lunes, 27 de enero de 2014

Historias Forrentinianas

Pocos serán los que no hayan oído hablar nunca de Forges, ese perpretador de viñetas que lleva años llenando nuestras vidas de pensamientos lúcidos, largos ratos de carcajadas, surrealismos extravagantes, Blasillos, funcionarios y multitud de "palabros" impronunciables. Quizás a alguno más le suene a chino la expresión "Forrenta años", un conjunto de diez álbumes que apareció a finales de la Transición en lo que pretendió ser un repaso humorístico -con el objeto seguramente de aportar un poco de luz entre tanta sombra-, de los cuarenta años vividos bajo el dictamen del régimen de Franco. Pero Forges no sólo se ha dedicado solamente a explorar la historia reciente de nuestro país, sino que, bajo el amparo de diversas editoriales y foros, le ha sacado punta a los funcionarios, los médicos, los políticos, y también a los personajes históricos a lo largo de la zigzagueante historia de nuestra amada y odiada a partes iguales Iberia Vieja. En sus dibujos, Antonio Fraguas, alias "Forges", además de tratar asuntos políticos de gran trascendencia y de referirse a insignes (o no tanto) prohombres de la patria, también se orientaba con igual agudeza al detalle, a esas pequeñas o grandes anécdotas brillantes de cada día, las cuales suelen ser normalmente las que más ilustran la verdad que subyace detrás de la siempre escurridiza Historia. Como forma de rendir homenaje a este (elijan ustedes el calificativo que más les guste) ilustrador, dibujante, humorista, hombre universal, periodista -e incluso director de películas, a cuál más bizarra si se atreve uno a adentrarse-, relato dos anécdotas de la historia de esta España cañí contadas por este particular diestro, y de las cuales seguramente no nos hubiéramos enterado si no hubiera sido a través de él. Al menos yo, por la parte que me toca.

-El primer episodio se refiere al último tranvía de Madrid. Bien saben muchos de ustedes que en España había tranvías, como hoy los tienen todavía Estambul, Suiza o San Francisco. La historia del último tranvía de Madrid podría haber sido (y seguramente lo hubiera sido en cualquier otro país) entrañable y bonita: el conductor se ofreció, a modo de despedida, a llevar a todo los ocupantes a tomar un chocolate con churros. Sin embargo, un pasajero se quejó porque dijo que llegaba tarde. La discusión empezó, volaron las bofetadas, y el incidente terminó con el pasaje al completo del último tranvía declarando en comisaría.

-Este relato tiene como protagonista a Alfonso XIII. En 1931, obligado a huir de España por el advenimiento de la Segunda República, el recientemente destronado rey huía a bordo de su coche, el cual se dirigía hacia la frontera francesa conducido por un aparentemente imperturbable chófer. Sin embargo, en un momento determinado, este último detuvo el vehículo. Seguramente tomó aliento, meditó lo que iba a decir durante unos instantes, se volvió hacia su pasajero, y finalmente le espetó: "Mire, dentro de unos minutos pasa por aquí el tren del expreso. Si fuera por mí, yo dejaba que pasara y nos arrollara a los dos, porque yo soy anarquista. Ahora bien, lo vamos a dejar pasar, porque mi mujer dice que usted le cae bien. Y yo, no quiero tener problemas en casa". O algo muy parecido a eso. Y entonces arrancó. La cara de Alfonso XIII tras esa confesión tuvo que ser un poema.

Seguid disfrutando de Forges. Seguid disfrutando del día. Y como dice este común amigo, "no te olvides de Haití". O de Filipinas. O de aquí.

lunes, 20 de enero de 2014

La historia corta de enero. Microrrelato: Secuestro

                El secuestrado fue liberado al lado de una carretera enormemente transitada. Fue inesperado, y también brusco; le sacaron del maletero del coche, le quitaron la capucha –dejándole tan solo con la mordaza y el vendaje en los ojos- y le ordenaron que esperara un minuto antes de quitárselas o darse la vuelta. En menos de veinte segundos, el coche arrancó, y el hombre se descubrió libre. No sabía si habían pagado su secuestro o bien los terroristas no se habían atrevido a dispararle. Al quitarse la venda y la mordaza, notó una sensación extraña, como sintiendo una nostalgia anticipada por una situación a la que se había acostumbrado con el tiempo, y al contemplar las inánimes prendas que hasta ahora le habían privado de la vista y la capacidad de producir sonidos, celebró que le hubieran permitido conservarlas, como una especie de recuerdo de que una vez aquello fue real y que había salido vivo. El hombre observó la carretera y constató que con hacer un poco de autostop –seguramente, su imagen ya había salido en los periódicos- podría volver a casa, aunque le daba algo de recelo pensar en quién podría llevarle: al fin y al cabo, no era cosa de haber sobrevivido a un secuestro para que luego un psicópata repartiera su vísceras a lo largo de toda una carretera comarcal.
