lunes, 23 de noviembre de 2020

La historia real de noviembre. Un lista de alimentos que ya no existen.

¿Sabéis ese momento en que probáis un plato y os decís a vosotros mismos: "está bien, pero nunca será igual que aquel que probé...?". Puede que no sea verdad. Puede que se trate de nuestro estúpido cerebro, que distorsiona los recuerdos y los asocia a factores emocionales, de tal manera que, si os dieran exactamente el mismo alimento que en vuestros sueños, no os sabría exactamente igual. Pero sí que existen algunos casos en los que nunca podremos volver a disfrutar determinados manjares porque, en efecto, desaparecieron para siempre. Y no nos referimos a vegetales que han modificado sus propiedades por el cultivo selectivo del hombre, que también, sino, especialmente, de aquellos tipos que se han extinguido en todas sus formas. La mayoría de ellos, los pobres humanos del presente ni siquiera tuvimos la oportunidad de saborearlos en su momento, y tendremos que vivir por siempre con la intriga acerca de cómo eran. He aquí una somera lista de aquellas deliciosas elaboraciones culinarias que ni tú ni yo degustaremos jamás.

-Por supuesto, aquí tenemos que incluir a buena parte de los animales que hemos extinguido o contribuido a extinguir, muchos de ellos en época prehistórica. Allí donde el hombre arraigaba, desaparecían la mayoría de las grandes criaturas terrestres, lo cual implica que no podremos volver a devorar filetes de mamut ni de otros muchos miembros de la fauna megalítica. Pese a que existen primos lejanos de estas especies o que existen proyectos de clonación de algunos de estos pretéritos seres vivos a partir de muestras fósiles, es bastante poco probable que, a corto plazo, imitemos a nuestros antepasados en el acto de organizar un festín a la luz de la hoguera donde asemos a uno de estos animales.

-Ya en eras históricas, y hasta épocas muy recientes, seguía sin existir el concepto de extinción de una especie, con lo cual el hombre clavaba sus dientes sobre todo lo que veía, incluso aunque esquilmara sus propias fuentes de alimento. Famosos son el caso de los búfalos en Estados Unidos (de los que sólo quedan unas pocas reservas de los mismos, cuyos ejemplares sirven de vez en cuando para degustación de los turistas) o el de los dodos en isla Mauricio, aunque por lo visto allí no pesó tanto la acción del hombre como de los animales que los seres humanos habían traído consigo, en especial los cerdos, que sentían predilección por los huevos de estas aves. Un caso menos conocido, pero no por ello menos sangrante, es el de la paloma migratoria, con diferencia el ave más abundante en Norteamérica hasta el siglo XX (sus bandadas eran tan numerosas que llegaban a oscurecer el cielo), y que fue esquilmada en un tiempo récord después de una campaña sistemática alentada por las autoridades, las cuales argumentaban que, en época de hambruna, qué mejor que dar caza y cocinar a esas inútiles criaturas de Dios. Si a ello añadimos que aquel pájaro no era especialmente hábil frente a las trampas que le tendían los humanos, estaba claro que su suerte estaba echada.

-En algunos casos, la extinción ha venido ligada a la agricultura y la ganadería, prácticas que por definición se basan en la selección de las especies más favorables por un determinado motivo, provocando uniformidad en cuanto a las especies criadas o cultivadas. Desaparecieron las coliflores de Cornualles, las peras de Ansault -según se dice, eran exquisitas-, y cualquier clase de zanahoria que no tuviera color naranja (merced a una campaña de propaganda de propaganda de los holandeses en favor de la reinante casa de Orange, de quien copiaron sus colores), a pesar de los recientemente infructuosos intentos de que la gente aceptara de nuevo en el mercado zanahorias de distinta tonalidad. En otras ocasiones, la desaparición no es intencional, pero está íntimamente ligada a los métodos de producción: la mayor parte de los plátanos que crecen en el mundo son clones a partir de una variedad única (en concreto, del tipo Cavendish), y eso provocó, hace unos años, que por culpa de una plaga casi todas las existencias de plátanos estuvieran a punto de desaparecer. ¿Qué se les ocurrió para evitar que esto volviera a ocurrir? Pues, por supuesto, volver a reproducir el mismo sistema nefasto, de tal modo que, si una enfermedad intratable afecta de nuevo a esta fruta, podemos despedirnos de los plátanos para siempre. En otros casos, son los propios gustos de los clientes los que determinan la elección de una variedad u otra. Por razones que todavía no he podido encontrar registradas en ninguna parte, la gente se ha acostumbrado a creer que los huevos morenos son mejores que los blancos -en realidad, su valor nutricional es exactamente el mismo-, de tal modo que están dejando de comprarlos y, por tanto, abocando a las gallinas de huevos blancos a perderse en la noche de los tiempos.

