lunes, 22 de abril de 2024

El relato de abril: "Una gesta épica"

Una gesta épica

                Los soldados de la parte frontal del comando creaban camino a base de machetazos, despejando el intrincado paraje de frondosa selva tropical que, más que abrirse, parecía que se cerraba estrechamente alrededor de los militares, amenazando con aislarles en cualquier momento del resto del mundo. Caía una llovizna ligera; el capitán, atento a todas las perspectivas, como si en cualquier momento fueran a tenderles una emboscada (“¡porque quizás vayan a tendérnosla!”, meditaba encabritado), sudaba con profusión como no lo había hecho en la vida. El día que se presentó voluntario para esa misión no las tenía todas consigo: mosquitos, fieras salvajes, una terra incognita, ¿cuántas cosas podían salir mal? Sin embargo, una conversación con el cartógrafo de guardia en la base militar le convenció:

                -La región del Suroeste tiene vastas regiones de tierras cultivables. Y oro. Mucho oro. El que regrese tras conquistarlas volverá en un manto de victoria y fortuna.

                Aunque nunca se lo hubiera confesado a sus compañeros, le encantaba el ambiente (especialmente el olor) de la habitación donde trabajaba el hacedor de mapas. Ese aroma a papel y a tinta, el delicado brillo del compás abierto sobre un mapa secreto, la tenue luz ambarina procedente de la sección superior de las velas, le sumían -no sabía expresar muy bien por qué- en una atmósfera de tranquilidad.

                -Pero nadie realmente ha visitado el Suroeste en muchos años, ¿no es así?-inquirió el capitán, buscando convencer a una parte de sí mismo.

                -No, eso es cierto; pero numerosos exploradores volvieron con informes muy prometedores de allí: Losada, Henríquez, Íñigo Montoya… ¿o era Mendoza? En fin, da lo mismo. Los reportes son coherentes, con lo cual tenemos una idea bastante exacta de lo que te vas a encontrar allí. Eso no significa, claro, que no tengas que ir preparado.

                Y por eso, allá atrás, en la cola de la expedición, los porteadores no sólo cargaban con víveres y armas, con enseres y futuros regalos para tribus indígenas, así como objetos útiles para toda clase de eventualidades; sino también con pesadas cargas de libros, en los cuales debían revisar las anotaciones de los conquistadores que les habían precedido, en el caso de que algún imprevisto les obligara a alterar el plan inicial.

                Pero la retaguardia de la expedición, al capitán, ahora mismo, se la traía al pairo. Lo único que le importaba era avanzar hasta llegar al lugar que el mapa marcaba como punto de inicio del territorio objetivo y, después, desplegar todos los planes que tenía bullendo en su mente y que deseaba haber ordenado desde ayer. Y así hoy, y ayer, y el día anterior… Tan enfocado se hallaba frente a la misión que le había encomendado el destino. Tanto, que casi ni se dio cuenta de que había dejado de llover.

                No obstante, había un hombre más adelantado que él: una avanzadilla de un solo hombre que circulaba unos quinientos metros por delante, sin tener que cargar con el resto de la expedición, y con libertad para moverse a su aire, y también la libertad de ser el primero a quien liquidasen si se tropezaba con un ejército rival. Los últimos doscientos kilómetros habían sido muy duros y, a pesar del machete, tenía la cara sembrada de arañazos por la vegetación que le había acariciado la cara. Sin embargo, los últimos cien metros le habían dado un respiro, y se había abierto una pequeña fracción de terreno despejado. De hecho, divisó un pequeño lago a una distancia no muy lejana. No se había dado cuenta de la sed que tenía, y lo vacía que estaba su cantimplora.

                Se arrodilló sobre la superficie del agua, y bebió sin rubor con el cuenco de las manos. Las aguas del lago eran tan límpidas que podía ver su reflejo cristalizado sobre el agua. La cosa hubiera resultado hasta poética de no percatarse que, en lugar de un solo reflejo sobre el agua, había tres. La cara del otro soldado se movió de manera simétrica a la de él conforme la confusión se expandió en su rostro, para a continuación dar paso al terror. De hecho, cuando ambos intentaron retroceder, para evitar una roca situada en el margen del lago, casi se chocaron nariz contra nariz, pero al final el explorador se dio la vuelta y corrió a toda velocidad hasta estar a punto de estamparse (en este caso, mentón contra mentón) contra sus propios compañeros.

                -¡Mi capitán, mi capitán!¡Un enemigo al frente!

                -¡Maldita sea, soldado!¿Estás seguro?¡No será una ardilla otra vez!¿O has vuelto a empinar el codo?

                -Mi capitán, le prometo que…

                Sin embargo, no tuvo tiempo de justificarse, porque sonó un estruendo en la distancia, y todo el pelotón echó el pie a tierra. El entrenamiento militar hizo que no hubiera un intervalo demasiado largo para la reacción: inmediatamente, empezó la ensalada de tiros.

                -¡Malditos volgobianos!¡Ya sabía yo que los muy mamones no se estarían quietos!¡Me cago en Dios!-blasfemó el capitán.

                -¡Cágate en tu Dios, hijo de puta!-se escuchó desde el otro lado-. ¡No te cagues en el mío!

                -¡Cállate, tarado! Cómo me fastidia lo capillitas que son los volgobianos -gruñó el capitán junto a su sargento, que seguía disparando a discreción-. Parece como si hubieran parido ellos al niño Jesús.

                -¡Te estoy oyendo, hijo de mil hienas!¡Y que sepas que es ilegal que estés aquí!¡Este lugar es nuestro según lo que firmasteis en el tratado de Cienfuegos!

                -¡Mentira, mentira y cuatro mil veces mentira, especie de concha de sapo gordo!¡Ese tratado lo invalidasteis vosotros el mismo día que atacasteis Maldagadia!¡Este territorio es nuestro, y así lo avalan numerosas resoluciones internaciona…!

