lunes, 21 de junio de 2021

El relato de junio: "La batalla final"

 La batalla final

 

               Los dos, ella y él, vestían ropas ninjas; uno de blanco, otra de negro; los dos de pie, muy rígidos, hasta que sacaron las espadas. Se hallaban en el salón.

               Comenzó la lucha sin cuartel.

               Estocadas rápidas, precisas, aunque terminaban todas su destino fútil en el acero del otro. Movimientos tan rápidos como sinuosos, apenas perceptibles, imposibles de captar del todo hasta que no se habían producido. En un momento determinado, uno ejecutó un arco con la katana a media altura para segarle las piernas, pero el contrario casi voló para evitar el fatal desenlace. El salto en el aire llevó al oponente a otro sitio; su enemigo le siguió.

               Ahora estaban en el pasillo.

               En esta ocasión, ambos se hallaban montados sobre un caballo; blanco uno, azabache el opuesto. Cargados de armaduras medievales, lanza en ristre, con las monturas bufando, dispuestas a pelear con más brío aún que sus jinetes. Los cascos removieron el suelo antes de romper a cabalgar como si les llevaran diez mil demonios. Los guerreros se aproximaron. Las lanzas rompieron contra los escudos con estrépito. Del impulso del choque, ambos salieron desplazados hacia la abertura contigua que se presentaba a un costado.

               Ahora se encontraban en el baño.

               En mitad del verde de la losetas, en contraste con el azul de las cortinas y el blanco virginal de la loza, ahora llevaban kimonos orientales. Muy a lo “Bola de dragón”; hasta lucían el mismo color ridículamente teñido del pelo. Ambos concentraron las manos para formar sendas islas de energía.              

               -¡Kame-kame-ha…!
               Las dos bolas blancas impactaron entre sí.

               Ahora, de repente, sin concesión, habían aparecido en la cocina. Ambos vestían unas gruesas corazas a la altura del pecho, como unos exagerados personajes de dibujos animados con mucho más tronco que piernas. Las espadas eran futuristas, con un filo en corte de sierra y el otro a la manera de alfanje. Ni un instante de tregua se concedieron: comenzaron el duelo y, ya desde el primer momento, obtuvieron dos tajos respectivos que penetraron hasta el tuétano. Pero no por ello cesaron de lidiar. De hecho, sólo se detuvieron un par de segundos porque las armas se enredaron entre sí, como dos serpientes que mueren, durante su enfrentamiento, ahogadas. A los dos les costaba respirar.

               En esa situación, así como estaban, heridos, sudorosos, con las espadas pugnando por escapar del freno que suponía el arma enemiga, amenazando de manera inminente con clavarse sobre la carne, amputar miembros y acabar con toda existencia en medio de un baño de sangre, se miraron a los ojos…

               Un par de segundos después, estaban en una sala vacía, de pie, enfundados en ropas normales. Mucho más encogidos y pequeños, o al menos así lo parecían sin las armas, los escudos y demás zarandajas baratas. Se observaron casi de reojo, con la cabeza gacha, avergonzados. Ella sugirió:

               -¿Nos sentamos en la cama?

               Él asintió. Ambos se juntaron en ese mueble que, un parpadeo antes, ni siquiera se hallaba presente en la habitación. Que había surgido como de la nada.

               -Tenemos problemas, ¿verdad?-enunció con voz queda él.

               Ella movió la cabeza. Como si asumiera una verdad dolorosa, ya hace tiempo aceptada pero que, a pesar de todo, hasta muy poco antes no había querido reconocer.

               -¿Y qué podemos hacer para arreglarlo?

               Preguntó uno. Nunca se supo, de entre los dos, quién.

               -Me ha faltado ser más comprensivo -admitió él-. Me ha faltado sentir tu dolor. En vez de enfadarme, debería haberme dado cuenta de que, lo que hacías, era a causa de que tenías problemas. Y que no se ganaba nada al reprochártelo, sino que debería haberte echado una mano.

               Tragó saliva. Le costaba mucho hablar.

               -Pero quiero ser positivo. Quiero ser como tú. Quiero pensar que todo va a salir bien, a pesar de que no haya ningún motivo, y transmitirte ese optimismo, aunque sea un poco idiota, como tú me lo infundiste a mí cuando yo lo necesitaba. Yo también quiero ser ese apoyo, como tú lo fuiste conmigo cuando a mí me hacía falta. Por eso es por lo que te quiero preguntar qué es lo que quieres que haga; a qué puedo contribuir para que estés bien.