-Un caso muy particular el silfio. Esta planta es una variedad del hinojo que crecía cerca de Cirene, en la actual Libia. Se utilizaba como especia en la cocina pero también tenía propiedades medicinales. En concreto, era muy apreciado por sus cualidades anticonceptivas y abortivas, y debía de funcionar bastante bien, porque era tan apreciado que llegó a valer su propio peso en plata, y a ser grabado en las monedas acuñadas en esta región. El problema era que el silfio nunca pudo ser domesticado (era un planta exclusivamente silvestre), y crecía en una franja relativamente estrecha de tierra, de tal manera que su recolección estaba cuidadosamente limitada a unas cantidades anuales. La amenaza, sin embargo, venía de dentro, ya que se dice que los pastores de la zona, descontentos porque ese productivo negocio no les repercutía ningún beneficio, dejaban a sus ovejas pastar por la zona de crecimiento del silfio, e incluso se dice que lo arrancaban a propósito. Fuera por esto o por un exceso de recolección, el caso es que el silfio fue haciéndose cada vez más raro y caro hasta que, finalmente, desapareció. Desde entonces, se ha estado buscando con anhelo esa variedad de planta que, supuestamente, daba a los guisos un sabor similar al ajo y que, de acuerdo con los estudios a partir de alguno de sus parientes del género Férula, es probable que realmente tuviera un efectivo poder abortivo pero, hasta ahora, no ha habido suerte. Aunque algunos sospechan que cierta variedad mediterránea que aún subsiste podría ser el auténtico silfio, la creencia global es que el último tallo del que se tiene constancia se envió como regalo al emperador Nerón, desapareciendo desde entonces todo rastro sobre la faz de la tierra.


El silfio era tan importante para la economía de Cirene que hasta salía en sus monedas. Ahora mismo es la imagen más precisa que tenemos de su aspecto, así que tomadlo como un cartel de "Se busca"

-Esta historia probablemente disgustará a los amantes del vino. Fue muy difícil cultivar la vid en tierras norteamericanas: a un largo transporte en barco se unía la dificultad de encontrar un clima adecuado para esta planta, y a pesar de los pobres intentos en la Costa Este (Jefferson fue de los primeros en conseguir un mediocre resultado), no fue hasta que llegó a California, de clima más similar al Mediterráneo de donde procedía, cuando el vino empezó a producirse con cierta calidad. Pero había un obstáculo con el que los viticultores no habían contado: la filoxera. Este pulgón tiene como único huésped conocido a las vides, y crecía en exclusiva en América, pero las especies cultivadas en este continente habían acabado por desarrollar resistencia y consiguieron salir adelante. Sin embargo, cuando en Europa se produjo una plaga distinta, causada por un hongo, alguien tuvo la genial idea de traer raíces de origen americano para combatir esta enfermedad. Con las vides americanas llegó también la filoxera, que estuvo a punto de liquidar a la totalidad de las especies del Viejo continente. Por fortuna, la salvación llegó del mismo lugar de donde provino el mal, y gracias a injertar vides europeas en las americanas, los países del Oporto, el Ribera del Duero y el Chardonnay pudieron seguir exportando vino. ¿Final feliz? No del todo. La cosa es que las especies de uva que sobrevivieron no eran exactamente las mismas y, por razones evidentes, no podemos saber cuán gustosas era las bebidas espirituosas que generaban; ciertos testimonios, de hecho, apuntan a que el deleite producido por las cepas antiguas era mayor que con las nuevas. Pero esto, como con otros alimentos, es una duda que nos atormentará por siempre jamás.

El mayor drama no son esas delicias que nos hemos perdido; sino, tal vez, aquellas a las que no podremos acceder en un futuro quizás demasiado cercano. El cambio climático pone en peligro determinadas especies vegetales, como el caso del chocolate, de cuyos cultivos tratan unos cuantos especuladores de apropiarse para que, de aquí a unos años, se convierta en un producto de lujo del que sólo unos pocos se beneficien. Tampoco son desconocidas las operaciones que determinadas compañías, como Nestlé, están efectuando para acaparar las principales reservas de agua del planeta, de tal modo que, si la crisis climática acaba afectando a su disponibilidad, ellos puedan controlar el negocio alrededor de la molécula vital de la que estamos compuestos. En el pasado, el ser humano podía decir que desconocía la propia noción de extinción de una especies, y que muchas de las criaturas que hizo desaparecer lo hicieron sin que él fuera consciente de este fenómeno. Pero, dentro de unos años, ¿qué clase de excusa pondremos? O, una pregunta mejor, ¿qué podemos hacer ahora para que no tengamos que lamentarlo?

Bonus: una historia que no va exactamente de alimentos desaparecidos, pero casi -y que recordará a muchos al famoso capítulo de Futurama sobre la pizza de anchoas-. François Miterrand se hizo famoso (además de por la nimiedad de ser el presidente de Francia) por organizar un banquete en la que se sirvió un ave que no sólo está en peligro de extinción, sino que la forma de matarla y cocinarla se considera inusualmente cruel. Por lo visto es tradición, entre los que degustan ese plato, taparse la cabeza con la servilleta para señalar que se es consciente del tremendo sacrilegio que se está a punto de cometer (algo parecido a lo que comentaba Clint Eastwood en "Cazador blanco, corazón negro", emulando a John Houston) y, además, no comer más de uno de estos animales por barba. Miterrand no sólo -presumiblemente- no se tapó la cabeza sino que, para más inri, comió dos. Hay dos maneras de interpretar que Miterrand muriera una semana más tarde: una especie de venganza kármica o, más bien que, sin miedo a la penitencia en el ultramundo, Miterrand decidió aprovechar lo poco que le quedaba de vida para darse un último capricho. ¿Haríamos cada uno de nosotros lo mismo? Quiero pensar que no. Recordadlo si alguna vez tenéis un atún rojo o un pezqueñín en vuestro plato.