                "Claro que, pensándolo bien" (el hombre ahora libre meditó), "¿a qué estoy volviendo? Mis hijos no me hablan. Hacía tiempo que mi mujer quería el divorcio. Mi trabajo cada vez me entusiasmaba menos. En fin, ¿qué clase de vida quiero retomar?"
                El individuo miró un momento a la autopista, y luego al bosquecillo cercano.
                Tras unos instantes de cavilación, se apartó de la carretera, y comenzó pausadamente a caminar en dirección opuesta a esta última…

lunes, 13 de enero de 2014

El relato de enero: El pulmón de acero


El pulmón de acero


            El sonido se repite, martilleante y continuo, al compás incansable y maldito de una (menos de todo) sempiterna e inagotable respiración. Pero ello no me hace sentir más tranquilo, ni evita que cada vez que lo escuche, entre resuellos, me recorra por el cuerpo un estremecimiento de duda, y un instante de desasoseigo. Y cuanto más lo escucho, más le temo. Ese maldito ruido me está matando.
            Percibo al otro lado de la pared metálica, como si en aquella frontera se cerrara el infierno, el sonido terrible e infausto del incesante movimiento de la máquina. El aparato asemeja una especie de barco oxidado, un inmenso ataúd metálico, el cual permanece incólume a cada pulsación de ese fuelle cuya impresión más favorable es que va a quedarse detenido de un momento a otro, para no volver a ponerse en marcha jamás. La impresión que me da es de permanecer terriblemente macizo, aunque en realidad por dentro esté hueco, como el acorazado que se hunde cuando aún aloja aire en su interior. Por fuera de la máquina sobresale la cabeza de la persona, mientras el resto de su cuerpo (y sobre todo su pecho) permanece en el interior del sarcófago de hierro, temblequeando al mismo ritmo en que resuella la máquina. Pero casi sería más lógico, medito yo algo descarnado, que la cabeza estuviera dentro, para que pudiera contemplar su cara y sus ojos a través de una máscara transparente, de cristal y metálica. Y que yo pudiera contemplar sus ojos cerrados, sin temer que ninguno de mis movimientos provocara que se fuera a despertar...
            Siempre que llegamos, ya están dormidos. El coordinador nos da las instrucciones en la sala de enfermería, las imparte cada vez menos frecuentemente, tan sólo cuando se incopora algún asistente nuevo a la ronda de noche. Luego de esta charla, cada cual nos dirigimos a nuestro sitio, cada uno, a guardar la posición como si estos pacientes inmovilizados fueran si acaso a escaparse. Soldados vigilando estatuas. Son paradojas inherentes al oficio. Pequeñas contradicciones, que le proporcionan sentido a todo.
            El día que me explicaron el funcionamiento del pulmón de acero me hizo contemplar ese armatoste con otros ojos, tal vez de ingeniero, y llegar incluso a reconciliarme –aunque fuera desde el punto de vista mecánico- con el mismo. La verdad es que es sorprendente un aparato que es capaz de regular la presión que se ejerce en el exterior de ti, de tal manera que tus pulmones se desinflen y se expandan al ritmo del aparato, porque tus músculos, faltos de fuerza a causa del mal de la polio, no son capaces de hacerlo por ellos mismos. “De no ser por este aparato”, nos recalcaba muchísimo el coordinador, “morirían. Cada tornillo de esta máquina infernal es la vida. Rogad a los santos que todavía no os hayan proscrito por no tener que usarlo en la vida”. Y al decirlo, se persignaba, y tocaba supersiticioso el metal del aparato. Cualquiera le recordaba que lo que proporciona suerte es tocar madera.
            Pero como también nos recordaba el coordinador -“Dios creó la electricidad; fue el hombre el que inventó los fusibles”-, estos aparatos presentaban tan sólo un pequeño defecto: ejercer su función en la España de Franco. Los apagones, continuos, en mitad de la noche, en una Iberia que aún se estaba acostumbrando a dejar de temblar con la luz de una vela, provocaban el detenimiento inmediato del aparato, y con ello, de toda función respiratoria del paciente. Era entonces el momento en que a nosotros nos tocaba ejercer nuestra tarea: saltar, con automático rigor, de nuestros asientos, asir, como espadas de héroes, las palas mecánicas, desplazar, con gesto de autómata, la posición de las mismas, para que el pulmón de acero continuase funcionando, esta vez de manera inducida, así hasta que finalmente recuperáramos el flujo energético y el aparato pudiera actuar por sí solo de nuevo. El tiempo de esta situación podía variar desde unos pocos segundos, hasta las más de ocho horas que estuvo Amparito la noche que -después de robarle un sorbito al coñac que el cura del hospital guardaba en la alacena- se convirtió a posteriori en la cual (bajo juramento) bebió por última vez. Ahí dependía de la suerte, de la buena o de la mala. Nunca se sabe de cual de las dos hace más falta en la vida.
