Mostrando entradas con la etiqueta Rusia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Rusia. Mostrar todas las entradas

lunes, 28 de noviembre de 2022

Cuando el cine se entrecruza con la realidad: el espía más fotogénico del mundo

Os presento esta historia, que he redactado en forma de hilo de Twitter (aunque podéis encontrarla también en Mastodon, donde estoy empezando a publicar últimamente), en la que hablo del espía real que ha sido interpretado por más actores diferentes en el cine (tanto el individuo, con su nombre y apellido, como si contamos los personajes inspirados en él), y cuya biografía entremezcla la guerra fría, la traición, la amistad y, sobre todo, el arte cinematográfico. Espero que disfrutéis de este relato que, como buena historia de espías que se precie, está lleno de recovecos, y donde nada es lo que parece. Un saludo... y tened cuidado a vuestra espalda.  

Posdata: si, por lo que sea, no os gusta el formato de hilo en Twitter, podéis verlo de una manera más similar a un blog a través de este enlace.

lunes, 24 de enero de 2022

El relato de enero: "Las damas del calor"

Las damas del calor

Fue una estrategia habitual en el frente ruso, al menos mientras duró aquella parte de la guerra. A decir verdad, la idea se le ocurrió al general Prokofiev al apreciar la gélida temperatura de los pies de su mujer bajo las sábanas, una mañana de domingo. Tras proferir de manera automática un grito de espanto (al cual su esposa respondió con una serie de violentas invectivas e imprecaciones), sin embargo, su siempre inventiva mente, concentrada de manera persistente en nuevas estrategias bélicas, redirigió con rapidez el asunto en los pobres soldados que volvían ateridos del fragor del combate o -peor aún- de las largas jornadas de caminata bajo la inclemencia feraz del atroz invierno ruso. Por tanto, al día siguiente, el general dispuso la creación de un cuerpo militar conformado por una brigada de mujeres (todas las cuales empezaron desde el inicio con el título de sargento), quienes serían encargadas de arropar con sus cuerpos a los pobres soldados en estado de semi-congelación para insuflarles de nuevo el calor que les devolviera a la vida. Con el tiempo, aquella solución se demostró más eficaz que los baños calientes, las toneladas de sábanas o las piras de fuego ardiente, además de mucho más estimulante para la moral -y, por supuesto, más barata-. En cuanto a las voluntarias para la operación, no fue difícil localizarlas, pues se les instó como un deber patriótico, y bien se sabe que en aquella época, en esa parte del mundo, no faltaba ni mucho menos espíritu de sacrificio. Al principio, la operación se llevaba a cabo con todos los participantes vestidos, pero más adelante se observó que la maniobra surtía mayor efecto con el contacto de los participantes desnudos, cubiertos sólo por un grueso manto de armiño (el armiño, al menos, era el plan original, aunque luego, debido a las estrecheces de la contienda, se acabó reduciendo a lana o algún tejido más basto). Bajo esta circunstancia, no era raro que los reclutas se enamoraran doblemente de sus salvadoras, no sólo por deberles lo que les quedara de existencia -no mucha, en todo caso, dada la esperanza de vida en el frente- como por la natural atracción experimentada tras el roce de la piel. Pero sus sargentas siempre debían rechazarlos, escudándose en su labor de obediencia a la patria, <<otros soldados me necesitan, ya sabes, spasiba, cariño, con suerte no te volveré a ver>>. Se decía de soldados alemanes (pues, en la confusión de la batalla, a veces era difícil distinguir a los heridos, aparte de la obligada y caballerosa atención a los enemigos tras el combate) que, después de aquel tratamiento, pretendían renunciar a su nacionalidad, a su pasado y a su credo, encomendándose a esas voluptuosas valkirias de idioma impronunciable que los habían rescatado de la muerte; en ocasiones, sus versos de amor era lo último que se escuchaba de ellos antes de que les condujeran a una prisión o frente un pelotón de fusilamiento. También, pese a la reticencia de las autoridades militares en admitirlo, se daban algunos casos de deserción conjunta de las mujeres-manta (como se las denominaba en ocasiones de manera despectiva) junto con los soldados, y con cierta frecuencia se les había detenido mientras escapaban -desnudos aún- bajo un cargamento de mantas en un carruaje de camino a Moscú. Aunque lo más habitual, en realidad, era que se encontraran sus cuerpos todavía abrazados en un páramo aislado de la tundra siberiana, adonde habrían desembocado después de un largo periplo, colmado a partes iguales de de besos y vicisitudes. Luego, cuando cesó la guerra, el comando y toda iniciativa relacionada se detuvieron: aquellas mujeres heroicas regresaron a la guerra civil. Muchas se casaron y se convirtieron en hacendosas mujeres rusas, con sus piaras de niños, sus pilas de quehaceres y de ropas, sus maridos borrachos de gruesos bigotes, y su existencia cotidiana, anodina y formal. Pero, de vez en cuando, levantaban la vista de las trincheras de platos sin fregar, miraban abstraídas y nostálgicas a la ventana, y recordaban aquel período en que ellas fueron comandantes de la vida, salvadores de tropas, vestales y divinidades de unos hombres que, por supuesto, nunca-jamás-nunca, las llegaron en ningún momento a olvidar. Y que respondían con una sonrisa tonta cuando sus mujeres les preguntaban en qué diantres estaban pensando.

lunes, 10 de mayo de 2021

El relato de mayo: "Contra el olvido"

Contra el olvido

 

                Abro los ojos.

                Estoy al lado de una mujer.

                No puedo reprimirlo: alargo la mano para tocarle el brazo. No quiero despertarla, pero, por culpa de ese gesto irrefrenable, provoco que se incorpore al mundo consciente. Ella gira el cuerpo y se desliza -suave como una nube en el cielo- entre las sábanas para acercarse a mi lado.

                -¿Qué pasa? -me pregunta. Aunque a ella le basta con que esté ahí.

                Acumulo tensión en la mandíbula cuando respondo:

                -Me tengo que ir -le digo-. Tengo que luchar contra el olvido.

                Un rato más tarde, estoy en marcha. Mi montura me lleva a través del desierto. Desde lejos vislumbro el único lugar al que debía desplazarme. Bajo la luz del amanecer, su silueta parece incluso más espléndida que el día que la di por terminada. Porque esto que veo es mi creación. Desde lejos, da la impresión de que lo hubieran elaborado otros, cabría decirse que seres de otro mundo. Pero no, es todo fruto del hombre: es un producto de mí.

                Claro que no puedo presumir en solitario de este logro, medito mientras camino por entre los pasillos que conforman esta estructura circular y recurrente sobre sí misma; entre otras cosas, porque sería negar la evidencia. Este conjunto de monumentos de piedra posee la influencia de otros pueblos, de aquellos que visité durante mis viajes, y de los que tantas cosas aprendí: asirios, nubios, fenicios, cananeos, babilónicos… Y, conforme lo recuerdo, no puedo olvidar el nombre del hombre que lo hizo posible, pues me trasladó consigo en cada uno de sus trayectos: mi faraón.

                Admiro su nombre, precisamente, engastado en los cartuchos que yo mismo hice tallar en las paredes del monumento, para mayor gloria de los siglos, por toda la eternidad. Ahora, sus sucesores, sus enemigos, han decidido arrancarlos. Desprenderán y romperán los cartuchos para que no quede constancia de su nombre. Lo peor, para que éste quede borrado por toda la eternidad. Han conseguido este propósito de manera parcial con la destrucción, hace unos cuantos días, de su tumba. Hasta ahora, por su acceso remoto, no han podido llegar a este otro sitio. Pero no tardarán mucho en hacerlo. Por eso me he adelantado a los acontecimientos. Incluso aunque cause la desaparición de aquello que he levantado, que tanto amé y con lo que tanto tiempo he convivido.

                La cuadrilla de obreros que contraté ha llegado a tiempo. Con extremo cuidado y dedicación, se esfuerzan en ir desmontando las planchas que elaboré con los distintos bajorrelieves cargados de jeroglíficos. Lo tienen relativamente fácil porque los diseñé a propósito para que fueran retirados con sencillez y, si era necesario, hacerlo deprisa. En aquella época, ya intuía lo que podría ocurrir a la muerte de mi señor, y sabía que, cuando sus adversarios llegaran aquí, no estarían interesados en llevarse nada, sino únicamente en derruir y fragmentar. Su intención no es sólo obliterar de la memoria de los hombres la figura de mi farón sino, también, al eliminar toda constancia escrita de su nombre, asesinar su alma en el inframundo. Es una venganza que va más allá de la tumba. Por ello, por doloroso que me resulte, la única manera de preservar su espíritu será enviar cada una de estas planchas a los rincones más distantes del imperio, adonde sus voraces depredadores no podrán encontrarlas jamás. De esa manera, destruyo la obra capital de mi vida, el monumento de mis desvelos; pero, a cambio, salvo de la oscuridad a mi amigo. Si tuviera que elegir otras 10.000 veces, 10.000 veces lo haría igual.

                Desde una colina cercana, veo partir los camellos en dirección a los cuatro puntos cardinales. Los miro como el padre que ve marchar a los hijos: alguien a quien le duele no verles al lado, pero que sabe que la única manera de que salgan adelante es que vivan su propia vida, aunque sea lejos del hogar. Que estén a salvo, aunque no sea conmigo.

                Lo que ocurra con los restos de mi ya desaparecido monumento -cuyo armazón desnudo yace a mi lado y será devorado, en poco tiempo, por las arenas del desierto- y con el nombre de mi amigo, sólo el futuro, que tantas sorpresas nos depara, lo puede dilucidar.

 

 

                Las primeras experiencias de I.G. con el fenómeno que nos ocupa tuvieron lugar a consecuencia de su trabajo como ingeniero de sistemas en lo que entonces se denominaba la Unión Soviética. Podríamos entrar en prolijos detalles sobre el tipo de mediciones que efectuaba, pero como él solía explicar a sus convecinos: “no lo vas a entender igual, y lo importante es que sepas que intento encontrar una determinada clase de partículas asociadas a ciertos tipos de energía”. Estuvo trabajando en los alrededores de la planta de Chernobyl, y también desarrolló proyectos relacionados con el accidente de Kyshtym. Almacenaba toneladas de gráficos y bases de datos (cuando operaban con papel; con el empleo de medios digitales, la metáfora que implicaba peso dejó de ser realista, aunque la cantidad de datos que recopiló fue todavía más telúrica) con cuantificaciones de todo tipo, a partir de prospecciones realizadas en diversas clases de lugares. Centrales nucleares abandonadas, silos, ríos, campos de cultivo, o muestras tomadas en la atmósfera, como parte del ruido de fondo. La primera vez que captó la señal que nos ocupa tuvo lugar en las áreas donde realizaron buena parte de sus funciones los llamados “liquidadores” de Chernobyl. I.G. las atribuyó, lógicamente, a la radiación. Luego detectó medidas anómalas en los hospitales de las zonas asociadas pero, aunque estas se encontraban en abierta contradicción con otros parámetros físicos objeto de estudio, I.G. también consideró que se debían a derivaciones de los fenómenos radiactivos. Por ello, aunque incapaz de justificarlas, nuestro ingeniero supuso que habrían de tener un sentido físico que futuras investigaciones confirmarían.

