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lunes, 9 de marzo de 2020

El relato de marzo: "Bola de billar"

Bola de billar

Para mi hermana Helena, porque gracias a nuestra mala memoria me permite revisitar viejos argumentos, y hacer brotar de ese modo nuevas historias.


«En ciencia uno intenta decir a la gente, en una manera en que todos lo puedan entender, algo que nunca nadie supo antes. La poesía es exactamente lo contrario». Paul Dirac, físico norteamericano.


            Todo se fraguó en el relativamente corto (para el que lo sufre, en primera persona, se le antoja interminable) espacio de tiempo que transcurre mientras andas esperando entrar a un local. En concreto, ésta era la sala de fiestas de moda en aquella parte de la ciudad, y al menos lo seguiría siendo como mínimo durante un par de horas. El hombre solitario se encontraba aguardando en la cola cuando de repente llegó una pareja. Él tenía pinta de ejecutivo de éxito, de hombre al que nunca –entre otras cosas, porque no lo soporta- le negarán nada. Al lado, una morenaza a juego, de exuberante escote y unas larguísimas piernas en las que uno podría perderse durante unas cuantas décadas. El tipo que controlaba la fila de acceso (un hombretón de color, enorme, de metro noventa) escuchó lo que el recién aterrizado tenía que decirle al oído, y con una determinación no exenta de delicadeza les hizo colocarse por delante del individuo solitario que hasta ahora había aguardado paciente en la cola, separándoles con una cinta roja que daba la impresión marcar la frontera entre éxito y fracaso, entre la lozana figura del ganador y la execrable del perdedor. El triunfador cruzó sin pretenderlo una mirada con el hombre solitario, y enarcó las cejas en un gesto a medio camino entre la disculpa y la complacencia. <<No soy yo, son las reglas del juego>>, asemejaba querer decir. Sin embargo, un cierto gesto en la cara del otro hombre le debió resultar desafiante (o quizás era el libro que portaba su adversario en las manos), porque el caso es que el candidato a ejecutivo sintió la necesidad de justificarse y expresó:
            -Oiga, no me vaya a soltar el rollo de la frase ésa que está tan de moda últimamente. Ya sabe, eso de que todo lo que le pasa a un hombre nos afecta al resto y demás. No creo en ese tipo de cosas.
            El individuo solitario recitó mentalmente el poema de John Donne, popularizado por la novela de Hemigway, a la que aludía el interfecto: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
            -La verdad –replicó el aludido-, no estaba pensando en eso. Más bien, en la ecuación de Dirac.
            El rostro del otro individuo se contrajo en una mueca: “¿Ecuaqué?”.
            -Seguro que la ha escuchado alguna vez –argumentó con parsimonia su oponente en el diálogo-. Se ha puesto muy de moda, la gente la comenta en foros, espacios de debate… La enunció en 1928 el físico Paul Dirac como una forma de definir ciertas partículas subatómicas de tal manera que cumplieran los postulados tanto de la mecánica cuántica como de la relatividad. La ecuación adquirió como propiedades intrínsecas varias derivaciones colaterales: profetizaba un nuevo tipo de sustancia, la antimateria (cuya mera existencia es aún uno de los grandes misterios del universo, ya que debería habernos aniquilado; por otra parte, tiene aplicaciones en diversos campos del conocimiento, por ejemplo la medicina). Además, es capaz de conjugar dos teorías, la relatividad y la mecánica cuántica, que entre ambas explican el universo, pero que no suelen casar fácilmente. Y, por último, llevó a la conclusión tan anti-intuitiva como inapelable de que que dos partículas, una vez interaccionan entre sí, de algún modo siguen influyéndose mutuamente, incluso aunque se alejen a kilómetros de distancia, con lo cual nunca llegarán del todo a separarse. Quizás debido a estas dos últimas cuestiones, a algunos les gusta denominarla “la ecuación del amor”, aunque una amiga mía prefiere llamarla “del respeto”, porque dice que es una forma de comprender que toda persona con la que te relacionas, incluso aunque sea de un modo casual y anecdótico, tiene una historia común contigo y por eso merece que la trates como si fuera parte de ti. En cierta medida, indica que toda persona es “uno de los nuestros”.
            -Sí, bueno, como teoría tiene un punto precioso, muy bonito –replicó el otro, altivo-. Pero,  seguramente, después de que yo desaparezca tras esa puerta, no nos volvamos a ver en la vida.
            -Es posible –repuso a su vez el primer hombre-, pero hay otra forma de encauzarlo. ¿Ha oído hablar de Fritz Haber? Era un químico alemán que desarrolló un fertilizante. El ejército alemán halló sus estudios muy útiles para desarrollar gases venenosos durante la Primera Guerra Mundial. Haber no le encontró a este hecho ningún inconveniente: decía aquello de que un científico, en tiempos de guerra, se debe a su país, que toda guerra provoca muerte independientemente de qué método la cause, etcétera, etcétera. Hay que decir que la muerte por gas es particularmente terrible, y por eso su uso ha sido prohibido en sucesivas convenciones internacionales. La mujer de Haber no lo entendió y se suicidó. Su hijo, años más tarde, también. Haber, por otra parte, recibió condecoraciones y cargos militares. Después de la guerra, siguió trabajando en el mismo campo y creó nuevos y más poderosos insecticidas. Los nazis aprovecharon su trabajo y lo emplearon para generar los gases que segaron la vida de millares de judíos. Entre ellos, una gran proporción de la familia de Haber, pues él era de origen hebreo. No le voy a decir que la culpa es el karma, porque, si esa entidad existe, debe de tratarse de un imbécil que no sabe muy bien dónde tiene los pies: creo más bien que la cuestión consiste en que, si le pegas una patada al mundo, al final ayudas a crear un lugar donde todo el mundo se da patadas entre sí y es más probable que te llegue alguna de vuelta. Como una bola de billar lanzada muy fuerte, que hace rebotar tanto las otras que éstas te acaban golpeando a ti. Tan sencillo como eso.
            En ese momento, apareció el hombretón de color:
            -Tenemos espacio para un asiento individual –permitió el acceso al hombre solitario-… y para una mesa de dos.
            Al decirlo, se dirigió al aspirante a ejecutivo y a su morena hecha por encargo, ya que otra pareja de personas, amoldada también a los mismos estereotipos, se les había adelantado, y era ahora la cinta roja la que se colocaba delante de los primeros.
            -Lo siento –frunció los labios el hombretón del color-. Ellos tenían aún mejores referencias que ustedes.
            El hombre solitario se adentró gozoso en la sala de fiestas, no sin antes mandar hacia atrás un saludo de indisimulada satisfacción.

