lunes, 25 de septiembre de 2017

El libro de septiembre: "I wish I'd made you angry earlier" ("Ojalá te hubiera enfadado antes"), de Max Perutz.


Max Perutz (1914-2002) fue un destacado investigador en el campo de la bioquímica. De hecho, fue -casi al unísono con uno de sus colaboradores- el primero que desentrañó la estructura molecular de una proteína compleja, la hemoglobina, cuya forma acabó resultando básica para entender su funcionamiento. Por otro lado, Max Perutz era un apasionado de la ciencia en todas sus áreas, y un entusiasta divulgador científico. En su laboratorio se juntaban físicos, químicos, expertos en biología molecular y genetistas, una productiva macedonia de científicos donde tuvieron la oportunidad de juntarse entre otros Francis Crick y James Watson (sí, ese mismo Watson al que pusimos a parir aquí) para dedicarse a desentrañar la estructura del ADN. En un momento determinado, a Max Perutz le preguntaron cómo era posible que en su laboratorio se hubieran concentrado tantos genios juntos, y él respondió humildemente que había sitios más interesantes al respecto, como el París de los impresionistas y la Florencia del Renacimiento; pero lo cierto es que la primera mitad del siglo XX (a la cual se dedica buena parte del libro del que vamos a hablar) fue un tiempo fecundo y vibrante, en el que muchas disciplinas estaban naciendo o en su período de máximo florecimiento, donde los mayores descubrimientos estaban por lograr, a pesar de todas las dificultades (los que hemos trabajado en la ciencia actual solemos decir que nos hubiera gustado hallarnos esa época en que nadie se había dedicado a estudiar los grandes secretos del universo, aunque seguramente nos desesperaríamos ante las limitaciones técnicas), y determinadas ramas del conocimiento se hallaban tan interrelacionadas que podía producirse que un físico cambiara su área de estudio a la biología, o incluso creara una nueva rama, todo ello mezclado con múltiples motivaciones ideológicas, personales y que se cruzan con el devenir de la historia, como ocurre con los personajes del libro de Max Perutz, quien no se priva de revelar anecdóticos e íntimos detalles sobre la vida de los científicos sobre los que deposita su lupa, demostrando que los científicos no vienen sólo con un manual de laboratorio, sino acompañados de toda una vivencia personal. Y Max Perutz (quien conoció personalmente a muchos de los individuos de los que trata en su libro, participó en la creación de hoy poderosas instituciones científicas europeas y también quien, en la ceremonia de entrega de su Nobel, se encargó de explicarle la estructura del ADN a la reina de Inglaterra) quizás sea el autor más apropiado para traer este hecho a colación.