                -¡Vete a cagar, engendro de rábano!¡Además, incluso aunque fuera verdad esa estúpida tesis que afirmas, ningún acuerdo os autoriza a acercaros a menos de 200 metros de la orilla este del lago!

                -¿De la orilla este?¡Pero qué dices, anormal?¿Cómo vamos a estar a 200 metros de…?¿Y por qué se te oye tan alto?¿Dónde estás? -dijo el capitán, incorporándose, como si se hubiera vuelto inmune a las balas.

                -¿Dónde estás tú?-contestó su adversario, quien hizo idéntico gesto. Los soldados detuvieron el enfrenamiento, indecisos sobre lo que hacer.

                El capitán se acercó al lago. Ahora que lo veía, se le antojaba excesivamente pequeño. De hecho, era más un charquito que otra cosa.

                -¡Un mapa!¡Quiero un mapa!¿Dónde cojones está el mapa?

                Un subordinado le acercó un plano. El capitán empezó a escudriñarlo. Rápidamente, el capitán enemigo se acercó también a observarlo. Al poco tiempo, varios soldados formaron un círculo a su alrededor. Alguno trajo un par de los pesados volúmenes que habían acarreado con el resto de los bártulos de la partida.

                -Mira, esta es la referencia que plantó Losada en 1882…

                -¿Ese bosque? Pues desde aquí me parece un puto árbol.

                -¿Y dónde supone que está la cordillera Almeda?

                -¿Te refieres a ese grupo de rocas de ahí?

                -¿Y la isla en medio del lago?

                -Bueno… allí hay una tortuga…

                Poco a poco, al ver la cara de desolación que habían adquirido sus respectivos líderes, los soldados se fueron prudentemente alejando… Las caras largas de ambos capitanes, sentados sobre un par de rocas oportunamente colocadas por ahí en medio, lo querían decir todo.

                -¿Cómo han podido confundirse tanto los mapas? Vaya mierda de cartógrafos.

                El jefe del grupo enemigo movió las cejas, expresando incertidumbre.

                -A lo mejor… puede que el primer conquistador se equivocara…

                El capitán se giró hacia su némesis:

                -¿Cómo, equivocarse?

                -A mí me pasó algo parecido. Volví de una misión… Les conté lo que había visto… pero bueno, ya sabes... Exageras un poco…

                -¿Un poco?¿Has visto esa mierda de cordillera? -el capitán cruzó tanto los brazos como las piernas, como si se cerrara a la evidencia-. ¿Y cómo explicas lo de los otros exploradores?

                -Bueno… tú eres conscientes de cómo va esto… Te acercas, te cuesta… Te comen las arañas, las serpientes, los tábanos… Te dan ganas de darte la vuelta. En un momento determinado, a lo mejor te has perdido. O no encuentras el lugar que has venido a buscar… Pero si retornas sin nada, haces el ridículo… Entonces, dices que has visto lo que ha visto todo el mundo antes que tú… Si acaso, lo adornas un poquito…

                -Sí, te entiendo… Porque como no digas nada nuevo, olvídate de la financiación para el siguiente viaje. Como mínimo, has de bautizar con el nombre del rey una montaña. E inventarte alguna especie animal nueva.

                -Claro, por supuesto, qué me vas a contar…

                Los dos se callaron un tiempo, oteando el paisaje. Los pájaros piaban como si todos aquellos trazados y fronteras les dieran igual.

                -O sea, que al final, el territorio por el que nuestras dos naciones han estado a punto de ir a la guerra, y que iba a costar varios millares de muertos, resulta que apenas da para un jardincito mal puesto.

                -Si al menos tuviera oro… Porque se suponía que tenía oro, ¿no?

                -Yo me he encontrado flores amarillas… y algo de pirita por allí. De oro… quizá podamos hallar unos gramos…

                -¿Ni siquiera hay especias?¿Plantas medicinales?

                El capitán se pasó la mano por el mentón.

                -Creo que no… Pero si cogemos la corteza de aquel árbol, podemos decir que es canela a la que le falta llegar a su momento óptimo de maduración.

                El otro se rascó la cabeza.

                -¿Tú crees que colará?

                -No sé. A Colón le funcionó un tiempo, ¿no?

                Los dos se levantaron y empezaron a inspeccionar sus nuevos dominios, sopesando qué contarían de aquel lugar a su regreso, y qué indecentes maravillas añadirían a su descripción.

lunes, 15 de abril de 2024

El libro de abril: "Grupo de apoyo para Final Girls", de Grady Hendrix.

¿Sabéis estas películas del genéro slasher donde un asesino monta una masacre en un campamento, un instituto, otro lugar cargado hasta los topes de adolescentes, hasta que una chica -a ser posible rubia y que se ha pasado todo la cinta pegando chillidos- se lo carga? Pues bien, a esta joven que ha matado a su monstruo se la denomina Final Girl. Ahora imaginaos que estas historias fueran reales. Que hubiera habido varios casos de esta clase de matanzas en los años ochenta y noventa (con hacha, con motosierra, con útiles de labranza) y esas muchachas hubieran sobrevivido. ¿Qué sería de ellas?¿Adónde habrían ido? Ése es el punto de partida de "Grupo de apoyo para Final Girls".

Esta novela, en cierto sentido, es el equivalente a Watchmen para las películas de asesinos tipo Viernes 13, La matanza de Texas, Scream o Pesadilla en Elm Street, a las que parodia, homenajea, copia, reinventa o como prefiráis denominarlo. Se imagina un mundo alternativo donde estas Final Girls son reales, se han hecho famosas, han hecho películas sobre sus vidas (el libro está plagado de críticas cinematográficas y recortes de artículos o periódicos sobre sus hazañas, ya sean "reales" o sobre papel de celuloide) y por supuesto se hallan tan traumatizadas que han acudido durante décadas a un grupo de apoyo psicólogo, con miedo a que un nuevo monstruo las vaya a en cualquier momento a intentar descuartizar. Hasta que, por supuesto, el momento llega. No me digáis que es un mal inicio.