               Ella apretaba mucho los labios. Se sentía al borde de las lágrimas.

               -Sólo quiero que estés junto a mí y me sostengas… -balbuceó-. Solamente necesito que me escuches; no hace falta que busques ninguna solución…

               Él la cogió de la mano.

               -Pero, cariño, si tenemos problemas, alguna cosa tendremos que hacer para remediarlos, ¿no es cierto? Porque, con quedarnos parados, no se va a arreglar nada, ¿verdad? Aunque sea más cómodo.

               Ella suspiró:

               -Sí. Es más cómodo.

               Pero, de alguna manera, le daba la razón y lo corroboraba.

               -Anda, ven conmigo -digo él, levantándose y acercándose a la mesa, que también parecía haber salido de ningún sitio, junto a dos sillas. Él se sentó y, de manera mágica, portaba en su mano un papel y un lápiz-. Vamos a trazar un plan.

               Luego, cuando ella se sentó, él se dio cuenta de que algo fallaba y le cedió el lápiz:

               -Venga. Empieza tú. Quiero que lleves la voz cantante.

               Y ambos empezaron a dibujar. Quizás algo no precioso, quizás no hermoso, porque trataba de dolor y de amor y pena, pero algo que les permitiera sobrevivir y soñar.

lunes, 7 de junio de 2021

El libro y la historia real de junio: "El baile de las locas", y la histeria femenina en el siglo XIX

El libro "El baile de las locas", de Victoria Mas, ha sido una de las sensaciones editoriales de los últimos tiempos. La autora nos emplaza a ubicarnos en el París del siglo XIX, en el famoso hospital para enfermedades mentales de la Salpêtrière, donde los investigadores Charcot, Gilles La Tourette y Babinski entre otros investigan la histeria femenina, y van adquriendo fama conforme se incrementa también la de sus pacientes. El libro se focaliza en un acontecimiento que tenía lugar de manera anual en el centro, el llamado "baile de las locas", un evento de gala en el que los aristócratas e intelectuales de París tenían la oportunidad interaccionar y departir -durante una mascarada- con las internas del sanatorio, en lo que constituía un espectáculo más teatral que médico. A partir de allí, la escritora combina personajes reales con ficticios para contarnos su historia, centrada en las mujeres a las que les tocó morar allí.

Sin embargo, más que una historia de las pacientes de la Salpêtriére en particular, se trata de una reflexión sobre la condición de la mujer en aquella época en general, como quizás pueda apreciarse mejor en la figura del personaje de Genevieve, una enfermera que en un momento determinado es capaz de contemplar el paisaje a ambos lados del sistema. Sobre este aspecto se insiste a la hora de describir a algunas de las mujeres encerradas en este sanatorio, muchas de las cuales se hallan alí más debido a las convenciones de la sociedad que por un problema psiquiátrico reconocible; de hecho, algunas de las internas protagonistas confiesan que están mucho más a gusto dentro del hospital que en el inclemente mundo exterior. Es una novela donde, desde luego, se aprecia -aunque con matices- el concepto de sororidad "inventado" por Unamuno (tan en auge en los últimos tiempos). Incluso, es fácil captar cómo ciertos detalles de la maquetación ofrecida por Ediciones Salamandra tratan de enlazar con la cuarta ola feminista, ya sea por cuestión comercial o porque -sin duda alguna- éste es un libro en favor de los derechos de la mujer. Y, además, es un buen libro, el cual conjuga bien las distintas tramas entre sí y con el mensaje, aunque quizás haya un par de detalles que nos sacan un poco de la historia. El primero es que la autora introduce, como vehículo para la acción, un argumento de corte fantástico, el cual funciona muy bien a la hora de encauzar la narrativa, pero hace flaquear el propósito inicial y punto fuerte de la novela, que es precisamente su inspiración en hechos reales (en ocasiones, para ser sinceros, te da la sensación de que, si no aceptáramos la premisa sobrenatural de la novela, muchos de los acontecimientos los juzgaríamos de manera distinta).