El libro (titulado así por la expresión que le soltó uno de sus jefes cuando Max Perutz le confesó que había realizado un descubrimiento después de cabrearse por no haberse percatado de un detalle antes) es una recopilación de ensayos escritos por Max Perutz en diversas revistas divulgativas alrededor de la ciencia y los científicos, algunos de ellos escritos como reseñas de biografías o de libros que tratan en profundidad sobre estos temas, en muchos casos citando de primera mano las impresiones de los protagonistas. Dichos textos originales tienen todas las orientaciones posibles, desde la autobiografía de Jacob donde traza un paralelismo entre su evolución personal y la de su Francia natal a través de las vicisitudes del siglo XX, hasta una crítica biografía contra Pasteur que Perutz (que no se corta en expresar sus reflexiones personales, con algunas de las cuales estaremos más de acuerdo que con otras) rebate para restablecer el prestigio del químico francés. A lo largo de estos textos, la figura clásica del científico se desvanece para dar cabida a variopintos individuos con una amplia diversidad de caracteres y acontecimientos vitales: desde el religioso y conservador Avery, que a pesar de todo lideró una revolución científica, hasta los sacrificios que tuvo que realizar el descubridor del método de transmisión de la malaria -diseccionando insectos en la India sin aire acondicionado para no dañar sus órganos, e investigando la malaria aviar cuando le restringieron el acceso a pacientes humanos-, pasando por el "Gran Sabio" Bernal, el maestro de Perutz, cuyo interés por la ciencia era motivado entre otras cosas por su adhesión a las ideas comunistas, o Fritz Haber, el inventor de un fertilizante el cual no tuvo reparos en que se empleara para la guerra química durante la Primera Guerra Mundial, para observar cómo en la Segunda su propio país le rechazaba por su condición de judío, y su familia era gaseada gracias a una maligna creación, inspirada en uno de sus insecticidas. A lo largo del libro, se nos desgranan las personalidades y cuitas de individuos tan destacados como Max Planck, Werner Heisenberg o Linus Pauling, muchos de ellos con vidas de novela, y tan rocambolescas como sus descubrimientos científicos, siendo sorprendente la cantidad de grandes logros que tuvieron lugar a partir de experimentos fallidos o interpretaciones erróneas (algunas de las cuales recibieron incluso hasta premios Nóbeles). Quizá el capítulo que uno espera más jugoso, en el que habla acerca de sus estudiantes Watson y Crick, resulta uno de aquellos en los que menos entra, aunque tampoco se recata en desvelar intimidades o contrastar declaraciones de sus antiguos colaboradores -por otro lado, apenas le dedica un par de líneas Rosalin Franklin, y eso que tiene varios capítulos dedicados a mujeres investigadoras-. Entre los muchos obstáculos en el camino de los científicos, hay uno que destaca, por supuesto, por encima de los demás: la guerra, y en concreto la Segunda Guerra Mundial. Interfirió carreras, las cambió de rumbo, llevó a científicos a colaborar con el ejército, puso en graves dudas morales a aquellos pacifistas que se vieron obligados a trabajar para la Alemania nazi -aunque otros no tuvieron reparo en hacerlo-, mientras que los individuos que habían nacido en países fascistas y vivían en naciones aliadas (como el propio Max Perutz, de origen austríaco, quien fue internado en campos de concentración en Reino Unido y Canadá debido a su condición) se vieron entre la espada del temor a que triunfaran los regímenes de Hitler y Mussolini, y la pared de sus países de acogida, que los consideraban poco menos que potenciales espías. Interesantes relatos acerca de la carrera por la bomba nuclear, así como el arrepentimiento de muchos que fueron indispensables para su creación, se nos muestran la vez que se despliegan un buen número no sólo de premios Nóbeles, sino de científicos que se lo merecieron aunque no lo obtuvieran, o de genios inspiradores que no culminaron en ningún gran descubrimiento concreto pero fertilizaron con buenas ideas tantas mentes ajenas, que varios campos de la ciencia les guardan un inmenso reconocimiento. El libro de Perutz fue un éxito editorial cuando se publicó, y posteriormente se realizó una ampliación que incluía nueve ensayos adicionales -incluyendo una semblanza de los primeros años del genial Oliver Sacks- y una reseña biográfica sobre Perutz, fallecido poco tiempo antes. Subtitulado "Ensayos sobre la ciencia, los científicos, y la humanidad", lo cierto es que el libro hace un buen repaso a cómo funciona el mundo de la ciencia, las motivaciones humanas, la filosofía de la ciencia y los derechos humanos, y también del mundo en general el período de guerra -incluyendo la narración de los días iniciales de Churchill como Primer Ministro- y guerra fría que les tocó vivir a tantos individuos en aquella época, contado desde un punto de vista que en general compartimos, aunque en algunos casos da la sensación de que la subjetividad de Perutz -a pesar de su amplitud de miras, y su intención de mantenerse estricto al dogma científico de "me creeré lo que me digan las pruebas"- le marca demasiado ciertas conclusiones. Consideraciones aparte, es un libro muy instructivo y ameno de leer, salvo por un problema, y es que no parece (o al menos yo no lo he encontrado) que se halle traducido al castellano. Aún así, espero que los angloparlantes aprendan de él, y en todo caso presionemos para que lo traduzcan cuanto antes.

lunes, 18 de septiembre de 2017

La historia corta de septiembre: Variación sobre una variación de Pinocho

Un viejo carpintero se lamentaba de no tener hijos. Un día, creó un muñeco de madera, al que trataba como si fuera su propio hijo. Los vecinos le creían completamente chalado. Así hasta que, repentinamente, el muñeco cobró vida. A partir de entonces, Geppetto dejó de comportarse ante el resto del mundo como si creyera que su hijo estaba vivo: justamente en este momento, no podía permitirse que le tomaran por loco y le encerraran.