                Sucedieron desde entonces muchas cosas; se hundió la Unión Soviética; nuestro hombre pasó a formar parte del funcionariado de la nueva nación, Rusia. La nómina siguió llegando, aunque ostensiblemente reducida. No obstante, el hombre no cedió a la tentación en forma de cantos de sirena de la empresa privada. Al fin y al cabo, le gustaba su trabajo; le entusiasmaba la ciencia que llevaba aparejada consigo, y creía en lo que hacía. Eso sí, con el desarme armamentístico, producto del final de la guerra fría, sus misiones se volvieron más variadas, y mucho más internacionales. Fue precisamente en uno de sus viajes al centro de África cuando localizó de nuevo esos desconcertantes patrones que había detectado en su día. Preguntó si en las minas a las que había ido a investigar se habían localizado trazas de radiactividad. Los responsables locales lo negaron enfáticamente. Fue entonces cuando se puso a investigar con mayor ímpetu.

                A lo largo de distintos análisis por el mundo, los resultados fueron coherentes: Nagasaki, Auschwitz, la oficina S-21, las áreas de recolección del caucho del antiguo Congo Belga; cárceles, campos de concentración; cementerios, fosas comunes. Y también hospitales, incineradoras, funerarias. Sitios con un claro denominador común.

                El día que I.G. se percató del hecho básico, el momento en que captó hasta el tuétano su significación, tuvo que sentarse, ponerse de fondo música de Rajmáninov, y pensar. Él nunca había sido un hombre religioso. No creía en cuestiones sobrenaturales. Él sólo había seguido fielmente, a lo largo de su vida, el rastro de aquello que fuera capaz de ver, medir o tocar. Pero ahora, pese a su desconfianza y recelos, desafiando su educación, precisamente porque le habían enseñado a aceptar lo que la ciencia le susurraba a través de demostraciones y teorías, no podía soslayar las pruebas físicas. No era capaz de negarse ante la evidencia. Tenía delante de sí un medio científicamente probado de contactar con la dimensión donde habitan los muertos. O, al menos, de certificar su presencia. No sabía cuán lejos podía llegar o a qué consecuencias prácticas iba a conducir todo aquello. Pero, como ocurre con buena parte de los descubrimientos científicos, lo primero es reconocer la vía que se abre ante cada hallazgo. Él había dado el primer paso. Ahora tocaba convencer al resto del mundo.

                Por supuesto, el inicio fue una mezcla de estupefacción, incredulidad y escepticismo que rayó en la mofa. Sin embargo, poco a poco, como la nieve que cae pausadamente y con el tiempo cubre hasta lo alto de campanario más destacado del pueblo, la avalancha de datos acabó por convencer incluso a los más recalcitrantes. Sobre todo, cuando se dieron cuenta de la cantidad de opciones que se les abrían por delante. A partir de entonces, los estudios se volvieron más concienzudos, sistemáticos. Se amplificó la intensidad de la señal de tal manera que, lo que antes sólo podía localizarse en lugares donde había fallecido mucha gente, tuvo la oportunidad de detectarse a nivel individual. De repente, fue posible descubrir no sólo el escenario de matanzas y de genocidios, sino también el de fallecimientos de individuos concretos y aislados. Ni qué decir tiene que aquello supuso una revolución acerca de lo que podía desentrañarse a nivel forense (la resolución de asesinatos cuyos detalles eran desconocidos), histórico (el descubrimiento de la tumba de Gengis Khan tuvo lugar al poco tiempo, merced a esta nueva tecnología), filosófico y de diversas aplicaciones las cuales, al inicio, no fueron tan siquiera sospechadas. Baladí es expresar que el mundo entero se transformó.

                Para nuestro hombre no hubo siquiera debate interno sobre si ese conocimiento debía reservarse exclusivamente para su país, o había de otorgarse al resto del mundo. Él era un patriota, y permanecería fiel a su tierra. Ahora bien, con lo que no había contado sería con la deslealtad de una parte de la misma. En concreto, de una mujer.

                Su esposa sollozó. Se arrodilló, imploró que la perdonara. Se justificó diciendo que aquello sólo había sido un desliz: una pura pasión carnal impulsada por las ganas de recuperar la plenitud de sus años más jóvenes. Le suplicó que se quedara a su lado y que envejecieran juntos. Pero ya era tarde. Él marchó del país, y se llevó consigo sus descubrimientos, que empezaron a esparcirse por todas partes.

                Una mujer le había engañado, y aquello tuvo sus consecuencias.

                                                                                             

 

                Conoció a Ludwig von Economo en una reunión conjunta de empresarios, científicos e integrantes de medios de comunicación para intercambiar ideas de un modo informal. Lo curioso es que von Economo (joven, apuesto, de perilla afilada, con una extraña combinación, en su vestimenta, de elegancia y estilo “casual”, y ni el más mínimo asomo de acento en su inglés; tanto que I.G. dudó sobre si era oriundo de los Estados Unidos o Gran Bretaña) no le explicó demasiado acerca de su proyecto. Simplemente le dio su tarjeta y le emplazó a reunirse con él en la más prestigiosa pinacoteca local. Un lugar anómalo para una entrevista de trabajo.

                -Vaya allí el sábado a las once. Le va a interesar –guiñó el ojo cómplice.

El primer fenómeno curioso fue que el museo estaba vacío. Lo habían reservado exclusivamente para un evento privado donde sólo estaban él, von Economo… y una muy atractiva mujer que hablaba el idioma de Tolstoi como sólo alguien que ha crecido con el cuento del soldado, el zarévich y la muerte puede hacerlo. La joven empezó a explicarle el cuadro –cedido al museo como parte de una exposición temporal- de Iván el Terrible y su hijo, desgranándole las motivaciones de Iliá Repin como si ella se hubiera encontrado a su lado cuando lo pintaba, preparando (mientras aguardaba la terminación de la obra) el samovar.

-Observen la mirada angustiada en los ojos del soberano; no sólo acaba de asesinar a su hijo, influido seguramente por el mercurio que le proporcionaban para tratarle la sífilis; ha matado al heredero al trono de Rusia. Acababa de quitar la vida al único que podía salvar su dinastía y, quizás, el futuro en conjunto del país. <<Qué he hecho>>, se encuentra sin duda preguntándose a sí mismo. <<Qué he hecho>>.

                La mujer se deslizó –casi cabría más decirse que flotó- entre las distintas obras de arte en un juego de ballet, como si llevara toda la vida preparando esta danza. Tchaikovsky, pensó nuestro hombre, habría ideado para ella El lago de los cisnes, y luego la habría invitado a pasear.

                Conforme la joven seguía desplegando su abanico de erudición y de divinidad secular sobre la pulida superficie del museo, I.G. sospechó que la estrategia de von Economo estaba muy bien urdida para tratar de seducirle no sólo en virtud de una atractiva oferta profesional, sino también de una mujer cuyos encantos e intereses comunes iban a atraerle como un agujero negro.

                Lo malo de las estrategias obvias y descaradas para obtener nuestra atención es que, si nos las plantean, es entre otras cosas porque estamos deseando que lo hagan. Al fin y al cabo, es el caramelo que nos gusta, envuelto en un plástico de colores que nos entusiasma más aún.

                Por eso, nada más I.G. firmó en el despacho de von Economo su incorporación a la empresa, con lo cual formalizaba su incorporación al sector privado, no le resultó extraño que su recién instaurado patrón sonriera mientras, a las puertas, aguardaba su nueva amiga para escoltarle.

                Acompañó a Irina hasta su hotel. Ella, por lo visto, había viajado desde San Petersburgo ex profeso para este encuentro, todo pagado por von Economo, por supuesto. Estaba claro que, para su nuevo supervisor, el dinero no era un problema.

                -Así pues, ¿no trabajas para él?-preguntó I.G.

                -Bueno, es una manera de decirlo –matizó ella-. Me contrata de vez en cuando. Puedo decir que soy mi propia jefa, pero también que me proporciona unas cuantas y bastante jugosas oportunidades. Aunque, si te refieres a la incompatibilidad de ciertas cuestiones, soy completamente autónoma en materia laboral… sobre todo ahora que ya has firmado –dijo conforme abría la puerta de su habitación y, casi sin pretenderlo, como hacía todo, se dejaba caer (y le invitaba a caer) blandamente sobre la cama.

                Así fue como empezó una de las etapas más fructíferas de su vida, de ésas en las cuales los intereses profesionales maridan en paralelo con los personales de una forma tan natural, ideal y eficiente, a todos los niveles, que no nos damos cuenta de -desde fuera- lo aberrantes que parecen, y todos los problemas inadvertidos que acarrean, los cuales sólo se manifiestan en el momento en que se rompe la burbuja, por lo común de la manera más brutal. Pero ese hipotético suceso aún se hallaba lejos. Y lo cierto es que, en el ínterin, lograron unas cuantas cosas interesantes. Ya no eran capaces sólo de detectar la presencia de almas fallecidas, sino que podían ponerse en comunicación con ellas. Era cierto que de un modo primitivo: no había voces audibles, sino una especie de traducción a un código que, filtrado por el tamiz de un ordenador, reproducía una serie de mensajes sin mucha lógica gramatical pero con un sentido evidente. Desde luego, no era perfecto, pero era bastante mejor que un aullido y un agitar de cadenas, y, por supuesto, lo más similar que nadie jamás había sostenido, desde los diálogos con el inframundo en los poemas épicos, a una ultraterrenal conversación. Al principio I.G. tenía un poco de miedo de que von Economo mostrara el lado capitalista del asunto y exigiera al gran público precios inalcanzables a cambio de sus servicios, pero su jefe fue muy astuto y supo ver desde el principio el filón de una amplia difusión: ofreció tarifas económicas para que cualquiera pudiera hablar con sus allegados, en un negocio que por supuesto creció en una curva estratosférica y mareante. Sobre lo que los familiares muertos tuvieran que decir, los resultados, en honor a la verdad, fueron bastante dispares. Prácticamente ninguno transmitía verdades divinas reveladas más allá de la muerte, y muy pocos poseían tesoros ocultos que dejar en herencia a sus descendientes; las más de las veces, sus preocupaciones eran más mundanas y se limitaban a saludos muy generales, y a preguntar si todos estaban bien. Porque, entre otras cosas, esta nueva vía de comunicación les confirmó cosas que ya suponían acerca del estado de estos dos seres a caballo entre dos mundos: no se ubicaban en ninguna localización espacial específica -alternaban su posición entre el lugar donde fallecieron, aquel donde se hallaba su tumba, y una serie de enclaves significativos para su biografía, hallándose con cierta probabilidad en varios sitios a la vez, cual una especie de gato de Schrödinger fenecido del todo-; tenían un conocimiento muy impreciso de lo que había acontecido en el mundo <<real>> -de alguna forma había que denominarlo- una vez habían abandonado éste, y tampoco se encontraban en ninguna clase de nuevo destino, ni parecían albergar misión alguna que ejecutar por la que, si la cumplieran, quedarían librados de su sino y se volatilizarían de allá. Simplemente, daban vueltas, merodeaban por los antiguos lugares que habían recorrido durante su existencia; sobrevivían, nada más. Pero lo que I.G. y otros investigadores no podían ni imaginar era el consuelo que siquiera esa pálida presencia otorgaba a sus conocidos y familiares, motivo que le convencía a I.G. de que su trabajo lo cumplía por algo más que ganar dinero, y que en realidad esos allegados pagarían muchísimo más por la oportunidad de obtener lo que llevaban a cabo gracias a su pericia técnica. En ese sentido, I.G. se sentía útil, se sentía bien. Y, bajo la flexibilidad de su nueva pareja, Irina, con quien había probado actividades y posturas con las que no había soñado nunca, se sentía joven otra vez.

