lunes, 16 de diciembre de 2013

El relato de diciembre: En lo profundo

En lo profundo

A Alfredo Antón y Cristina Sendra, sin los cuales esta historia no hubiera sido posible.

                El océano acunaba en calma, con la excepción de unos leves picos de oleaje bajo los argentinos reflejos de la luna, la en comparación diminuta nave que bailaba su canción nocturna con el profundo e insondable mar. El color blanco de su casco resaltaba todavía más su presencia en mitad de una nada absoluta y eterna, aunque los rincones donde la pintura se había descascarillado y cedido al óxido y al envite constante de las aguas, grises de un tono metálico,  venían a reflejar lo desigual de la batalla que había producido tan amargas cicatrices, y la que quedaba todavía por librar. Entre arrullo y arrullo de las aguas, elevándose rítmicamente junto con el velero, apenas un par de adornos. Un farol encendido en la parte posterior. Un molinillo de viento adyacente al mismo. Una pequeña bandera blanca, al otro lado, en la proa, ajada y agitándose inclemente contra el leve viento. Un par de atrapasueños tintineando a lo largo de los flancos del barco. Se mecían con el movimiento de la nave, aumentando todavía más la sensación de fragilidad de la misma, el aspecto de cáscara de nuez. Parecía que en cualquier momento anunciaran su intención de hundirse.
                Y de repente, sin embargo, el sonido de los atrapasueños se apantalla de golpe. Desde una región ilocalizable, se escucha un sordo rumor al principio suave, que se va haciendo, sin embargo, más y más fuerte. Al cabo de unos segundos, es todo un estruendo. Del interior de la nave surge en ese momento un hombre vestido desaseadamente, con barba de pocos días, entre blanca y grisácea. Alza la vista hacia el cielo. Ahora el ruido es tan ensordecedor que no hay otro sonido que se pueda escuchar.
                Una inmensa llamarada roja, como una bola de fuego, atraviesa el cielo desde lo alto en una parábola descendente que ilumina el océano. Lo que quiera que sea ese objeto avanza a una inmensa velocidad. El arco que describe es perfecto, como si se tratara de una flecha arrojada desde lo alto. Durante unos segundos, nada más que este fenómeno gobierna todo el paisaje, llenando todo el vacío a su alrededor.
                Luego, poco a poco, la bola de fuego va alejándose paulatinamente de la zona y se marcha, siempre hacia abajo, con su atronador sonido consigo. El cielo nocturno recupera de nuevo su tono de un negro azulado. La paz parece estar retornando.
                El hombre le echa un último vistazo al cielo, y sin perder en ningún momento la calma, baja la cabeza y se introduce de nuevo en el interior del velero. Los atrapasueños, que han cambiado levemente el tintineo, haciéndose sus sonidos un poco más turbios y desasosegadores. El mar no se ha inmutado ante todos estos hechos. Parece como si se hubiera negado a hablar.
*                                             *                                             *
                El océano se encuentra esta vez más calmado. Una balsa de aceite, aparentemente, como si le costara moverse y desperezarse bajo la inclemencia del brillante sol, que llega aquí sin ninguna clase de impedimento y no permite la existencia de ningún tipo de sombra. El hombre de la embarcación sale de nuevo al exterior. Comprueba los aparejos de pesca y constata que todos están correctos. El atrapasueños no se mueve. No sopla la más mínima brizna de viento.
                Pero el hombre del velero se apoya en la parte más exterior del barco para tener mejor visión. No hay nada. Nada. En todas direcciones, tan sólo la mar océana, extendiéndose kilómetros y kilómetros 
sin ningún punto de interrupción. Y sin embargo, el hombre duda. Aguza el oído. Olisquea el ambiente. Detecta el inequívoco aroma del petróleo. De uno que no es el suyo. Y un leve zumbido que comienza a sonar. Para cualquiera sería indetectable, pero no para él. Cuando tus sentidos llevan tanto tiempo sin notar una cosa, su aparición imprevista, incluso a una enorme distancia, es capaz de ser detectada sin riesgo a equivocación.
