado de la frontera, como
indicaba Kapuscinski), o empatía. Es lo que diferencia al ser humano normal de
los autistas, y de los niños menores de tres años, que no poseen aún teoría de la
mente: sentir dolor ante el dolor ajeno, ser capaz de solidarizarse con el
sufrimiento del Otro, ese concepto tan abstracto que es capaz de aplastarnos
como una losa. O como decía Martin Niemöler, el poder darse cuenta antes de
tiempo de que “primero fueron por los comunistas, pero no me preocupé porque yo
no lo era.... ahora vienen por mí, y ya no puedo hacer nada”, y llegar a
implicarse, incluso aunque estemos seguros de que nuestro tiempo no va a llegar
nunca.
El proceso de Oppenheimer es, como
tantos en la Historia, un relato de cazadores y perseguidos, con el que cabe
fomentar múltiples analogías. Al escuchar estos acontecimientos, y recordando
la atormentada personalidad de Oppenheimer, me viene a la memoria de Hart Crane,
un poeta norteamericano considerado uno de los más influyentes de su
generación, que trató de crear un modernismo autóctono (en oposición a las
tendencias europeas y a la fría ironía del T.S. Elliot que leía Oppenheimer),
cuya máxima creación es un poema épico panamericano que utiliza el puente de
Brooklyn como símbolo principal de la obra, y que habitó en este
mundo siempre rodeado de tristeza, porque había sido educado en el
cristianismo, y sin embargo era homosexual. Aceptó esta puñalada del destino
por considerar que era esta circunstancia vital la que le inclinaba hacia su
vocación como poeta, pero prueba de que nunca lo pudo asumir del todo –se
consideraba un paria y un fracasado- está que trató de reincorporarse al redil
de “la normalidad” mediante una relación heterosexual con Peggy Cowley, la
mujer de uno de sus amigos, relación que le estabilizó durante un breve período
y le proporcionó una de las pocas etapas tranquilas de su vida. Pero bien se
sabe que es imposible mantenerse irredento ante las tendencias naturales, y
cuando Crane “recayó” –qué palabra más sórdida, ¿verdad?- en la homosexualidad,
se sumergió en una espiral de alcoholismo que le llevó en el viaje de vuelta a
los Estados Unidos desde México a, después de recibir una paliza por parte de
la tripulación por haber tratado de seducir a un marinero, asumir que siempre
su condición de homosexual siempre le haría infeliz, y con un jovial “¡Hasta
luego todo el mundo!” delante de decenas de personas, arrojarse por la borda
del barco. Su cuerpo nunca fue encontrado.
Algún lector avezado puede recordar
que este tema, el de la homosexualidad, ya fue tratado a propósito de Óscar
Wilde en el artículo precedente No lohice por mi familia, y reprocharme el no haber incluido el suceso de Hart
Crane en este último, e introducirlo en cambio en el presente ensayo, que
aparentemente no tiene nada que ver. La homosexualidad siempre es un aspecto
que me ha apasionado, no por ésta en sí misma, sino sobre todo por el fenómeno de
persecución irracional y hasta infame que han sufrido las personas que han
tenido la desdicha –porque, desgraciadamente, el infierno que somos los otros ha
convertido algo perfectamente normal en desdicha- de ser
humillados y acosados por algo tan inevitable como ser ellos mismos. Y
pensando en Hart Crane nos vienen a la mente historias como la de Gertrude
Stein, una lesbiana de carácter indomable (probablemente demasiado) alrededor de la cual giró buena parte de la vanguardia artística del siglo XX, que en el momento de su muerte le preguntó al
gran amor de su vida, una mujer a la que había permanecido fiel durante casi
cuarenta años: “¿Cuál es la respuesta?”, y al ver que ésta, sobrecogida, no
contestaba, optó por volver a plantear: “En dicho caso, ¿cuál es la pregunta?”.
O las decenas de formas en que la literatura y el cine han reflejado el drama
de los colectivos que estamos mencionando: el mcCarthismo, en La tapadera de Woody Allen o Good
night, good luck; la homosexualidad, a través de las películas de Almodóvar
o las representaciones de Federico García Lorca -bebiendo ambas de los mismos
ojos del niño que se quedaba en el interior oscuro de las casas junto a las
mujeres, en un mundo donde a los hombres nunca se les ve directamente sino que
se les intuye a través de los umbrales de las cortinas; y donde hay barreras
muy diferencias entre las zonas que corresponden a los hombres y las de las
féminas, y esquinas que sirven de frontera entre ambos universos, donde la concordia
no se vuelve a recuperar-; la magnífica representación del cerco a lo diferente
que se hipotetiza en una no tan lejana V
de Vendetta, la enternecedora huida marcada de humor de El tren de la vida, o incluso la certera
representación que de la limpieza de sangre y la persecución de los judíos se
hace en la película Alastriste –no es
que sea el film que más admire, ni tampoco una obra maestra, pero si de algo
puede presumir esta película es de constituir un fiel reflejo de las
desventuras, en la guerra y fuera de ella, de los maltrechos soldados que
combatieron en los tercios de Flandes, y también de hacernos sentir congoja
ante un personaje entrañable, de origen portugués, del que mejor no desvelaremos
el final-.