lunes, 16 de noviembre de 2020

Los podcast de noviembre: "Todopoderosos" y "Aquí hay dragones"

Igual que la tecnología ha proporcionado nuevas opciones en lo relativo al cine (lo cual se refleja en las plataformas digitales) y la literatura (y ahora leemos en ebook), también ha evolucionado la forma de hacer radio. Ya no nos basta (o, al menos, no sólo aspiramos a eso) con periodistas hablando de manera más o menos espontánea en directo, sino que queremos programas especializados en algún tema determinado que podamos escuchar cuando a nosotros nos venga bien, con la posibilidad de pararlos y retomar en un futuro el hilo. Han proliferado por tanto los podcast, originando de hecho alguna broma al respecto en  el siempre certero El Mundo Today. De hecho, hasta yo mismo he participado en uno que no es que tenga mucha audiencia, pero bien que echamos unas risas al tiempo que tratamos de incrementar nuestra cultura científica gracias al mismo. Hoy os quiero hablar de un par de podcast que son, más que primos, hermanos, pues uno surgió como spin-off del otro. <<Todopoderosos>> y <<Aquí hay dragones>> cuenta con el mismo elenco de protagonistas: el veterano Javier Cansado (no sólo conocido por el humor absurdo que desplegó junto a Faemino en un dueto de los que hacen época, sino también por sus inolvidables apariciones en el desternillante programa televisivo <<Ilustres ignorantes>>), el director de cine Rodrigo Cortés (conocido por Buried y Concursante, aunque a mí me gustaría subrayar en especial Luces Rojas), y el novelista Juan Gómez Jurado (autor, entre otros textos, de la trilogía iniciada por "Loba roja"; "El paciente"; y, como mencionamos en otro post, "Cicatriz"), junto al inigualable presentador y animador a tiempo completo Arturo González Campos, que dirige con maestría a este cuarteto de fieras.

Aunque con idénticos protagonistas, la dinámica de ambos podcasts es ligeramente diferente. En "Todopoderosos" se toma un tema lo suficientemente amplio para que todo el mundo pueda discurrir sobre él, y los cuatro amigos discuten sobre la saga de Harry Potter, piratas o las películas de Disney como podrían hacerlo también una desocupada tarde domingo o bajo la cobertura de un café. En "Aquí hay dragones", en cambio, Cansado, Cortés y Gómez Jurado traen cada uno a colación una sección de unos cuarenta minutos en la que tratan sobre una cuestión musical, un aspecto del mundo del cine, un autor, una novela, o un determinado suceso histórico. El orden en que exponen sus hallazgos particulares se determina por el absolutamente justo, clásico y por supuesto científico método del "piedra, papel o tijeras", y por supuesto cada sección se interrumpe para apuntarlarla (o destruirla, si es necesario), con ocurrencias, puntos de vista contrapuestos y descacharrantes toques de humor. No pretendo dar una lista exhaustiva de los temas que han tratado estos ases de la radio y de sus respectivos campos -entre otras cosas, porque por fortuna todavía me quedan unos cuantos podcast por escuchar-, pero sí que quiero mencionar unos cuantos cortes que creo que os encantarán, de cada componente y de cada tipo de programa:

-En "Todopoderosos", yo recomiendo especialmente el primero dedicado a Pixar (número 40), a Sherlock Holmes (número 54) y al Roald Dahl (número 34).

-En "Aquí hay dragones", en el apartado liderado por Cansado -quien, al mando de una tropa de alter egos, suele hablar sobre música o acerca de civilizaciones precolombinas un pelín agresivas-, creo que deberíais escuchar el efecto que el azar tuvo en la fascinante vida de Alberta Morgan (número 18), aunque sin duda lo mejor de sus secciones es él mismo y su impagable vis cómica.

-Si en cambio preferís hablar de cine, Rodrigo Cortés (que también se ha ocupado de cuestiones musicales) se está especializando en películas aparentemente imposibles de producir, entre otras La soga, de Alfred Hitchock (número 19) o El diablo sobre ruedas, de Steven Spielberg (número 18), así como películas que provocan la muerte de sus actores (número 86) o que han tardado tanto en producirse que ha muerto casi todos los integrantes por el camino (número 90).

-No sólo de cine (y con menos frecuencia de música), sino también de literatura o de acontecimientos históricos habla con frecuencia Juan Gómez Jurado, que entre otras anécdotas divertidas nos ha regalado la de un famoso poema de Catulo (número 20), una fiesta de Disney que no terminó como se esperaba (número 72), un misterioso caso real en el que participó Arthur Conan Doyle (número 18; sí, ha salido tres veces, está claro que ese episodio me gustó) o la curiosa aventura del "envenenador filántropo" (número 19, otro episodio que tampoco estuvo mal).