                El hombre se acerca a la parte posterior del barco y pone en marcha el motor. Tras unos breves tirones, poco a poco el barco se va desplazando. Tras unos segundos, se pone plenamente en marcha y el hombre la guía, alejándose de este punto y dejando una estela de espuma en esta región del Pacífico…
*                                             *                                             *
                La pantalla emitía un sonido monocorde a intervalos regulares. El pitidito se encendía y se apagaba conforme el radar iba dibujando círculos concéntricos que se reflejaban en el tono verdoso del monitor, como ondas en el agua causadas por el lanzamiento de una piedra.
                -Jodido aparato –dijo el controlador con mirada de odio, la cual amenazaba con estar a punto de pegarle a un golpe-. ¿De dónde lo sacaste, de un carguero olvidado durante la guerra fría?
                El capitán se rió entre dientes, mordisqueando la pipa mientras lo hacía. Se acercó con cierta displicencia a su especialista y observó la pantalla, sin embargo, con cierta cautela.
                -Ahí dice que hay un barco.
                -Es imposible –dijo el controlador-. Según los datos, tendría que ser una embarcación de mierda. Y además, está en la zona de exclusión. Es más probable que el radar se equivoque.
                Los dos se contemplaron durante un momento en silencio.
                -Qué poco cariño le tienes a estos bichos pese a trabajar con ellos –le regañó el capitán-. Este cacharro lleva muchos años conmigo y créeme, nunca, pero nunca, se equivoca. Nos ha salvado ya de un par de redadas en las que nos hubieran pillado de no tener a mano este viejo cacharro. No será tan estiloso como los aparatos de moderna tecnología con los que trabajabas tú –dijo dándole un par de golpecitos a la maquinaria-, pero está hecho para durar. Los soviéticos lo hacían todo pensando en la eternidad –sonrió.
                El controlador le miró con aire escéptico.
                -¿Y qué podría hacer un barco allí? Nosotros ya estamos haciendo algo excepcional acercándonos tanto a esa zona. De no ser por la mercancía que llevamos –indicó señalando a la parte de atrás del barco-, ni siquiera nos estaríamos alejando tanto de las rutas habituales. ¿Qué puede hacer un barco ahí?
                -Tal vez lo mismo que nosotros –respondió el capitán, concluyente.
                El encargado del radar le miró con cara de sorpresa.
                -¿Para qué se iba a alejar tanto? Además, en esa zona no hay lugares donde poder parar o aprovisionarse.
-Puede que esté haciendo algo distinto. Algo que requiera soledad absoluta: ensayar una nueva arma secreta o algo. Si crees que nosotros hacemos cosas ilegales, los gobiernos las hacen muchísimo más. No me extrañaría nada de eso.
El operario negó con la cabeza.
-No sé. Me parece demasiado rebuscado. Y además…
                Los dos mantuvieron la mirada un momento.
                -¿Además, qué?-replicó el capitán.
                El controlador desvió la vista. Qué más le daba. Qué le importaba lo que pudiera hacer aquel barco. Él era un hombre práctico, no como aquel capitán que pese a dedicarse a transportar droga parecía creerse todavía un viejo capitán del siglo XIX. No tenía mucho sentido continuar la discusión.
                -Da igual. No tiene importancia.
                Pero mientras el capitán se alejaba, satisfecho, contemplando con paciencia el horizonte, el responsable del radar no pudo reprimir soltar una maldición por lo bajo.
                -Además, siempre está el riesgo de que te caiga un satélite encima –terminó la frase, y se puso a mirar otra zona detectada por el radar.