                Todo iba bien hasta un día. Una jornada que debía de haber sido buena. Irina le enseñó un cuadro del periodo romántico, una representación de una escena histórica. Irina decía que, en su opinión, ese período del arte se encontraba infravalorado respecto a otros estilos formalmente más atrevidos, aunque quizás, en su opinión, con menor carga de significado. En concreto, se refería a una escena de fusilamiento donde la sangre destacaba, brillante y rojiza, sobre la blancura casi intacta de la nieve.

                -Una cosa es lo que yo admiro por dentro; otra lo que debo decir, de acuerdo a los cánones artísticos aceptados; y otra lo que les recomiendo a los compradores porque se va a revalorizar y les va a hacer ganar una pequeña fortuna, que es lo que pretenden casi todos. Por eso, no resulta fácil decirles que es mejor que dejen esa basura pretenciosa que están adquiriendo, y que se vayan a adquirir uno de estos cuadros. Uno de esos pequeñitos y olvidados, por los que algunas daríamos un brazo o un riñón por colgar en el recibidor de nuestra casa. Aunque no puedo quejarme -guiño el ojo mientras señalaba la pintura, en un gesto íntimo y confesional-; éste en concreto lo voy a conseguir.

                I.G. enarcó una ceja al observar el precio.

                -¿Y eso?¿Te lo puedes permitir?

                Irina sonrió con una mezcla de picardía y de falsa culpabilidad.

                -Bueno… Tengo unos ahorrillos.

                Pero estaba hablando con la persona equivocada.

                -Eeeeh… Aquí hay algo que no me cuadra. ¿Te acuerdas de cuando estuviste de viaje, y tuve que hacerte unas gestiones para pagar a una empresa a la que habías contratado unos servicios?

                Irina se rio.

                -Ja, ja, sí. Esa maldita memoria fotográfica. Deberías haberte metido a detective en lugar de a ingeniero. ¿Nunca te lo han dicho?

                I.G. guardó silencio. No era sólo eso. Irina le hablaba muy a menudo del dinero. Para ella era algo importante. Su familia era de esa vieja aristocracia que salió atropelladamente de Rusia tras la caída de los zares. Poco acostumbrados a desenvolverse en ningún oficio, los mayores vegetaron y vivieron de las rentas, pero sus descendientes se adaptaron rápido al nuevo ecosistema. Aun así, Irina tenía el problema de que se movía en un mundo de las altas esferas, y manejaba cifras vertiginosas de dinero, pero ella en sí misma no era rica. A ello contribuía el hecho de observar con rigor casi religioso los gustos caros que se le suponía a una mujer que se movía en el ámbito social de los potenciales compradores. De modo que su empresa unipersonal siempre se movía en un delicado límite entre los beneficios y la ruina, y muchas veces tenía que aportar fondos de su propio pecunio para no llegar ahogada a los balances. De ahí que a I.G. le extrañara que pudiera permitirse aquel pequeño dispendio.

                -En fin, supongo que ya te lo puedo contar. Sobre todo, porque tú también vas a salir beneficiado. Después de todo, este logro es también obra tuya. Y, cuando lo anuncien en la junta de accionistas, el dinero no será un problema, para ninguno de nosotros, nunca más.

                Cuando Irene se lo confesó, I.G. se quedó lívido. Sin apenas dar explicaciones, marchó y cogió el coche en dirección a la empresa. Allí se encontró, organizando cuestiones operativas en un pizarra, a von Economo, junto con un pequeño grupúsculo de ayudantes.

                -Ah, estás aquí -desplegó una amplia jovialidad von Economo-. Dime, ¿querías verme?

                Pero I.G. no le devolvió la sonrisa.

                Una mujer le había traicionado. Y aquello tuvo sus consecuencias.

 

 

                Dicen que el período inmediatamente posterior a la Primera Guerra Mundial estaba lleno de espectros. Y era verdad. Los fantasmas de los muertos durante la contienda vagaban por los campos de Europa, y las familias de éstos se pusieron en contacto con espiritistas y médiums para contactar con sus fallecidos. Pero como éstos en realidad eran estafadores sin escrúpulos, o crédulos sin la menor idea de lo que estaban haciendo, no se consiguió nada. Debió de ser una estampa muy cómica cuando las almas perdidas (que sí que existían) veían que todos los esfuerzos desplegados caían en saco roto porque, a pesar de la cantidad de gente que deseaba hablar con ellos, lo estaban haciendo del modo incorrecto -la tecnología tardaría años en implementarse,- y por tanto no había manera de obtener ningún resultado.

                Todo cambió con el nuevo sistema desarrollado por I.G. Sin embargo, lo esencial en lo que se centraron los analistas de von Economo fue en aquellos primeros datos que el científico entonces soviético había recolectado. Se dieron cuenta de que esas iniciales detecciones fueron posibles porque I.G. las había hallado cerca de sitios donde se había producido un alto número de víctimas. De hecho, fue a partir de los encargos de la empresa para localizar fosas comunes y crímenes de guerra cuando se les ocurrió que la inmensa acumulación de energía allí concentrada podía repercutir en otra clase de cuestiones. Y se pusieron a indagar.

                von Economo se lo explicó. Los muertos eran muertos, y muertos estaban. Su tiempo había pasado, y su capacidad para transferir impresiones al mundo de los vivos era limitada, y cumplía su función tras un tiempo. De hecho, muchos no tenían ni siquiera descendientes con los que comunicarse. En cambio, ellos no desaparecían; no se disipaban en el aire una vez cumplida su misión pendiente, como ocurría en las novelas góticas o en las películas. Lo que hacían allí era perder su tiempo y el de todos, mientras ellos quedaban errando por una eternidad soporífera y fútil. En cambio, la Tierra que seguía adelante, la de verdad, adolecía de un grave problema de suministro de combustible, y sólo el aprovechamiento de esta gran cantidad de energía hasta ahora malgastada podría suplirla.

                El funcionamiento era simple, desgranó  von Economo: la ventaja era la acumulación de todas esas almas alrededor de unos cuantos puntos comunes (aquellos que primero estudió I.G.) donde se concentraban. Incluso el hecho de que oscilaran entre varios lugares a la vez no impedía que, cuando la tecnología creada por I.G. fuera aplicada según los nuevos diseños de los ingenieros de von Economo, aquellos sitios especiales sirvieran como punto de anclaje para acceder a los espectros y absorber todo su potencial. De esta manera, explicó el jefe de I.G. ante su horripilado empleado, tendremos así una cantidad impresionante de energía a nuestra disposición, para el servicio de toda la humanidad.

                I.G. estaba mudo de espanto. Les mataremos, atinó finalmente a decir tras balbucear un rato la respuesta. Eliminarás la energía residual que queda de esos individuos, y de esa manera quedarán desaparecidos para siempre. von Economo sonrió. No se puede asesinar, dijo, a alguien que ya está muerto desde el principio. No se les puede matar dos veces. Ellos ya tuvieron su paso sobre la tierra. Ahora necesitamos que les proporcionen un futuro a sus congéneres. Hemos sobrevivido miles de años sin comunicarnos, ellos errando de manera inútil por la faz de la tierra, nosotros sin conocer su existencia. Si ahora se desvanecen del todo (explicó von Economo con esa sonrisa taimada que hasta ahora sólo era un signo de inteligencia) no les vamos a extrañar.

 

 

                Al día siguiente, I.G. se coló sin permiso en las instalaciones de su propia empresa. Podría haber utilizado su pase personal de seguridad, pero se aseguró de robar, antes de salir el día anterior, la tarjeta de uno de los guardias. No sabía si von Economo desconfiaría de él a raíz de las últimas revelaciones pero, en todo caso, después de lo que iba a hacer aquella noche, seguro que revocaría todas sus autorizaciones. De hecho, meditó mientras subía a la sala de máquinas, lo más probable era no sólo que le denunciase, sino que tratara de destruirle y mandara sicarios para erradicarle de la faz de la Tierra. Era normal. Pero no por ello recuperaría lo que iba a perder ese día.

                I.G. se alegró de cómo había diseñado aquellos aparatos. Seguramente a causa de los viejos tiempos en que había trabajado para la Unión Soviética -por aquella obsesión paranoica de que el Politburó pudiera apropiarse de su labor y utilizarla para fines bélicos que I.G. ni siquiera había sopesado- era por lo que había dispuesto aquella tecnología mediante un sistema modular, de tal manera que fuera posible extraer unas cuantas secciones sin alterar el funcionamiento del conjunto. Por eso, las alarmas no sonaron, ningún medio de seguridad se activó. I.G. pudo desarrollar su misión sin interrupciones hasta que, finalmente, apretó un botón. Casi pudo sentir el sonido de la energía fluyendo, de esas almas movilizándose, con un suspiro de alivio, ante el gesto que las iba a salvar de la destrucción. Claro que aquello iba a cambiar por completo la forma en que interaccionaban con el mundo físico con el que tan recientemente habían vuelto a sincronizar.

                von Economo lo había dicho. La clave de su pavoroso sistema era la concentración. En determinados puntos en el espacio, había una densa confluencia de almas de las que era posible obtener una gran energía. Era como extraer sal a través de un bloque arrancado de una mina. Pero, ¿qué hacer si toda esa sal se encontraba disuelta en el mar? Entonces, el coste de purificar ese material -la sal en la metáfora; en la vida práctica, las almas- se volvía tan prohibitivo que no merecía la pena. Eso era lo que había hecho I.G.; había disociado a los espectros de los lugares físicos a los que se encontraban encadenados, de tal manera que ahora se encontraban “vibrando” (era el término técnico que se le aplicaba) a lo largo de la completa amplitud del espacio. Un fallecido en las guerras afganas producía la misma señal en Moscú que en Uganda o Pekín. Una señal débil, desde luego, insuficiente para ponerse en contacto con ese ente, pero también imposible de absorber y asimilar. Una vez más, los muertos volvían a estar solos y, sus descendientes, impedidos para hablarles. Pero al menos, estaban vivos (de alguna manera). En cierto modo, los había salvado. A costa de cortar la única conexión que habíamos mantenido con el mundo de los difuntos pero, desde luego, impidiendo que aquellos millones de fantasmas sufrieran una muerte definitiva otra vez. No sabía si todos aquellos espectros -con los que personalmente, en ningún caso, se había comunicado; no creía que a sus padres, unos racionalistas estrictos, les hiciera gracia el asunto- estarían de acuerdo con el cambio. Sentía, en todo caso, que era mejor que él hubiera tomado la decisión en su nombre, antes de que von Economo lo hiciera en base al dinero que el pingüe negocio le iba a proporcionar. Si tuviera que elegir otras 10.000 veces, 10.000 veces lo haría igual.