Podéis escuchar los episodios en Spotify, internet (Aquí hay dragones y Todopoderosos, donde los he encontrado) y otras plataformas, o seguir las respectivas cuentas digitales de los programas en Twitter, o tal vez la de estos muchachos, en cuyas redes sociales de vez en cuando son bastante graciosos y, de común, hasta simpáticos. Un saludo, y muchas gracias a ellos, y también a vosotros. Nos vemos, nos leemos, nos escuchamos. Hasta muy pronto.

lunes, 9 de noviembre de 2020

Un relato por entregas: "El ladrón entró por la página" (IV)

 Continuación a partir de aquí.


                                    *                                 *                                  *


            Al ladrón del Ojo Dorado no parecía molestarle mi presencia. Cuanto menos, parecía esperarla.

 

            Como si se hubiera intuido todo desde un principio. Como si ella misma hubiera escrito el final. Como si, tras mis actos, hubieran estado siempre sus palabras.

 

            Ahora nos contemplábamos con tranquilas miradas. Ambos, separados por una reja.

 

            Era ella la que se hallaba encerrada.

            -Te dije que esto no terminaba así -me espetó.

            Asentí. No, no había terminado así. Las cosas habían sido muy distintas. Yo me había escapado.

 

            Era ella la que se había equivocado al corretear por los pasillos. Era ella a la que habían cazado.

 

            Era ella la condenada a muerte.        

            -Por lo menos, contigo ha tenido Harrington más clemencia -rememoré-. A mí no me dio ni la oportunidad de hablar.

            El ladrón sonrió. No parecía perder su sentido del humor.

            -También a mí iba a dispararme; no obstante, se detuvo en el último minuto.

            Encogí los hombros.

            -¿Por qué?

            Ella suspiró.

            -No tengo la esmeralda. Tampoco (a pesar de ser yo la única que elevó la voz en la cámara del tesoro) acaba de creerse Harrington que yo sea el ladrón del Ojo Dorado. Típicos prejuicios machistas del siglo XIX. Las mujeres estamos para desmayarnos, y para que se peleen por nosotros los héroes románticos de turno. El Imperio Británico preferiría perder la India antes de reconocer que ha sido doblegado, y varias veces, por una mujer.

            Yo asentí. Comprendía lo que quería decir. Lo había leído a lo largo de las novelas que ella misma me había proporcionado.

            -Además -prosiguió-, Harrington no se cree que el Ladrón del Ojo Dorado no tuviera la esmeralda encima. Ni mucho menos que se perdiera en uno de los pasadizos.

            Escrutó con intensidad mi mirada.

 

            Intuí sus límpidos ojos.

 

            Tuve que apartar la vista. Cuando por fin reuní fuerzas, conseguí preguntar:

            -¿Y ahora, qué?

            Ella dejó caer su pelo a lo largo de su rostro.

            -¿Ahora?-respondió con otra pregunta-. Me retendrán aquí para que les confiese quién es el Ladrón del Ojo Dorado. Dónde vive. A qué se dedica. Dónde encontrarle a él, y los tesoros que acumula.

            Pasé la mano a través de los barrotes. Rocé con mi dedo su tierna y cálida mejilla. Le pregunté:

            -¿Y qué le piensas contestar?

            Ella asomó el rostro a través del escaso hueco que permitía la ventanilla de su celda. Y me inquirió:

            -¿Qué es lo que he de decirles?¿Quién eres?

            Es extraño, pensé. Después de haber intercambiado nuestros papeles, después de haberla traicionado, a pesar de salvarme la vida, y aun así, me seguía sonriendo. No era lógico… pero ella tampoco podía encuadrarse dentro de lo común.

            -Les dirás que el ladrón del Ojo Dorado seguirá atacando. Que volverá a aparecer. Que seguirá desafiándoles.

            Ella sonrió.

            -Pero que no volverá para liberarme…

            Cerré los ojos con remordimiento.

            -No…

            Ella alargó la mano, y condujo mi rostro hacia el de ella. Besó suavemente mis labios.

 

            Me dijo:

            -No te preocupes por nada. No me pilla de sorpresa. Sabía que lo harías. Me lo esperaba.

            Cogí su mano entre las mías, y me mordí el labio inferior para no dejar traslucir mis sentimientos. Quise decirle que esta oportunidad era la única que se me iba a presentar en la vida; que, si volvía a mi mundo, nunca jamás podría volver a conseguirlo; que tendría una existencia gris, macilenta, anodina y sin sobresaltos; que no podría disfrutar de la mayor aventura que han vivido los siglos; que no podría cumplir ese sueño -que todos tenemos de niño- de ser Sandokán, Miguel Strogoff, de transformarse en el protagonista de una novela de Conrad o Stevenson. De sufrir, sentir, vivir, amar, sufrir amargura, de la misma forma en que lo hace un personaje literario, y no ese patético engendro, colmado de rutina y desasosiego, que decimos en llamar ser humano, y cuya mayor tragedia semanal se resume en el café que se le derrama en la solapa… Quise decirle que este era un viaje que ambicioné hacer desde mi infancia, un camino que habría de recorrer por obligación… pero no tuve valor…

 

            Lo único que pude hacer fue dejar escapar su mano…

 

            … que volvía a la celda, de donde nunca más saldría.