                                                *                                             *                                             *
                Una vez más, la mar se hallaba serena. El hombre de la embarcación escrutaba con atención el horizonte mientras el velero avanzaba con parsimonia a escasa velocidad. El hombre, con barba de unos pocos días, se rascó la cabeza, quitándose con ello la gorra que le protegía del sol, y adoptó un aire resolutivo. Como un individuo que ha decidido firmemente enfrentarse a su destino, fue a la parte de popa y apagó el motor del bote. Permitió la apertura de las velas, las cuales se expandieron levemente, mostrando un color entre amarillento y grisáceo como mezcla de los efectos de la sal, el viento, el sol y el tiempo sobre las mismas. Sin embargo, no las abrió completamente, sino sólo lo suficiente como para tenerlas preparadas en caso de que fuera necesario, pero dejando que el barco se quedara parado sobre la tranquila superficie de las aguas, apenas balanceándose levemente a su compás. Luego el hombre se agachó sobre la cubierta del barco, situándose en cuclillas, y esperó.
                Al poco tiempo de quedarse de esta manera, el sordo zumbido fue haciéndose más audible incluso a oídos no habituados, e identificándose con el sonido de una lancha a motor. Con el tiempo, incluso, un pequeño punto que se divisaba en la superficie de las aguas se engrandeció hasta convertirse en una embarcación de este tipo. El hombre del velero no alteró su postura ni tampoco su expresión conforme se acercaba, ni siquiera cuando se hizo evidente que se dirigía hacia él. Simplemente aguardó a que el barco se dirigiera poco a poco hacia su destino, mientras observaba cómo, unos cuantos cientos de metros antes, empezaba a decelerar. El hombre del velero se sentó sobre la quilla y depositó la vista sobre él.
                Poco a poco el ruido del motor de la lancha se fue apagando y el barco se fue deteniendo, situándose a tan sólo unos metros del velero. Cuando ya estuvieron suficientemente cerca, ambos barcos estaban parados. Flotando, juntos, como dos animales que se observan y que no saben si pactar o batallar. El hombre del velero seguía sentado sobre su bote, a la expectativa. Entonces, de las profundidades del otro bote salió una persona. Una chica joven. Apenas tendría veintipocos años. Pelo rubio, gafas de pasta, se tapaba los ojos de manera inexperta para protegerse del sol. Parecía que la acababan de sacar de la universidad, o quizás incluso (se permitió una pequeña broma malvada para sus adentros el hombre del velero) del colegio. En todo caso, seguramente se habría pasado los días entre bibliotecas y salas de estudio. No tenía pinta de aventurera, ni mucho menos de intrépida lobo de mar. Más bien, lo único que le faltaba era haber salido del interior de la embarcación con un mapa y preguntar alguna indicación. Claro que uno no llega a esta región del mundo habiéndose simplemente perdido, meditó el hombre. El cual, sin embargo, permanecía imperturbable sobre la cubierta, como aguardando una señal.
                La chica, al salir, tardó algunos segundos en acostumbrarse al sol y a la situación y reaccionar. Pero después, trató apocadamente de iniciar una aproximación:
                -Do you speak English? –preguntó, como primer intento de conversación. Al ver que el hombre no contestaba, prosiguió-. Parle vous français?¿Habla español?
                El hombre seguía impertérrito en su mudez. La chica siguió intentándolo.
                -Deustch? Pу́сский язы́к?
                Ante esta última frase el hombre sonrió ligeramente. La chica pareció alegrarse súbitamente, aunque vaciló a continuación antes de balbucear la primera frase medianamente larga en ruso que decía en mucho tiempo.
                -Me llamo Annette –dijo ella, situada ahora en proa y tendiéndole la mano ahora que ambas embarcaciones se encontraban tan próximas que casi podían tocarse. No obstante, el movimiento no le quedó del todo digno y casi estuvo a punto de tambalearse en dirección a las profundidades. Pero se repuso a tiempo y le acabó acercando la mano. El hombre le devolvió el gesto y ambos cruzaron las manos, aunque la falta de entusiasmo de él hizo que el gesto quedara un poco mustio. A continuación pareció necesario que alguien hablara, y el hombre lo hizo, con una voz algo ronca que parecía denotar un excesivo tiempo sin usarla.