            Dentro de ese organigrama, por supuesto, cada uno teníamos nuestra función asignada. Lourdes traía los bollos y la leche. Salvador, el cura, se dedicaba dispuesto a rociar agua bendita sobre los sarcófagos (“no lo haga que lo oxida, padre”). Los pacientes arrastran el gotero con suero mientras van a llenar su frasco de orina. Y yo, por encima de todos, soy el ángel de la guardia. Yo era el trébol de cuatro hojas. Seguramente se dirán por qué digo esto: y es que todo tiene siempre sus razones.
Nunca se me ha muerto ningún enfermo que tuviera que vigilar yo.
            Mis compañeros me contemplan con una especie de envidia malsana y admiración. Los pacientes que se han enterado me lo han agradecido a veces enviándome bombones o lo que podían sacar (o no se podían permitir) de su huerta. Creo que hasta en el turno de día se han establecido leyendas acerca de dónde proviene mi excelente buena suerte, e incluso alguna mala lengua ha llegado a rumorear que ésta es producto en realidad de un pacto con el diablo. Otras almas más benévolas, empero, han llegado a hablar de milagro.
            Por supuesto que no tenía nada que ver con la suerte ni con los manoseados milagros, por mucho que el Pancracio se empeñara en pasarme el billete de lotería entre los omóplatos. El éxito, como en todo, está en saber abandonar a tiempo. Nunca he escogido un paciente que creyera que esa noche iba a morir. Tengo un buen ojo clínico, y a la hora de repartirnos las camas, sé determinar -con una cierta seguridad-, cuál se va a quedar pajarito esta noche, y cuál no. Por supuesto, están los casos evidentes, pero también los que no lo son tanto: una respiración entrecortada, un rumor mal apagado, indicios inadvertidos que apuntan cuál de estos angelitos no va a llegar hasta el alba. Consigo librarme de ellos, y luego dejo que los demás escojan para mí el que prefieran –de entre los sanos. Eso, y saber hacer trampas a la hora de jugar a los chinos. Esto siempre ha resuelto más de un problema.
            Ser un talismán me proporciona buenos beneficios. El coordinador, hombre escéptico pero precavido (ya se sabe lo que dicen de las meigas), me llama mucho más a menudo desde que conoce mi fama de pata de conejo. Eso me garantiza la continuidad en un trabajo en el que hay demasiados voluntarios, y el cual necesito imperiosamente para seguir pagando el alquiler. Por tanto, pienso mantenerme en esta situación de “hombre-estrella” todo lo que pueda, y alimentar la leyenda negra o tal vez blanca, al menos mientras siga requiriendo el dinero. Además, después de todo, no es mal oficio; se trata solamente de quedarse sentado, vigilante, y esperar. La mayor parte de las noches no ocurre nada. Otras, en cambio, son mucho más duras. La de esta noche lo iba a ser, medito con cierta nostalgia de lo que nunca ha sido, mientras contemplo en mi soledad el rostro de la persona a la que me ha tocado vigilar. Pero hoy sin embargo, y afortunadamente, ha habido algo de suerte.
            Siempre que llegamos ya están dormidos. El coordinador nos lleva, nos reúne, y nos asigna los enfermos. Lo hace repartiendo papelitos en los cuales está apuntado el número de la cama. El mío me lo entrega con una especie de dudoso presentimiento y desesperanza. Cuando me pasa el papel, me contempla firmemente a los ojos.
-No está muy bien –suspira, y me lanza una mirada resignada.
-A ver si esta vez le salva tu buena estrella.
Recojo con una hierática mirada el número que me entrega. Éste es el tipo de encerronas del que nunca puedes escapar. Acepto sin pronunciar una palabra, y me dirijo hacia la habitación que me ha correspondido.
A veces, sin embargo, me digo nada más llego a los pies de la cama del el paciente que me toca, que incluso en este clase de situaciones uno puede afirmar que le guiñado un ojo la muerte.
-Hola, Luisa –la saludo.
Ella abre mucho los ojos, sorprendida, mientras termina de hacer las camas. En ese mismo momento, justo detrás de mí, aparece Antonio, un estudiante de medicina que se presenta voluntario para la causa de vez en cuando, nada más las ojeras producidas por la falta de sueño a causa de las múltiples noches de guardia le permiten volver otra vez. Tiene apenas diecinueve años, y todavía espinillas en el rostro.
