lunes, 23 de marzo de 2020

Microrrelatos sobre la historia real del mes: El amor en tiempos del coronavirus

Un conjunto de relatos acerca del acontecimiento (cuarentena global por la COVID-19) que estamos viviendo estos últimos días en todo el mundo. Incluye historias de variado pelaje, desde las más costumbristas y en tono jocoso, hasta, al final (no apto para sensibles) las que pueden resultar más complicadas. Como os digo, mi objetivo no es otro que hacernos más llevadero el encierro, mientras nos entretenemos, aprendemos, reflexionamos y, sobre todo, permanecemos en casa haciendo el menor contacto posible (protegiendo especialmente a los más vulnerables, al disminuir con ellos la interacción física). Lo dicho, mucho cuidado, y mucha suerte.


(Historia real que me relató un familiar):
La cajera del supermercado, a gritos:
-¿Qué os pasa?¡Que no vais a poder comer tanto jamás en vuestra vida!¡Que os vais a morir antes de las diabetes y del colesterol que del virus!¿PERO QUÉ HACÉIS?


-No te comas esa fabada, José Carlos.
-Hay que comérselo todo, hay que aprovechar la comida antes de que se ponga mala.
-Que es de lata...
-Pero caduca dentro de un mes. Es mejor aprovechar para luego no tener que racionar los alimentos.
-Que acabas de desayunar...
-El hambre mata más que una epidemia.
-Tranquilo, que de hambre no te mueres... Y, a este paso, del virus tampoco.


-Mira, han estrenado Disney Plus. Luego dirás que no tienen culpa de la epidemia.
-Se supone que tendría que haber salido una semana antes, para la gente que va a estar encerrada.
-¿Qué se supone que debía llegar una semana antes, Disney Plus o la epidemia?
-Ambas.


-Anda que si Hitchcock intenta filmar "La ventana indiscreta" estos días, la historia hubiera dado un juego...


Pues yo no le he cogido rabia a mis vecinos durante el confinamiento. Más bien al contrario, me he enamorado de ellos. De la señora mayor que aplaude a las 8 a rabiar. Del que nos pone música para animarnos (aunque le agradezco que haya abandonado el reggaeton, porque me iba a dar un pasmo). Eso sí, del que he acabado hasta las luciérnagas es del vecino de arriba. Cuando acabe todo esto voy a subir las escaleras, voy a tocar a su puerta y le voy a dar... un abrazo bien gordo, porque lo necesitamos.


El del ramito de violetas durante el confinamiento, estresado no, lo siguiente.


-Acabo de hacer limpieza y he encontrado un billete de lotería sin cobrar, pero todas las agencias de lotería están cerradas. José Carlos, mira a ve qué pone el decreto del estado de alarma sobre eso...


-Joder, esos personajes de las series, qué juntitos que están...
-Fíjate, y lo ven tan normal, como si no hubiera epidemia.
-Hombre, entonces no había epidemia.
-Pero con la de cosas que se podían pegar entonces. Venéreas, la gripe... Qué asco... Lo echo de menos. ¿Nos pegamos un arrechuche?
-Creo que prefiero el coronavirus, José Carlos...


-Lo siento, suegra, está claro que está usted contagiada, hay que aislarla. La encerramos en la habitación, le dejamos comida en la puerta, y no la queremos ver en diez semanas.
-Pero si yo me encuentro perfectame...
-Sshhh, calle, calle, no sea que se transmita por el sonido también.


-Paco, menos mal que en el momento que decretaron la cuarentena estabas aquí y no en casa de tu mujer, ¿verdad?
-Mmmm...
-¿Qué estás haciendo?¿A quién le estás mandando mensajes por el móvil?¿A TU MUJER?¿Y MENSAJES GUARROS?
-Palomita, entiéndeme, es que ahora, con la distancia...
-¡Paco!¿Qué haces con esa maleta?¿Esa no es la que reservabas para nuestros encuentros clandestinos?¿Paco?¡PACOOOO!


-A ver, adónde se supone que va usted.
-Pues a la farmacia, agente.
-Si tiene usted una al lado, ¿qué hace usted yendo en dirección contraria?
-Verá, es que... el farmacéutico de ese establecimiento me puso los cuernos con mi mujer... y me juré a mí mismo... Ay, Dios mío, no puedo seguir...
-Mire, no se preocupe: me hace usted una declaración aquí, especificando, con TODO LUJO DE DETALLES, lo de su mujer y el farmacéutico, y le damos permiso, ¿eh? Usted no se preocupe. Pero todos los detalles, ¿eh?, no se le olvide ninguno.
Aquella tarde, al llegar a casa, al policía le brillaban los ojos:
-No tienes ni idea, cariño, de lo que te traigo hoy...