El viejo Geppetto mantuvo en secreto la existencia de Pinocho durante muchos años, los más felices de su vida. Hasta que, entonces, hubo una tremenda inundación. La riada se llevó por delante la casa de Geppetto, y también todo lo que albergaba en su interior. Desesperado, Geppeto vagó por las ruinas del pueblo gritando el nombre de su hijo, pero no le respondió nadie. Los vecinos ni siquiera le ayudaron. Pensaron para sus adentros: "Pobre, ¡la riada le ha hecho enloquecer otra vez!".

Desolado, sin nada a lo que aferrarse, Geppetto lo abandonó todo, y decidió construir una nueva casa en un lugar retirado, junto al único tronco, aún partido, que parecía haber resistido el empuje de la riada. Con el tiempo, el árbol creció y sus ramas y hojas se entrecruzaron de manera orgánica con las estructuras que Geppetto iba construyendo, de tal manera que parecía que el viejo carpintero -que ahora se negaba a serrar madera alguna-, en lugar de construir su casa junto al árbol, vivía debajo del mismo.

Y fue así hasta que un día, cuando las hojas se habían convertido en techo, las raíces en muebles, las ramas en oportunos percheros, cuando Geppetto percibió, entre las formas del árbol, en el mismo tronco, en su núcleo más interior, unos agujeros muy parecidos a unos ojos y una boca, y una rama que tenía toda la apariencia de una larga y mentirosa nariz.
-Padre -escuchó decir al árbol-, ¿me cuentas sobre aquella vez en que yo era un muñeco de madera?
Los vecinos ya creían desde hace mucho que Geppetto había perdido la cabeza, pero a partir de aquel día, no le importó.

Este relato corto es una variación de un texto del libro de Orson Scott Card, "Ender el Xenocida", que a su vez en una variación del inmortal texto de Collodi, "Las aventuras de Pinocho".

lunes, 11 de septiembre de 2017

El relato de septiembre: "En el armario"