Para hacer un libro como éste, hacen falta muchas dosis de humor negro, algo de gore (quizá bastante gore) y mucha adrenalina, la cual justifica que lleguemos a perdonar momentos en que la trama, para poder avanzar, caiga en una serie de incoherencias e inverosimilitudes (por ejemplo -puedes saltarte el paréntesis si no quieres leer spoilers-: ¿por qué la protagonista, a pesar de no ser "una Final Girl de verdad", es admitida en el grupo?; ¿cómo es posible que, a pesar de que la muchacha cree que alguien quiere matarla, se aproxima a todas las personas que le importan, poniéndolas en peligro?¿Y cómo puede creer que la mejor idea posible es siempre que puede meterse en la boca del lobo, junto con las personas a las que pretende proteger, y a las que pone de modo constante al borde de la muerte? Fin de paréntesis). Sin embargo como en los mejores slashers, admitimos esos peccata minuta porque hay cuestiones más relevantes en juego.

Porque, además, esta novela también habla de temas importantes. Se pone intimista en ciertos pasajes. Habla del acto de vivir, de qué nos atemoriza hasta el punto de hacer cosas horribles, y de por qué motivos estaríamos dispuestos a salir de nuestra coraza. También trata sobre la sororidad (o de cómo las mujeres pueden fastidiarse la vida del modo más horrible unas a otras), sobre por qué nos gusta el género slasher y en qué aspectos del mismo deberíamos fijarnos a partir de ahora. En definitiva, una pequeña montaña rusa emocional, en ocasiones divertida y en otras un poco más reflexiva. No es mal plan para un libro de su género.

lunes, 8 de abril de 2024

Las historias cortas de abril: sobre la muerte.

        En el Registro de la Propiedad Intelectual, un anciano preguntaba si podía inscribir una poesía si la persona a la que se la había dedicado ya estaba muerta.

       -Es mi mujer, ¿sabe?

       Preguntaba si se requería su firma.

                                                                                *

      En los cementerios, sobre todo en los pueblos, hay cubos donde se coloca el agua con lejía para limpiar las tumbas. La gente suele guardarlos, para la siguiente vez, en un hueco en el interior de los cipreses. Y cada cual tiene su sitio, todo el mundo sabe cuál es su árbol, y nadie le robaría nunca al otro.



lunes, 1 de abril de 2024

La historia real de abril: el pasado (y el futuro) de los Sentinelenses del Norte

El otro día, alguien me preguntó por Sentinel del Norte. Muchos conocéis esta historia: se trata de una isla que oficialmente forma parte de la India (en concreto, del archipiélago de las islas de Andamán), pero que permanece aislada, de tal manera que sus habitantes pertenecen a una de esas tribus no contactadas que no se han entremezclado con la civilización -así, aunque el gobierno indio es el administrador legal, en realidad no ejerce ninguna función al respecto, y los que controlan la isla son los propios sentineleses-. El motivo principal no es sólo que la isla tenga un acceso complicado, con escarpados arrecifes en casi todos sus límites, sino, sobre todo, que los sentineleses no tienen la más mínima gana de conectar con el resto del mundo. A lo largo de los últimos dos siglos se han descritos varios encuentros con los habitantes de esta isla, que alternan entre los indígenas arrojando lanzas o cargándose a los visitantes, o, si acaso, manteniendo relaciones cordiales, pero dejando claro que no van a ir más allá, y marcharos prontito a casa para que no haya problemas. La historia de la isla es fascinante y os incito a bucear en ella, entre otras cosas porque se ha tratado en multitud de medios culturales (además, tiene muchos puntos graciosos: por ejemplo, cómo los sentineleses aprovechan el hierro que dejan los naufragios, o una batería de cocina olvidada de la expedición de National Geographic). La cosa es que la pregunta que me hicieron iba más allá de lo que normalmente uno se plantearía, y lo curioso es que la respuesta me llevó a un conocimiento más llamativo aún. Dejadme que os lo cuente, aunque ya os advierto que será un poco largo (y por eso, por tres razones, no os cuento más sobre Sentinel del Norte: porque seguramente ya lo sabéis, porque lo podéis encontrar en otro sitio, y porque, si no lo hiciera, sin duda me quedaría un post inmanejable).

La pregunta.

La pregunta era: si los sentineleses llevan aislados del resto del mundo tanto tiempo, ¿no tendrán un problema con la endogamia?

Mi primera pensamiento fue: bueno, es probable que sí. Todos sabemos que la endogamia sostenida durante mucho tiempo en un grupo humano pequeño causa estragos, debido a que enfermedades muy poco abundantes en la población general tienden a concentrarse en la descendencia cuando tienes hijos con tus parientes. Sólo hay que ver la lista de dolencias (y el aspecto físico) de los Austrias y los Borbones que han reinado en España para comprender el concepto. Aunque, por lo que me comentó quien hizo la pregunta, hay casos más extremos

Sin embargo (contesté a la cuestión), en el caso de los sentineleses, hay dos cuestiones: 1) si contactan con el mundo exterior, probablemente su mayor problema serán todas las enfermedades a las que no son inmunes, y que "la población civilizada" les transmitiríamos (después del COVID, todos somos muy conscientes de eso, ¿verdad?; si los europeos, contagiando la viruela, diezmaron a las poblaciones del Nuevo Mundo, los sentinelenes sufrirían estragos muy parecidos); 2) no puedes hacer un estudio con ellos porque, si te acercas, te intentarán atravesar la cabeza con una lanza, más o menos como hicieron con el último que fue a visitarles (con simbólico flechazo a la Biblia includo). Así que, en general, como que no parece sencillo profundizar a fondo en el tema.