 

            La volví a mirar a los ojos.

            -Antes de marcharme, quisiera hacerte una pregunta.

            Ella conservaba la misma mirada que una niña pequeña que acaba de descubrir el mundo. Curiosa, expectante, sin miedo. Sin el más mínimo rencor en sus ojos. Sin importarle para nada su futuro, si acaso, el mío. Con ningún deseo más que hacer preguntas, u otorgar respuestas.

 

            Sus labios volvieron a ser recordados por los míos.

            -¿Sí?¿Qué querías saber?

            Y entonces, reuní fuerzas para preguntarle: 

            -¿Por qué me robaste precisamente esas cosas de mi apartamento?

            Y entonces ella bajó la cabeza. Para, unos segundos después, alzarla de nuevo.

           

            No dejó en ningún instante de sonreír.

            -Te repito la pregunta que te hice antes: ¿por qué crees que le robaba todas esas cosas a aquellos millonarios?

            Apenas pude responder:

            -Yo… todos creíamos que se debía a que eran sumamente valiosas. O por el desafío de hacerlo. O porque se merecían, debido a su perfidia, tamaño castigo.

            Ella negó con la cabeza. Desplazó sus manos a través de los barrotes.

            -Los autores no aman a sus hijos literarios. Más bien al contrario, los aborrecen. Temen que permanezcan en el tiempo, y les aboquen a ellos mismos al olvido. Llegan a sentir odio por una criatura que han ayudado a engendrar, por un ser que jamás ha existido. Doyle mató a Holmes -dijo la ladrona, volviendo al inicio, como suelen hacer los buenos relatos circulares-, y necesitó diez años para resucitarle. Le colocó todos los defectos posibles, para así ser capaz de insultarle sin faltar a la verdad. Agatha Christie condenó a Poirot a una última vuelta de tuerca que engrandeció su historia, pero nubló su nombre. Y, cuando Peter Pan derrota a Garfio, él y los Niños Perdidos comienzan a ponerse las ropas de los piratas, a manejar sus barcos… a hacer lo mismo que ellos… la pobre Wendy tiene que ver, ante sus ojos, como la mirada de su mejor amigo, y también su alma, se van transformando en todo aquello contra él tanto había luchado… Es testigo de primera línea de cómo Pan, ese chiquillo malencarado y engreído con nombre de sátiro, se ha convertido en Garfio… y nada de lo que ha hecho anteriormente tiene sentido.

            Me interrogó con la mirada. Capté la analogía entre esta última historia y la nuestra. Contemplé a Wendy -un personaje que llegó a crear un nuevo nombre de mujer- a través de la oscuridad de su prisión.

            -No sé quien creó esta historia. No fui yo. Nació antes de los tiempos, tal vez, o quizá en un futuro muy lejano. No lo sé. En todo caso, el objetivo último del ladrón del Ojo Dorado no residía, ni mucho menos, en las riquezas materiales. Ni siquiera sé dónde están todas esas joyas. La meta fue siempre aquel a quien estábamos robando. El propósito era atacarle allí donde más le dolía, donde más se reflejaban sus sentimientos… sobre su posesión más preciada.

            >>Todos ellos eran hombres duros, que habían tenido que dejar cadáveres a lo largo de su vida, cuando no ejecutarlos con sus propias manos, para amasar sus inmensas fortunas. Todos ellos eran personas que ya habían fosilizado su corazón, y que tan sólo podían sentir a través de una piedra… la misma que le estábamos arrebatando…

            >>La fuerza, el atrevimiento del robo, no se basa en la pureza del diamante, ni en las crueles garras de las medidas de seguridad… Se basa en cuán profundamente eres capaz de llegar al alma de una persona… de qué parte de su vida le despojas.

            >>Todos esos hombres acaban muriendo… si no oficialmente de suicidio, sí de pena, de hastío, de vacío… se convierten en una sombra de lo que han sido, se dan cuenta de que la vida ya no tiene nada que ofrecerles.

Se apartó el pelo con la mano, dejando al descubierto su rostro.

-Te dije que todavía no había terminado contigo…

Y volvió a sonreír. Pero, esta vez una sonrisa maléfica y profunda. Una sonrisa que guardaba algo detrás.

 

Me puse a temblar.

-Te pregunté que por qué te habías dado cuenta de la ausencia de estos objetos. Una foto de un amor platónico, un libro de un amigo muy querido, un regalo muy especial… Te diste cuenta porque, aunque no te sirvan para conseguir un trabajo, ni un crédito en el banco, ni para obtener las metas que te has propuesto en la vida, sí que las tienes presentes… Porque son las cosas que han marcado tu vida, la parte de tu existencia que ya no puedes olvidar: un trozo de tu propia vida del cual apartarte (tan profundo como ha calado en tu alma) significaría la misma muerte…

Me miró, afilados como cuchillos, con sus multicolores ojos.