En el armario

La puerta se abre y entra la pareja, precipitada. Ella arroja las llaves descuidada sobre un taquillón, las zapatillas al aire, y a él le coge por la corbata y le lleva directamente al dormitorio. Él se deja llevar. No es para nada su tipo de chica: pero supone que es porque hace tiempo que no encuentra a su tipo de chica por lo que se ha decidido a buscarla por Internet. Ella es bajita, no muy guapa, quizás un poquito entradita en carnes pero desde luego eso no le resta sensualidad. Y desde luego, es muy lanzada. En muy poco tiempo, están en la cama. Al chico le gusta ver sus braguitas de color blanco con puntillitas, que caen en seguida para enseñarme unos glúteos duros como melocotones, y le encanta más todavía ver cómo ella oculta su cabeza bajo los brazos mientras suelta gemiditos conforme las caderas de él se aproximan y se alejan rítmicamente, una y otra vez. Quizás le resulta muy hortera esa camiseta rosa, esa horquillita rosa de Hello Kitty, incluso el tatuaje justo al final de la espalda, aunque le da un punto algo desvergonzado, le entusiasmaría bastante más si tuviera un motivo distinto. Desde luego, lo que más le horroriza es la habitación: llena de cojines rosas, pósters de grupos quinceañeros que podrían haber tenido niñas de quince a cuarenta años, y con estrellitas doradas y dibujitos de anime japonés con falditas muy cortas por todas partes. Tal vez le disgusta que la conversación en el restaurante haya sido entretenida, que se haya pasado más de la mitad del tiempo pegada al whattsapp, que durante la cena haya mostrado atisbos de ser superficial, voluble y algo egoísta, o que lo más parecido que ha podido encontrar en ella a una aproximación artística es que en la servilleta dibuje una carita sonriente. Pero el chico decide obviar el detalle sobre las dotes intelectuales de la chica (y también que sea la reina de las mascotas: hay mirándole, con cara pasmada, un perro, un gato, un periquito en su jaula, y hasta una serpiente dentro de su terrario) conforme descarga en el interior de ella y ambos se funden en un fuerte aullido. Las sábanas de un color fucsia chillón se hacen receptoras del orgasmo…
                Luego, por la noche, el chico no puede (ahora puedo confesarlo, era yo), no puedo dormir. Las estrellitas fosforescentes del techo brillando dentro del cuarto, y el siseo continuo de la serpiente en el terrario, me ponen nervioso. Me levanto e intento llegar a tientas hasta el baño para beber algo. Abro una puerta esperando encontrar el pasillo, el baño, o bien un armario. Lo que no esperaba era ver esto: una especie de ser espectral, salido del más indomable de los infiernos, con una especie de hábito desarrapado que oculta el rostro de muerto y los ojos de un rojo luminoso, el cual porta un cuchillo que degüella sin piedad a un niño de rizos rubios. Una ráfaga de viento cierra la puerta de golpe.
                Pestañeo un par de veces. Abro de nuevo la puerta del armario. Me tropecé con la misma escena, pero esta vez, la figura fantasmal sujetaba la cabeza del niño por los cabellos, y la sangre se deslizaba desde su cuello hasta el resto del cadáver, que ahora se hallaba caído como un muñeco descabezado por un niño particularmente cruel.
                Lo que ocurrió a continuación me resultó algo difícil de explicar posteriormente, a mí mismo y a todos los demás. Mi defensa más común suele ser que, cuando el inconsciente no quiere ver, éste simplemente se niega a aceptar las cosas. Por eso, el chico cerré el armario, hice como si nada hubiera ocurrido, y me fui a la cama.
                Al día siguiente, procuré escaparme antes de que llegara la hora del despertador y la del desayuno, sin despedirme tan siquiera de la chica. Una vez en la oficina, no pensaba en volver a llamarla: el sexo había sido placentero pero la chica no me caía demasiado bien, y el olor de la serpiente me había producido ensoñaciones raras. Pero no empecé a recapacitar del todo sobre lo que había ocurrido hasta que no escuché lo que decían algunos de mis compañeros.
                -Qué barbaridad. Y el tío no para.
                -¿Cómo sabes que es un tío?
                -Una mujer no sería capaz de hacer esa salvajada.
                -¿De qué estáis hablando?-alcé la vista hacia los que estaban hablando.
                Los otros me miraron como si acabara de salir de Marte.
                -¿No te has enterado? Un psicópata que hay por ahí suelto. Se dedica a matar a niños. El último, un angelito rubio de ojos azules. Ha aparecido esta mañana en mitad de la ciudad con la cabeza cortada. Un auténtico horror.
                Tuve entonces un flash sobre lo que había visto en aquel armario. Yo no había oído hablar de aquella noticia; ni mucho menos podía haber sabido quién era la víctima de esta noche. Pero la simple posibilidad de que lo que había visto en aquel armario tuviera una parte de verdad… resultaba inconcebible.
                Tanto, sin embargo, que no tuve más remedio que quedar con la chica otra vez.
                -No, sí, siento haberme marchado sin decir nada ni mandar ningún mensaje… Sí, pero lo de anoche me encantó. ¿Podemos quedar otra vez?
                De nuevo cena. De nuevo preguntas para seguir conociéndonos, aunque en este caso me importan menos que la noche de antes. Ahora toca hablar de clase de cuestiones. La cuestión es ver cómo las abordo.
                -Bonitas mascotas –digo con el objetivo de entrar por ese lado-. ¿Cómo es que te dio por tener una serpiente?
                -Oh, la escogió Micifuz. Micifuz es mi gato, ¿te lo he dicho? Se quedó mirando a Kaa cuando la llevé conmigo a la tienda de mascotas. Todos mis animales escogen al siguiente que entra. Toby fuera el primero, estuvo ladrando de manera continua hasta que escogimos a Micifuz. Y luego está Mr. Perkins… Tiene un canto precioso. Suena como ese tonito del móvil, espera, te lo busco…
                Esa noche follamos de nuevo, y puede que el que yo me encontrara algo distraído contribuyera a agotarnos, y especialmente a agotar a (¿María? Debería avergonzarme de no recordarla, pero la verdad es que la chica no me dejó mucha huella), que durmió como un tronco toda la noche. Tras dejar pasar un tiempo prudencial, me levanté con mucho cuidado y me incorporé para acercarme al armario. Pero antes de eso, casi me da un ataque al corazón cuando, nada más depositar ambos pies sobre el suelo, me apercibo de que el gato me está mirando fijamente. Trato de obviarlo pero, al dar el primer paso, me doy cuenta de que el periquito y la serpiente han vuelto la vista hacia mí. Algo escamado, sigo caminando y me encuentro con que el perro se ha parado delante de la puerta y me gruñe, enseñándome los dientes. Valorando mis opciones y la posibilidad de que mi pierna acabe sangrando de una dentellada, escucho un sonido incrédulo desde encima de la cama:
                -¿Qué demonios haces allí?-me pregunta María (llamémosla así), frunciendo el ceño.
                -Pues… eh… cómo explicártelo. ¿Podrías ver lo que hay en este armario?
                La chica, a regañadientes, se levantó. Abrió el armario de golpe, y allí no había nada, ni fondos de otra dimensión ni figuras cadavéricas, salvo que se considere así a trencas, bolsos y blusas. Irritada, la chica se dio la vuelta mientras giraba de manera brusca la puerta. Sin embargo, cuando ella no miraba, el armario volvió a mostrar la misma figura estremecedora que yo me había encontrado la noche anterior, aunque estaba vez, agarrando de los cabellos a una mujer aterrada, cuyas súplicas no servían para evitar que un largo cuchillo seccionara su cabeza. Ajena a todo esto, María me cogió de la mano y me llevó hasta la cama, mientras yo continuaba contemplando cómo la puerta del armario se cerraba de golpe y ya no podía ver más.
                Como os podéis figurar, esa noche no pegué ojo. Al día siguiente, cuando los sensacionalistas periódicos publicaron una descripción de la última chica asesinada que coincidía con mi última visión, traté de consultarle a unos cuantos amigos. Por supuesto, no les dije que nada de esto fuera real, sino que lo atribuí a un sueño:
                -¿Pero tú qué clase de fantasías tienes, degenerado?-se burló uno de mis compañeros.
                -A mí me recuerda un poco al cuento de “El Aleph” de Borges.
                -¿Qué es eso?-preguntó otro, pasmado.
                -Yo creo que definitivamente deberías dejar de beber antes de dormir.
                El caso es que lo estuve pensando en profundidad y, tras consultar toda clase de literatura que anteriormente hubiera descartado por ilógica y farsante, quizás aquello tuviera más visos de ser real de lo que imaginaba. Al fin y al cabo, los físicos planteaban que había cientos de universos entrecruzándose; los asesinatos que estaban teniendo lugar en aquellos días desafiaban las pistas de la policía; y si Borges era capaz de encontrarse una especie de ente superdimensional que le mostraba todos los lugares del universo, abandonado en mitad de un sótano viejo, bien pudiera ocurrir que una criatura macabra, de ésas que sólo pueden subsistir en condiciones muy concretas de interfase entre los mundos, hubiera encontrado su hueco ideal en el armario de una chica con no demasiadas luces para percibirlo, a la que hubiera inducido a rodearse de una serie de animales que pudieran servirle de ojos, oídos, garras y hasta colmillos. La cosa tenía cierto sentido. La pregunta era lo que iba a hacer yo a continuación.
                Y de hecho, seguía pensando en ello, mientras cenaba con otra chica con la que había quedado por Internet. La verdad es que tenía razones de sobra para fijarme en esa muchacha: había venido con unas medias oscuras que dejaban traslucir unas estupendas piernas, y llevaba una de esas gafas redondas gigantes tipo azafata del “1,2,3” que de alguna manera destacaban más todavía su escote. Pero yo sólo podía darle vueltas a qué podía hacer acerca de aquel armario.
                -Pues de hecho estaba pensando en tomarme unas vacaciones muy largas este año –decía ella, entre plato y plato-. Perú, Buenos Aires, Tierra de Fuego…
                Yo, sin embargo, en lugar de tratar de quedar como un intrépido explorador o un versado experto en geografía internacional, sólo tenía grabada a fuego en la cabeza los detalles que los investigadores habían podido averiguar acerca de las muertes. Decían que era probable que las víctimas desaparecieran alrededor de las once de la noche, y murieran una hora después. Aquel intervalo horario coincidía con las imágenes que yo había contemplado y pensaba que, tal vez, si actuaba a tiempo, sería capaz de evitarlo. ¿Pero haciendo exactamente qué?
                Mi acompañante seguramente pensaba que le estaba ignorando, y por eso quizás se quitó las gafas, alzó más todavía el pecho para desplegarme sus encantos y me dijo:
                -O tal vez pensaba en que nos lo hiciéramos en el cuarto de baño del restaurante, vamos, por proponer planes.
                Yo no recuerdo exactamente qué contesté mientras ojeaba el reloj del restaurante y calculaba distancias y horas, pero creo que farfullé un titubeante:
                -Eh… eh… sí, lo que tú quieras. Oye, ¿podemos pedir la cuenta?, es que me tengo que marchar pronto a casa.
                Pero de todo esto me daría cuenta después, cuando ya era demasiado tarde y discutía aquello con gente que, lo mismo que yo, tampoco podía hacer demasiado acerca de lo que ya sabíamos. En aquel momento sólo recuerdo haber estado reflexionando con ímpetu, a lo largo del camino en el metro y mientras caminaba por la calle, cómo se debía atacar a un espectro para neutralizar su ataque. Qué era lo que debía hacer.
                -¡Tú! Pero, ¿qué haces aquí? –me preguntó María al abrir la puerta, intrigada.
                -No te puedo explicar, tengo que ver una cosa –penetré en el interior de su casa sin pedir permiso, y me dirigí con rapidez al armario. Tuve que sortear al perro y al gato, que se abalanzaron sobre mí, pero yo ya había previsto eso, y llevaba un bastón para reducirlos e introducirlos en la primera habitación que pude. Me previne contra la serpiente asegurando con un candado el terrario, y hasta tapé la jaula del periquito con una sábana para que no me pudiera ver. Abrí el armario: el espectro se encontraba en su máxima expresión, brillando iridiscentemente mientras amenazaba con una guadaña a un chico joven que se hallaba inerme bajo su control. Reaccioné con rapidez: con ayuda del bastón, y volviendo contra el espectro su propia fuerza, conseguí desarmarle y clavar su cabeza bajo mi bota, sometiéndole a mi dominio. Me sentía muy orgulloso cuando en ese momento llegó la chica indignada.
                -Pero bueno, ¿qué le has hecho a mis mascotas?¿Y con qué derecho…?
                -¿No ves lo que hay aquí?-le señalé al espectro y al chico asustado, como un héroe de película-. ¿No te habías percatado?
                Entonces la chica, enervada y a la vez colérica, expresó:
                -Oh, maldito idiota… ¿Qué te creías, que yo iba a ser la única que no lo iba a saber?
                Entonces, para mi sorpresa, sus ojos enrojecieron, y de su lengua apareció un tentáculo enorme que me envolvió por completo y rompió en varias partes todos mis huesos. Me miraba condescendiente mientras aumentaba de tamaño y me decía:
                -Eso te enseñará a no menospreciar a tus parejas.