                Después de hacer esto, salió del edificio. Fue al aeropuerto. Compró un billete de avión. En la nave, reflexionaba, con un vaso de vodka en la mano, sobre la ahora remota posibilidad de que un montón de fantasmas, parientes de alguien, se hubieran convertido en papilla y ardieran como combustible en el depósito del avión. También meditó sobre si, allí afuera, habría algún espectro al otro lado de la ventanilla, observándole, mirando, quizás de alguna manera intuyendo lo que había ocurrido y dándole las gracias. Ahora nunca lo sabremos, se dijo. Quizás estos espíritus le daban tanto miedo al mundo (se planteó I.G.) como nosotros, desde el otro lado, se lo dábamos a ellos.

                Descendió del avión. Tomó un taxi en la ciudad que tanto le sonaba y que, sin embargo, con el paso de los años, encontró muy cambiada. Como si ahora el espectro fuera él. Fue a una dirección cuya ubicación concreta nunca había podido olvidar. Sacó su llave y probó, acertadamente, para ver si funcionaba. Se metió en la casa y más tarde en la habitación, momento en que, con mucho tiento, se quitó los zapatos, se metió en la cama y se acomodó junto a una mujer dormida. Ella se desplazó ligeramente para hacerle hueco, reconociendo sin duda el sonido de la respiración, la identidad de su calor, y su forma de moverse; en definitiva, sus costumbres.

                -¿Qué pasa? -como único, comentario, la mujer le preguntó, como si llevara en la cama toda la vida. Aunque a ella le bastaba con que estuviera ahí.

                Entonces, I.G. respondió de la única manera en que había sabido transmitir sus pensamientos para que se perpetuaran a lo largo de los tiempos, para que no se perdieran en la noche oscura del alma. El único recurso que le quedaba tanto a él como a los espectros cuya existencia acababa de salvaguardar. Y, en aquel momento, le apetecía que una persona, en realidad la única que había amado, fuera receptora de lo que quería legar al mundo:

                -He tenido que venir. Tenía que luchar contra el olvido.

                Contra la espalda de ella, se abrazó. Durante horas permanecieron allí, pegados, refugiados cada uno en el otro, disfrutando de su mutua compañía, nada más.

miércoles, 11 de diciembre de 2019

La historia real de diciembre. Grandes modificaciones terráqueas (II): matar moscas a cañonazos (o construir a base de bombas atómicas)

Como mencionamos en un post anterior, el ser humano se ha empeñado en transformar la Tierra a gran escala, y para ello no ha dudado en emplear la energía que tenía a mano. Tracción humana, animal, mediante ingenios mecánicos o utilizando petróleo. Pero, sin duda, la palma se lo llevan algunos momentos en que tanto Estados Unidos como la Unión Soviética pretendieron construir grandes obras públicas a base de explotar ingenios nucleares.

En ese sentido, los pioneros fueron los estadounidenses, que empezaron el programa en 1958 y empezaron a desarrollarlo a inicios de la década siguiente. Lo denominaron Operación Plowshare y, entre otras cosas, intentaron edificar puertos artificiales, crear una especie de máquina de vapor a partir del producido en las explosiones nucleares, y también explorar las posibilidades en la minería. En ese último apartado, una de las detonaciones nucleares que se efectuaron, la llamada Sedan, desplazó doce millones de toneladas de tierra y creó un agujero de 390 metros de ancho y 100 de profundidad, tan similar a los cráteres de la luna que se llegó a acondicionar como zona de prácticas para futuros astronautas.

Lo cierto es que las explosiones que se llevaron a cabo (alrededor de 27) fueron muchas menos que las que se planificaron en un principio como experimentos para explorar las aplicaciones pacíficas de las armas nucleares. Entre los proyectos iniciales se hallaban desde una forma más rápida de construir el Canal de Panamá, hasta como método para conectar acuíferos, levantar carreteras o extraer petróleo. En todo caso, ni siquiera las pruebas dieron resultados concluyentes que sirvieran para demostrar la utilidad de las detonaciones nucleares como un método factible para la ingeniería a gran escala. De hecho, lo poco apropiado de esa idea era fácil de deducir desde el primer momento, y desde luego no será porque los estadounidenses no tenían evidencias acerca del peligro -para el que las arroja, se entiende- de las armas atómicas. A los accidentes en centrales nucleares como el de Three Mile Island en Pensilvania (y el más antiguo de su socio británico, en Windscale) han de unirse una larga lista de pruebas nucleares en el desierto de Nevada -explosiones que llegaron a ser visibles desde Los Ángeles, o rompían cristales de las ventanas en Las Vegas-, empleando toda clase de estructuras (entre otros, armazones, edificios, maniquíes, túneles y búnkeres) para demostrar los distintos efectos que una detonación atómica podía tener sobre las poblaciones afectadas, e incluyendo la participación de pilotos de avión para averiguar qué ocurría si te metías en el interior del hongo resultante. Las últimas pruebas de ese tipo se realizaron en 1992. Desde entonces, parece que Estados Unidos se ha convencido no sólo de que las armas nucleares hacen mucha pupita, sino que resultan muy difíciles de utilizar para algo que no sea hacer pupita también.

La Unión Soviética emprendió este tipo de ensayos algo más tarde (a mediados de los 60), probablemente para mantener una cierta coherencia con su inicial alegato a favor de la prohibición de las armas nucleares. Pero como era la Guerra Fría y todo el mundo tenía que imitar lo que hacía el gran enemigo a batir en el bando contrario, el país de los soviets también se dispuso a desarrollar la opción de "Explosiones Nucleares para la Economía Nacional". Las aplicaciones hipotéticas eran muy similares a las pergreñadas por los norteamericanos (a los soviéticos se les ocurrió además utilizarlas para la construcción de embalses o como forma de extinguir los escapes de gas natural), aunque hay que reconocer que los soviéticos fueron más sistemáticos, pues llegaron a realizar hasta 115 detonaciones. El programa cesó en 1988 bajo la influencia de Mijail Gorvachov, y aunque muchos defienden la rentabilidad del mismo y que, gracias a él, han podido lograrse objetivos que sólo son asumibles mediante el uso de armas nucleares, la mayor parte de los que han opinado al respecto (en base además a unos datos que en buena parte siguen bajo estricto secreto) argumentan que existen otras metodologías alternativas que no tienen, como contrapartida, la desventaja de sembrar de radiación buena parte de las zonas incluidas.

En ese sentido, la Unión Soviética es la que ha tenido más problemas no sólo con estas pruebas, sino con accidentes asociados a centrales nucleares. A la devastadora catástrofe de Chernobyl (reflejada en libros, películas, o la célebre serie de televisión que pobló nuestras pantallas hace unos meses) hay que sumar el incidente de Kyshtym, que dejó un rastro de contaminación radiactiva a lo largo de una línea de 350 km -afectando a un río, un lago, y un área de población de 250.000 personas-, o el reciente incidente radiactivo en el país ahora denominado Rusia, con el que se ha demostrado que el secretismo y el desprecio por la vida humana no son necesariamente exclusivos del comunismo y ni siquiera de las dictaduras, sino que puede darse también en una democracia bastante imperfecta como la que encarna ahora mismo la dirigida con mano de hierro por Vladimir Putin. La pérdida en salud, vidas humanas y coste medioambiental han tenido estos sucesos nunca ha podido ser valorada en toda su dimensión, pero sin duda ha supuesto un daño irreparable para las regiones golpeadas por los mismos.

Hoy en día, la posibilidad de emplear armas nucleares para los grandes proyectos de ingeniería ni está en la cabeza de prácticamente nadie, ni se contempla. Sin embargo, el balance que los seres humanos dejan de su utilización de la energía nuclear es bastante desolador. A las dos bombas atómicas detonadas en Hiroshima y Nagasaki (y la infinidad de pruebas que distintos países han aplicado en diversos lados del planeta), se unen los accidentes mencionados, el más reciente de los cuales es el de Fukushima, el cual ha provocado un cambio en la percepción de la energía atómica en todo el mundo. Es cierto (esgrimen sus defensores) que los accidentes son una excepción, que durante años han producido energía a raudales para nosotros y que, además, pueden suponer un alivio al planeta al no tener que recurrir a los combustibles fósiles que tanto están contribuyendo al cambio climático. Pero, como argumentan sus detractores, el riesgo de accidentes sigue existiendo (con su efecto tanto en la salud humana como en los animales, las plantas, el suelo, el aire y el agua), y los residuos que se producen continúan generando peligro durante miles de años (tanto, que se han planteado sistemas para advertir de su presencia cuando se produzca el colapso de la actual civilización). A ello hay que sumar que los últimos planes necesarios para la construcción de centrales nucleares se han revelado tan costosos que muchos países, como Alemania, aprovechando la alarma social originado por Fukushima, han decidido dejar de lado esta arriesgada tecnología, con lo cual cualquier debate sobre la posibilidad de centrarse en la energía nuclear para disminuir el efecto del cambio climático ha quedado aparcado, frente a la pujanza de las menos contaminantes energías alternativas. Quizás el ser humano ha aprendido que el poder atómico es demasiado poderoso para jugar con él como si fuéramos niños -como hicimos de manera en ocasiones despreocupada desde que se descubrió la radiactividad, incluyéndola en dentífricos y otros objetos de uso cotidiano-, y que es mejor restringir su uso al mínimo imprescindible (o, como mencionó el ex-relaciones públicas de una central nuclear y escritor Terry Pratchett, de modo probablemente simbólico, "a veces el mayor poder acerca de la magia radica efectivamente en no usarla"). La pena es que, ahora que quizás se ha conseguido, son otras las amenazas las que se yerguen en el horizonte, y no sabemos si de ésas estamos aún a tiempo de escapar.

lunes, 17 de junio de 2019

Los libros de junio: una historia de Rusia contada por no-rusos

La literatura rusa y de sus países limítrofes ha dado descomunales (en ocasiones, tanto en valor como en número) y brillantísimas páginas: Dovstoievski, Tolstoi, los analíticos cuentos de Chéjov; en clave política y de denuncia, Pasternak y su "Doctor Zhivago" (y su estupenda adaptación cinematográfica), Vasili Grossman y su telúrico "Vida y destino", Solzhenitsyn y su estremecedor "Archipiélago Gulag" (de varios de estos autores tengo textos pendientes). En los escritores rusos se aprecia una profunda preocupación por las grandes cuestiones del mundo, así como un amor a la tierra que tanto les ha maltratado, y a la que sin embargo nunca -ni siquiera en el exilio-  dejarán de extrañar. Sin embargo, el país más extenso del mundo ha cautivado al igual que repelido (tanto desde el imperio de los zares hasta la actualidad, pasando por la más extensa Unión Soviética, que abarcaba un buen número de países actuales) a multitud de individuos de toda clase de nacionalidad. Que se lo digan a los directores de cine norteamericanos de las películas de espías, que todavía no han encontrado un adversario mejor. En ese sentido, es curiosa la cantidad de autores de países extranjeros que se han atrevido a introducirse en el laberinto ruso, tratando de averiguar, de una manera o de otra, y tomando una expresión prestada, "cuando se jodió" Moscú. He aquí una pequeña e incompleta guía para aprender un poco más sobre la historia moderna de Rusia a partir de escritores foráneos, que tienen la ventaja de a veces contemplar los hechos desde una perspectiva más neutral, quizás más cercana a aquella de la que parten los neófitos sobre el tema o, en ocasiones, de una manera menos tendente a la metafísica, o que no dé tan por sentada la relación natural que parece haberse establecido como una aleación indisoluble entre el devenir de los acontecimientos de la historia y el idiosincrático carácter ruso. O puede que no. En todo caso, espero que os sirvan como recomendaciones literarias interesantes (entre otros, para aquellos a los que os haya llamado la historia de este país a partir de "Chernobyl" de la HBO). Empezamos:

-Mencionado en otra entrada, "10 días que conmovieron al mundo", de John Reed, sigue siendo la referencia básica para abordar la revolución rusa. Aunque Reed era un ferviente defensor de los derechos de los obreros y de muchas tendencias progresistas, en este caso se pone el traje de corresponsal y realiza un exhaustivo análisis de las noticias que sucedían y bullían en este periodo trascendental de la historia. En ese sentido, "Reds", una ciclópea película en la que participaba lo más granado de la izquierda hollywoodyense en los años 80, muestra a un Warren Beatty interpretando a un John Reed que aunque cree en el movimiento, acaba decepcionado con la forma en que los primitivos soviets lo llevan a cabo.