-Ahora, mi querido amigo, todo eso queda atrás. No sólo la foto, el libro y el regalo. Quedan atrás tu amor platónico. Tus amigos. Tus amores. Tu familia. La posibilidad de amar y ser amado, de contemplar amaneceres y noches de luna, de encontrarte con la sorpresa de cada día: de vivir, en definitiva.

>>A partir de ahora, todo eso ha cambiado: no tendrás existencia, salvo la que te determine la propia historia en que te veas envuelto. Como personaje literario, no podrás elegir tu propio destino, sino el que te marque este rumbo que ahora has elegido. Nosotros, en las historias, no nos alimentamos si no es necesario que lo hagamos para que la historia mantenga la coherencia; no disfrutamos del roce sincero de una mujer, pues sabemos que es el autor quien está moviendo sus sentimientos, como si éstos se hubieran materializado en los hilos de un titiritero. No decimos lo que pensamos, sino lo que quieren que digamos; no somos nosotros, sino el rol que nos ha tocado vivir…  Por no poder, ni tan siquiera podemos, en la mayoría de los casos, leer algún libro. Solemos ser iletrados, orgullosos, arrogantes, incautos, imprudentes, y, lo que es más, tediosamente imprevisibles.

Desplazó su rostro como si pudiera cruzar los barrotes, y dejó su cara a unos milímetros de la mía.

-El único fin de este maldito libro es, más que nada, arrancarle a cada uno de los que pasan por estas páginas su posesión más preciada. Tú me has robado a mí la que más ansiaba: la libertad.

            Susurró suavemente a mi oído.

            -Yo a ti, aunque aún no lo sabes, tu propia vida. Hasta hace un minuto, no sabías apreciarla.

            Sentí cómo comenzaba a desaparecer… cómo una nueva historia me solicitaba en esos mismos momentos, cómo me requería, como exige un amo de un esclavo.

            -A partir de ahora, vas a comenzar a echarla de menos.

            Una sonrisa. Un beso.

 

            Escuché sus crueles carcajadas, resonando a través de la noche de los tiempos.


FIN

lunes, 2 de noviembre de 2020

Un relato por entregas: "El ladrón entró por la página" (III)

 Continúa desde aquí.

*

 

            Fue tan sólo un instante, apenas un segundo. Cuando volví a sentir la materia entre mis dedos, ya nos encontrábamos allí.

 

            En la cámara del tesoro.

 

            A un lado, el Ojo Dorado. Al otro, la esmeralda del Dragón.

 

            Los gerifaltes ingleses se habían tomado a mal que, cinco años antes, el Ojo Dorado fuera devuelto al Museo Egipcio, desafiando el poderío del Imperio Británico. Hasta entonces, no habían hecho nada ante el golpe recibido, pero la llegada de un nuevo ministro del Interior, empeñado en salvaguardar el honor inglés, había motivado la devolución de la joya por parte del gobierno egipcio al del Reino Unido. Los ingleses sospechaban que el ladrón trataría de volver a robar de nuevo la joya, pero no podían estar seguros de cuándo, ni de si esta vez se recibiría una de las famosas notitas por adelantado. El lugar más adecuado para sustraerla sería en una de las escalas del viaje del diamante hasta Inglaterra, pero quién sabe cuál. Por ello, los británicos habían dispuesto un cebo que, sin duda, atraería a cualquier ladrón, más aún al que nos interesa: en el más celosamente guardado sótano de la embajada británica en Roma, habían colocado el Ojo Dorado a tan sólo unos metros de la esmeralda del Dragón, la única joya equiparable en valor a la primera, procedente de una remota región de China. Era un blanco demasiado perfecto como para que el ladrón se resistiese. Y, por ello, la trampa ideal.

            -¿Qué pensaban?¿Qué iba a venir? Pues en efecto: aquí estoy.

            Miré en derredor. No lo podía creer. Estaba dentro. Dentro del libro.

            -¿Cómo hemos entrado tan fácilmente?

            -No dejes que el cambio de lugar te confunda. Recuerda tan sólo la historia. No es tan difícil.

            Rememoré. En efecto, entrar era fácil para cualquiera. Las tenaces arañitas británicas nos dejaban penetrar en la fortaleza, un gigantesco palacio digno de proclamarse una de las maravillas modernas, a cambio de poder tejer su gruesa red alrededor de nuestra huida. La entrada era sencilla. El problema era salir.

            -Harrington estará esperándonos afuera.

            -Así es. El pasadizo por el que entré es ya impracticable, gracias a la previsión inglesa.

            Me giré hacia donde debía de hallarse el corredor. En efecto, se había sellado por completo.

            -Pero no actuarán todavía.

            -No -respondió ella; me fijé en que ahora ya no vestía su traje negro de estilo moderno, sino una especie de prenda de igual color, similar a la que visten los espadachines profesionales. Mucho más acorde con la época y el estilo de la novela que la vestimenta que llevaba puesta cuando yo la contemplé por primera vez, en el siglo XXI. Sobre su cara, una máscara veneciana que ocultaba todo su rostro-. Lo que quieren es que me ponga a robar ambas joyas y que, en el momento en que esté a punto de atrapar cualquiera de ellas, justo la más complicada, se lancen a por mí antes de que pueda reaccionar. Esa es la idea. Y ahí es donde intervienes tú.