                Cuando luego discutía con mis amigos en el Más Allá, lo tuve que reconocer: en ese momento en que me partía el cuello de un férreo chasquido, la verdad, era el primero en el que la chica empezaba a caerme bien.

lunes, 4 de septiembre de 2017

La historia real de septiembre. Madrileños ilustres: Ruy González de Clavijo. Viaje a Samarkanda

Para que no echéis de menos el verano, hoy os llevaremos a una lejana ciudad.

El personaje de José Coronado dice, casi al principio de "El hombre de las mil caras", algo así como: "Yo fui piloto en la época en que un avión era un avión, no un autobús". Hubo una era, incluso, en que el acto de viajar era una cuestión de vida o muerte. Una vida que dedicarle, o una vida para entregar. Se tardaban años en llegar a destino (momento para el cual puede que tu misión hubiera dejado de tener sentido), y no era raro que mil y un azares impidieran que llegaras a contemplar el final del trayecto. En esas circunstancias, fueron pocos los hombres que se atrevieron a llegar tan lejos, hasta lo que se consideraba poco menos que los confines del mundo. Unos cuantos españoles, sin embargo, pudieron contarse entre los que inscribieron sus nombres como conectores de muy alejados lugares del planeta. Ruy González de Clavijo no es tan conocido como Marco Polo, pero poco puede desmerecerse a un hombre que consiguió que, hoy día, haya un barrio llamado "Madrid" en la ciudad de Samarcanda, hoy oficialmente parte del país de Uzbekistán.

Ruy González de Clavijo, un paisano.