-Del periodista español Chaves Nogales ya hemos hablado alguna vez, y mencionamos de hecho "El maestro Juan Martínez que estaba allí", una visión de la revolución bolchevique desde el punto de vista de un artista español de los tablaos a quien la circunstancia histórica le pilla casi literalmente en medio del espectáculo. La frase: "Un cantaor de flamenco, ¿puede ser un proletario?", lo resume todo. Sinceridad, retrato de personajes y dramatismo se combinan en una narración que, de puro periodístico, a veces ofrece tintes surreales ante lo inverosímil de las situaciones.

-"Palos de ciego". El periodista y escritor David Torres combina dos sucesos impactantes en su vida: por un lado, la historia de un libro (el cual fue incapaz de escribir) acerca de la ejecución masiva de unos bardos ciegos tradicionales durante la época más oscura de las purgas estalinistas; y, por otro, el descubrimiento del fallecimiento por negligencia médica de su hermano (llamado también David, como él), de tan sólo un día de vida, en una de las clínicas que practicaron en su día en España el robo de bebés con el objeto de entregárselos a familias ligadas al franquismo. A partir de allí, construye un sobrecogedor y penetrante texto que trata sobre la infancia, la música, la historia (especialmente esa atroz etapa de los primeros años de la Unión Soviética), la literatura, la memoria, las bárbaras formas que tenemos de maltratarnos los humanos y, en especial, el imposible modo de exorcizar los propios demonios.

-Aunque no ambientada estrictamente en Rusia, "Enterrar a los muertos", de Ignacio Martínez de Pisón, narra un episodio que toca de manera profunda varios de estos temas. En este ensayo histórico, el autor sigue la estela de John Dos Passos, un prestigioso novelista norteamericano (reconocido por su izquierdismo así como por su amor por España, aunque escamado tras su primer viaje a la Rusia revolucionaria) que anda en busca de José Robles, su traductor al español, el cual ha desaparecido después de embarcarse, tras el estallido de la guerra civil, como voluntario en la causa de la República. La obra nos conducirá, entre otros lugares, a los oscuros tejemanejes de la Unión Soviética en España, así como la evolución de la guerra en el dividido bando encargado de defender de la democracia, o las desavenencias de Dos Passos con Hemingway (quien en ese momento trabajaba como corresponsal de guerra en Madrid, aunque las malas lenguas sisean con cierto fundamento que muchas de las batallas que narraba las vio desde el interior de su habitación en el Hotel Florida) a cuento de la desaparición de Robles. Un libro que trata sobre diversos aspectos tales como la amistad, las formas de sobrevivir en la contienda, la lucha entre los ideales y una realidad siempre ambigua, así como las consecuencias que tienen los grandes sucesos para las víctimas colaterales de la historia.

-"El niño 44". Best seller de Tom Rob Smith que también retrata el horror y la paranoia en la época de Stalin, introduciendo un suceso que sirve de desencadenante. ¿Qué ocurriría si, en el supuesto paraíso comunista, apareciera un asesino en serie? Thriller moderno y reflexión histórica a partes iguales.

-"Érase una vez la URSS". Dominique Lapierre, prestigioso periodista francés (autor, entre otros, de "Era medianoche en Bhopal") llega a la Unión Soviética en un momento de deshielo y -en un coche que parece incapaz de resistir un viaje de tantos kilómetros- se recorre un buen trecho de la Unión Soviética, narrando una perspectiva por supuesto subjetiva al proceder del otro lado del Telón de Acero. En todo caso, un curioso retrato de escenarios y un ameno libro de viajes.

-"Cicatriz", de Juan Gómez Jurado: un libro entretenido y adrenalínico, cargado de sentido del humor, que cuenta la historia de un inadaptado informático residente en Chicago el cual, sin comerlo ni beberlo, va a verse envuelto en una trama de mafias rusas que tiene ramificaciones con hechos acaecidos en Ucrania y durante la guerra de Afganistán. Con tantas dosis de cáustica ironía como sangre chorreando a borbotones, garantiza pasar un buen rato.

-Emmanuel Carrère es conocido por sus libros en los que entremezcla estilo literario con un profundo desmenuzamiento de la realidad. He leído (y me han gustado bastante) "El adversario" y "De vidas ajenas", con lo cual arremetí con gran ímpetu la biografía de "Limónov", un controvertido personaje cuya vida dibuja el nuevo panorama de Rusia tras la desintegración de la URSS. Abandoné el libro a medias -aunque no descarto retomarlo-, entre otras cosas, porque era fácil sentir tanto odio como ridículo por el protagonista. Sin embargo, hay que reconocer que, quitando el juicio que podamos hacer de Limónov, las peripecias que se narran acerca de él mismo y de los países en los que vive dan para pensar bastante. Una condición que podríamos adscribir a cualquiera de los libros en esta lista.

lunes, 10 de septiembre de 2018

Los libros de septiembre y octubre (I): Cómo leer "Lolita"... y cómo "Leer Lolita en Teherán"

Ocurrió que llegó a mis manos (merced a la librería "Bambú y Naranja", a la que, como muchos sabéis, tengo un cariño especial) el libro "Leer Lolita en Teherán". De momento no voy a entrar en muchos detalles, pero os podéis figurar que no desvelo demasiado si os digo que le libro trata, entre otras cosas, de leer un libro como "Lolita" en un país como Irán. El punto de partida me resultó atractivo, aunque se me presentaba una congoja: ¿sería el texto muy difícil de entender si yo no había leído previamente "Lolita"? Pues, aunque vi la famosa película de Kubrick hace ya muchos años (de hecho, me disculparéis si en alguna alusión a ella me tiende una trampa el olvido y la distancia), muchas otras lecturas también indispensables habían interferido (ah, la vida del arduo lector, siempre cargada de tareas pendientes), y aún no había tenido oportunidad de abordarlo. Decidido a hincarle el diente a la una -entre ciertos motivos, aunque no el único, para poder acceder a la otra-, acabé leyendo las dos, descubriendo, en efecto, como sugería el título, que una de las lecturas era necesaria para la siguiente. Pero, sobre todo, cada uno de estos textos planteaba una serie de dudas que daban pie para un debate lleno de aristas, recovecos y escaleras, en el que se barajaban preguntas relacionadas con el papel de los libros y los lectores, y la relación entre el hombre -o mujer- y el escritor. Algunas de estas reflexiones me parece importante compartirlas, y por ello lo hago en el orden que creo, para vosotros, más lógico: empezar primero por "Lolita" (más conocida, sin duda, pero no por ello necesariamente más comprendida), y luego con "Leer Lolita en Teherán".

Para empezar, un "sucinto" resumen (por supuesto, os lo destripo todo) de "Lolita", la novela de Vladimir Nabókov: la historia es narrada por Humbert Humbert (un nombre ficticio escogido por el propio personaje principal), de quien sabemos que ha sido encarcelado por asesinato y que nos va a describir su relación con Lolita. Humbert Humbert nació en Europa pero, por azares del destino, acaba viviendo en Estados Unidos (una parte importante de la novela se basa precisamente en la supuesta sofisticación europea de Humbert Humbert respecto al ambiente mediocre y mundano que se encuentra a lo largo de sus viajes por Norteamérica). Humbert tiene un problema, y es que se siente atraído por lo que él llama "nínfulas", chicas que durante unos pocos años poseen un encanto especial que él no halla en las mujeres mayores de edad, pero cuyo esplendor desaparece conforme se aproximan a la edad adulta. Esto, por supuesto, está muy mal visto en la sociedad en la que él vive ("Lolita" se publica en 1955, una época mucho más represiva que la actual, lo cual no es óbice para que esas relaciones sigan siendo tabú y el libro continúe provocando polémica), y le causa bastante tormento. En un momento determinado, se le ofrece alojamiento en casa de una viuda. Humbert va a declinar la invitación (sobre todo al conocer a la viuda, Charlotte Haze, que nos es pintada como un ser ridículo), hasta que le presentan a su hija Dolores, a quien él llamará todo el rato "Lolita" y que constituirá el objeto de sus amores desde entonces hasta el final. Humbert se queda entonces en la casa y estrecha sus relaciones con Charlotte, aunque su único objetivo es acercarse a  la joven Lolita. Incluso se llega a casar con la viuda Haze, la cual, completamente equivocada, se imagina una idílica vida junto a él. Lolita se halla en un campamento de verano cuando Charlotte descubre por accidente la auténtica naturaleza de Humbert; sale entonces de la casa corriendo, llenando a su marido de reproches y, en su precipitación, un auto la atropella. Humbert se convierte en el tutor legal de la niña, y acude a buscarla al campamento, llevándola en primer lugar a un motel cercano. La idea de Humbert (que hasta ahora, por mucho que haya fantaseado, sólo se ha permitido familiares acercamientos físicos con su ahijada) es drogar a la niña para poder simplemente tocarla, sin llegar a mucho más allá: nada que sea moral -ni legalmente- reprochable. Lolita no llega a dormirse a pesar de la dosis, y los esfuerzos de Humbert son infructuosos, sometiéndole a una tremenda frustración. Sin embargo, cuando despierta, es Lolita la que le seduce, y se produce la primera cópula entre ellos. Poco después, Humbert le confesará a la joven nínfula que su madre ha muerto. Huyendo de todos y a ninguna parte, emprenden un viaje por Estados Unidos que constituye un decálogo de moteles rancios, personajes horteras y de mezquina cotidianidad. Se profundiza en las relaciones entre Humbert y Lolita: él le entrega "regalitos" (pequeños obsequios, caprichos, chucherías) y, a cambio, ella satisface sus necesidades físicas. Finalmente, Lolita se cansa de dar vueltas y se hace patente la necesidad de una cierta estabilidad. Se establecen en una ciudad, meten a Lolita en un colegio. Allí, Humbert se enfrenta a ciertos problemas para ocultar su secreto, al mismo tiempo que trata de controlar a una Lolita que, como toda niña-adolescente (en la novela entra en la historia con nueve años) es voluble, tiene sus caprichos, aparte de que, obviamente, no está teniendo una existencia normal. Llega un momento en que a Humbert le sacuden los celos sobre con quién se ve una Lolita que va creciendo y relacionándose con amigas -y también amigos-, y las tensiones crecen entre ellos. Para resolver esas confrontaciones, Lolita le propone un nuevo viaje por el país en automóvil, que inician de manera casi inmediata: Humbert se vuelve paranoico y piensa que hay alguien que les sigue para quedarse con Lolita (y que ella se quiere fugar con él), pero con el tiempo cree haber despistado a su perseguidor. Así hasta que un día, aprovechando una estancia en el hospital de Lolita, quien ha contraído unas fiebres, ésta desaparece. Humbert queda desgarrado por el dolor. Sólo tendrá noticias de su amor mucho tiempo más tarde, cuando una Lolita ya con 17 años le llama: está casada (un buen chico tranquilo, le describe ella a su esposo), embarazada, y necesita dinero. Humbert acude, se interesa por ella, se lamenta de sus acciones, pero ella no quiere insistir en el pasado, sólo mirar hacia el futuro. Humbert le pregunta por lo que ocurrió tras última vez que se vieron y ella le confiesa que se enamoró del hombre que montó la obra de teatro del colegio en la que ella participaba, un escritor llamado Quilty. Ella le amaba, pero al final resultó ser un depravado -más de lo conocido, se entiende- que quería obligarla a hacer una serie de cosas que ella no deseaba. Al final, Lolita le abandona, y ella acaba donde se halla entonces. Humbert se despide para siempre, dolido pero enamorado, y va a casa de Quilty para matarle, en lo que resulta una escena paródica y grotesca. Humbert está, pues, en la cárcel, y nos ha escrito sus memorias. La primera y última palabra de la novela (para que nos hagamos una idea de su gótica construcción) es Lolita.