            Asentí.

 

            Me había explicado previamente el plan. Yo no lo recordaba, pero sabía que lo había hecho.

 

            Delante de nosotros, se extendía un breve suelo de piedra y, más adelante, el vacío. Sobre dicho vacío, y suspendidos por sendos gruesos cables metálicos, se hallaban dos soportes, completamente independientes, en donde refulgían, por separado, la esmeralda del Dragón y el Ojo Dorado. La única forma de llegar hasta aquel soporte (que tan sólo permitía asirse, ni mucho menos colocarse cómodamente) era saltar varios metros, con un tenebroso vacío debajo, que cobijaba la muerte para quien lo intentase. Pero era en ese momento en el que invadíamos el terreno de la astucia.

 

            El ladrón –aún no conocía su nombre- sacó de la bolsa de viaje que llevaba consigo un par de artefactos, similares a ballestas medievales. En este caso, con una ligera diferencia: al accionarlas, surgían dos flechas, cada una en direcciones opuestas, cada una de ellas portando un extremo de una gruesa cuerda. Un par de disparos bastaba para formar una tenue red de araña de múltiples hilos en el vacío, con los puntos donde cada cuerda convergía justo debajo de los soportes donde se hallaban ambas gemas. Gracias a este sistema, podíamos desplazarnos, como equilibristas, por encima del vacío y, si no caíamos irremediablemente a éste, alcanzar nuestro objetivo.

           

            Costó Dios y ayuda. Ella se movía delicada y graciosamente por encima de la red, como si se tratara de una bailarina de danza clásica, acostumbrada a hacer esto todos los días. Yo sin embargo estaba -no sé por qué- algo menos ducho en estas habilidades, y, por un par de instantes, asomé parte de mi vida a la inmensa sima que se abría bajo mis pies. Sin embargo, conseguí llegar a mi objetivo… y alcanzar, de puntillas, sobre un par de (a mí me lo parecían) finísimas cuerdas, la joya tal vez más valiosa de todo el planeta: el Ojo Dorado.

 

            Pero cuando ambos acabábamos de alcanzar nuestro objetivo, entraron en la estancia los ingleses.

 

            Los soldados, cargados sus fusiles, se presentaron ante nosotros con una especie de arrogancia y de temor reverencial al mismo tiempo. Se reflejaba la perplejidad en su rostro. No pensaban que su enemigo fueran a ser dos.

           

            Al frente, estaba Harrington, que no vestía como un soldado, pues no era tal. El detective de Scotland Yard vestía la clásica gabardina hasta los tobillos, y un sombrero calado. Empuñaba un revólver.

 

            Él tampoco sabía muy bien a quién de los dos hombres que se encontraban allí debía dirigirse. Pero, fuera quien fuera a quien lo hiciese, dejó las cosas claras.

            -¡Estáis rodeados!¡No podéis salir vivos de aquí!¡Rendíos!

             La que respondió fue mi compañera.

            -Buenas noches, comisario Harrington… ¿Ha tenido usted una buena noche? No quisiéramos haberle hecho esperar.

            Harrington se sintió confuso al darse cuenta de que la que le hablaba era una mujer: los soldados se contemplaron entre sí con clarificadoras miradas. El comisario apuntaba alternativamente al uno y al otro con su revólver.

            -Depongan las ballestas, o serán atravesados por una nube de balas.

            -Para entonces, alguna de las flechas habrá salido disparada hacia el corazón de alguno de estos soldados… tal vez hacia el suyo, comisario.

            -Los soldados, y yo mismo, estamos dispuestos a ese sacrificio. Suelten las armas.

            -Tampoco debe olvidársele, señor Harrington, que tenemos en nuestras manos dos importantes joyas.

            -¿Me cree tan estúpido como para dejarlas encima de un precipicio, y esperar hasta que ustedes lleguen hasta ellas? Esas piedras son falsas. El Ojo Dorado nunca ha salido de El Cairo.

            -Eso ya me lo preveía: por eso, señor Harrington, tuve la gentileza de, antes de venir aquí, pasarme por la sala donde sí que tienen guardada la esmeralda del Dragón… el dormitorio del embajador, no faltaría más. Por cierto, que ese hombre debería preguntarse dónde se encuentra su mujer a estas horas. Pero en fin, ése no es asunto de mi incumbencia.

            Harrington saltó con furia:

            -¡Es un farol!-pero el temblor de su voz denotó el miedo en sus palabras.

            -Puede que lo sea, y puede que no, comisario… Pero usted no lo sabe, al menos todavía, y, si nos dispara, corre usted peligro de que alguno de nosotros dos (quién sabe cuál, porque hemos tenido oportunidad de intercambiárnoslas) destruya la piedra… A mí no me importa, señor comisario, una joya más o menos, ya tengo muchas: pero supongo que la Reina no soportará que, una vez más, una de las piezas privadas de su colección se las haya arrebatado la misma persona. ¿No es así, Harrington?