-Hola a los dos –nos devuelve el saludo ella, de nuevo con una acogedora mirada. En ese momento, yo me doy la vuelta, arrastro a Antonio conmigo de un brazo, le saco de la habitación, y le abordo con sincera crudeza.
-Te cambio la cama –le propongo firmemente. Al principio el otro duda, no considera que esté bien hacerlo, sin embargo, luego vuelve la mirada hacia la enfermera que sigue concentrada en su tarea, y finalmente asiente.
-De acuerdo –me jura. Volvemos a entrar en la habitación, sin que parezca que Luisa se haya dado cuenta, entre sus muchas ocupaciones, de nuestra brevísima ausencia.
Quizá por eso nos pregunta:
-¿Quién de mis dos héroes es el que se va a encargar de mi jovencito de ochenta años?
            Antonio da un virtual paso hacia adelante y afirma, con un cierto tono de timidez en la voz (que recuerda a gorgorito ingenuo de Serrat), el cual trata de disimular con seguridad aparente:
            -Yo.
            Y Luisa, siempre con una acogedora mirada en el rostro, se inclina hacia él, le estampa un cálido beso en la mejilla y le susurra al oído:
            -Espero que las cosas te vayan muy bien esta noche.
            Termina en ese momento de colocar por fin las sábanas –lo hace muy bien, se toma mucho tiempo, le dedica mucho esfuerzo y mucho afán a los cuidados de cada paciente-, y se aleja por la puerta.
            -Buena suerte –nos desea, y se despide con un breve gesto.
            Antonio se desploma en la silla, todavía algo descolocado a causa del shock.
            -Creo que le gusto –me afirma, visiblemente excitado.
            También sentado, no llego a negar del todo con la cabeza, con un tono demasiado neutro (no quiero dibujar escepticismo, ni tampoco un desdén amargo, simplemente una advertencia amistosa) en la voz.
            -Yo si fuera tú no me haría demasiadas ilusiones. Te saca demasiados años. Quizás esté pensando en alguien más mayor.
Porque mientras Luisa concentraba sus pupilas en Antonio, en realidad, con el rabillo del ojo, y sin que nadie lo advirtiera, a quien estaba evitando mirar a los ojos era a mí.
Permanezco aún unos minutos con Antonio, en espera a dirigirme hacia quien es desde ahora mi “bello durmiente”. Antonio es un muchacho voluntarioso, simpático, buena gente, algo apocado, necesita todavía una cierta experiencia en la vida, le falta un hervor, dirían los más viejos. Lleva varias semanas colgado de la sonrisa de Luisa, se le nota en cada tartamudeo con que responde a sus palabras, en cada restregar de manos nervioso cuando ella siquiera le roza, o le pasa la mano por el pelo en un gesto cariñoso. A Antonio no le he dicho nada de lo mío con Luisa: no es por nada personal (aunque a él qué le importa), no se lo hemos dicho a nadie durante todo este rato. Aunque tal vez no tengamos que hacerlo por mucho más tiempo.
            -Me voy con el mío –le comunico a Antonio-. Que se te dé bien la noche.
            Antonio, consciente de que se va a quedar solo, pero todavía en una nube, se despide (y al hacerlo, es casi como si se persignara) con una sonrisa tonta.
            -Igualmente –me desea.
            Camino entonces en soledad hacia la habitación que me toca. Cuando llego, la enfermera todavía se encuentra terminando de hacer la habitación. En realidad, en el caso de los pacientes con pulmón de acero éste acto es casi testimonial; se cambian las sábanas por si llega algún compañero (pero procuramos que estén solos, si el ruido de una máquina ya es un tormento, el de dos desacompasadas puede llegar a ser infernal), se deja preparada algo de agua en una jofaina, y se asegura de que las campanillas funcionan correctamente –como si fueran a estropearse- en caso de tener que pedir auxilio. Al avistar la cara de la enfemera, me quedo apoyado en la puerta, y siseo ligeramente hacia su espalda. Iria gira la cabeza.
            -No hace falta que te des la vuelta –le sugiero, deslizando el punto de enfoque de mis ojos hacia abajo-. Desde aquí tengo muy buena vista...
            Iria planta una sonrisa pícara en su rostro, y un falso mohín de ofensa. Pero no puede molestarse en absoluto. Las minifaldas que se planta están allí específicamente colocadas para provocar este tipo de reacciones. En la España de Franco, por menos de eso, ya han convocado consejos de guerra.