-Nos queda poca comida en la alacena. ¿Qué quieres de cenar?¿Latas de atún?
-Puf, paso.
-¿Unas legumbres?
-Qué asco.
-¿Tu plato preferido preparado por un chéf estrella?
-Ñññeeee...
-Este chico ya era imposible antes de la epidemia.
-¡Si es que no me das opciones!


-Bueno, ya han pasado 10 meses, puedes parar ya la cuarentena por el coronavirus, ¿no?
-¿Por el qué? Ah, sí, sí, sí... Una pregunta... ¿me puedes recordar por qué era todo esto? Buf, salir a la calle, qué pereza.


-Si no tienes el coronavirus, no eres nadie. Y si después no lo cuentas, tampoco.


-La de historias de asesinatos de jefes de empresa que no permitieron el teletrabajo que va a haber después del coronavirus.
-Qué material para la ficción, ¿eh?
-¿Qué ficción?


Historias de amor de adolescentes en medio de la epidemia: "La Jenni se ha puesto a salir con el Johnathan, que tiene perro y así puede salir más a menudo. Y se ha enterado que Juan Jesús está saliendo a escondidas con la Yoli en la misma franja con los mayores del catorce, en lugar de con su novia Mari Pili, que sólo tiene trece. Tía, que fuerte".


Hay una historia que pocos saben y es que, en una época determinada en los países occidentales, se creía que los libros (y no sólo por su contenido) podían contagiar toda clase de enfermedades. La gente advertía contra las bibliotecas públicas como focos transmisores de infecciones: algunas instituciones se dedicaban a fumigar los libros sin piedad. No se sabe muy bien si se trató de un bulo difundido por comerciantes, que le tenían miedo a que la gente dejara de comprar libros, o si no tuvo nada que ver y fue simplemente un miedo instintivo, en una época donde había frecuentes epidemias, y mucho más desconocimiento sobre cómo se propagaban. Al final, se comprobó que las bibliotecas inducían poco o ningún peligro y se dejaron de implantar esa clase de medidas. Ahora, sin embargo, con el coronavirus, la cosa no está tan clara. A pesar de eso, hay gente que está dejando libros en los descansillos de los edificios de varios pisos. Los prestan con toda clase de advertencias ("Tened cuidado", "Desinfectar primero"), pero de todos modos la gente los coge y los intercambia, porque están ansiosos de lecturas por devorar. Ha ocurrido un caso curioso. Una chica que ha vivido siempre de alquiler, y ha tenido periódicamente que vender o regalar sus libros, porque no podía llevarlos de una mudanza a otra. Resulta que, entre los textos que le han proporcionado sus vecinos, ha encontrado una de las novelas de su propiedad, que hace años almacenaba en sus estanterías. Y sabe que es suya porque, entre dos hojas, ha reconocido un marcapáginas casero que elaboró en un momento determinado y, escrito sobre él, ha leído una nota de su abuela ya fallecida: "Laurita, cómo me entusiasma que leas tantos libros. Ojalá yo pudiera vivir una pasión tan fuerte como tú". Sobre las hojas ha caído una lágrima, que Laura no sabe muy bien si será capaz de desinfectar.


Quién te iba a decir, a estas alturas de tu vida, con tu edad, descubriendo las aplicaciones móviles para ligar. Y de repente me entero que ese señor tan antipático del quinto, ése con que siempre me peleo por las pinzas de la ropa que se caen al patio, tiene los mismos gustos de cine que yo. Ahora hemos empezado a contactar a través de la aplicación y bueno, ligar, ligar... En fin, algún escarceo hemos tenido. Cuando uno no tiene contacto, un poco de vídeo y algo de imaginación no hacen daño a nadie. Pero sobre todo, se preocupa por mí. Me pregunta cómo estoy. De vez en cuando escucho dos toques en la puerta y, cuando la abro, me encuentro un paquete de galletas y una flor. Las desinfecto con lejía, pero no te creas que por eso lo aprecio menos, ¿eh? Esta noche hemos quedado. Me siento como una colegiala. Bueno, te dejo, que me tengo que poner guapa para cuando aplaudamos por el balcón. Ay, qué contenta estoy con esto de la pandemia. Ojalá dure más tiempo...