La historia comienza con Enrique III de Castilla, de la familia de los Trastámara, entre cuyos descendientes se hayan entre otros Isabel la Católica. Enrique III era un rey que procuró estar a buenas con los reinos que le rodeaban, salvo con los musulmanes, con los que el enfrentamiento venía por parte de la religión. Por otra parte, era un hombre intrigado por lo que ocurría fuera de sus fronteras, aunque no tuviera la menor oportunidad de intervenir en el desarrollo de los acontecimientos. Quizás por eso, o porque eran musulmanes, Enrique III veía con particular peligro la actitud del sultán turco Bayaceto, dueño y señor del imperio romano. Un día, al rey castellano le llegan difusas noticias sobre que un tal Tarmerlán ha conseguido derrotar a Bayaceto. Sin duda pensando aquello de "el enemigo de mi enemigo es mi amigo", decide que, a pesar de hallarse el reino de Tamerlán y el suyo propio a miles de kilómetros de distancia, quizás sería útil establecer una alianza contra la gran amenaza de la cristiandad. Por ello, envía una expedición al mando de Pelayo de Sotomayor y Fernando de Palazuelo en dirección a la capital del reino de Tamerlán: la mítica y exótica Samarkanda.

Aquí Tamerlán, aquí unos amigos

Aclaremos un poco quién era Tamerlán, Tarmorlán, o cualquiera de los muchos nombres con el que pasó a la Historia. La misma forma de nombrar su imperio es confusa: aparte de "timúrida", en referencia a Tamerlán mismo, algunos le denominan tártaro, otros mogol, para aumentar al confusión incluso turco-mongol. Por simplificar, diremos que Tarmerlán procedía de aquellas tribus de jinetes que crecieron en las vastas estepas de Asia Central, acostumbradas a montar a caballo con la misma facilidad que a caminar, y dispuestas a lanzarse a la rapiña en cuando tienen la más mínima ocasión, pero que en pocas ocasiones han tenido la posibilidad de levantar imperios, y cuando lo han hecho, han sido relativamente efímeros. Gengis Khan fue capaz de unificarlas en Mongolia y se alzó con el mayor imperio terrestre que el mundo había conocido. Tarmerlán partía de esta tradición y consiguió también una amplia cohesión , pero no era descendiente directo de Gengis Khan, y por ello las tribus nunca le reconocieron con el mismo rango; sin embargo, fue capaz de formar una estrategia de alianzas personales y matrimoniales que le acercó a convertirse a lo más parecido a un sucesor espiritual del Gran Khan, a lo cual contribuyó la generación de un vasto imperio bajo el que cayeron, a sangre y fuego, capitales tan significativas como Bagdag, Damasco, Kabul o Delhi (sus descendientes gobernaron buena parte del norte de la India hasta la llegada de los ingleses). Aunque Tarmerlán procenía de una tribu nómada, fue capaz de gobernar un imperio culturalmente heterogéneo y mostrarse como un gobernante prudente: fue el islam su religión, y estableció su capital en Samarcanda, una ciudad ya de por sí milenaria (Amin Maalouf tiene un bello libro con este nombre, ambientado en la época en que estuvo bajo el dominio de los árabes), la cual embelleció más todavía, convirtiéndose en el eje central de muchos sueños. Cuando los embajadores de Enrique de Castilla llegaron, lo hicieron justo a tiempo de ver como Tamerlán derrotaba al sultán Bayaceto y lograba incluso hacerle prisionero. El soberano tártaro acogió a los españoles, les dispensó bellas palabras, una amable carta que debían entregar a Enrique III, y les envió de vuelta a casa con un embajador mogol, y también un par de damas cristianas rescatadas de manos de los turcos -una de ellas, griega, acaba como dama de corte en Castilla-. El rey Enrique estaba entusiasmado, y por ello no dudó en enviar una segunda expedición que acompañara de vuelta al embajador mogol y reforzara los lazos iniciados en la primera aproximación. Esta vez, el viaje se hallará a cargo de su ayudante personal ("camarero" era el grado oficial que tenía asignado), el madrileño Ruy González de Clavijo. De él sabemos poco muy: que era de edad madura, que estaba casado, y que partió junto con un hombre de armas -guardia del rey-, un fraile (especialista en asuntos del espíritu) y otros catorce hombres, con el propósito de obsequiarle a Tarmerlán con regalos que incluían telas de color escarlata, tazas y objetos variados de plata, y valiosos halcones de caza, todo ello para convencer al soberano de certificar de manera definitiva una alianza junto con Castilla que hiciera frente al dominio turco. Partió en mayo de 1403 desde Sanlúcar de Barrameda. Poniendo inicio al viaje por el que se le recordaría, había sellado su destino.