            -Tú siempre pensando en lo mismo –me comenta socarrona, mientras termina de alisar la colcha y colocar la jofaina con el agua. Mientras lo hace, no le echa ni el más mínimo vistazo al paciente, ni tan siquiera hace el intento de demostrar otra cosa que la más intencionada indiferencia. Es su forma de trabajar, su modus operandi; una forma de ver el mundo que le permite sobrevivir día a día en estas habitaciones sin quemarse con la enfermedad de cada inquilino, dolencias que han provocado que muchos tengan que retirarse del trabajo por depresiones, o envejecer en algunos casos al mismo ritmo que los enfermos. En eso esta enfermera se diferencia completamente de Luisa, la cual se deshace continuamente en atenciones, hasta el punto de llegar a exponerse a ella misma hasta límites que la mayor parte de los seres humanos considerarían inaceptables.
            -¿Quieres un pitillo?-le pregunto, acercando el tabaco hacia ella.
            Iria toma uno de los que le ofrezco, y se lo coloca con toda la sensualidad con que le es posible en sus labios. Después, le acerco el fuego, ella cierra los ojos mientras el cigarrillo se enciende, hace un movimiento muy curioso de los párpados al salir las volutas de humo, luego aleja el cigarrillo de su boca con dos dedos, y me encara con un aire de coquetería, apoyando la mano sobre una de sus caderas.
            -¿Qué te cuentas últimamente? Hacía rato que no nos encontrábamos por aquí.
             Yo sonrío levemente, pero me callo. Trato de hacerme el interesante.
            -Aquí, allá. Ya sabes. Manteniéndome oculto.
            Ella suelta una bocanada de humo que procura que se deslice suavemente por mi mejilla.
            -Dicen por aquí que sigues siendo la herradura de la suerte del hospital.
            Me encojo de hombros, como en un gesto de menosprecio con respecto a esa fama.
            -La gente dice muchas cosas.
            Iria tuerce irónica los labios. El humo del cigarrillo emite señales al estilo de los indios.
            -Tú siempre con tus secretos...
            Luego apaga el cigarrillo sobre un cenicero cercano, demasiado cerca quizás del paciente, y recoge su bolso.
            <<Tengo que irme>>, me dice. Que no tengas sorpresas, me desea.
            Asiento con agradecimiento. La normalidad. En este mundo tan incierto, qué mejor deseo para los otros que ésta.
            -Nos vemos mañana –le suelto.
            Iria se aleja, con un leve guiño, dejándome por fin definitivamente solo. Tan sólo yo y el pulmón de acero. Y el ente biológico, indefinido y amorfo, que tal vez aloja en su interior.
Luego me acomodo, evitando rozar con ninguna parte del cuerpo el más mínimo milímetro de la máquina o del paciente, ya dormido, colocando una silla justo a su lado, como para detectar mejor la falta de sonido del pulmón a causa de los apagones, si es que éstos finalmente se suceden. Me coloco unos cuantos cojines entre la envarada silla y la espalda, y ajusto el asiento todo lo buenamente que puedo. Como no me encuentro cómodo del todo, le robo incluso la almohada que hay debajo de la cabeza al paciente (entrecerrando mis ojos), colocando el cráneo directamente sobre la brillante superficie de una mesita, y ajustando el almohadón sobre mis ahora satisfechas posaderas. Lo único malo de este oficio, es la posibilidad de no poderte mover; al menos no demasiado. Un compañero se salió a fumar un cigarrito al pasillo, y cuando volvió a los diez minutos, su presencia había dejado de ser imprescindible. Esa persistencia ininterrumpida, esa especie de cordel invisible que se ata sobre tu cuello impidiendo alejarte de allí, era el yugo más pesado que me tocaba ejercer esa noche. Eso –no el no dormirse, a lo que ya estaba acostumbrado-, y dedicarse a soportar un ruidito molesto que era el indicativo más claro y directo que alguna vez pude encontrar de la vida. Lo cual te recuerda que ésta (después de todo), es una actividad desagradable, incierta, e inconstante, y que para cada respiración, cada mínimo movimiento, se requiere de un esfuerzo titánico y adicional...