La cosa se complicó cuando me dijeron: es que, claro, si llevan 60.000 años sin contactar con el mundo exterior...

A mí la cifra me extrañó, porque en realidad conocemos a los sentinelenes desde hace relativamente poco (se supone que Ptolomeo y Marco Polo los mencionan, pero las referencias son tan vagas que podría tratarse de las islas Andamán en general, o incluso de cualquier isla). De hecho, los primeros contactos datan del siglo XIX. No se ha podido descifrar su idioma, ni mucho menos entablar una conversación en la que los sentineleses te expliquen por qué se llevan tan mal con sus vecinos (un inciso: a pesar de que el primer tropezón del hombre blanco con los sentineleses -en el cual hubo hasta muertos- justifica que no quieran volver a vernos, hay pruebas bastante sólidas que dicen que llevan un buen rato aislados de los habitantes de las islas cercanas: luego incidiremos en eso en profundidad). Entonces, ¿de dónde sacan blogs, artículos, youtubers y hasta la Wikpedia la cifra de 60.000 años?

Entonces me puse a indagar a fondo en el tema de Sentinel del Norte y encontré dos respuestas a esta pregunta: una que tiene que ver con el pasado, y otra que tiene que ver con el futuro.

La respuesta antigua.

Suele ocurrir que todo bulo (o malinterpretación; la diferencia es sobre todo si se ha hecho a propósito o no) tiene algo de verdad. Y la explicación a la famosa cifra de los 60.000 años la he encontrado en esta monografía de George Weber sobre los andamanenses (o sea, los habitantes del archipiélago donde está Sentinel Norte), que en sus capítulos 6 y 8 explica cuestiones muy interesantes sobre los andamanenses en general, los sentineleses en particular, y su origen.

Por un lado, sabemos que los sentineleses son parientes de los andamanenses (que, a su vez, se dividen en distintas tribus: los onge, los jarawa...). Lo sabemos no sólo porque se parezcan físicamente, sino porque comparten ciertos rasgos culturales comunes (detalles de sus canoas, de sus armas, etc). Sin embargo, los miembros de la tribu onge ya adviriteron a los primeros europeos que fueron a visitar Sentinel del Norte que ellos mismos llevaban mucho sin contactar con sus vecinos. De hecho, cuando los europeos llegaron, acompañados con colaboradores onge que debían servir como traductores, estos últimos no pudieron comprenderse con los isleños, lo cual quiere decir que han estado separados el suficiente tiempo como para que el lenguaje haya evolucionado hasta volverse incomprensible. ¿A causa de qué se han enclaustrado en sí mismos? Nadie lo sabe. Hay quien habla de enfrentamientos con británicos y japoneses que les dejaron marcados, pero lo único que sabemos es que ocurrió en algún momento antes de 1880 (primeros contactos más o menos registrados). Ello no quiere decir que no hubiera encuentros puntuales y esporádicos -por ejemplo, hay una leyenda sobre un niño sentinelés que sufrió un naufragio y fue adoptado por la tribu de una isla vecina, de tal manera que los sentineleses lo trataban como un extraño; aunque otra posibilidad es que ni siquiera fuera sentinelés, porque mucha de estas historias están llenas de abundantes dosis de confusión, ignorancia y desconocimiento mutuo-.

Por otra parte, los andamanenses en general pertenecen a un grupo étnico denominados "Negritos". El nombre puede parecer despectivo, pero es el que le pusieron los españoles a los habitantes de determinadas islas del Pacífico que, según ellos, se parecían a los africanos. De ahí seguramente hayan venido muchos equívocos, pues tanto los españoles de entonces como algunos lectores modernos han tendido a creer que son una especie de africanos que han migrado directamente a este archipiélago sin pasar por ningún lugar intermedio. Pero los "negritos" son distintos de los africanos (dentro de que, en el fondo, todos los seres humanos venimos de África; luego ahondaremos en esa cuestión), y forman un amplio grupo étnico formado por un conjunto de poblaciones, en su mayoría dispersas, que se extienden sobre todo por el Sudeste Asiático (tanto en el continente como, especialmente, en las islas -Filipinas, Indonesia, y todo lo que en el pasado se denominaba el archipiélago malayo-) y Oceanía, pero que tiene relaciones genéticas incluso con los khoisan africanos.

Esta es la foto más cercana tomada de un habitante de Sentinel Norte, una mujer recogiendo uno de los cocos que los visitantes extranjeros solían dejar como regalos, y que los nativos se llevaban sin demasiadas alharacas. La imagen es de 1993, y pertenece a KAS Films.

Aquí también tenemos que hacer un aclaración: en su principio, muchas clasificaciones antropológicas de grupos humanos se hacían bajo el criterio del observador que analizaba distintas etnias, proponía clasificaciones, y que normalmente se guiaba por sus propios prejuicios, en ocasiones racistas. Hoy en día, sin embargo, gracias a las pruebas genéticas, podemos determinar con rigor científico si dos grupos están emparentados, y en qué momento convergieron (o divergieron) sus caminos. De esa manera, a través de la genética, puedes trazar una historia no escrita del ser humano -o, dicho de otra manera, impresa sobre sus genes-, sobre todo de sus migraciones, y de la interacción entre distintos pueblos. Pero estas pruebas tienen sus limitaciones: los tiempos con los que trabajan tienen un margen de error muy amplio; se basan hasta cierto punto en cuestiones probabilísticas; y no puede descartarse que haya habido eventos que pasen desapercibidos si no han ejercido influencia en la descendencia (un ejemplo: sabemos que los neandertales se han cruzado con los Homo Sapiens en varios momentos porque los humanos modernos compartimos genes con los neandertales; pero si una pareja formado por un Sapiens y un Neandertal no tiene hijos, ese contacto no quedaría registrado). Así que mucho de lo que hablamos aquí se basa en criterios científicos y estudios muy serios, pero, por supuesto, en cierta medida son especulativos, y cabe siempre la posibilidad de error.