7000 kilómetros (hoy se necesitan 12 horas para recorrerlo en avión, 84 en coche sin contar las barreras humanas y terrestres) que a González de Clavijo, ida y vuelta, le costarían tres años. Málaga, Ibiza, Mallorca, Córcega, Cerdeña, Mesina, Roma, Rodas, Quíos, el monte Athos, Constantinopla, estancia de invierno en Pera (actual Beyoglu); luego el Mar Negro, Trebisonda (donde aún resuenan los ecos de Jasón y Los Argonautas), Armenia, Turquía, Irak, Irán (pasando por Teherán) y finalmente Samarcanda. En su "Embajada a Tamorlán" (crónica escrita, según los especialistas, en su mayor parte por González de Clavijo, aunque pudieron haber contribuido el religioso que formaba parte de la expedición, así como el embajador mogol que les acompañaba, y algunas otras manos auxiliares), los embajadores describen la magnificencia de esta urbe cosmopolita, donde se había concentrado lo más granado del imperio timúrida, y ya se habían construido algunos de los monumentos de aquel período que todavía pueden admirarse en la urbe. Un Tamerlán septuagenario les recibe con los brazos abiertos; agradece los regalos, llama afectuosamente a Enrique III de Castilla "su hijo", y les agasaja durante los dos meses y medio de su estancia con continuas fiestas en las que abundan toda clase de placeres, desde los carnales a los etílicos (las crónicas por lo visto nos aclaran que González de Clavijo no disfrutó de estos últimos, pues era abstemio, pero no he leído nada acerca de los primeros -imaginad aquí mi sonrisa maliciosa-). En todo caso, los embajadores no reciben la respuesta que desean: Tamerlán, más ocupado con los preparativos de su futura invasión a China, marea la perdiz y no les dice nada sobre la asociación con el reino castellano, que probablemente no sería capaz de localizar en un mapa sin ayuda de sus astrónomos, y cuya promesa de ayuda mutua le interesa poco o más bien nada. Pero se muestra diplomático y procura entretener a los embajadores hasta que éstos, hartos de esperar, emprenden la vuelta a casa. En el camino de regreso, se enteran de que un Tamerlán ya enfermo cuando le conocieron ha fallecido al poco tiempo de iniciar la incursión a China. Los castellanos, cansados de tanto trasiego, retornan al fin a casa.

Con la muerte de Tamerlán, desaparecieron las escasas posibilidades de aquella alianza improbable entre dos naciones situadas a una distancia inabarcable para la época. Sin embargo, lo más valioso de aquella embajada no fueron ni la política ni los regalos, sino aquella "Crónica de Tamorlán" que González de Clavijo y colaboradores escribieron a su vuelta, y constituyó un testimonio fidedigno de la vida cotidiana en el imperio de Tarmerlán y las ciudades de paso que fueron visitando. Se reconoce como una de las piezas más interesantes de la literatura medieval, y se la compara a menudo con "El Libro de las Maravillas" de Marco Polo. González de Clavijo fue recompensado con el título de chambelán; vivió primero en Alcalá y más tarde en Madrid -en concreto en la Plaza de la Paja-, y su tumba se encuentra en la (por otro lado, interesantísima por muchos motivos) iglesia de San Francisco el Grande. Tamerlán le puso, en su honor, el nombre de Madrid a una pequeña ciudad que luego absorbió la creciente Samarcanda (ahora forma un barrio de la ciudad), que por otra parte tiene desde el 2004 una calle dedicada a González de Clavijo, en un momento en que la capital de España y Uzbekistán quisieron rememorar ese efímero instante de la historia que les hermanó. Uzbekistán tiene aspectos terribles: se trata de una dictadura encubierta, y durante años se ha definido como un estado criminal (con miles de niños trabajando en condiciones de esclavitud para el gobierno, al más puro estilo de "Indiana Jones y el Templo Maldito"), aunque eso no ha supuesto un obstáculo para que el país haga buenas migas con numerosas estructuras occidentales, incluyendo el equipo del FC Barcelona cuando estaba bajo el mando de Joan Laporta. Sin embargo, el evocador nombre de Samarcanda, y el papel que jugó allí un madrileño hace ya siete siglos, son un motivo para sonreír al recordarlo. Quizás en para algún uzbeco, respecto a España, pase lo mismo.