Lo que no mata engorda, le dijo a su doctor después de la pandemia, con una sonrisa. Y a usted, replicó el doctor, el coronavirus desde luego no le ha matado, señor, pero el confinamiento le ha puesto como una vaca.


Estaba tan solo por el coronavirus que me puse a hablar con mi amiga muerta. Durante horas. Peleábamos. Nos repartíamos las tareas domésticas. Nos besábamos. Lo mismo no estaba muerta. Lo mismo ella, en su casa, estaba haciendo lo mismo.


Escucharon que llegaba la cuarentena y, sin haberse visto en años, se reunieron en su antigua casa, en ese piso que aún seguía vacío, sin habitar. Se llevaron lo imprescindible, porque no necesitaban otra cosa. Se pasaron el día sudándose, agarrándose, apoderándose el uno del otro, atrapándose sin aspirar a escapar. Apenas salían, lo estrictamente necesario para comprar comida y cocinar, que hacían desnudos, pues casi de inmediato tras terminar de comer en silencio -con tan sólo el animal ruido de los cubiertos sobre platos- se lanzaban de nuevo a esa tarea irresistible e infatigable, a la que resultaba inconcebible plantear alternativa pues fuera de ello no había nada más. Se pasaron allí días, semanas, meses, y fue como si sólo transcurriera un acto simple y trascendental. Cuando terminó la cuarentena, empaquetaron de nuevo sus cosas, se dieron un último beso, fugaz, tímido, y se marcharon por siempre jamás. Ahora, en la soledad de sus casas, están deseando que llegue otra pandemia para volver a empezar.


La diferencia entre siglos, milenios, etc, que existe entre la Edad de la Razón, y la Edad de la Oscuridad, es simplemente que tú, o la gente que te rodea, decida que ésta es la Edad de la Razón, o la Edad de la Oscuridad.


"Un muerto es una tragedia. Un millón es una estadística". Frase (¿falsamente?) atribuida a Stalin.


-La cuestión -matizó el filósofo- es que hay que tomarlo con perspectiva. Si es por nuestra seguridad personal, no aceptaríamos vivir en una burbuja, pese a los riesgos, porque entonces la vida sería intolerable. Ahora, sin embargo, vamos a hablar de la gente más perjudicada. Y aquí entramos en una discusión que parece obscena sobre cuánto cuesta una vida humana, pero son decisiones que los médicos y los responsables sanitarios tienen que tomar todos los días. Pues, aunque sabemos que gastamos mucho dinero al año en tener un buen sistema sanitario, lo cierto es que, por mucho que lo digamos, una sociedad no toleraría gastar "todo el dinero del mundo" para salvar una vida. Por poner un ejemplo: no solemos tomar con la gripe todas estas precauciones que efectuamos con el COVID-19 en el invierno de 2020. De acuerdo que es más mortífero y que se trata una situación excepcional, pero la gripe mata 6000 personas en nuestro país todos los años, y disminuiríamos esa cifra si paralizáramos el país como estamos haciendo ahora. ¿6000 personas que morirán dentro de no demasiado tiempo debido a otra enfermedad son muchas o son pocas?; bueno, es una cuestión tan debatible como lo son el número personas que morirán por el coronavirus, de similar perfil sanitario, y ahí entramos en el debate de qué numero resulta razonable. Pero, en realidad, ésa no es la cuestión. La pregunta es, ¿seríamos capaces de hacer esto todos los años por ello? Seguramente no, pero sí podríamos llevar a cabo medidas más factibles: concienciarnos de no contagiar a los más vulnerables, tener cuidado con ellos, no acudir al trabajo si adquirimos una gripe o un resfriado, o lo que hacen en Oriente de ponerse una mascarilla a la mínima para no contagiar. Igualmente, hay muchas enfermedades que podrían curarse si destináramos más dinero a tratamiento o a investigación, y que matan a millones de personas al año en todo el mundo, más seguramente de las que segará el coronavirus en toda su existencia. ¿Detenemos el mundo por ello? No; pero podemos disminuir su velocidad. Destinar más dinero a otras causas. Frenar el ritmo de vida, asumir que tendremos que gastar más dinero, más tiempo y más recursos en esa gente que sufre crisis todo el rato, aunque no sean una emergencia nacional ni llenen telediarios a todas horas y todos los días. Porque las cosas existen sólo si queremos reconocer que se hallan ahí.