De los sentineleses no tenemos análisis genéticos: lo único que hay disponible es un cráneo, del que no se ha sacado DNA. Sí que poseemos datos de los andamanenses, sus parientes más cercanos. Y lo que sabemos de ese análisis es que, en efecto, es un grupo que ha estado relativamente aislado a lo largo de los últimos 60.000 años. Ojo, eso no quiere decir que desde hace 60.000 años hayan estado en el archipiélago (y menos en la isla de Sentinel Norte); quiere decir que, a lo largo de los últimos 60.000 años, en sus migraciones, se han juntado con poca gente. Pero poca no quiere decir ninguna; de hecho, por lo visto, hace 30.000 años tuvieron una mezcla con otro grupo, pero no sabemos claramente dónde ni con quién fue -por lo visto, también hay diferencias entre las distintas tribus andamanenses al respecto, lo cual complica la historia-. Hay una hipótesis que dice que, quizás, se entrecruzaron con gente que ya habitaba las islas Andamán (o al revés, llegó gente cuando los andamanenses ya estaban establecidos), pero no estamos seguros, y ni siquiera sabemos si el intercambio ocurrió en la propia isla.

En realidad, el margen temporal de 60.000 años es curioso porque, un poco antes (alrededor de 70.000 años) hubo una gran erupción volcánica en esa zona del mundo -en concreto la del volcán Toba, en Sumatra- que cubrió de cenizas muchas de las islas allí existentes y que probablemente hizo inhabitables las islas Andamán. Es decir, que los andamanenses actuales no pudieron llegar antes de esa fecha. Lo cual tiene cierto sentido. Según estudios del tipo que he comentado antes, hoy sabemos que los Homo Sapiens intentaron salir varias veces de África (desde su origen, probablemente cerca de lo que hoy es Etiopía), pero que la mayoría de ellas no salieron bien. En cambio, la que sí que tuvo repercusión, según las teorías actuales, fue una hace entre 50.000 y 70.000 años, y durante la cual, en un período relativamente breve de tiempo -unos 1000 años- el ser humano (que debía contar entre 2.000 y 5.000 miembros en total; se calcula que de África salieron entre 150 y 1000 personas a través del desierto de Sinaí) bordeó la costa sur de Asia, aprovechando una dieta basada sobre todo en el marisco, y en una forma de vida siempre cerca del mar, hasta llegar a Australia. Durante ese tiempo, se aprovecharon de los puentes de tierra que se abrían entre tierras que hoy constituyen islas (cuando estos puentes desaparecieron, se produjeron auténticas catástrofes, como comentábamos aquí). Esa migración, incierta, precaria y llena de peligros, es la que explica buena parte de cómo el ser humano se expandió desde su continente primigenio al resto del mundo.

Pero hay que apuntar una cuestión clave: y es que muchos de los lugares por donde pasaban ya estaban poblados. Por seres humanos también, pero no Sapiens: eran Homo Erectus, uno de nuestros ancestros, y que ya se había expandido por Asia. Una teoría dice que, quizá, esa erupción volcánica alteró el equilibrio en el que vivían los Homo Erectus y posibilitó que los Sapiens tuvieran nuevos lugares que colonizar; a su vez, se especula con la posibilidad de que los enfrentamientos entre ciertos grupos estuvieran obligando a los Homo Sapiens establecidos en lo que hoy es el norte de Oceanía a migrar.

Entonces, hay un doble hito: por un lado, los humanos modernos empiezan a poblar buena parte de las islas del Sudeste Asiático; serán estos seres humanos los que luego colonicen tierra firme asiática, y pueblen lo que hoy es el continente más populoso del mundo (en su camino, es probable que se "arrejuntaran" con los pocos Homo Erectus que quedaban). Pero, al mismo tiempo, se van a islotes donde van a quedar relativamente aislados del mundo, y se mezclarán con mucha menos gente. Puede ser por eso por lo que los andamanenses se conviertan, entonces, en de los grupos humanos más antiguos que se conocen. Un colectivo "relativamente puro", dentro de lo difícil que es decir eso para nuestra especie. La gente de las islas de esta zona del mundo, pues, son el nexo más cercano que tenemos a ese primer grupúsculo de humanos que en su día consiguió poner un pie (y mantenerlo) fuera de su continente, para así explorar el planeta que compartimos. No es extraño que los españoles creyeran que los "negritos" eran gente venida de África: es que, en buena medida, a nivel genético, "acaban" de salir de allí. No es que se hayan quedado quietos, pero sí que han estado todo el rato juntos, y en general mezclándose entre ellos. Claro que eran un grupo más grande, que luego se repartió entre muchas islas: lo que pasa es que algunos se han ido fusionando con otros pueblos, mientras que determinados lugares -por ejemplo, las islas Andamán- se han quedado descolgados del resto del mundo.

Así pues, no es que los sentineleses lleven 60.000 años aislados en su isla (al menos, no podemos afirmar eso con rotundidad), pero sí es verdad que detrás de ellos se esconde una historia bastante añeja. Al mismo tiempo, persiste el enigma sobre cuánto tiempo han estado separados de sus vecinos, si esa soledad ha sido absoluta (como sugería mi interlocutora, ¿robarían mujeres, como cuentan las leyendas sobre los antiguos romanos, cuando les hiciera falta?) y, sobre todo, el por qué. Quizá lo conozcamos algún día.

La respuesta del futuro.

Vale, o sea, que no sabemos del todo cuánto tiempo llevan encerrados en su laberinto los sentineleses. Pero sí es lógico pensar que la endogamia no les está sentando bien. La pregunta es, ¿hasta qué punto?

