Bola de billar
«En
ciencia uno intenta decir a la gente, en una manera en que todos lo puedan
entender, algo que nunca nadie supo antes. La poesía es exactamente lo
contrario». Paul Dirac, físico norteamericano.
Todo se fraguó en el relativamente corto (para el que lo sufre, en primera persona, se le antoja interminable) espacio de tiempo que transcurre mientras andas esperando entrar a un local. En concreto, ésta era la sala de fiestas de moda en aquella parte de la ciudad, y al menos lo seguiría siendo como mínimo durante un par de horas. El hombre solitario se encontraba aguardando en la cola cuando de repente llegó una pareja. Él tenía pinta de ejecutivo de éxito, de hombre al que nunca –entre otras cosas, porque no lo soporta- le negarán nada. Al lado, una morenaza a juego, de exuberante escote y unas larguísimas piernas en las que uno podría perderse durante unas cuantas décadas. El tipo que controlaba la fila de acceso (un hombretón de color, enorme, de metro noventa) escuchó lo que el recién aterrizado tenía que decirle al oído, y con una determinación no exenta de delicadeza les hizo colocarse por delante del individuo solitario que hasta ahora había aguardado paciente en la cola, separándoles con una cinta roja que daba la impresión marcar la frontera entre éxito y fracaso, entre la lozana figura del ganador y la execrable del perdedor. El triunfador cruzó sin pretenderlo una mirada con el hombre solitario, y enarcó las cejas en un gesto a medio camino entre la disculpa y la complacencia. <<No soy yo, son las reglas del juego>>, asemejaba querer decir. Sin embargo, un cierto gesto en la cara del otro hombre le debió resultar desafiante (o quizás era el libro que portaba su adversario en las manos), porque el caso es que el candidato a ejecutivo sintió la necesidad de justificarse y expresó:
El individuo solitario recitó mentalmente el poema de John Donne, popularizado por la novela de Hemigway, a la que aludía el interfecto: “Ningún hombre es una isla entera por sí mismo. Cada hombre es una pieza del continente, una parte del todo. Si el mar se lleva una porción de tierra, toda Europa queda disminuida, como si fuera un promontorio, o la casa de uno de tus amigos, o la tuya propia. Ninguna persona es una isla; la muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso, nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
-La verdad –replicó el aludido-, no estaba pensando en eso. Más bien, en la ecuación de Dirac.
El rostro del otro individuo se contrajo en una mueca: “¿Ecuaqué?”.
-Seguro que la ha escuchado alguna vez –argumentó con parsimonia su oponente en el diálogo-. Se ha puesto muy de moda, la gente la comenta en foros, espacios de debate… La enunció en 1928 el físico Paul Dirac como una forma de definir ciertas partículas subatómicas de tal manera que cumplieran los postulados tanto de la mecánica cuántica como de la relatividad. La ecuación adquirió como propiedades intrínsecas varias derivaciones colaterales: profetizaba un nuevo tipo de sustancia, la antimateria (cuya mera existencia es aún uno de los grandes misterios del universo, ya que debería habernos aniquilado; por otra parte, tiene aplicaciones en diversos campos del conocimiento, por ejemplo la medicina). Además, es capaz de conjugar dos teorías, la relatividad y la mecánica cuántica, que entre ambas explican el universo, pero que no suelen casar fácilmente. Y, por último, llevó a la conclusión tan anti-intuitiva como inapelable de que que dos partículas, una vez interaccionan entre sí, de algún modo siguen influyéndose mutuamente, incluso aunque se alejen a kilómetros de distancia, con lo cual nunca llegarán del todo a separarse. Quizás debido a estas dos últimas cuestiones, a algunos les gusta denominarla “la ecuación del amor”, aunque una amiga mía prefiere llamarla “del respeto”, porque dice que es una forma de comprender que toda persona con la que te relacionas, incluso aunque sea de un modo casual y anecdótico, tiene una historia común contigo y por eso merece que la trates como si fuera parte de ti. En cierta medida, indica que toda persona es “uno de los nuestros”.
-Sí, bueno, como teoría tiene un punto precioso, muy bonito –replicó el otro, altivo-. Pero, seguramente, después de que yo desaparezca tras esa puerta, no nos volvamos a ver en la vida.
-Es posible –repuso a su vez el primer hombre-, pero hay otra forma de encauzarlo. ¿Ha oído hablar de Fritz Haber? Era un químico alemán que desarrolló un fertilizante. El ejército alemán halló sus estudios muy útiles para desarrollar gases venenosos durante la Primera Guerra Mundial. Haber no le encontró a este hecho ningún inconveniente: decía aquello de que un científico, en tiempos de guerra, se debe a su país, que toda guerra provoca muerte independientemente de qué método la cause, etcétera, etcétera. Hay que decir que la muerte por gas es particularmente terrible, y por eso su uso ha sido prohibido en sucesivas convenciones internacionales. La mujer de Haber no lo entendió y se suicidó. Su hijo, años más tarde, también. Haber, por otra parte, recibió condecoraciones y cargos militares. Después de la guerra, siguió trabajando en el mismo campo y creó nuevos y más poderosos insecticidas. Los nazis aprovecharon su trabajo y lo emplearon para generar los gases que segaron la vida de millares de judíos. Entre ellos, una gran proporción de la familia de Haber, pues él era de origen hebreo. No le voy a decir que la culpa es el karma, porque, si esa entidad existe, debe de tratarse de un imbécil que no sabe muy bien dónde tiene los pies: creo más bien que la cuestión consiste en que, si le pegas una patada al mundo, al final ayudas a crear un lugar donde todo el mundo se da patadas entre sí y es más probable que te llegue alguna de vuelta. Como una bola de billar lanzada muy fuerte, que hace rebotar tanto las otras que éstas te acaban golpeando a ti. Tan sencillo como eso.
En ese momento, apareció el hombretón de color:
-Tenemos espacio para un asiento individual –permitió el acceso al hombre solitario-… y para una mesa de dos.
Al decirlo, se dirigió al aspirante a ejecutivo y a su morena hecha por encargo, ya que otra pareja de personas, amoldada también a los mismos estereotipos, se les había adelantado, y era ahora la cinta roja la que se colocaba delante de los primeros.
-Lo siento –frunció los labios el hombretón del color-. Ellos tenían aún mejores referencias que ustedes.
El hombre solitario se adentró gozoso en la sala de fiestas, no sin antes mandar hacia atrás un saludo de indisimulada satisfacción.