Ocurrió que, después de meses y meses de cuarentena, que cuando se confirmó que el COVID-19 no iba a erradicarse por el calor y que no habría tratamiento ni vacuna, la gente decidió, poco a poco, y a pesar del estado de alarma, que no se podía seguir de este modo. Que una vida así no era vida. Por eso, de manera paulatina, salió, y volvió a cumplir una rutina normal. Y se adaptaron a un contexto donde el virus era parte habitual del planeta. Un parásito con el que convivimos de manera perenne.
-¿Sabes?-dijo el escritor-. Muchas veces fantaseé con un mundo utópico donde hubiéramos resuelto muchos de nuestros problemas. Por ejemplo, uno que empleara la tecnología de manera racional y puntual, por ejemplo casi exclusivamente en sanidad o para mejorar la vida de la gente, pero no de manera que contaminara. O, después, conforme reflexionaba sobre los peligros de la superpoblación y del cambio climático, teoricé sobre un sistema donde la gente muriera a una edad determinada, y donde ya lo supieran desde el inicio, sin agobios, sin dramas, para permitir que la gente siguiera naciendo sin llevar este mundo al carajo. Después de todo, vivimos mucho más tiempo de lo que lo hacían nuestros ancestros, hemos superado con creces la edad prevista de supervivencia del ser humano. Claro que no se me ocurría cuál era el método para llevarlo a cabo que no supusiera una interrupción violenta de la vida, algo que fuera inevitable y, al mismo tiempo, aceptable por parte de todos. Pensado a posteriori, claro, un virus se antoja la mejor solución... Pero, ahora que se ha cumplido, y todos morimos a una edad parecida, y hemos garantizado la continuidad de la especie, ya no estoy muy seguro de que esta solución me guste tanto...

Este último relato es una distopía. Casi seguro que tendremos vacuna, más tarde o más temprano -eso, si la inmunidad frente al virus no nos echa una mano antes-, y podremos volver a tener vida normal dentro de unos pocos meses. Mientras tanto, quedaos en casa, extremad la higiene, proteged a la gente vulnerable contactando con ellos lo menos posible (y haciendo que ellos mantengan la distancia social con el resto de la población). Tratad de no ser una fuente de contagio del virus incluso aunque estéis asintomáticos (más aún si tenéis síntomas). Aplaudid a las 22.00 horas por los balcones en homenaje a la sanidad pública. Y mantened la moral alta: aprovechad para hacer todas esas cosas para las que siempre os quejáis que no tenéis tiempo. Un abrazo.

sábado, 14 de marzo de 2020

Las recomendaciones de marzo: otra (más) lista de libros y películas sobre epidemias que no se están destacando lo suficiente

Atención: si durante la cuarentena del coronavirus os desesperáis y no tenéis nada interesante que leer, aparte de los cuentos y post del blog, ofrezco gratis mi novela histórica "Cartago. El imperio de los dioses" (o cualquier texto que me pidáis). Hablad conmigo a través del formulario de contacto (a la izquierda de la página) o en los comentarios de cualquier entrada y yo os lo mando. Pasadlo bien -dentro de lo que cabe- y mantened la moral alta.

Cuando estoy triste o cabreado, me tiendo a refugiar en el humor (en ocasiones, de uno mismo o de la propia situación que me atañe, aunque sea negro), el cine o la literatura. Si ya estáis harto de oír hablar del famoso coronavirus, como puede pasarle a muchos de los lectores de este blog desde España y otras partes del mundo, abandonad este post y coged un buen libro (recomendamos muchos por aquí). Pero si queréis encontrar buenas historias sobre epidemias con las que distraeros en este período de cuarentena obligada o semi-voluntaria, y las que circulan últimamente de manera abundante por otros lares no os convencen ("La peste" de Camus, muy buena pero que no va de enfermedades, y "Contagio" de Soderbergh, tan técnicamente perfecta y realista como aburrida y deprimente), os menciono una serie de libros, películas y capítulos de serie a los que no se les está publicitando tanto y que pueden llamaros la atención. Entre otros:

-"La máscara de la muerte roja": el periodista Guillem Martínez ha sido uno de los que ha mencionado el clásico "Decamerón" de Boccaccio, donde un grupo de nobles y sus acompañantes se alejan de la epidemia de peste a un lugar aislado y se entretienen narrándose cuentos cortesanos. En realidad resulta fácil deducir tras unas pocas páginas que el autor italiano emplea la enfermedad como una vaga excusa para relatar un conjunto de historias sobre temas esencialmente mundanos y frívolos. Como podéis ver, todo muy burgués y clasista, propio de un grupito de aristócratas que huyen adonde no pueden hacerlo los pobres, y creen que la epidemia no les alcanzará (o, en todo caso, que es mejor que el fin del mundo les pille riendo). El cuento "La máscara de la muerte roja", de Edgar Allan Poe, reincide en esa idea, pero le da una vuelta de tuerca a partir de la mentalidad circular que en aquella época impregnaba un cerebro de Poe que se hallaba empapado hasta las cejas de opio. Por cierto, que aparte de la traducción probable de Cortázar que encontraréis por ahí, hay una adaptación al cine de Roger Corman (un clásico del terror de serie B setentero) con Vincent Price (otro clásico) como protagonista pero, como suele ocurrir, es difícil igualar el toque del original.

-Si Guillem Martínez menciona "Guerra Mundial Z" como paralelismo con la situación actual y sus posibles resoluciones, y a riesgo de repetirme porque ya lo he mencionado alguna vez en redes sociales, en este podcast de "El gato de Hubble" que proporcionaba mucha información sobre epidemias hablábamos de libros como "El último hombre" de Mary Shelley, películas como "Estallido" (donde la cosa se lía porque nadie le hace caso al científico, como pasaba en "El origen del planeta de los simios"; así que, ¡haced caso a los científicos, que son los que saben, y no a los bulos que corren por Whatsapp!), "And the band played on" (sobre el rastreo de los primeros pacientes afectados de SIDA), y por supuesto las mucho más comerciales "Soy leyenda", "28 días [y semanas] después", "12 monos", "Guerra Mundial Z" y "Contagio" también. De paso se nos fue la olla divagando sobre muchísimas cosas acerca de enfermedades, y de otras que no lo son tanto. Por cierto, hace poco el periodista Pedro Vallín (autor del libro que tengo pendiente, "¡Me cago en Godard!"), decía que esta situación le recuerda a "Shin Godzilla", pero a mí, tal como está la cosa, veo más paralelismos con "El incidente" de Shyamalan.

-Ya que entramos en el tema zombie y de ciencia ficción, e intentando no hacer spoilers -¡atención, si la serie os interesa saltaos tres líneas!-, el último capítulo de la tercera temporada de "El Ministerio del Tiempo" trata de cómo los viajes temporales pueden influir en las enfermedades (aunque también hay una referencia clave a la gripe española, si no cito mal, durante la segunda temporada). Hay un par de libros dedicados al este sugerente tema, pero como no los he leído, no me atrevo a recomendaros directamente. Por otra parte, si "Pandemia" de Robin Cook ahora sale en la lista de los más recomendados (no confundir con la de serie documental Netflix, que por lo visto ha aparecido por casualidad -¡de veras!- en la fecha de expansión del virus, y que según dicen es un ensayo médico muy serio), su colega de profesión el también escritor y médico Michael Crichton escribió "La venganza de Andrómeda" sobre un virus extraterrestre que empieza a pulular sobre la Tierra después de que un grupo de simpáticos pueblerinos estadounidenses decida abrir un satélite caído del cielo casi literalmente a martillazos. Enternecedor.

-Siguiendo con las series, "House", cómo no, tiene varios capítulos dedicados a epidemias, pero uno en concreto (creo haber confirmado que era el cuarto de la primera temporada, "Maternidad"; pero justo en el momento en que escribo estas líneas se me hace difícil encontrarlo) detalla los mecanismos por lo que puede transmitirse una enfermedad contagiosa por vía aérea: un conocimiento muy útil ahora que estamos en esa delicada fase de #Frenarlacurva del COVID-19, y debemos tratar de expandir el virus lo menos posible.