                -Preferiría no decirte mi nombre, si es posible –dijo en un correcto francés, aunque no sonaba del todo nativo.
                La chica mostró gesto de perplejidad.
                -Ah, pensé que no hablabas…
                -Sí –le cortó él, con tono amable pero algo seco-. E inglés. Y alemán. Y algo de ruso. Pero me ha hecho gracia que lo intentaras con tantos idiomas distintos.
                La chica pareció algo cohibida de pronto. Parecía como si toda su inicial predisposición hubiera sufrido un golpe que la hubiera echado para atrás. La chica se sentó. El hombre se fijó entonces que iba en bermudas y chancletas, y que tenía la piel enrojecida como si se hubiera quemado la espalda en la playa, en contraposición con el moreno curtido que portaba siempre consigo el ocupante de la otra nave. A un lado y otro, sin duda dos formas de distintas de llegar hasta allí: el uno, un individuo avezado, un residente habitual. La otra, una recién llegada, una turista en tierra enemiga.
                -Seguramente querrás explicar por qué llevas varios días siguiéndome –dijo él.
                Ella asintió. Parecía que llevaba preparada ya de casa la explicación.
                -Trabajo en la Agencia Espacial Europea. Soy una de las responsables de la reentrada de los satélites o sondas que ya no nos sirven en la atmósfera para que se eliminen. Estas sondas, cuando entran en contacto con la atmósfera, se vuelven incandescentes y se van quemando por el camino en pequeños fragmentos, quedando sólo el núcleo de titanio, que es el que se hunde en el mar. Para que esa masa de titanio no dañe a nadie, tenemos delimitado un espacio de varios miles de kilómetros cuadrados en el océano Pacífico, entre Chile y Oceanía, un lugar donde no hay ninguna isla habitada, no existe ninguna ruta comercial, de hecho se prohíbe a cualquier barco viajar, para que los satélites o sondas nunca pudieran dañarles. Pero un día, en unas fotos tomadas por un satélite por otros motivos, se encontró en esa zona de exclusión un… barco.
                El hombre escuchó todos estos detalles con atención, pero no dio signos de que ninguno de los hechos le pareciera novedoso.
                -Al principio creímos que era un error, pero luego lo comprobamos. Intentamos ponernos en comunicación con él, pero como a ningún otro barco se le permite entrar en esta zona, no había forma de comunicarse con él, aparte de que, la vez que intentamos establecer comunicación mediante un navío que se encontraba realizando investigaciones cerca de la zona de exclusión, el navío no dio señales de vida. Además, observando los movimientos por el satélite, nos dábamos cuenta de que el barco no se encontraba a la deriva, sino que adquiría direcciones, y con la poca resolución que pudimos adquirir, nos dimos cuenta de que a bordo había un hombre… y que no parecía inconsciente, desfallecido o perdido, sino más bien al contrario, parecía manejar el barco con bastante criterio. Una embarcación que, por otro lado, apenas era un bote, con un par de velas y lo que parecía un sistema a motor. El resto de mis compañeros lo olvidaron: si no podíamos comunicarnos con el hombre, no podíamos hacer nada más, y no íbamos a mandar ninguna misión a riesgo de poner en peligro la vida de sus tripulantes, o de causar un retraso de varios meses que causara pérdidas millonarias en el presupuesto de algún proyecto espacial. Mis superiores aducían que la Agencia Espacial Europea ya había hecho bastante tratando de establecer comunicación con el barco, y que si no habían podido (o si el ocupante o los ocupantes del bote no habían querido) que ya no era responsabilidad suya. Con lo cual, volvimos a proseguir el trabajo, sin más.