Partamos de lo difícil que es juzgar una novela, cualquier novela. Partamos de que no podemos tratar igual al escritor que al protagonista: que puedes regodearte en escribir un asesinato, pero despreciar al asesino. Partamos de que el enfoque moral que tenemos nosotros en el siglo XXI no es el de los años 50, ni puede ser el mismo el de Lolita, el de Humbert, o el de los jueces que, impávidos, les contemplan a ambos. Si no encontramos ya de principio demasiadas facilidades, menos todavía nos las pone Nabokov, el autor de la obra, un escritor que muchos describen como retorcido, atípico y hasta "inaguantable": Nabokov defiende, en una anotación final posterior a la primera edición de la obra y que hace las labores de epílogo, que nunca puede juzgarse a la literatura desde el punto de vista moral, sino estrictamente estético (de hecho, muchos críticos le reprocharán, en esta y otras novelas, que se centre tanto en las figuras retóricas del lenguaje y tan poco en desarrollar los caracteres de los personajes). Es decir, a la siempre controvertida pregunta de "qué quiso decir el autor", la respuesta puede ser que no quiso decir nada, sino sólo crear un libro que nos generara una cierta sensación. Pero lo cierto es que el libro da para mucho, precisamente por la cantidad de capas y matices que aporta, y quizás ése sea el mayor éxito de Nabokov: nos da no tanto un libro para leer, como para pensar sobre él. Permitidme proseguir mi argumento.

La obra fue acogida con escándalo (y, sin duda, eso contribuyó al éxito de ventas; hay que reconocer que entre "Lolita" y "50 sombras de Grey", hemos salido perdiendo con el cambio). Sólo se avino a publicarla una editorial francesa, bajo la categoría de "erótica". Muchos críticas subrayaron esa definición. Un editor dijo que era el libro más repulsivo que había leído en su vida. Otros, en cambio, la ensalzaron como una gran historia de amor. Graham Greene lo incluyó entre los tres mejores libros de 1955. Hubo, según el propio Nabokov, muchos lectores que se apresuraron a comprarlo, al creerlo una obra pornográfica, y al entrar de lleno en el texto (el libro sugiere, más que describe de manera explícita: hay tensión sexual, pero ni mucho menos la que podríamos encontrar en cualquier novela actual media) se decepcionaron y lo abandonaron. Pero lo que más sorprende es la variedad de interpretaciones. Azar Nafisi (autora de "Leer Lolita en Teherán", y gran lectora de Nabokov) dice que cada uno interpreta con este texto lo que prefiere creer, y aunque ella se refiere sobre todo al régimen de los ayatollahs en la actual Persia, lo cierto es que esto parece ser una constante en el mundo literario -incluyendo a los críticos-, dándonos cuenta de que quizás la mitad de la gente no ha entendido lo que quería decir Lolita (si es que Lolita, nos recuerda Nabokov subrepticio desde un lado, quería decir nada en absoluto). Por supuesto, a esta confusión contribuye el hecho que la obra sea tan poliédrica, compleja e irónica, pero quizás tenga también que ver con cómo nuestra sociedad ha cambiado (se supone que ahora es mucho menos machista), y unos cuantos factores más. Dentro de que, por supuesto, cada lector es un mundo. Pero hay para mí dos cosas claras: ni "Lolita" es una apología de la pederastia (como les ha quedado a muchos grabado el mensaje, aún hoy en día, a partir de la lectura de la cubierta), ni tampoco -o poco probablemente- "la historia de una chica que descubre que tiene poder sobre un hombre y lo utiliza contra él". Es precisamente el haber constatado la abundancia de estas visiones lo que me ha llevado a escribir esta crítica, la cual, con suerte, entre tanta sombra, aporte algo de luminosidad.

Quizás, uno de los aspectos que contribuyan a que la visión que yo veo más clara de Lolita (dentro de que es fácil admitir Nabokov estaba narrando a la vez múltiples historias superpuestas) haya resultado más desconocida para buena parte de la crítica (sólo parece que últimamente se está imponiendo) se deba precisamente a la casi más famosa adaptación cinematográfica de Kubrick, la cual (y ahí reside el quid de la cuestión) tiene menos similitudes con la novela original que diferencias. Aquí he de abordar primero con mis problemas con Kubrick: obviamente, es un grandísimo director de cine (aunque "Lolita" no se encuentre entre mis películas preferidas, pese a que he de reconocer que sentó cátedra en ciertos muy bien logrados aspectos). Tiene unas cuantas películas que me chiflan: "Senderos de gloria", "Espartaco", o "Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú?"; también, otras cuantas que me horripilan o simplemente no me encantan ("La naranja mecánica", pese a su gran estética visual; "El resplandor", que me resultó más icónica que emocionante; "2001", de la que hablaremos más adelante; "La chaqueta metálica", a pesar de que reconozco, como todo el mundo, que la primera parte consigue lo que quiere, que es sobrecogerte -la segunda parte, por supuesto, todo el mundo la obvia salvo espacios puntuales). Su dominio de la fotografía es fastuoso, y hay que reconocer que ha conseguido recrear sensaciones desde una gran variedad de géneros. Me quedo con ganas de saber qué hubiera ocurrido si hubiera filmado su proyecto no iniciado alrededor de la figura de Napoleón. Pero le pongo un pero a Kubrick: no es un director de historias. Él crea imágenes, situaciones provocadoras, escenas emblemáticas y rompedoras. A pesar de ser un obseso de controlar el guión, realmente, no persigue la idea clásica de tener una historia que narrarle al público (como prueba de lo poco convencional que era y le disgustaba ser, abjuró de su mayor éxito a nivel de reconocimiento de la Academia, "Espartaco", quizás por considerarla demasiado normal). Alguno me ha replicado que la prueba de lo contrario es que Kubrick partía de obras de grandes escritores -hay que decir que se algunos se hicieron célebres sólo a raíz de que el cine se fijara en ellos-, y que colaboraba con ellos en el guión. Sin embargo, hay dos ejemplos claros que podrían rebatirlo:

1. "La naranja mecánica". Cuando Anthony Burguess escribe el libro, una novela llena de ultraviolencia, tiene un último capítulo poco conocido: en él, el protagonista de la historia se redime, madura, y abandona sus hábitos destructivos. El editor del libro -más fascinado seguramente por el mensaje contracultural (muy de la época de Burguess y Kubrick) que mandaba el resto de la novela-, dijo que el último capítulo no pegaba con el resto de la obra y lo eliminó. Pero Burguess (que originalmente empezó el libro tras un atraco que sufrió su esposa por parte de cuatro soldados estadounidenses) pensaba que el libro no tenía sentido sin el último capítulo y que no iba a poder entenderse (Billy Wilder era de los que pensaba que, en cine y literatura, si tienes un mensaje, "vete a Correos"; pero estaba claro que Burguess, ¡vive Dios!, sí quería quería algo). Por eso, no todas las ediciones del libro original poseían el último capítulo que quería añadir el autor para mostrar cómo todo criminal puede encontrar el camino correcto. Kubrick leyó la versión sin aquel mítico capítulo 21 y, tras enterarse de que éste existía -probablemente por el mismo motivo que el editor-, también lo desechó. Burguess, por supuesto, quedó muy decepcionado con el resultado.

2. "2001. Odisea en el Espacio". La historia partió de un relato corto de Arthur C. Clarke, "El centinela", donde se esboza el embrión original de lo que luego constituiría una saga. Cuando Kubrick y Clarke se reunieron, se propusieron hacer la primera película de ciencia ficción seria, y eso se notó en el realismo científico con el que abordaron los temas y el modo de tratar las imágenes. Sin embargo, cuando muchos vieron la película, no dudaron en acusarla de abstraerse de la trama, y también de pretenciosa (esos planos eternos con la música de Strauss...). Lo cierto es que muchos quedaron desconcertados con el final, cargado de psicodelia. Una anécdota muy reveladora al respecto la comentaba Arthur C. Clarke en una entrevista: en un aeropuerto, un guardia de seguridad le impidió al escritor británico pasar hasta que no le dijera qué quería decir el final de la película. El autor de ciencia ficción se negó en redondo, argumentando que querían crear "un misterio", no algo que la gente entendiera. Lo cierto es que en "2001", si uno rasca un poco e indaga en posteriores continuaciones como la película "2010", te das cuenta de que te están narrando una historia inconclusa: sí,  hay partes que sí que se explican por sí mismas (la mil veces imitada locura de HAL9000, aunque"2010" ofrece más profundidad en los motivos), y la fantástica escena que une a los primates con la tecnología (lo mejor, sin duda, de toda la obra), pero la película no aclara algunos de los misterios básicos (¿por qué ha aparecido un nuevo monolito?¿Qué es exactamente lo que le pasa al astronatura al acceder a él? Y lo más importante, ¿ha entrado él sin más o, de no ser así, por qué le han dejado entrar?) que sí que se resuelven en la película "2010", creando un final espectacular para los que realmente desean que le narren una sinfonía a nivel de trama (tanto, que resulta difícil creer que Clarke no tuviera en mente una continuación cuando escribió "2001"). Pero estaba claro que Kubrick no pretendía contarte ni explicarte nada: él creó una película que le permitía expresar en imágenes una bella metáfora, contar (eso sí) la historia de HAL9000, y también realizar una serie de piruetas y acrobacias a nivel visual y cinematográfico. Como el propio Clarke dijo, la idea de esta película era crear un misterio, no ofrecer soluciones.