lunes, 25 de septiembre de 2017

El libro de septiembre: "I wish I'd made you angry earlier" ("Ojalá te hubiera enfadado antes"), de Max Perutz.


Max Perutz (1914-2002) fue un destacado investigador en el campo de la bioquímica. De hecho, fue -casi al unísono con uno de sus colaboradores- el primero que desentrañó la estructura molecular de una proteína compleja, la hemoglobina, cuya forma acabó resultando básica para entender su funcionamiento. Por otro lado, Max Perutz era un apasionado de la ciencia en todas sus áreas, y un entusiasta divulgador científico. En su laboratorio se juntaban físicos, químicos, expertos en biología molecular y genetistas, una productiva macedonia de científicos donde tuvieron la oportunidad de juntarse entre otros Francis Crick y James Watson (sí, ese mismo Watson al que pusimos a parir aquí) para dedicarse a desentrañar la estructura del ADN. En un momento determinado, a Max Perutz le preguntaron cómo era posible que en su laboratorio se hubieran concentrado tantos genios juntos, y él respondió humildemente que había sitios más interesantes al respecto, como el París de los impresionistas y la Florencia del Renacimiento; pero lo cierto es que la primera mitad del siglo XX (a la cual se dedica buena parte del libro del que vamos a hablar) fue un tiempo fecundo y vibrante, en el que muchas disciplinas estaban naciendo o en su período de máximo florecimiento, donde los mayores descubrimientos estaban por lograr, a pesar de todas las dificultades (los que hemos trabajado en la ciencia actual solemos decir que nos hubiera gustado hallarnos esa época en que nadie se había dedicado a estudiar los grandes secretos del universo, aunque seguramente nos desesperaríamos ante las limitaciones técnicas), y determinadas ramas del conocimiento se hallaban tan interrelacionadas que podía producirse que un físico cambiara su área de estudio a la biología, o incluso creara una nueva rama, todo ello mezclado con múltiples motivaciones ideológicas, personales y que se cruzan con el devenir de la historia, como ocurre con los personajes del libro de Max Perutz, quien no se priva de revelar anecdóticos e íntimos detalles sobre la vida de los científicos sobre los que deposita su lupa, demostrando que los científicos no vienen sólo con un manual de laboratorio, sino acompañados de toda una vivencia personal. Y Max Perutz (quien conoció personalmente a muchos de los individuos de los que trata en su libro, participó en la creación de hoy poderosas instituciones científicas europeas y también quien, en la ceremonia de entrega de su Nobel, se encargó de explicarle la estructura del ADN a la reina de Inglaterra) quizás sea el autor más apropiado para traer este hecho a colación.