                La chica se sentía algo estúpida. La mitad de las cosas que le había contado eran probablemente conocidas por ese hombre. Pero sin embargo, ella tenía necesidad de hacerlas destacar. Luego tragó saliva: ahora es cuando llegaba la parte difícil.
                -Pero yo no. Yo no pude olvidarme. Seguía chequeando las imágenes del satélite. Las comprobaba cada semana, y luego cada día. No podía imaginar… no me paraba de preguntar… Qué podía hacer un hombre en esa zona del mundo, tan apartada, tan alejada, tan… sola. Cómo había llegado hasta ahí. Y en el caso de que se encontrara allí voluntariamente… por qué había elegido estar allí.
                Sus ojos tintineaban de emoción conforme lo decía.
                -Y por eso compré este barco… y he venido hasta aquí.
                Ella se esforzó mucho por no apartar la mirada en los segundos siguientes. Sin embargo, el semblante del hombre, siempre inalterable, permaneció estando así.
                -Has venido hasta aquí… a preguntármelo.
                La chica, dudosa a pesar de que la pregunta sólo venía a reforzar lo que había dicho al principio, movió el labio en un movimiento de vacilación.
                -Pues… sí… la verdad… más o menos.
                El hombre sonrió.
                -Y dime, Annette: si, como tú dices, soy un hombre que, quizás de manera voluntaria, ha decidido coger un barco y navegar con él hacia la región más solitaria del mundo… el lugar más alejado que podría encontrar con respecto a cualquier otro hombre…
                Guardó un breve silencio antes de continuar.
                -… ¿qué te hace pensar que ese hombre querría hablar contigo?
                La chica cerró los labios, apretó los dientes, pero no contestó.
                El hombre, sin mostrar el más mínimo gesto de emoción ni de abatimiento por lo que había conseguido, se levantó y se dirigió a la parte de atrás del bote. Allí, puso el motor de nuevo en marcha y se puso a orientar la dirección en que el barco se movería bajo el influjo de aquél. Luego, el velero se marchó, dejando a la chica de la lancha contemplando tan sólo la estela, sola.
                Sola en mitad del Pacífico, sin nadie con quien hablar.
*                                             *                                             *
                Los rayos podían verse nítidos al compás de la tormenta. Aparecían de pronto, fugaces, restallaban en la superficie del agua, y desaparecían para aguardar al trueno, que llevaba al poco tiempo con toda su intensidad. Las olas se agitaban en el mar embravecido, desplazando el barco con las velas arriadas como si se tratara de un patito de goma arrastrado por las corrientes de un inmisericorde chorro en la ducha. Parecía que el barco en cualquier momento iba a volcar y sumergirse sin remedio en lo más hondo del océano: no obstante, el navío, de alguna manera, siempre se mantenía rígido, siempre a flote, resistiendo aparentemente impávido (como si estuviera apretando sus junturas) a los golpes bestiales del agua.
                Y sin embargo, en el interior, todo parecía aparentemente tranquilo. La luz eléctrica brillaba, apenas se producía agitación y el hombre del barco se encontraba sentado quieto en su silla. Callado. Observando a través de un ojo de buey con aparente tranquilidad la tempestad que se estaba desatando allá afuera, la cual era aún más impactante en contraste con la estática imagen del interior.
                Y sin embargo, los ojos del hombre no hacían más que desplazarse, como si estuvieran ardiendo por dentro.
                El barco llegó relativamente pronto a las inmediaciones de donde se encontraba el otro navío. A pesar del oleaje, el barco del hombre parecía dirigirse de manera bastante recta hasta su objetivo; en cambio, el otro resultaba azotado implacablemente por las olas. El hombre contemplaba a través de los cristales del barco, desde el interior, la escena: esperaba no haber llegado demasiado tarde.
                El oleaje se iba haciendo cada vez más terrible. El bote pegaba saltos de un lado a otro, era empujado hacia arriba y luego succionado, empujado y luego absorbido otra vez. Los golpes de las olas retumbaban en el casco como si fueran el sonido de la cabeza de un gigante golpeándose repetidamente con estrépito sobre el agua. Y lo que parecía era que en cualquier momento el cráneo podía estallar.