No podemos estar seguros, claro. Pero hay quizás una aproximación. Nunca se ha averiguado exactamente cuál es la población total de la isla: se calcula que podría ser entre 50 y 200 personas, pero, como os podéis figurar, esas estimaciones tienen muy poca base. La isla posee una frondosa vegetación, y sólo a partir de lo que se puede divisar desde la orilla no hay demasiado donde rascar. Sin embargo, de vez en cuando, el gobierno indio (que mantiene su política de no-interferencia con los sentineleses: no sabemos si porque realmente se preocupa de su salud y de su férrea voluntad en ignorarnos, porque la isla no tiene ninguna importancia estratégica, o porque, la última vez que el gobierno indio intentó hacer buenas migas con una tribu de las islas Andamán, aquello acabó como el rosario de la aurora) se dedica a hacer pasadas desde barcos, o desde el aire, para ver si todo anda bien, y aprovecha para contar individuos. Y, si os dais cuenta, da la sensación de que los números están disminuyendo. Es verdad que esto puede tener varias explicaciones: el tsunami de 2004 debió de afectarles (de hecho, elevó una parte de la isla y sumergió otra); quizá, a pesar de su aislamiento, los pocos contactos con el mundo exterior les hayan transmitido ciertas enfermedades que estén diezmando su número; también puede ser simplemente que los avistamientos no sean representativos, y que la población permanezca en verdad estable. Pero bien pudiera ser que esa endogamia -quizá no de milenios, pero sí de siglos- al fin esté castigando a la población del lugar.

¿Cuánto podrán resistir los sentineleses esa situación? Quién sabe. No soy un experto en el tema, y seguramente el número de individuos (ése que nos resulta tan difícil de discernir para los sentineleses) sea un factor clave para determinarlo. A los humanos más cercanos a la situación de estos isleños, las tribus no contactadas del Amazonas, no les está yendo muy bien -como cuenta este documental. Aunque algunos traten de esconderse, al igual que los sentineleses, con frecuencia muchos grupos étnicos deciden finalmente rendirse, y abrirse al mundo exterior que les ha ido arrebatando sus tierras, su modo de vida y los recursos para su subsistencia. Los sentineleses no interaccionan con el resto del planeta, pero eso no significa que el mundo exterior no esté llegando a ellos en forma de enfermedades, microplásticos o contaminación del entorno natural. Quizá, un día de éstos, los sentineleses recurran a nosotros para garantizar su propia supervivencia, pero, tal vez, para cuando lo hagan, el ser humano, sometido al cambio climático, tampoco tenga muy claro si no se enfrenta a un incierto final. Probablemente haya habido más estudiosos acerca del enigma que esconde este lugar recóndito que habitantes han ocupado la isla en a lo largo de toda su prehistoria: puede que vaya siendo hora de preocuparnos un poco menos de cómo sobreviven ellos, y preguntarnos qué clase de mundo le estamos dejando a los sentineleses.

lunes, 25 de marzo de 2024

La historia corta de marzo: "Semana Santa"

 Semana Santa

(Basado en hechos reales)

            En mitad de la calle, veo un capirucho, entiéndase, un tipo vestido de Semana Santa, al estilo Ku Klux Klan, con unos ropajes blanco inmaculado. Pero lo curioso del caso no es que fuera Semana Santa, que lo era, sino que iba solo, con lo cual la imagen estaba completamente descontextualizada. Además, para más inri, se cruzó con una monja que también llevaba hábitos del mismo color. Y entonces, después de haberse cruzado, unos quince niños le señalaron, y empezaron a gritar:

            -¡Vamos a tirarle de los faldones!¡Vamos a tirarle de los faldones!

          Observar al capirucho corriendo, perseguido por una jauría de niños, fue todo un espectáculo, mucho más interesante que cualquier procesión.


lunes, 18 de marzo de 2024

El libro de marzo: "Antes de la tormenta", de Gal Beckerman.

Resulta fácil sentirse atraído por la intención de "Antes de la tormenta", libro de ensayo de Gal Beckerman: tratar de encontrar, en los distintos movimientos revolucionarios que han transformado el mundo, una serie de patrones comunes (o de diferencias) que expliquen su éxito o su fracaso. Buscar qué métodos de trabajo han funcionado, para así aplicarlos a propósitos futuros. Con este propósito, Beckerman analiza diferentes grupos que enarbolaron ideas (en su día consideradas radicales) de naturaleza científica, social, artística y política: desde el astrónomo Peiresc coordinando gente de todo el mundo, en el siglo XVII, para obtener más datos acerca de un eclipse, hasta la corriente de los futuristas italianos, pasando por las peticiones de ampliación de derecho al voto de Gran Bretaña en el siglo XIX, el movimiento punk femenino de los 80-90 o los primeros periódicos anticolonialistas del oeste de África. A través de todos estos procesos (que el autor narra con una minuciosidad histórica y personal que nos ha deleitado a muchos), se desgranan las diversas virtudes que ha de tener un movimiento de este tipo: paciencia, control, enfoque, imaginación, debate, coherencia... En ese sentido, es un libro estupendo para aprender acerca de determinadas revoluciones -o intentos de conseguirlas- que no han sido suficientemente publicitadas.