Me recuesto entonces –evitando, como digo, en todo momento, mirar aunque sea en un descuido al paciente, para ello apoyo los codos sobre el sarcófago, como si lo hiciera sobre un animal pero sin sentir el calor sino frío, y me mordisqueo las uñas mientras tanto-, y medito sobre la última cara que Luisa (siempre a pesar de todo con una sonrisa, continuamente tratando de parecer amable, ante Antonio, ante los pacientes, ante el mundo), ha colocado ante mí. Luisa no puede disimular conmigo delante, lo sabe, hemos estado juntos demasiado tiempo como para hacerlo. Ella ya se intuye algo, hemos tenido bastante discusiones últimamente, y aunque yo me he mantenido callado, en sus lágrimas, sus silencios, y en sus puños crispados, creo que comienza a entender que esto no puede durar mucho más. Aunque no sabe ni cómo ni cuándo, es como un niño en mitad de una guerra, se siente capaz de sentir el peligro, pero no sabe exactamente de qué lado va a llegar el palo que le ha de matar. Sin embargo, yo todavía no le digo nada, tiendo a postergar el momento, me da miedo dar la puntada definitiva, porque sé que cuando lo haga, voy a herir a Luisa en lo más profundo; soy consciente de que con el tiempo, ha llegado a hacerse completamente dependiente de mí, de la misma manera en que ella se considera imprescindible para sus pacientes, y creo que en ese momento en el que le diga el “no” definitivo tendrá lugar una escena desagradable que nos va a doler a ambos y en la cual me puede llegar incluso a suplicar. Y a pesar de que trate cada día de mostrarme más insensible, no quiero que sea esto lo que suceda. No quiero, como hace Iria con sus pacientes, dejarla de lado. Y sin embargo, no se me ocurre otra manera en la que podamos cortar...
Pero es posible que sea precisamente por eso, por la abnegación con la que Luisa se comporta con aquellos a quienes el hospital ha puesto bajo su responsabilidad, por lo que esté deseando que esta relación -que lleva ya más de un año-, toque a su fin. Porque Luisa, para bien o para mal, significa la entrega. El cariño. Un compromiso muy íntimo y muy duro, que tiene como beneficio una lealtad suprema, pero que por el contrario, la exige también. En cambio, mirando hacia el otro lado, tenemos a Iria, que significa una nueva brisa, un soplo de aire fresco aunque no sea límpido, con olor a tabaco, distinto y en una orientación contraria. Implica no mirarle a la cara a los enfermos mientras les haces la cama; alivia aquellas largas noches de insomnio por aquella paciente que se te acaba de morir. Significa una relación más insustancial, más de yo vengo y tú vas, de adiós y hasta luego, de un día si no quiero no te vuelvo a ver. Permite aliviar esa opresión que tengo constantemente encima de que Luisa me necesita. Y de que mi ruptura la va a dejar destrozada. Cosa que con Iria sé, positivamente, que no me pasará.
Además, creo que a nivel sexual se notará también la diferencia. Luisa es una mujer a la antigua usanza: el sexo es una prolongación del compromiso, y por tanto, es una demostración activa de que se encuentra perdidamente enamorada; cada acto está impregnado de caricias, de besos, y de un respeto mutuo que es más que suficiente para cortarle el rollo a cualquiera. En cambio, para Iria, por lo que cuentan, es algo mucho más terrenal, mucho menos enigmático: a tí te apetece, a ella también, pues entonces estupendo, vamos allá, cuándo nos vemos. Incluso dicen que no pone reparos a sexo oral; en cambio, Luisa para eso siempre opinó que se trataba un terreno demasiado escabroso para una relación de pareja. Aunque tal y como la veo ahora, creo con bastante seguridad que aceptaría llevarlo a cabo si creyera que ésa es la única forma de salvar nuestra relación. A lo mejor se lo acabo pidiendo bajo esos supuestos: aunque en dicho caso, el problema realmente sería que me acabara diciendo que sí.
Permanezco justo al lado del ataúd de metal, y oteo (es mucho menos vergonzoso que mirar a la cara, incluso aunque esté dormido) el interior del habitáculo, a través de ese cristal que, como un ojo de buey, permite atisbar el interior. Puedo admirar el pijama estampado, y percibir, justo debajo de la tela, cómo las costillas son impulsadas a contraerse y elevarse a cada pedalada de esta inmensa cuesta que le está permitiendo subir el aparato. Pienso que podría adivinar si el enfermo es un hombre o una mujer nada más que por la forma de su silueta, pero no quiero hacerlo, me abstengo conscientemente de averiguarlo. La sola forma de su respiración asistida me indica que el paciente todavía no es terminal, que –puedo darlo por seguro- no morirá esta noche; y con eso me basta. Quizás el coordinador me eche la bronca mañana por haber cambiado mi puesto: pero Antonio jurará que fue bajo iniciativa suya, él será el que se lleve el mal trago de firmar los certificados de defunción (pobrecillo, probablemente, significará el suyo propio), y yo, mientras tanto, seguiré manteniendo reluciente mi récord de mano de santo una noche más. Y espero hacerlo por mucho tiempo...
Mientras medito sobre estas reflexiones, estiro los brazos hacia los lados y doy un bostezo, relajado. Pero cuando lo hago, un movimiento brusco me aparta la mano y casi me consigue hacer caer de la silla.
            -Ten cuidado, que me das –escucho rudamente.