                Justo antes de abrir la tímida portezuela que le separaba del exterior, el hombre se ató repetidamente con una gruesa cuerda alrededor de la cintura, la cual había atado a un grueso pivote de acero. A continuación, salió. El mar le azotó enardecido, como si le escupiera al vociferar mientras le recriminaba el haberse osado a hollar sus dominios. El hombre resbaló en un primer momento a causa del viento y cayó de rodillas, pero consiguió agarrarse a tiempo para no dejarse llevar por la fuerza de las olas que recorrían el casco de lado a lado y amenazaban con separarle de él. Luego, avanzó poco a poco, en un esfuerzo terrible, a lo largo de la barandilla del barco y consiguió, entre resuellos, dejar libre una especie de asidero de metal de varios metros que comenzó a desplazarse por el exterior del barco, de un lado a otro, mientras con la otra mano, el hombre controlaba el timón para seguir el desplazamiento en dirección hacia el otro bote. Poco a poco, el barco se fue acercando, y así lo hizo el brazo mecánico que iba desplazándose junto con él. En un movimiento de unos pocos centímetros –pero que al hombre se le antojó titánico- consiguió que el brazo se enganchara en la quilla del otro barco, quedando rígidamente fijada, y ambos barcos navegando juntos, resistiendo con más fuerza y equilibrio el empuje de las olas, pero manteniendo una distancia fija gracias al asidero de metal: su longitud, así como la sólida fijación que sostenía entre ambos cascos, impedía que los dos barcos chocaran entre sí. Una vez logrado este hecho, el hombre volvió sobre sus pasos, arrastrándose y dejándose deslizar sobre la cuerda, hasta que accedió a la portezuela, la cual luego cerró, suspirando hondamente en cuando su figura, con las ropas empapadas del todo, se metió en el interior del habitáculo exhalando un gran suspiro, a continuación del cual se derrumbó.
                Al día siguiente, con el temporal ya despejado, el hombre (ya con ropas cambiadas) caminaba con fiereza sobre la cubierta del otro barco. Movía las manos de un lado al otro, mientras la chica permanecía tirada sobre la superficie, con los brazos agarrados a la quilla y la cabeza saliendo por el exterior del barco, vomitando.
                -¡Parece mentira!-gritaba él-. ¿Creías que esto era un juego?¡Estás en medio de un océano, el más peligroso del mundo!¿Es que no te imaginabas esto? Olas gigantes, vientos huracanados. ¿Qué creías que era esto?
                -¡Pues no debería entonces llamarse Pacífico!-gritó dolida la muchacha, en lo que trató de sonar una ironía pero se sintió más como una aflicción, sobre todo porque el esfuerzo de decirlo provocó una arcada por la borda.
                -¡Claro: Pacífico, Pacífico!¿Sabes por qué le pusieron así? No, seguro que eso en tu universidad no te lo enseñaron: pues porque su descubridor, el español Núñez de Balboa, que era un asesino y un ladrón, lo encontró en calma cuando lo divisó por primera vez. Y como lo vio así, se creyó que debía ser así todo el tiempo: ¡como para fiarse de la primera impresión! Es el mar más embravecido y salvaje del planeta: ocupa la mitad del mundo, ¡maldita sea, no se han hundido más barcos simplemente porque no han tenido huevos de venir hasta aquí!
                -¡No necesito lecciones de historia!-replicó ella, reprimiendo una nueva arcada.
                -¡No: necesitas lecciones de sentido común!-le señaló con el dedo, aunque no pudiera verle-. ¿Pero a quién se le ocurre venir con esta… esta especie de barquito de papel a la mitad del océano?¿Es que pensaba que tú sola, con apenas unas cuantas lecciones de navegación impartidas por un instructor barato, ibas a poder sobrevivir?¿En este bote de mierda?