-"Ensayo sobre la ceguera", por supuesto, de Saramago, es ya un clásico moderno de estas latitudes (ello no evita que sea absolutamente recomendable), aunque la historia trate menos de las epidemias, como fenómeno médico, que de las consecuencias humanas que surgen a raíz de las mismas. Por cierto que, hasta cierto punto, "Las intermitencias de la muerte" es una continuación que tiene muchas derivadas apasionantes, aunque esta vez sobre el fenómeno contrario: nadie consigue morir. Tened cuidado con lo que deseáis...

-Y para terminar, cómo no, un clásico: "Frankenstein de Mary Shelley", de Kenneth Branagh, donde el director británico se toma la licencia (que yo sepa, no está en el libro original, por supuesto maravilloso) de incluir un brote de cólera que aprovecha el Dr. Frankenstein para llevar a cabo sus experimentos, y que a mí me recuerda más que ninguna otra narración a estas épocas medievales donde las epidemias desestructuraban la civilización y el caos provocaba más víctimas que la propia enfermedad (un ejemplo que suelo poner a menudo: dicen que buena parte de los leprosos desaparecieron tras la epidemia de Peste Negra porque se murieron sus cuidadores, y los enfermos se quedaron encerrados en las leproserías sin que nadie viniera a atenderlos). Así que recordad siempre que, si hay algo peor que lo que genera miedo, es el propio pánico. Por lo tanto, cabeza fría, seguid las recomendaciones de los médicos, no contagiéis mucho, y permaneced en casa. Nos vemos próximamente, sin duda vivos y sanos.

Un abrazo (os quiero a todos: de verdad, cuidaros mucho, y cuidad sobre todo a los más vulnerables entre los vuestros) y mucho ánimo también.

lunes, 9 de marzo de 2020

El relato de marzo: "Bola de billar"

Bola de billar

Para mi hermana Helena, porque gracias a nuestra mala memoria me permite revisitar viejos argumentos, y hacer brotar de ese modo nuevas historias.


«En ciencia uno intenta decir a la gente, en una manera en que todos lo puedan entender, algo que nunca nadie supo antes. La poesía es exactamente lo contrario». Paul Dirac, físico norteamericano.