El segundo punto es quizá más una apreciación personal, y entra en el motivo por el que he querido escribir este post. La novela introduce a personajes históricos reales, y esto es siempre un factor arriesgado, pues obliga a emitir juicios de valor sobre los mismos, y a pesar de que no dudo de que hay una buena labor de documentación histórica al respecto, lo cierto es que supone deslizarse sobre hielo muy fino. Sobre todo si tenemos en cuenta que la novela obvia un aspecto bastante esencial desde el punto de vista médico e histórico, y es la importancia que llegó a tener la histeria femenina en aquel tiempo. Para ello, tendremos que adentrarnos un poco en la historia.

¿Qué era la histeria? Se trataba un conjunto de manifestaciones clínicas que ocurrían en determinadas mujeres, por las cuales (entre un conjunto de síntomas muy variados) empezaban a adquirir unas posturas rígidas y antinaturales, con movimientos exagerados y bruscos de las extremidades, en apariencia en contra de su voluntad. El motivo por el que ocurría no estaba claro. De hecho, desde antiguo, y al darse exclusivamente en mujeres, se atribuía al útero femenino, el cual supuestamente se movía por varias zonas del cuerpo y tocaba los nervios, causando los síntomas (de ahí la denominación de la enfermedad, por "hystera", útero en griego). Durante el siglo XIX, y en los países occidentales, la enfermedad se hizo muy famosa, entre otras cosas porque Charcot, el médico a cargo de Salpêtrière, empezó a documentarla de manera fotográfica y a realizar sesiones semi-públicas en las cuales se manifestaban de forma dramática los síntomas. Hay que decir que a Charcot se le acusó (en ello incide la novela, y probablemente esté en lo cierto) de incitar las crisis histéricas y animar a sus pacientes a producirlas, bien porque clínicamente le resultaban muy atractivas, bien para ganar notoriedad como médico. Entre las pacientes que se hicieron famosas durante este período por sus arranques histéricos estuvo Augustine, una empleada doméstica que había sido violada a los trece años por el dueño de la casa donde trabajaba, que había ingresado en la Salpêtrière a los 15, y que mostraba actitudes, durante sus ataques, las cuales algunos comparaban con el éxtasis de las santas, aunque a los médicos les recordaran más a los fenómenos que sufrían los pacientes infectados por el tétanos.


Augustine, en una fotografía de la época.

Algunos libros insisten en esa teoría de que Charcot (quien fue uno de los primeros que clasificó a la histeria como entidad clínica independiente, separándola de otras afecciones como la epilepsia, y también quien introdujo la hipnosis como método de tratamiento) estaba instigando la histeria en vez de curarla. Estos autores defienden que, en el fondo, la histeria femenina era una invención de los médicos y de los estamentos dominantes, los cuales la utilizaban como excusa para mantener internadas a mujeres que resultaban molestas o que no encajaban en los estrechos cánones sociales de la época. El problema, sin embargo, hay que analizarlo desde más puntos de vista, porque resulta complejo. Aunque, como hemos dicho, la histeria se conoce desde los griegos -ya Platón, Hipócrates o Galeno hablan de ella- en el siglo XIX, en concreto en Europa Occidental y Estados Unidos, hubo un auténtico auge: tanto que algunos médicos hablan de que una de cada cuatro mujeres se ven aquejadas por este síndrome. A ello contribuían una serie de factores: muchos de los síntomas eran más bien vagos y difusos, con lo cual era fácil pensar que cualquier cosa era histeria; era una enfermedad "de moda" -cosa que, por desgracia, también influye en la ciencia-; y también contribuía el propio interés de los médicos especialistas por encontrar casos (no es extraño; algunas enfermedades actuales, como el síndrome de hiperactividad que afecta a los "niños inquietos", han sido acusadas de sobre-diagnóstico por los mismos motivos). En definitiva, al final la histeria constituía un fondo de saco donde clasificar aquellos problemas que los galenos no sabían identificar. Sin embargo, como veremos, podía existir también un motivo subterráneo. Por eso toca profundizar un poco más.