                -¡El tuyo aguanta!-chilló ella ante el chaparrón verbal aún con la cabeza mirando al agua, apretando las manos contra la barandilla del barco.
                -¿Que si aguanta?¡Fíjate bien, que es lo que tendrías que hacer, aprender a mirar!-se desplazó de un salto a su barco, amarrado al otro, y comenzó a desplazarse por la cubierta-. ¡Fíjate en la quilla: acero especialmente reforzado!¡Chapado también por dentro!¡Aquí donde lo ves este bebé, que parece que no podría ni llegar a puerto, tiene un motor que en comparación con su tamaño es como si un coche llevara la potencia de un trasatlántico! Éste no es un barco de recreo cualquiera como éste que llevas tú: está especialmente acondicionado, está preparado para durar. Y está diseñado así especialmente por mí precisamente porque se trata de mi vida, y me he ocupado personalmente de ello: no he venido aquí como un juego, ni a satisfacer una pregunta estúpida, ni a venir aquí creyendo que estás en virtud de una misión trascendental. Y si lo creyeras, al menos podrías haber traído un barco mejor.
                Entonces el hombre se calló de improviso, como si se hubiera dado cuenta de que ensañarse con alguien que ya está echando por la borda hasta su primer recuerdo de desayuno era demasiado ventajista. Sin embargo, eso no disminuyó su gesto iracundo y su mirada de frustración, como si no supiera adónde dirigir todo el furor que llevaba dentro.
                Finalmente, pareció decidir encauzar el desasosiego interno de alguna manera, y adoptó un aire resolutivo:
                -Anda, quítate de ahí e incorpórate. Te voy a enseñar una postura especial contra el mareo.
                -¿Dónde la aprendiste?¿En algún libro?-preguntó sarcástica la chica.
                El hombre, que no pareció captar la ironía, mientras se tumbaba para mostrarle la postura le respondió:
-Al cuarto mes de estar navegando en el mar –le dijo, y le comenzó a enseñar.

*                                             *                                             *
                Era el atardecer. Una gran bola roja caía en el horizonte, como si, cansada, hubiera decidido simplemente dejar de flotar. El hombre y Annette contemplaban el cielo entre azul y anaranjados mientras permanecían atentos a los sedales, pero no demasiado.
                -Qué espectáculo –dijo ella.
                -Sí –respondió lacónico el hombre, como si no se pudiera añadir nada más.
                Los dos siguieron callados. Luego Annette habló de nuevo. El hombre la dejó. Ya estaba acostumbrándose a estos largos soliloquios que esta chica mantenía, a veces parecía que consigo misma.
                -Es extraño. Desde que llegué aquí no me has preguntado ni una sola vez por qué ha pasado allí afuera. Por algo de algún país concreto, de alguna ciudad, o a lo mejor de la liga de fútbol. No sé, quizás hay algo que te interesaría averiguar.
                El hombre miraba concentrado la superficie de las aguas, como si en cualquier momento un pez fuera a ser cazado por la caña.
                -Y si te digo que de allá afuera me digas una sola cosa, ¿qué es lo que me contarías?-preguntó.
                La chica volvió la cabeza.
                -¿Una?
                -Sí, una –respondió.
                -¿Desde qué época? No sé cuánto tiempo llevas aquí.
                -Desde la época que tú quieras –contestó él-. Te dejo que tú decidas.
                La chica apoyó la mano en la barbilla y meditó.
                -Creo que los bancos de tiempo. Creo que si tengo que contarte algo que realmente me ha gustado de los últimos años, no sé cuántos, serían los bancos del tiempo. Alguien necesita que le echen una mano, y tú se la echas. Él te da a cambio clases de ganchillo, o te hace los papeles de Hacienda, tú a cambio le das clases a su hijo, qué sé yo, cada cual da lo que puede según su tiempo y según lo que sepa hacer… Creo que eso es más importante que cualquier acontecimiento histórico o cualquier descubrimiento o invento que haya podido surgir…
                El hombre puso cara de satisfacción y, como si necesitara dar su permiso, asintió.