            Éste asió con menor fuerza la pistola. Comenzaba a encontrarse en una difícil encrucijada.

            -¿Qué es lo que quieren?

            -Que nos deje salir, señor comisario.

            -Antes la muerte.

            -Pues destruiremos la piedra.

            -Si huyen, no habrá piedra ninguna.

            -Siempre cabe la posibilidad de que la cedamos en el último minuto, como gesto de buena voluntad.

            -De ustedes no me creo nada.

            -Pues habrá de hacerlo… o quedarse sin esmeralda. Usted decide.

            Harrinton dio un paso atrás.

 

            Le teníamos entre la espada y la pared.

            -No pueden salir de aquí. La embajada está rodeada.

            -Nos conformamos con una cierta ventaja.

            -Las balas no tendrán piedad.

            -Le dejaremos la joya en la puerta… si llegamos. Si no, ya pueden irse despidiendo. Y, créame, no será fácil alcanzar a ambos a la vez. Y, quien sabe, tal vez sea el otro el que tenga la joya. O puede que ésta se fracture con la caída del cadáver. No lo sé, señor Harrington…

            Saltó hacia el suelo de piedra, apuntando a Harrington con la ballesta.

            -Tendrá usted que averiguarlo…

            Harrington no se movió. Durante unos instantes que se me antojaron milenios, lo soldados no movieron un músculo, el dedo en el gatillo. El ladrón del Ojo Dorado me hizo un gesto, y, lentamente, atenazados los miembros, fui desplazándome a través de la gruesa maroma, sintiéndome, al observar los ojos de los soldados, como un pequeño pececillo paseando silenciosamente entre una manada de dormidos tiburones, con las fauces abiertas, a punto de cerrarse sobre mí… El ladrón me hizo un último aspaviento para que aligerase.

 

            Una vez el pie en tierra, salimos ambos corriendo.

 

            Al principio pareció fácil. Conocíamos la disposición de los pasadizos: ella, porque había obtenidos los planos. Yo, porque había convivido con esa fortaleza cuatrocientas páginas. Corríamos a través de los oscuros corredores de piedra, iluminados por llameantes antorchas, murallas de roca y miedo que se extendían hasta tal vez el cielo… Sentíamos retumbar los pasos de los soldados detrás de nosotros, a la caza del hombre, fusiles listos para disparar, bayonetas que deseaban ser empleadas como puñales… Se trataba de correr… no de hacerse preguntas.

 

            Mientras tanto, yo guardaba la esmeralda del Dragón, la apretaba por debajo de mi camisa, sintiendo el frío tacto del colgante de hierro que la sostenía. Allí se hallaba un objeto que valía más que mi vida… y los británicos estaban dispuestos a demostrarlo.

 

            Izquierda, izquierda, derecha, otra vez izquierda. El largo laberinto de túneles y galerías se extendía ante nosotros, como si no fuera a terminar jamás, como si de un momento a otro fuera a salir el Minotauro de uno de los sombríos recodos… Recordé las bizarras pesadillas de Lovecraft, las tortuosas cuevas de Montecristo, el atrayente perfume de la Dama de Negro… Llevábamos ya muchos kilómetros haciendo los cien metros lisos. El corazón simulaba salir de mi cuerpo. Mis piernas estaban a punto de fallar…

 

            Un giro, otro, otro más. La vida, la muerte, la caída, el infierno, toda mi vida pasó ante mis ojos en un instante, a pesar de que era lo peor que podía hacer, a pesar de que corría el riesgo precipitar lo inevitable… y ocurrió.

 

            El ladrón no estaba. Yo había tomado el giro equivocado, yo me había dirigido -los ojos borrosos, el camino oscuro, los ruidos de los pasos, confusos junto al de los soldados- hacia otra dirección.

 

            Estaba solo.

 

            Estaba perdido.

           

            Escuché la llamada del ladrón, indicándome por dónde seguir… pero yo no distinguía la procedencia de sus gritos. No podía correr ni para un lado ni para otro, porque ambas direcciones suponían, tal vez, entregarme plácidamente ante los soldados británicos. Imposibilitado para hacer nada, escuchaba el sonido de improbables murciélagos retorciéndose, emparedados, entre los muros de la fortaleza.

            -¡Por aquí!-gritaba el ladrón-. ¡Por aquí!¡Sigue mi voz!

            Pero ya era tarde. Harrington apareció al frente. Los soldados me rodearon. Varios se lanzaron tras de mí, y me arrebataron la gema que colgaba de mi cuello.

            -¡No!-gritaba el ladrón desde algún punto de la lejanía, pero yo sabía que me estaba contemplando-. ¡Esto no termina así!

            Harrinton me encañonó con su revólver.

            -¡Ésta es tu historia!-me gritaba la mujer-. ¡Ésta es tu historia!

            Me gritaba. La bala se dirigió hacia mí para un último beso.

 

            Y de repente lo comprendí.

 

No era éste el final de mi historia.


CONTINUARÁ...