            Cuando consigo recuperar el equilibrio, acierto a girar la cabeza y a contemplar a quien ha pronunciado esas palabras.
Es una mujer. Tiene el pelo corto, negro, facciones afiladas, mirada firme. Lleva prendas demasiado veraniegas para esta época del año, camisa negra sin mangas. Ojos verdes.
Se encuentra sentada a mi lado, en una silla que hace un instante tampoco estaba por aquí. O tal vez me la ha quitado. Ha aparecido de pronto, de manera desconocida, sin avisar.
            -¿Quién eres?-le pregunto-. ¿De dónde has salido?
            Ella me sonríe displicente. La chica mantiene un halo de personalidad enigmática, de esconder algún secreto que le hace gracia ocultar.
            -¿De verdad quieres que te responda la verdad?
            Me pregunta con voz grave, que tiene en parte un cierto aire de desafío. Me da la impresión de que esta chica va a tratar de vacilarme desde el principio. Es guapa, reflexiono, sin tenerle en este caso en cuenta que se ha colado en un lugar que está restringido a los visitantes.
            -Adelante –le respondo, devolviéndole el guante que me ha lanzado-. Dime quién eres.
            Ella planta entonces una expresión serena en su cara. Cuanto más la contemplo, más percibo la intuición de que en esta chica lo más destacado es precisamente lo más recóndito, lo inaccesible, la absoluta impenetrabilidad que rodea sus labios cerrados y su piel ligeramente más pálida de lo debido. No da la impresión de ingenua ni mucho menos de pretender pasar por graciosa, pero cuando me habla, lo hace con toda naturalidad, y con un eco en su voz que deja traslucir que en sus palabras se alberga la mayor inocencia del mundo. Y sin embargo, el contenido, no tiene nada que ver con todo aquello que estábamos diciendo.
-¿Yo? Soy un hada.
            Elevo las comisuras de los labios. Si es un truco para ligar, es el más tonto que he visto en la vida. Pero no importa. No me disgusta. Me decido a seguirle el juego.
            -¿Ah, sí?¿Un hada?¿No se supone que tienen sólo quince centímetros de altura, y un par de alas en la espalda?
            La chica niega muy levemente con la cabeza, siempre con el mismo imperturbable rostro, como si estuviera destacando algo obvio, comprensible para todo el mundo excepto para los idiotas. Simplemente me reprocha, con un tono a media voz, nada exaltado:
            -Deberías saber que las hadas pueden adoptar múltiples formas y tamaños. Y que la forma en que las ve cada uno depende en buena medida de cómo se imagina que son, o de cómo les gustaría verlas. Así que si has terminado ya con las preguntas tontas, déjame un cigarrillo y dame fuego, por favor.
            Elevo las cejas divertido y sobresaltado: “¿Las hadas fuman?”
            A mi pregunta maledicente contestó ella con una mirada arisca y una respuesta borde.
            -Es una cuestión tan tonta como inquirir si vosotros lo hacéis. Pásame el pitillo de una vez.
            Lo hago, y ella aspira con fruición el humo del cigarro, como si fuera el oxígeno que hacía demasiado tiempo no impregnaba sus pulmones.
            -Cómo lo echaba de menos –suspiró...
            Durante unos minutos, se hizo el silencio. La desconocida siguió fumando sin ruido, aspirando con parsimonia la columna de humo de tabaco, cuyas volutas se elevaban como pequeñas hadas con las alas ardiendo en una pira erigida por los inquisidores. Yo, mientras tanto, con mirada divertida, admiraba su cuidada manera de no hacer nada, sus gestos parcos y discretos, su forma de realizar cada pequeño movimiento con la solemnidad de las evoluciones de un sacerdote en misa, y al mismo tiempo, con el típico desinterés y falta de atención con que se arranca uno el barro de los zapatos. Y esa tranquilidad con la que se ha colado en la habitación de un paciente que –cada vez más- tiene pinta de que no tiene nada en común con ella. Me apetece interrogarle a ese respecto.
            -Bueno, y ahora en serio. ¿Qué haces aquí?¿Quién eres?
            La desconocida se encoge de hombros:
            -¿Otra vez?¿Es que hay que repetirte las cosas? Ya te lo he dicho. Soy un hada.
            La broma ya no tiene la misma gracia que antes, pero aún así, decido no mostrarme brusco con ella. Me inclino hacia su posición desde su silla, y la vuelvo a interrogar:
            -¿Y qué tal se mueven las hadas en el mundo visible?¿Revolotean sin más por entre las habitaciones de los centros estatales, o tienen que comprar una casa, pagar hipoteca y tener cuidado con la secreta como todo el mundo?