Querría incluir un tercer punto para hablar de "El resplandor", pero creo que sería excesivo: baste decir que Stephen King se involucró personalmente en una producción televisiva para restituir lo que Kubrick había hecho con su obra. Con eso ya está dicho todo.

Ahora, entremos en "Lolita". Se dice que Nabokov colaboró en el guión, pero eso no es del todo cierto. El hecho es que Nabokov escribió un primer boceto de 400 páginas. Un productor, por supuesto, calificó esta aproximación de inabarcable. Lo cierto es que Kubrick no utilizó casi nada de lo que le dio Nabokov, y colaboró con otro guionista para hacer la versión final (aunque ninguno quiso aparecer los créditos). Nabokov estaba decepcionado con el tratamiento de la obra y -con el maltrecho orgullo de escritor herido que hemos sentido todos cuando nos recortan una frase- dijo que la película se parecería a "una visión fugaz del paisaje a través de la ventanilla de una ambulancia, desde el punto de vista del enfermo tumbado". Para ser sincero, no sólo estoy bastante de acuerdo en que tamaño mamotreto era imposible de adaptar, sino que, en muchos sentidos, veo muy complicado que Kubrick hubiera podido tratar de reflejar adecuadamente la obra de Nabokov, y quizá por eso hizo algo completamente distinto. La adaptación de una novela siempre pierde detalles: algunos son comunes a todas las obras, y están relacionadas con la longitud, el estilo literario, los pequeños matices (ah, qué importante son en la novela "Lolita" los pequeños matices)... Pero en el caso de esta obra, entran en juego más argumentos. Vamos a ir a por ellos.

Para empezar, tengamos en cuenta que, en la novela, Humbert Humbert nos lo cuenta todo en primera persona. Eso quiere decir no sólo que conocemos sus pensamientos y opiniones, sino que, casi siempre, sólo conocemos sus pensamientos y opiniones. Humbert Humbert ha sido definido como "uno de los grandes personajes de la literatura", aunque yo discrepo y estoy más de acuerdo con la visión de Nabokov de que era un tipo bastante "odioso". Aunque una cosa no quita la otra, si algo consiguió Nabokov, al menos con muchos, es que creamos que Humbert Humbert es un pedante. Incluso los que estamos en desacuerdo con muchas de las cuestiones del estilo norteamericano que Humbert pone a caldo en la novela, nos resulta fatuo, pomposo y falsamente intelectual su continuo uso de las referencias culturales para humillar a la gente que tiene alrededor, y no para generar algo con valor en sí mismo. Hubo quien calificó a "Lolita" como un libro aburrido y (otra vez la palabra; era una crítica común a muchas obras de la época, a veces no sin razón) y pretencioso. En gran parte es verdad, pero casi todos los párrafos a los que se deben están allí para definir los moteles de carretera norteamericanos, y la personalidad de Humbert Humbert. Hay quien podría decir que el protagonista es pedante porque Nabokov es pedante, pero sería muy atrevido de nuestra parte pensar que el escritor crea un personaje tan mezquino en muchos sentidos, al que llega a despreciar en declaraciones públicas, y le sale así por casualidad. Hay quien dice que "Lolita" está escrita por entero en clave paródica (y se apoya en la grotesca escena del asesinato para defenderlo), pero yo creo que esto no es del todo así, sino que constituye la manera de Nabokov de decirnos: "éste es el personaje. No coincidís en todo con él y, por tanto, tampoco os deberéis entregar a él por completo". Esto es clave, porque a partir de que no confías demasiado en el personaje, te planteas la primera gran pregunta: ¿te dice en todo momento la verdad? Luego entraremos en el tema a fondo, pero en esta parte quiero incidir en su relación con la obra de Kubrick. Las películas, por sí mismas -y salvo casos muy específicos que requieren una elaborada construcción- se narran siempre en tercera persona: lo que vemos, es lo que es. En la película de Kubrick, no vemos más que una porción de los pensamientos reales de Humbert (precisamente los que le harían ganarse nuestra animadversión) y, además, lo que ocurre -y en el tono en el que ocurre- se expresa de una única manera, con escasa capacidad de interpretación. En concreto, la escena más subrayada de la película, la que creó un término nuevo en el lenguaje (el de "Lolita" como niña-adolescente que seduce hombres adultos) es la aparición de la actriz que hace de la protagonista, Sue Lyon (que ya contaba trece años cuando empezó la filmación), exuberante, con pose adulta, en una actitud cargada de seducción. Desde ese punto de vista, es más probable que empaticemos con la problemática que tiene Humbert, antes de pensar en él como un pederasta. Pero hay mucho más que subrayar.

Lo más importante es la transformación del propio protagonista. Además de (por lo que ya hemos mencionado) lo difícil que era adaptar el Humbert literario al del cine, Kubrick hubiera tenido otras dificultades, las cuales tenían que ver con el medio en que quería expresarse y con la época. Aquel tiempo era más puritano, y la crítica en el cine siempre más maniquea, no sólo porque el cine permite explicarse con menos sutileza que la literatura, sino también porque las películas las llegan a ver muchas más personas y, por tanto, no sólo aquellas que se van a dedicar a juzgar cada uno de los detalles que abundan en la novela original, sino también las que emitirán un dictamen de trazo grueso. Si Kubrick hubiera presentado a un Humbert antipático, se hubiera acercado a dos registros opuestos de los cuales seguramente pretendía huir: o haber narrado una historia convencional sobre un pederasta abyecto (lo cual le hubiera hecho perder todo aire de controversia a la película), o hubiera dado la razón a los que decían que Kubrick quería haber una apología de la pederastia. En lugar de eso, Kubrick nos presenta (a través de un James Mason sobrio, sereno, con aire de majestad, contenido) un hombre normal, digno, apocado, el cual, casualmente, se encuentra cautivado por una jovencita ante la cual difícilmente cualquier ente masculino podría sustraerse. Y aún así, el comportamiento de Humbert es siempre casto, puro: no hay menciones abiertas al sexo como hace Nabokov, no se narra que Humbert tenía problemas ya desde su juventud por sus inclinaciones sexuales (llega a pasar un tiempo en un sanatorio mental, en la novela). Las referencias a una relación pederasta son siempre indirectas, sutiles, elegantes, de pincel fino. Sí, Humbert es un tipo que piensa durante un momento en asesinar a Charlotte Haze, pero al final no lo hace, y eso es lo que refleja la película (mientras que, en el libro, observamos todas las vueltas repetitivas que le da Humbert a la posibilidad de eliminar a Charlotte para quedarse con la pequeña Haze). A este diferente punto de vista sobre el protagonista contribuye la sencilla y límpida puesta en escena de los fotogramas en blanco y negro: Kubrick (sin duda con razón) quizás coincidió en esa idea de Billy Wilder de que rodar "Con faldas y a lo loco" en color resultaría hortera y excesivo, mientras que el blanco y negro amortiguaría el colorido del maquillaje necesario para el transformismo sexual, y haría que la gente se centrara en mayor medida en la parte de la comedia. De esa manera, Kubrick se queda con un aspecto importante (mas no el único) de la novela de Nabokov: él, realmente, ama a Lolita. En su fuero interno, cree que está haciendo lo mejor para ella. Realmente, sí, Kubrick pinta un personaje que aparentemente justifica la pederastia, pero pinta un caso tan extremo (una niña seductora, y un adulto encantador) que no sólo es difícil que nos parezca mal, sino que tampoco representa el caso característico de la pederastia en abosluto. De hecho, para entender mejor el problema de la pedofilia, habría una película mejor, la moderna "El leñador", donde Kevin Bacon pinta a un pedófilo en libertad tras salir de prisión, que sabe que lo que hace está mal, que sufre a causa de su enfermedad pero que (precisamente porque el impulso que siente es incontrolado) no puede evitarlo, y atraviesa un Via Crucis por ello. Por eso, se puede decir que Kubrick no hace una película sobre la pederastia: utiliza el argumento para crear la imagen de las "Lolitas", una mujer fatal elevada a su enésima potencia, casi una adulta (el hecho de que Sue Lyon tuviera quince años cuando terminó la película la aleja de la idea de la niña de nueve años de la que se enamora Humbert, el cual cree que las nínfulas -salvo quizás su amada Lolita- pierden todo su atractivo cuando crecen; de hecho, cuando el Humbert de la novela empieza a sentirse atraído por ciertos rasgos adultos de Lolita es cuando ella empieza a parecer menos una infante y, su relación, una más adulta y normal). Algunos críticos han destacado que ciertos aspectos de la pelicula -por ejemplo, un desarrollo más profundo del personaje de Quilty, ejerciendo como oscuro reverso de Humbert- sirven para reforzar esa sensación de que Humbert no ejerce el papel de villano de la historia. En definitiva, Kubrick, el hombre que seguramente no amaba las historias o, en todo caso, el hombre que quería contar siempre su propio relato, no contó la novela de Nabokov: si acaso, una visión muy parcial y sesgada de la misma. Y sale una película que no está mal (sorprendentemente, más convencional de lo que cabía esperarse: una historia de amor común, si acaso esa visión del poder del amante que reclaman algunos para la novela), pero que -creación del personaje de las "Lolitas" en clave cinematográfica aparte- no tendría ni la mitad de tirón si no relatara un amor en el que están implicados un adulto y un adolescente. Quizás era todo el nivel de provocación que Kubrick necesitaba, y tal vez el único -dada las limitaciones de la época- que le hubieran permitido desplegar.


Pero ahora, volvamos al libro. Y volvamos al tema de: ¿creemos a Humbert? Si no, está claro que podríamos interpretar una verdad absolutamente distinta, pero luego entraremos en ello. Vamos a suponer que sí, que le creemos. Vamos a suponer que es Lolita quien le seduce. Vamos a suponer que él está enamorado de ella y que sólo quiere su bien. Obviemos algunos detalles como una bofetada aislada que le da a Lolita, y por la que luego se disculpa, y asumamos que no es una cuestión de violencia doméstica, mucho más permisible según la sociedad de la época. Aún así, con todo ello, hemos de reconocer que la idea de drogar a Lolita para aprovecharse de su cuerpo (incluso aunque no quiera llegar a la violación ni a tocar sus partes íntimas; incluso aunque trate de convencerse a sí mismo de que la niña no sufrirá ningún daño y que no está haciendo ningún mal), la verdad, hay que decirlo, muy romántica, muy romántica no parece. Avancemos en su relación, Humbert insiste en que tiene que hacerle "regalitos" a Lolita para conseguir que le proporcione placer físico. Lo que podría parecer hartazgo de amante y manipulación de la femme fatale que sabe cómo conseguir riquezas de su hombre, se altera por una frase que hemos leído antes. Después de aquella primera consumación carnal entre Humbert y Lolita, el primero le confiesa a la segunda que su madre ha muerto. Ambos duermen, aquella noche, en camas separadas. Sin embargo, esa noche, ella acude a yacer con él. Humbert lo atribuye a que ella, pobrecita, "no tenía absolutamente ningún sitio adónde ir". Esa frase cambia el sentido de toda la novela.