Se vuelve un poco más difícil estar de acuerdo con las conclusiones a las que llega el libro, las cuales se aventuran ya desde los primeros compases. A saber: el autor defiende que las redes sociales con las que tratamos todos los días, como Facebook y Twitter, no son las ideales para lograr el cambio social. Beckerman esgrime (no sin razón) que estas redes sirven muy bien para canalizar el griterío y la frustración espontáneas, pero que luego no son las herramientas adecuadas para el intercambio de ideas y la discusión que consigue un cambio de mentalidad más a largo plazo, en un proceso que, según el autor, se ve favorecido por hacer las cosas de una manera más lenta. Desde luego, hay argumentaciones en las que uno no puede sino estar de acuerdo con Beckerman: no sólo con que estas redes viven para el beneficio empresarial (y generan dinámicas a veces contraproducentes), sino con que en ocasiones son convenientes espacios más privados donde un grupo determinado pueda sentirse y sentarse a gusto -la metáfora visual que mejor emplea es la de una mesa- para discutir sus estrategias de acción. Quizá lo menos acertado del libro es lo que el autor considera un éxito o un fracaso: parece desdeñar los logros de la plaza Tahrir en Egipto (que cristalizaron en un cambio de gobierno, aunque éste fuera efímero y no el que muchos desearon) y en cambio ensalzar los de los samizdat -unas publicaciones clandestinas de la resistencia antisoviética que se distribuían 20 años antes de que se produjera el más mínimo amago de cambio en el país-. También da la impresión de que hay factores, en el lado contrario, con los que Beckerman no cuenta demasiado: la resistencia de las fuerzas del statu quo, el grado de madurez de la sociedad donde se produce el cambio, y la influencia de factores externos al propio movimiento y a su oposición. En ese sentido, resulta muy difícil evaluar hasta qué punto determinada aproximación resulta un éxito o un fracaso, o forma parte de un proceso histórico más amplio donde el valor de cada contribución resulta difícil de juzgar.

Donde creo que probablemente el autor se aproxima más a la verdad es cuando se centra en fenómenos más recientes: el Black Lives Matter, la cadena de correos electrónicos entre responsables de salud pública durante la epidemia de COVID-19, e incluso cómo grupos de extrema derecha organizaron las infames marchas de 2017 en Charlottesville. Beckerman habla de cómo estas corrientes exploraron medios alternativos a las redes sociales: desde plataformas de chat privado tipo Discord al puerta-a-puerta de toda la vida, y ensalza sus beneficios respecto a la continua exposición pública de las grandes redes. En su empeño, hasta alaba a las tecnologías de mensajería instantánea, como si todos no supiéramos lo caóticas que pueden llegar a ser. Independientemente de todo esto, parece como si el autor buscara una fórmula mágica: un solo medio que sirva para llevar a cabo los diferentes fines que nos proponemos. Esto, por supuesto, es imposible, y creo que si por algo se caracterizan las ideas radicales que alguna vez han logrado algo es porque han sabido emplear las distintas herramientas que tenían a su disposición en diferentes momentos, según las necesidades de cada circunstancia, y en un enfoque múltiple, más que a través de una única vía. Así pues, habrá encrucijadas críticas en las que debas movilizar a la gente a través de las redes sociales, pero también períodos para la reflexión donde la gente tenga necesidad de reunirse en privado para generar un debate o una estrategia: métodos que pasan no sólo por Internet, sino incluso por la reunión presencial. En ese sentido, el libro de Beckerman sirve para señalar estas tácticas alternativas y saber qué posibilidades tenemos a nuestro alcance, con el objeto de tratar de aprender a discernir cuándo es mejor emplear cada una. Lo cual, después de todo, no es poca cosa.

lunes, 11 de marzo de 2024

La historia real de marzo: ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

 ¿Ante nuestro propio ángel exterminador?

            Es uno de los clásicos más inolvidables del cine de todos los tiempos. La película “El ángel exterminador”, de Luis Buñuel, cuenta cómo un grupo de aristócratas, tras una fiesta, descubren que no pueden salir de la habitación en la que se encuentran. No hay ninguna barrera física, en apariencia ninguno de los allí presentes ha enloquecido y, sin embargo, una especie de muro invisible les obliga a permanecer enclaustrados, excusa que el director español (pues, por lo demás, la película es casi por completo mexicana) emplea para diseccionar las reacciones de los distintos personajes ante esta circunstancia. Lo que en ningún momento se llega a explicar es el porqué de ese extraño fenómeno. Aunque, tal y como últimamente ocurren las cosas, casi podríamos aceptarlo como un hecho normal.

            Hay un axioma en ciencia que dice que “si una cosa se puede hacer, se acabará haciendo”. Sin embargo, esta idea está trasladándose de manera peligrosa al mundo real. En un mundo con siete mil millones de personas, donde las estadísticas dicen que siempre hay un porcentaje residual para casi todo, da la impresión de que cualquier actividad es posible. Entre tantísima gente –empezamos a discernir-, cualquier tipo de pensamiento, por irracional o aberrante que nos parezca, tiene por probabilidad aleatoria altas posibilidades de acabar ocurriendo. Pueden tratarse de cuestiones insignificantes (como el tipo que se pasa horas delante del ordenador para batir el insulso récord de llegar hasta el final de una hoja de Excel –algunos ni siquiera sabíamos que una hoja Excel tuviera final-); en algunos casos, de puro bizarro, pueden ser hasta graciosas (como la afición de los coreanos de ver comer por Youtube en silencio a otra gente, o de millones de usuarios a ver lamer a otras personas pomos de puertas como si se tratara de un espléndido manjar -sí, ya me imagino que detrás de esto se esconde algo más sórdido. Pero permitidme abstraerme de ello, no quiero ni imaginármelo-); y en otros, sólo cabe calificárselas sencillamente de terribles y delirantes (individuos que se dedican a realizar actos violentos con el único objetivo de grabarlo en vídeo, colgarlo en Internet y ganar sus quince minutos de fama; quemar a un mendigo a lo bonzo, por poner un ejemplo). En este mundo que ahora se ha calificado de adicto a la “posverdad” –para ser sinceros, un término acuñado en gran medida por algunos periódicos sobre las opiniones que no les gustan, y también por diarios que no tienen en cuenta cómo muchos de sus artículos envenados pueden haber contribuido a generar esa “posverdad”-, escuchar a gente que apoya a Donald Trump, la homeopatía o las teorías de la Tierra hueca se han vuelto tan habituales que no son siquiera noticia de portada, puesto que no nos escandalizan ya. De hecho, a veces te encuentras pretensiones tan disparatadas como asociaciones de mormones gays (que piden ser considerados, dentro de la comunidad mormón, en igualdad de derechos con los heterosexuales para poder discriminar juntos a negros y nativos americanos), grupos de latinos nazis, o incluso gente que dice ser de izquierdas y a la vez votar a Susana Díaz. En fin, “hay gente p’a tó”, que dijo aquel torero al ser presentado a un filósofo, pensando seguramente que era una profesión muy idiota comparada con el noble arte de matar (y que me disculpe Thomas De Quincey, autor de “Del asesinato como una de las bellas artes”). A veces me pregunto, cuando en una encuesta sale un porcentaje ínfimo de personas que mantienen a la vez opiniones contradictorias, sin argumento alguno o carentes de base, si ese grupo de individuos han sido colocados allí por el estadístico para que le salga el estudio, o si son personas reales, con su par de manos y pies, su DNI y su número de la seguridad social. En otras ocasiones, en que la cosa es al contrario -cuando aparecen reportajes sobre que hay más gente en Estados Unidos que cree en los ángeles que en la teoría de la evolución, o que en el Reino Unido hay más personas que opinan que Sherlock Holmes existió que las que defienden que Winston Churchill fuera real-, ya se te quitan directamente las ganas de conocer a quienes les han pasado la encuesta.