Un detalle interesante es que la histeria se detectaba con frecuencia en mujeres muy pasionales que sin embargo (por motivos diversos) no poseían actividad sexual, así que muchos dibujaban la enfermedad como consecuencia de esta circunstancia. En ese sentido, los médicos recomendaban un "masaje terapéutico" que supliera las carencias de las que adolecían estas mujeres. Este masaje era -o, al menos, de ello se quejaban los médicos- muy fatigoso para los especialistas, pues podían pasar varias horas antes de alcanzar "el paroximo histérico", pero tampoco eran partidarios de delegarlo en las comadronas, ya que eso signficaba perder ingresos. Así pues, la solución (¡oh, voilá!) fue inventar un artilugio mecánico que hiciera los masajes por ellos. Si alguno ha visto la película "Histeria" (2011), una divertida y bien hilada comedia basada en aquellos días, sus sospechas se están viendo confirmadas: el simpático e irreverente argumento de que un médico inventa el vibrador para contentar a las mujeres insatisfechas sexualmente tiene más visos de autenticidad de que concepto cinematográfico. Lo cierto es que en el siglo XVIII se inventan aparatos de hidroterapia con el fin de "masajear" a las pacientes, los cuales se popularizan a lo largo del siglo XIX en los balnerarios de toda Europa; en 1870 nace el primer vibrador electromecánico, y en 1873 se prueba por vez primera en un asilo en Francia (el consolador manual ya existía desde antiguo, como prueban restos arqueológicos romanos; hasta un famoso estafador que se enfrentó a Isaac Newton y del que hablamos aquí se dedicó durante su juventud a vender dildos). El vibrador eléctrico aterriza entre los utensilios del hogar varios años antes que aparatos en teoría más esenciales, como la aspiradora y la plancha. Con la llegada de la electricidad a los hogares, se populariza a su uso: sobre muchos de estos hechos podría opinar, sin duda a gusto, la cuarta ola feminista.

Cartel de la película Hysteria (2011), con la actriz Maggie Gyllenhall.

Quizás aquí es cuando tengamos que entrar en el meollo del asunto. Al hospital de la Salpêtriere llega un nuevo médico, el vienés Sigmund Freud. Freud empieza a colaborar con Charcot, y el primero coincide con la hipótesis del segundo -desarrollada a través de su estudios de hipnosis- de que la histeria tiene una causa psicológica, y no orgánica (aunque Charcot todavía mantenía que los ovarios femeninos se hallaban implicados). En realidad, Freud llega incluso a diagnosticar a un hombre de histeria -los primeros médicos que escucharon esta teoría se reirían mucho, argumentando, en un retorno a los antiguos, que aquello era imposible, ya que los hombres no tenían útero-. Cuando Freud, más tarde, se instala en Londres, empieza a probar una técnica desarrollada inicialmente por Joseph Breuer y que se denomina "método catártico": la idea es que la histeria ha sido inducida por un acontecimiento traumático, y que evocar dicho hecho conduciría a que el paciente se hiciera consciente de su problema y por fin se curase. La primera mujer que es tratada por este método es la famosa Anna O., con quien se dice que Breuer improvisó bastante la terapia, adaptándola a la multiplicidad de síntomas que la mujer presentaba. También se comenta que, probablemente, los médicos de Anna O. no entendieron todo lo que le estaba sucediendo -se habla de que en el fondo pudo haber una base orgánica-, y se aduce además (en una acusación frecuente, y en muchos casos fundada, en estos primeros casos famosos en la historia de la psiquiatría) que no se portaron con su paciente todo lo bien que debieron. En todo caso, parece ser que la famosa Anna O. (nombre real: Bertha Pappenheim) se recuperó, y acabó convirtiéndose más tarde en una adalid de los derechos de la mujer. Por lo visto, la propia Pappenheim atribuía su curación a lo que ella denominó "cura del habla", nombre con el que se se quedó este tratamiento basado en que el paciente conversara con su terapeuta sin cortapisas de lo que a ella le apeteciera (lo que vino en llamarse "asociación libre") y que Freud empleó para establecer las bases de su método psicoanalítico que ha servido de punto de partida de buena parte de la psicología posterior. El resto, como suele decirse, es historia. Aunque el psicoanálisis es muy denostado hoy en día (muchas de las afirmaciones de Freud eran más especulativas que científicas, y desde entonces se ha progresado en métodos mejores para el tratamiento de los pacientes), lo cierto es que lo que hicieron Freud y Beuer fue revolucionario: por primera vez en la práctica clínica, había un hombre escuchando atentamente lo que querían contarle, de su propia vida, las mujeres. Quizás nos hubiéramos ahorrado muchos problemas si hubiéramos empezado por ahí.