Se ha dicho que Humbert, al contarlo todo en primera persona, realiza una ocultación ("solipsismo", es el término más usado) de Lolita, de sus sentimientos y sus sensaciones, como si ella no existiera. Muchos lo han visto como una forma de machismo (¿de Humbert o del escritor? Por los motivos que hemos explicado antes, vamos a suponer que del primero). Azar Nafisi cree que es una forma meidnate la que Nabokov, cuya familia huyó del bolchevismo -él huyó a su vez del nazismo-, criticaba, como en otras novelas suyas, los regímenes totalitarios. Nafisi, de hecho, se refiere a la manera de Humbert de llamar todo el rato a la niña "Lolita" en lugar de Dolores, su nombre real, para indicar que "Lolita" es un constructo imaginario de la mente de Humbert, para quien la niña real no cuenta en absoluto (como veréis, estamos llegando a ese tema). Para mí, la clave es que la narración exclusivamente subjetiva es la única manera en que podemos entender por qué Humbert está llevando a cabo sus acciones. Nadie puede creer que uno mismo es un monstruo: buscamos siempre justificaciones, excusas, ideas que confirmen nuestras creencias y conductas. Si Humbert estuviera pensando todo el rato que le hace mal a Lolita, no tendría más remedio que suicidarse. Por eso -consciente o inconscientemente- la mayor parte del tiempo, su discurso apoya que está haciendo las cosas por su bien. Pero hay momentos, sin embargo, en que la ilusión se deslavaza, incluso para él. En esa inolvidable frase sobre una Lolita que no tiene otro sitio donde refugiarse, nos cambia todo el paradigma de la novela: Lolita no es una arpía seductora, calculadora y teatral de alrededor de diez años. Es una niña, y como niña, no es madura ni es perfecta, pero, sobre todo, es alguien que se ve sometida a los vaivenes del destino y no los puede controlar. Quizás, es posible que sí (al menos, si creemos a Humbert), que ella se haya atrevido a seducirle a él, guiada por la influencia que es consciente que ejerce sobre el pederasta, y también como una forma de rebeldía adolescente hacia su madre, con la que no se lleva demasiado bien. Pero una vez ocurrido, es una niña normal, que se ha quedado sin nadie en el mundo, y que se encuentra bajo el tutorazgo de alguien que requiere su amor físico, y no hay mucho de esa circunstancia que pueda cambiar. El 90% por ciento del tiempo, como decimos, Humbert habla de otras muchas cosas: de los moteles, de la ordinariez de la sociedad norteamericana, de cómo trata de contentar a Lolita. Pero unas pocas frases cada muchas páginas, se revela que quizás está intuyendo la verdad: se pregunta si Lolita tiene unos pensamientos, unas ideas, que él no alcanza a entender; si está siendo para ella como aquel famoso monstruo que raptó a una niña en la crónica negra norteamericana; en su encuentro final con Lolita, se disculpa por todo lo que ha hecho, por arruinarle la vida, y él mismo confiesa que cree que tendrían que condenarle a 35 años por violación, pero no por haber asesinado al infame Quilty. Esas pocas frases, de repente, te hacen plantearte el punto de vista de Lolita: y Lolita no las pronuncia nunca (quizás unas pocas sentencias: "el día que me violaste", llega a reprocharle a Humbert, y aunque suena más a rebeldía adolescente o de un amante que ha perdido la pasión, te hace plantearte si Humbert ha sido, sobre esa noche, del todo veraz; en todo caso Lolita, como Nabokov, dice más por lo que calla que por lo que cuenta) y, sin embargo, el lector atento escucha esas afirmaciones con total sonoridad. Al final -y a pesar de todas las justificaciones por las que Humbert reprocha que la sociedad le prohíba un tipo de amor que, en otras épocas, se consideraría cotidiano- el libro te cuenta el peligro de que una persona como Humbert, por muy enamorado y bienhechor que él se crea, tenga el control absoluto sobre la vida de Lolita, y por qué en una relación entre adulto y niño, el niño nunca va a poder ser considerado un igual. De hecho, en la última parte, se notan los intentos de Lolita por huir de ese aparente idilio: a pesar de que tengamos en cuenta la mentalidad de la sociedad de la época (donde al varón se le consideraba como director total del matrimonio), los intentos de escaparse de la joven dejan claro que ella no está a gusto allí. Que la chica se encuentra con Humbert en oposición a su voluntad, de la misma forma en que -aunque no sufriera daño- la primera noche fue drogada. Tal vez no suene tan terrible como una violación, pero está claro que Dolores Haze (la niña real, dice Nafisi, se llama "Dolores": ésos que la niña siente, y que Humbert, denominándola Lolita, se empeña en ocultar), al final no tiene sexo consentido. En muchos aspectos, Nabokov demuestra haberse documentado a fondo sobre el tema de la pederastia: no sólo narra los antecedentes históricos y literarios, sino que refleja en Humbert muchos de los comportamientos asociados a la enfermedad y, en Lolita, los traumas clásicos de las víctimas de la misma: un desencanto por el sexo, que se ve como algo "ya visto" y aborrecible, cansado, como si esta niña pequeña hubiera vivido mil vidas ("¿otra vez?", llega a preguntar Lolita ante la enésima petición de sexo: hastío o maniobra calculadora, lo cierto es que la relación de Lolita no es de amor, sino de prostitución clara, la cual no debe beneficiarle tanto si anda pensando en huir); y, al mismo tiempo, la atracción por personas del mismo tipo que la primera vez le sedujo -de ahí el enamoramiento por Quilty-. Al final, con 17 años, Lolita es una adolescente avejentada, que se ha casado con alguien tranquilo, que no le dé problemas, "un chico manso", un corderito, que no le pida nada a ella, y sin embargo se embaraza, como única manera de garantizarse -al refugiarse en este chico al cual domina- su espacio de libertad. Con todo, no le reprocha a Humbert el pasado: hacerlo sería arrepentirse, marcarse como víctima, y ella prefiere olvidar, no acusar a sus captores, como hacen en muchos casos las mujeres agredidas que no se atreven a presentar denuncia. Si alguien creía que Lolita era una apología de la pederastia, más bien resulta lo contrario: a pesar de que no te tenga que caer bien el perpretador, puedes entender que éste la ame y, sin embargo, te das cuenta de todo el daño que le ha hecho. Si esta aventura no ha salido bien (una relación donde puedes asumir, incluso, que ha sido ella la que ha dado el primer y definitivo paso), es que cualquier interacción de este tipo está condenada a salir mal.

Como decimos, Nabokov nunca quiso darle "un sentido" a la novela, refugiándose en la cuestión estética, y quizás era sincero (sus alumnos en la universidad decían que difería con el resto de sus profesores sobre cómo abordar la crítica literaria), pero quizás lo hacía también para protegerse de las posibles acusaciones que le llegarían por culpa de la obra -para muchos, aún sin haberse leído el libro, Nabokov es un monstruo-. Pero se manifestó orgulloso del resultado, y dijo que, pese a que había eclipsado a muchas de sus otras obras, no podía evitar alegrarse al recordar el proceso de la construcción del libro, a pesar de (o gracias a) todas las dificultades que le había ocasionado. Y, en efecto, hay que admirar lo trabajada que está la novela en todos sus planos de significado (si aceptamos que lo tenga). Más aún teniendo en cuenta que no era el idioma natal del escritor, que era ruso. Nabokov declaraba que un crítico había dicho que "Lolita" era la historia de la relación del escritor con las novelas de amor, y él en cambio corregía que era la historia de su relación con "la lengua inglesa". Un idioma al que tuvo que adaptarse al vivir en los Estados Unidos, pese a que reclamaba que intercambiar su rico ruso natal por un inglés que siempre sería de segunda fila había supuesto una pérdida irreparable (lo cual choca con la cantidad de juegos de palabras y recursos literarios los cuales -bien porque le gustaban, o bien para refutar la idea de que su inglés era pobre- emplea Nabokov en la obra: muchos de ellos refuerzan, queriendo o a su pesar, la impresión de Humbert como un pedante; para averiguar la verdad sobre el fin último de este estilo, quizás tendríamos que leer más libros de Nabokov, cosa que sería más que interesante, pero que yo, todavía, para mi desgracia, no tenido la oportunidad de hacer, por lo cual habréis notado varias dudas que me asaltan respecto a la obra).

Pero, para mí, el mayor reto que yo hubiera tenido, si me hubiera puesto en la mente y las manos de Nabokov, es construir una novela donde lo más interesante es lo que no se dice, lo que el lector adivina, lo que no se cuenta. ¿Cómo puede -me pregunto yo- después de habernos descrito la escena de la despedida de Lolita (donde intuimos todo lo que ha pasado por su mente desde que conoció a Humbert), ponerse a contar la historia del asesinato de Quilty como una absurda comedia, que no aporta nada a la historia? Aparte de que a Nabokov le satisficiera esa escena más o menos -o que quisiera reforzar, como dicen algunos, la visión paródica de la obra-, resulta tan improbable creer que Nabokov no se estaba dando cuenta de la magnífica edificación que -a través de sus silencios- estaba elaborando, como pensar que (a pesar de que sabía que lo interesante de la historia se hallaba en el punto de vista de Lolita) se decidiera a gastar su esfuerzo en contarlo desde el prisma desde el que nos lo narró. Tenemos entonces que aceptar que Nabokov -clarividente- entendió que la obra quedaba mucho mejor si lo contaba desde otra perspectiva, y que la sensación del lector no sería la misma si el autor se lo dejaba masticado (o si lo veía desde el punto de vista de Lolita) que si llegaba por sí mismo a la conclusión. A pesar de que el efecto es sorprendente, hay que reconocer lo arriesgado de la maniobra. A mí me gusta que los mensajes que mando sean sutiles hacia los lectores (el toque Lubitsch, que diría Wilder), pero he de confesar que me sentiría abrumado si tuviera que confiar en que el lector medio recorriera todo ese camino por sí mismo, y temería constantemente ser malinterpretado -¡como, de hecho, a Nabokov le ocurrió, con lectores que se suponían listos! En ese sentido, hay que admirar su valentía. Es verdad que le salió una obra muy redonda, y probablemente a Nabokov no le asustaba (de hecho, hasta la provocaba) la polémica, pero ésta tiene también un doble filo que resulta difícil de controlar.

Entre las que han escrito en profundidad sobre este libro encontramos, por ejemplo, a Azar Nafisi. Ella defendía una visión incluso más feminista que la mía en su libro, donde a Humbert le llama directamente violador, y donde ella también se encandila de la frase de que "Lolita no tenía otro sitio adonde ir". Es apasionada de Nabokov, y ha leído también varias de sus novelas. Pero, ¿qué pasa cuando te atreves a decir que has leído "Lolita" en un país donde dominan los fanáticos extremistas -en gran parte iletrados- como es el Irán de los ayatollahs? En eso trataremos en la segunda parte de este post, donde, esta vez sí, hablaremos de su libro, "Cómo leer Lolita en Teherán". Nos vemos entonces. Felices, complejas, largas, y enrevesadas lecturas mientras tanto.