El libro (titulado así por la expresión que le soltó uno de sus jefes cuando Max Perutz le confesó que había realizado un descubrimiento después de cabrearse por no haberse percatado de un detalle antes) es una recopilación de ensayos escritos por Max Perutz en diversas revistas divulgativas alrededor de la ciencia y los científicos, algunos de ellos escritos como reseñas de biografías o de libros que tratan en profundidad sobre estos temas, en muchos casos citando de primera mano las impresiones de los protagonistas. Dichos textos originales tienen todas las orientaciones posibles, desde la autobiografía de Jacob donde traza un paralelismo entre su evolución personal y la de su Francia natal a través de las vicisitudes del siglo XX, hasta una crítica biografía contra Pasteur que Perutz (que no se corta en expresar sus reflexiones personales, con algunas de las cuales estaremos más de acuerdo que con otras) rebate para restablecer el prestigio del químico francés. A lo largo de estos textos, la figura clásica del científico se desvanece para dar cabida a variopintos individuos con una amplia diversidad de caracteres y acontecimientos vitales: desde el religioso y conservador Avery, que a pesar de todo lideró una revolución científica, hasta los sacrificios que tuvo que realizar el descubridor del método de transmisión de la malaria -diseccionando insectos en la India sin aire acondicionado para no dañar sus órganos, e investigando la malaria aviar cuando le restringieron el acceso a pacientes humanos-, pasando por el "Gran Sabio" Bernal, el maestro de Perutz, cuyo interés por la ciencia era motivado entre otras cosas por su adhesión a las ideas comunistas, o Fritz Haber, el inventor de un fertilizante el cual no tuvo reparos en que se empleara para la guerra química durante la Primera Guerra Mundial, para observar cómo en la Segunda su propio país le rechazaba por su condición de judío, y su familia era gaseada gracias a una maligna creación, inspirada en uno de sus insecticidas. A lo largo del libro, se nos desgranan las personalidades y cuitas de individuos tan destacados como Max Planck, Werner Heisenberg o Linus Pauling, muchos de ellos con vidas de novela, y tan rocambolescas como sus descubrimientos científicos, siendo sorprendente la cantidad de grandes logros que tuvieron lugar a partir de experimentos fallidos o interpretaciones erróneas (algunas de las cuales recibieron incluso hasta premios Nóbeles). Quizá el capítulo que uno espera más jugoso, en el que habla acerca de sus estudiantes Watson y Crick, resulta uno de aquellos en los que menos entra, aunque tampoco se recata en desvelar intimidades o contrastar declaraciones de sus antiguos colaboradores -por otro lado, apenas le dedica un par de líneas Rosalin Franklin, y eso que tiene varios capítulos dedicados a mujeres investigadoras-. Entre los muchos obstáculos en el camino de los científicos, hay uno que destaca, por supuesto, por encima de los demás: la guerra, y en concreto la Segunda Guerra Mundial. Interfirió carreras, las cambió de rumbo, llevó a científicos a colaborar con el ejército, puso en graves dudas morales a aquellos pacifistas que se vieron obligados a trabajar para la Alemania nazi -aunque otros no tuvieron reparo en hacerlo-, mientras que los individuos que habían nacido en países fascistas y vivían en naciones aliadas (como el propio Max Perutz, de origen austríaco, quien fue internado en campos de concentración en Reino Unido y Canadá debido a su condición) se vieron entre la espada del temor a que triunfaran los regímenes de Hitler y Mussolini, y la pared de sus países de acogida, que los consideraban poco menos que potenciales espías. Interesantes relatos acerca de la carrera por la bomba nuclear, así como el arrepentimiento de muchos que fueron indispensables para su creación, se nos muestran la vez que se despliegan un buen número no sólo de premios Nóbeles, sino de científicos que se lo merecieron aunque no lo obtuvieran, o de genios inspiradores que no culminaron en ningún gran descubrimiento concreto pero fertilizaron con buenas ideas tantas mentes ajenas, que varios campos de la ciencia les guardan un inmenso reconocimiento. El libro de Perutz fue un éxito editorial cuando se publicó, y posteriormente se realizó una ampliación que incluía nueve ensayos adicionales -incluyendo una semblanza de los primeros años del genial Oliver Sacks- y una reseña biográfica sobre Perutz, fallecido poco tiempo antes. Subtitulado "Ensayos sobre la ciencia, los científicos, y la humanidad", lo cierto es que el libro hace un buen repaso a cómo funciona el mundo de la ciencia, las motivaciones humanas, la filosofía de la ciencia y los derechos humanos, y también del mundo en general el período de guerra -incluyendo la narración de los días iniciales de Churchill como Primer Ministro- y guerra fría que les tocó vivir a tantos individuos en aquella época, contado desde un punto de vista que en general compartimos, aunque en algunos casos da la sensación de que la subjetividad de Perutz -a pesar de su amplitud de miras, y su intención de mantenerse estricto al dogma científico de "me creeré lo que me digan las pruebas"- le marca demasiado ciertas conclusiones. Consideraciones aparte, es un libro muy instructivo y ameno de leer, salvo por un problema, y es que no parece (o al menos yo no lo he encontrado) que se halle traducido al castellano. Aún así, espero que los angloparlantes aprendan de él, y en todo caso presionemos para que lo traduzcan cuanto antes.