Así pues, este artículo que comenzó
siendo de los entresijos del proceso de creación de la primera bomba atómica,
se ha convertido en uno sobre la opresión, la injusticia, las persecuciones. De
los proscritos por la sociedad: de los condenados. De los Dreyfus a los que
sólo defienden los Zola, y los indefensos Servet contra los que se alzan inmisericordes los sanguinarios Calvinos.
Se ha erigido como refugio para aquellos que es lo único que buscan, y solidarizado
con un concepto, el del Otro, que (en un tiempo en que se ensalza cada día más
el individualismo y el triunfo de la mayoría) se tiende a acordar de aquellos
grupos minoritarios los cuales -a nivel étnico, sexual, ideológico o moral-, en lugar de
pasar desapercibidos como a ellos le gustaría serlo, se convierten por acción
de algunos Catones acusadores en el centro de un problema inexistente. Por más
que rebuscamos en la Historia, y lejos de las películas de Hollywood, sin
embargo, no parece que esta empatía sea posible: ningún romano partió una lanza
en favor de Cartago; no hay constancia de cristianos viejos que ocultaran a
conversos como lejanos familiares. Qué razones, podríamos aducir, tendría un
norteamericano de piel blancuzca para ocultar bajo su techo a un japonés
residente en Estados Unidos -o norteamericano de ascendencia nipona- de los que
fueron encerrados en campos de concentración estadounidense en vísperas de la
Segunda Guerra Mundial, bajo la sospecha (simplemente por la forma de sus
ojos) de tratarse de espías, en una estrategia preventiva que si la trasladamos a
nuestros días nos recuerda bastante a Guantánamo. O tal vez estos ejemplos sí
que existan de verdad, pero no los hemos buscado. Algún día quizás hablemos de alguno de esos casos. De cómo puede ocurrir (porque ha ocurrido) que un homosexual y capitalista, un comunista y heterosexual (el orden no importa, ¿debería importarnos?), lleguen a ver con la
mirada del otro y a comprenderse mutuamente, o no hacerlo, pero al menos,
respetarlo, y protegerlo en el momento en que llegue a ser necesario. La vida
es algo más que etiquetas: el Otro, con el tiempo, tiene ojos y cejas, y labios
que podemos besar.
Julius Robert Oppenheimer
fue rehabilitado en tiempos de Kennedy y Johnson, pero ya era tarde. Había
caído en el alcoholismo, como Hart Crane y con su mujer Kitty Harrison -que a
pesar de la infidelidad le acompañó también al fin del mundo-, y sus conocidos
argumentaron que envejeció prácticamente de la mañana a la noche: el pelo se
volvió blanco, adelgazó todavía más y adquirió una serie de humillantes
temblores y tics. Después de la revocación de su autorización de Seguridad,
alguien describió su comportamiento como el de “un animal herido”. Tampoco se trata ahora de santificar una figura que estuvo tan implicada en tan tétricas cuestiones: hemos de tener en cuenta que Oppenheimer rechazó el plan para contaminar radiactivamente los alimentos del enemigo no por cuestiones morales, sino porque el proyecto le parecía insuficiente a no ser que pudieran garantizar que afectaría a "al menos a medio millón de personas". Oppenheimer es seguramente culpable, pero también, seguramente, no precisamente de los delitos que se le imputaron. Fue castigado cuando fue capaz de verse reflejado en los ojos del Otro, no cuando andaba ciego de esta capacidad. Tal vez sea
ése el destino de todos los que han de sentirse liebres bajo las dentelladas de
los galgos de presa. La libertad sólo se alcanza cuando eres un fantasma que ya
no vive pegado a su cuerpo, que ha quedado atrás en la carrera, agujereado por
las balas. Mientras deseamos que nuestros camaradas -nuestros compañeros de
inclinación sexual o raza- tengan mejor suerte que sus predecesores, esperamos que
personas con las que no podemos identificarnos, sin nada en común –si no, ¿dónde
está el mérito?- reconozcan que con nosotros se cometió una injusticia. Para
que no haya de nuevo más persecuciones. O para que cuando las haya –que las
habrá- seamos conscientes de qué golpes nos están dando. Tal vez así duelan
menos.