Recapitulemos un poco, y volvamos a la pregunta del inicio. Después de todas estas explicaciones, y de lo que hemos aprendido, ¿qué es la histeria? Hoy en día, consideramos esta enfermedad como uno de los llamados "trastornos de conversión", los cuales forman parte de las dolencias que hoy en día calificamos en el lenguaje cotidiano como "psicosomáticas". La idea es que la mente humana no está hecha para soportar ciertas situaciones en las que se ve atrapada y no sabe cómo salir. Quizás en la época en que éramos hombres prehistóricos, migrando y viviendo de la caza y la recolección, estas circunstancias no se producían tan a menudo, o tal vez fue un mecanismo que inventó la evolución para sobrellevar estos dramas. La cuestión es que, cuando la mente no sabe qué hacer frente a dilemas irresolubles -y que, con frecuencia, no pude verbalizar, bien porque no sabe o porque no existe la oportunidad-, lo que hace es convertirlo en un trastorno físico. Es un fenómeno que se da en toda clase de culturas, pero que se adapta de manera muy versátil a cada una de ellas: por ejemplo, el síndrome amok (muy tratado por la literatura y el cine) se exterioriza como una rabia homicida intensa durante un período de tiempo breve. En el caso de los inuits, por ejemplo, es típico que los afectados por este tipo de neurosis se expongan a la nieve desnudos y se comporten como un animal salvaje. Las manifestaciones son tan variadas no sólo por lo diversos que son los individuos que las padecen sino, sobre todo, por el diferente entorno en el que se integran y, en particular, por lo que la sociedad espera de ellos. En ese sentido, las mujeres del siglo XIX -en concreto, en la rígida Inglaterra victoriana- no sabían cómo expresar su frustración sexual (durante aquella puritana época triunfa la postura de que el sexo sólo es admisible para la reproducción), la ausencia de amor en sus vidas, la falta de derechos frente a una sociedad que les cosificaba, o la situación de sumisión frente a unos maridos a los que les parecía indecente intentar que -durante el coito- sus mujeres sintieran la más mínima clase de placer. No es extraño que muchas pacientes histéricas, como la famosa Augustine, hubieran sufrido abusos sexales. Como además (debido a la estricta moral de la época) las pacientes no podían airear abiertamente sus cuitas, ni rebelarse de ningún modo contra esa situación, manifestaban sus angustias en cambio de una manera física. En ese sentido, influye mucho el efecto "contagio", y ahí es donde la fama que adquirieron las histéricas de Charcot pudo jugar un factor: las mujeres que no sabían cómo canalizar sus problemas veían que la histeria era una forma aceptada de enfermedad, y por ello flexibilizaban sus síntomas para encajar en los reconocidos en las histéricas. 

Ojo, no estamos diciendo que estas mujeres fingieran; lo que ellas hacían era un gesto siempre inconsciente. Se trataba de un mecanismo del cuerpo para indicar que existe un fallo funcional; una especie de grito de socorro, de la misma manera que hoy en día sabemos que el estrés provoca que se te caiga el cabello, se te vuelvan rígidos los músculos con frecuencia, o manifiestes ataques de pánico. De esa manera, una histeria llama a otra; si una mujer ve que otra persona está recibiendo la atención que necesita mediante ataques de histeria, es normal que nuestra propia mente tienda a reproducir los síntomas para así solicitar ese auxilio que sería imposible obtener de otra forma.