            Todo se fraguó en el relativamente corto (para el que lo sufre, en primera persona, se le antoja interminable) espacio de tiempo que transcurre mientras andas esperando entrar a un local. En concreto, ésta era la sala de fiestas de moda en aquella parte de la ciudad, y al menos lo seguiría siendo como mínimo durante un par de horas. El hombre solitario se encontraba aguardando en la cola cuando de repente llegó una pareja. Él tenía pinta de ejecutivo de éxito, de hombre al que nunca –entre otras cosas, porque no lo soporta- le negarán nada. Al lado, una morenaza a juego, de exuberante escote y unas larguísimas piernas en las que uno podría perderse durante unas cuantas décadas. El tipo que controlaba la fila de acceso (un hombretón de color, enorme, de metro noventa) escuchó lo que el recién aterrizado tenía que decirle al oído, y con una determinación no exenta de delicadeza les hizo colocarse por delante del individuo solitario que hasta ahora había aguardado paciente en la cola, separándoles con una cinta roja que daba la impresión marcar la frontera entre éxito y fracaso, entre la lozana figura del ganador y la execrable del perdedor. El triunfador cruzó sin pretenderlo una mirada con el hombre solitario, y enarcó las cejas en un gesto a medio camino entre la disculpa y la complacencia. <<No soy yo, son las reglas del juego>>, asemejaba querer decir. Sin embargo, un cierto gesto en la cara del otro hombre le debió resultar desafiante (o quizás era el libro que portaba su adversario en las manos), porque el caso es que el candidato a ejecutivo sintió la necesidad de justificarse y expresó:
            -Oiga, no me vaya a soltar el rollo de la frase ésa que está tan de moda últimamente. Ya sabe, eso de que todo lo que le pasa a un hombre nos afecta al resto y demás. No creo en ese tipo de cosas.
            El individuo solitario recitó mentalmente el poema de John Donne, popularizado por la novela de Hemigway, a la que aludía el interfecto: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
            -La verdad –replicó el aludido-, no estaba pensando en eso. Más bien, en la ecuación de Dirac.
            El rostro del otro individuo se contrajo en una mueca: “¿Ecuaqué?”.
            -Seguro que la ha escuchado alguna vez –argumentó con parsimonia su oponente en el diálogo-. Se ha puesto muy de moda, la gente la comenta en foros, espacios de debate… La enunció en 1928 el físico Paul Dirac como una forma de definir ciertas partículas subatómicas de tal manera que cumplieran los postulados tanto de la mecánica cuántica como de la relatividad. La ecuación adquirió como propiedades intrínsecas varias derivaciones colaterales: profetizaba un nuevo tipo de sustancia, la antimateria (cuya mera existencia es aún uno de los grandes misterios del universo, ya que debería habernos aniquilado; por otra parte, tiene aplicaciones en diversos campos del conocimiento, por ejemplo la medicina). Además, es capaz de conjugar dos teorías, la relatividad y la mecánica cuántica, que entre ambas explican el universo, pero que no suelen casar fácilmente. Y, por último, llevó a la conclusión tan anti-intuitiva como inapelable de que que dos partículas, una vez interaccionan entre sí, de algún modo siguen influyéndose mutuamente, incluso aunque se alejen a kilómetros de distancia, con lo cual nunca llegarán del todo a separarse. Quizás debido a estas dos últimas cuestiones, a algunos les gusta denominarla “la ecuación del amor”, aunque una amiga mía prefiere llamarla “del respeto”, porque dice que es una forma de comprender que toda persona con la que te relacionas, incluso aunque sea de un modo casual y anecdótico, tiene una historia común contigo y por eso merece que la trates como si fuera parte de ti. En cierta medida, indica que toda persona es “uno de los nuestros”.
            -Sí, bueno, como teoría tiene un punto precioso, muy bonito –replicó el otro, altivo-. Pero,  seguramente, después de que yo desaparezca tras esa puerta, no nos volvamos a ver en la vida.
            -Es posible –repuso a su vez el primer hombre-, pero hay otra forma de encauzarlo. ¿Ha oído hablar de Fritz Haber? Era un químico alemán que desarrolló un fertilizante. El ejército alemán halló sus estudios muy útiles para desarrollar gases venenosos durante la Primera Guerra Mundial. Haber no le encontró a este hecho ningún inconveniente: decía aquello de que un científico, en tiempos de guerra, se debe a su país, que toda guerra provoca muerte independientemente de qué método la cause, etcétera, etcétera. Hay que decir que la muerte por gas es particularmente terrible, y por eso su uso ha sido prohibido en sucesivas convenciones internacionales. La mujer de Haber no lo entendió y se suicidó. Su hijo, años más tarde, también. Haber, por otra parte, recibió condecoraciones y cargos militares. Después de la guerra, siguió trabajando en el mismo campo y creó nuevos y más poderosos insecticidas. Los nazis aprovecharon su trabajo y lo emplearon para generar los gases que segaron la vida de millares de judíos. Entre ellos, una gran proporción de la familia de Haber, pues él era de origen hebreo. No le voy a decir que la culpa es el karma, porque, si esa entidad existe, debe de tratarse de un imbécil que no sabe muy bien dónde tiene los pies: creo más bien que la cuestión consiste en que, si le pegas una patada al mundo, al final ayudas a crear un lugar donde todo el mundo se da patadas entre sí y es más probable que te llegue alguna de vuelta. Como una bola de billar lanzada muy fuerte, que hace rebotar tanto las otras que éstas te acaban golpeando a ti. Tan sencillo como eso.
            En ese momento, apareció el hombretón de color:
            -Tenemos espacio para un asiento individual –permitió el acceso al hombre solitario-… y para una mesa de dos.
            Al decirlo, se dirigió al aspirante a ejecutivo y a su morena hecha por encargo, ya que otra pareja de personas, amoldada también a los mismos estereotipos, se les había adelantado, y era ahora la cinta roja la que se colocaba delante de los primeros.
            -Lo siento –frunció los labios el hombretón del color-. Ellos tenían aún mejores referencias que ustedes.
            El hombre solitario se adentró gozoso en la sala de fiestas, no sin antes mandar hacia atrás un saludo de indisimulada satisfacción.

lunes, 2 de marzo de 2020

La historia corta de marzo: "Mirarse a los ojos"

Microrrelato a partir de la noticia real de que un positivo por coronavirus en un club de alterne español ha obligado a retener a 86 personas allí durante un período de cuarentena.

Título: Mirarse a los ojos.

El encierro les obligó a conversar y cambiaron la percepción que tenían los unos de los otros; muchos dejaron para siempre de ser clientes de la prostitución , y hasta se volvieron activistas en su contra; de aquel encierro, además, surgieron varios matrimonios.