            Pero hay cosas que empiezan a no tener ninguna gracia. Como la noticia que se ha revelado hace un tiempo acerca de una enfermera, en Italia, que fingía vacunar a niños cada día aunque ella (firme defensora de las ideas anti-vacunas) en realidad nunca les llegaba a pinchar. Por lo visto la descubrieron porque sus compañeros de profesión se daban cuenta de que, cuando esta mujer andaba al cargo, los niños nunca lloraban, como suele ser habitual cuando le clavas una aguja a un niño. Aunque la han pillado en su último trabajo, se sospecha que podría haber realizado la misma jugada durante años sin que nadie se diera cuenta (“siempre saludaba”, supongo que dirán ahora los vecinos). El escándalo se produce en un momento en que Italia ha decidido aprobar una ley por la que se obliga a los padres a vacunar a los niños menores de seis años, pues parece ya claro que ni mucho menos de la familia –la más sólida institución por excelencia- se puede uno fiar. La verdad es que yo nunca me he fiado mucho de nada (siempre me ha parecido sorprendente la cantidad de pruebas que se le hacen a los padres adoptivos para hacerse cargo de un niño, y las nulas precauciones que se toman respecto a los padres biológicos), ni de la familia ni de casi institución alguna, pero escuchar cómo los desvaríos de este particular ángel exterminador han provocado que supuestamente 7000 niños estén sin vacunar en Italia (7000 candidatos, por tanto, a morir de una enfermedad evitable), te hace pensar mucho sobre la naturaleza tan gratuita y absurda de la maldad. Uno puede entender que un supervillano quiera conquistar el mundo, que a Amancio Ortega le importe poco –si pretende con ansia montar un imperio- a cuántos niños tenga que obligar a trabajar, o que Rajoy se pretenda enroscar en su silla en el Consejo de Ministros porque, oye, a ver con quién si no va a comentar los viernes las portadas del Marca. Pero una crueldad tan ilógica, tan estéril, sin obtener ningún beneficio… da que pensar.

            Me diréis (y con razón) que esta enfermera no se distingue mucho de los talibanes, los terroristas suicidas, los integrantes de las SS y demás extremistas que eran y son capaces de destruir el mundo con tal de ver sus absurdas ideas llegar a la cumbre. O me señalaréis que esa enfermera, en su ignorancia, creía estar haciendo el bien, y que puede que algún día le ocurra como a aquella madre anti-vacunas que acabó teniendo a varios hijos infectados de enfermedades casi olvidadas, y declaró que se sentía “profundamente engañada” (provocando un multitudinaria y unánime: “a buenas horas, mangas verdes”). En ese sentido, me advertiréis, no es nada nuevo. No obstante, llega un momento en que choca el poder y la penetración que están adquiriendo tales ideas, y también la abundancia y variedad de las mismas. Lo dicho, ya no sé a qué echarle la culpa: si a que somos muchos miles de millones de personas, si a que con los recortes en educación cada día estamos peor evolucionados, o si con la contaminación que hay en el planeta nuestros cerebros ya no pueden dar para más. No soy capaz de decidirme. De vez en cuando –he de confesar- me asaltan esas democráticas ideas en las que creo sinceramente acerca de que la decisión de un solo individuo es casi siempre mucho peor que la que toma la mayoría en su conjunto, pero las visiones que tenemos en el imaginario colectivo de las turbas medievales, y la manera en que hemos comprobado últimamente que poniendo voces interesadas y dinero a cualquier tontería ésta acaba por tener una nube de seguidores detrás (y sólo hay que ver ciertos tipos de prensa, o cómo manejaba Esperanza Aguirre las cuentas de su partido cuando llegaban las elecciones) me hacen perder la fe en la humanidad. La poca que todavía no hemos perdido.

            Algunos tipos de escritores y de lectores somos partidarios –al menos, en ocasiones- de los misterios  del tipo rompecabezas lógico: ésos donde una pista te lleva a otra y al final dilucidas un misterio donde todas las piezas acaban de encajar. Las novelas después de Agatha Christie, y la triste realidad de cada día, nos han enseñado que, durante la existencia cotidiana, la vida es por lo general bastante más aleatoria y carente de sentido: que a veces no es sólo que ninguno de los habitantes de la casa donde se ha perpetrado el crimen sea el asesino, sino que éste era un tipo que pasaba por allí, no tenía nada contra la víctima y, cuando le preguntas por qué ha cometido el crimen, te responde: “Era un domingo por la tarde, me aburría, y con algo lo tenía que llenar”. A veces te da la sensación de que en eso consiste el famoso “fin de la historia” en el que nada lleva a ninguna parte. En ocasiones tienes que abstraerte de este tipo de cosas para no pensar que éstas son en realidad lo que Hannah Arendt denominaba “la banalidad del mal”.