De todo esto empezaron a darse cuenta, en el siglo XIX, Freud y Charcot. Y aquello, que supuso el apogeo de los estudios clínicos sobre este mal, se convirtió también en el inicio del fin de este último. Porque si el propósito inconsciente de la histeria era que se aceptara el sufrimiento de esas mujeres concretas como una desorden físico -y, de esa manera, se intentara poner algún remedio-, en cuanto se consideró como una dolencia puramente psíquica, dejó de cumplir esa función (querámoslo o no, las enfermedades con base orgánica reciben más conmiseración que las mentales, a pesar de que las segundas sean tan reales como las primeras). A partir de entonces, sin duda -y aparte del éxito de los tratamientos-, las mentes de las mujeres con traumas reprimidos buscaron otras maneras de manifestar la enfermedad que resultaran más "socialmente admisibles". Hoy, de hecho, se considera que una amplia proporción de afectados de determinados tipos de padecimientos (como la fibromialgia, entre otros) son trastornos psicosomáticos encubiertos que esconden un problema subyacente que el paciente no sabe cómo solucionar, pero en el que la pura presencia del médico -o de un hombro sobre el que llorar- puede ofrecer un cierto consuelo (hay que decir que ahí tropezamos también con que la medicina no lo sabe todo: quizás haya una proporción de casos donde el origen sea orgánico, aunque no lo sepamos diagnosticar). También es probable que los estudios de Charcot -por muy sensacionalistas que fueran- o de Freud -pese al escándalo que produjeron en su época- llevaran al propio reconocimiento de la sociedad de que eran sus innatas normas de funcionamiento las que estaban dañando a esas mujeres, y rompieran una serie de tabúes que permitieron a los componentes de la mitad de la población humana de Europa y Estados Unidos proclamar las injusticias y ninguneos que sufrían, para así tratar de corregirlas de un modo alternativo. Quizá la histeria no la curaran los médicos ni la hipnosis, sino el feminismo, la transformación que éste logró de la sociedad, y hasta el vibrador. Lo cierto es que, hoy en día, se cuentan con los dedos de una mano los casos de histeria. En la actualidad hay otro contexto, otros problemas psicológicos, y otras formas de expresarse la enfermedad, porque ha cambiado nuestro concepto también de la misma. En la Edad Media eran brujas, en la Inglaterra victoriana histéricas, hoy en cambio son mujeres indignadas que tienen bien claros los derechos por los que han de luchar.

En ese sentido, cuando vuelvo la vista hacia "El baile de las locas", y veo a los Charcot, Babinski y Giles La Tourette (individuos a los que se estudia hoy en día en las universidades de medicina por sus contribuciones a ésta y otras áreas de la neurología) analizando a las histéricas, no puedo evitar pensar que, independientemente de cómo eran estos médicos en su trato profesional y humano, había un factor que les trascendía y en el que "El baile de las locas" tiene toda la razón: no se trataba de que esas mujeres estuvieran enfermas. Se trataba de que toda la humanidad estaba enferma; que no se podía curar a esas mujeres para reintegrarlas en el mundo, porque la raíz de sus males se hallaba en el germen mismo de la concepción de la pirámide social. Mirándolo desde ese punto de vista, es fácil creer que muchas de estas mujeres estuvieran más a gusto en la Salpêtrière que fuera de ella. Porque, al fin y al cabo, ¿adónde puedes huir cuando la entera estructura del mundo es tu rival?¿Qué puedes hacer cuando la otra mitad del mundo manda y se halla en tu contra? Y la siguiente pregunta es: ¿desde entonces, hemos cambiado tanto? Libros como "El baile de las locas" están ahí para inquirirlo, plantearlo, cuestionarlo y, si la respuesta no nos convence, contribuir a cambiarlo para que un día el machismo, como la histeria, sea sólo mitología y medicina antigua, sin el menor asomo de realidad.

martes, 1 de junio de 2021

La historia corta de junio. Historias del metro (17): "Un caballero"

Historias del metro (17) 

Un caballero

    En el andén del metro de la estación de Pío XII, me encontré un hombre a mi lado, sentado. En circunstancias normales, no me hubiera fijado en él. Tenía aire de ejecutivo y leía El País. Pero para ojos observadores, siempre hay una segunda lectura.

            Porque cuando me senté a su lado, me fijé en varias cosas. Su ropa, pese a ser muy elegante, fallaba de alguna manera extraña, quizás en la combinación, por ejemplo, una cosa tan sutil se supone que los calcetines tienen que ser una prolongación del zapato, y en este caso lo eran del pantalón. Además, el periódico era atrasado, de varios días. Y sobre todo, una cosa que sólo podías detectar si te sentabas al lado: un profundo y nauseabundo olor.

           El hombre, sin embargo, daba una apariencia de ejecutivo correcto, al menos desde lejos. <<Y eso me gusta>>, pensé mientras hacía esfuerzos por no arrebatarle la ilusión con la mirada, mientras se cerraban delante de mí las puertas del vagón. <<Por lo menos>>, me dije, <<sigue conservando su dignidad>>.