                Se hizo de noche. Realizaban una parrillada con el pescado que habían cogido. El olor a pescado lo invadía todo, y hacía que las brochetas supieran más todavía a mar. Había algo extraño en ese silencio. Parecía como si faltara algo, el canto perdido de los grillos, que por supuesto no podía escucharse, pero quizás sí que hubiera algo bajo el rumor de fondo de las olas, como si los pescados también pudieran cantar. Annette se dijo que tenía que dejar de pensar sobre las posibles conversaciones que mantenían (antes de que ella las devorara) las sardinas.
                -Hay una cosa que me parece más extraña aún –dijo el hombre-. Cuando llegaste aquí me dijiste que quería saber por qué estaba aquí. Desde que nos volvimos a encontrar, en cambio, y pese a que llevas conmigo ya un tiempo, no me has repetido esa pregunta todavía. ¿Por qué?
                Ella se cubrió las rodillas con sus brazos, y se encogió de hombros.
                -Me figuro que te pasó algo: se te murió un familiar querido, acabaste desencantado de los hombres, o pensaste que con todo lo que le estamos haciendo al planeta, la extinción era lo mejor que podía pasarnos. No lo sé, pero también me parecen lógicas tus reservas a decírmelo. No pasa nada. No tengo prisa. El día que quieras, me lo contarás.
                Pareció primero que el hombre iba a callar, luego que iba a decir algo, y luego que iba a callar del todo, y entonces se escuchó un hondo rugido que surgía desde el horizonte y rompía con estrépito la noche cerrada. Ambos se levantaron, sobresaltados, y contemplaron lo que caía: una gran bola de fuego que había surgido con furia apocalíptica del ciego.
                -Es… un satélite –exhaló maravillada ella.
                -Exacto –dijo él.
                Guardaron un sepulcral y reverencial silencio mientras lo veían.
                -Hay grabaciones de esto, pero… nada más. Debemos ser los únicos seres humanos del mundo que lo han visto con sus propios ojos, en vivo, y tal y como siempre he querido que las cosas se vieran… Ha habido más gente que ha pisado la Luna…
                -En todos estos años que llevo aquí lo he visto tres veces –dijo él-. La segunda fue hace unas pocas semanas. La tercera ha sido aquí.
                Ambos volvieron a contemplar a la bola, que ahora perdía parte de su sonido conforme se adentraba en la noche estrellada.          
                -¿No tienes miedo de que un día te mate?-señaló ella, mirando hacia el satélite.
                El hombre se encogió de hombros.
                -Puede hacerlo eso. O un tiburón. O una tormenta. Quién sabe. Hay tantas formas de morir.
                Volvieron a sentarse de nuevo. Sin darse cuenta, ambos se encontraban más cercanos, como para darse calor.
                -Estamos en medio del mar –dijo Annette-. No se ve ni un trozo de tierra. Tal y como estamos ahora mismo, podríamos estar en cualquier lado. En cualquier lugar del mundo. El Atlántico, el Índico. Donde quisiéramos. ¿Dónde eliges estar tú?
                -Creo un filósofo polaco, llamado Kolazowski, dijo que le gustaría vivir en lo más hondo de una selva virgen de alta montaña a orillas de un lago situado en la esquina de Madison Avenue de Manhattan con los Campos Elíseos de París en una pequeña y tranquila ciudad de provincias.
                -Venga, no me vengas con cuentos, ¿dónde estarías?
                El hombre señaló hacia un punto.
                -En algún lugar de Normandía. ¿Ves?, allí al fondo se ve un faro.
                La chica miró a la nada.
                -Vamos a dirigirnos hacia allí –espetó.
                Y ambos se pusieron a soñar.

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