            El hada no pareció inmutarse. Le echó un vistazo a la estancia, casi como si estuviera de paso, o no supiera muy bien cómo había llegado hasta allí. Luego volvió la vista hacia mí: la insondabilidad de sus pupilas –anormalmente profundas desde mi percepción, como el abismo que se cierne desde las grietas de miles de kilómetros en mitad de las llanuras abisales- me turbó durante unos segundos. Y sin embargo, la muchacha no pareció sufrir la menor alteración en el ritmo de evolución de sus planes, desdeñando toda emoción con respecto a mis temblores.
            -La verdad, esta parte de la realidad me parece mucho más interesante que la otra. Por lo menos, cambia, evoluciona, se altera, cada vez que llego aquí os encuentro haciendo algo nuevo, como si estuviérais intentando batir vuestra propia marca a ver quién produce algo más necio que lo anterior. En todo caso –sentenció-, siempre es distinto.
            Creo que hablé demasiado pronto, antes de meditar con profundidad sus palabras.
            -Claro, en cambio en el bosque, toda rodeada de tocones de árboles...
            La otra me abonó una mirada distante, indiferente. Seguía esquivándome la trayectoria de los ojos, sin afrontarla directamente pero no por miedo, sino por el puro deseo de ningunearme.
            -De vez en cuando, es necesario sacudirse un poco el polvo de las alas. Así por lo menos no se hacen tan pesadas.
            Se hizo un nuevo y plúmbeo momento de quietud, durante la cual ella estuvo sorbiendo una invisible y –al mismo tiempo- tan sólida bebida, que a mí casi me pareció ver brillar las burbujas. Decidí cortar el hielo, y entrar al trapo.
            -Bueno, y suponiendo que fueras un hada, ¿a qué habrías venido aquí?
            Ella me mira con ojos glaucos.
            -He venido a advertirte sobre tu paciente.
            Me pareció que sonreía ligeramente mientras lo decía.
            -¿Mi paciente?¿Qué le pasa a mi paciente?¿Es que le conoces?
            La desconocida negó con la cabeza.
            -No –dijo mientras expulsaba de nuevo el humo-. Nada de eso.
Contempló las evoluciones de las volutas de humo como si se tratara de las de su propia vida.
-He venido a decirte que va a morir.
            Apuró otra calada de su cigarro, mientras creo que yo me quedaba con la boca tan abierta como un –aún incrédulo por su captura- atún recién pescado.
            -He venido a decirte que no pasará de esta noche.
            Reitera, aún con más seguridad, sin el más mínimo sentido de la compasión en sus ojos. Me desternillo en un franco arranque de risa.
-¿Ah, sí?-me cachondeo.
-Ah, sí –me contesta con un cierto retintín en la mirada.
No puedo evitarlo. Me estrumpo delante de su cara, esperando que me siga. Pero no lo hace. Se queda así, pétrea como una estatua. Lo glacial y lo insistente de su gesto me están dejando un poco cortado.
-Ah, sí, pues que yo no me lo creo –le replico, continuando el antiguo inicio de frase.
-Ah, pues que te lo creas o no no es mi misión, mi labor es tan sólo advertírtelo.
-Ah, mira, que esta broma ya está empezando a dejar de tener gracia.
-Ah, mira, ¿quién te ha dicho que esto fuera en ningún momento una broma?
Confieso que aquella respuesta, de puro simple, me dejó un poco descolocado. Comienzo a balbucear, más que de miedo, de enojo.
            -Óyeme bien –decidido ya a ponerme serio-: no sé bien qué crees que estás haciendo, ni a qué has venido aquí, pero una cosa la tengo clara, y es que este paciente tiene aguante por lo menos para una semana o dos, y que por tanto, mañana por la mañana estará fresco como una lechuga. ¿Lo has entendido?
            La otra, con el cigarrillo en una mano, arqueando en una sonrisa cínica los labios, simplemente responde:
            -Eso habrá que verlo.
            Y en ese instante, un apagón.
Tras unos instantes de duda, contemplando a la supuesta hada y preguntándome si esto es algo premeditado o pura suerte, y mientras ella me realiza un gesto calmado e inequívoco que me ordena que deje de mirarla y que mueva el culo, giro la cabeza hacia la campanilla para pedir ayuda –la cual, inexplicablemente, ha desaparecido-, y me abalanzo como un gato sobre las palas mecánicas. Son las únicas cuyo movimiento conseguirá reproducir mecánicamente el (Dios mío, cuánto lo echo de menos) insoportable mecanismo del pulmón de acero, y yo, visto el completo pasotismo de la desconocida, soy el único que puedo accionarlas, cosa que hago con todo el esfuerzo con que me es posible. Tras varios minutos en marcha, el sudor perlando a goterones mi frente, y sobre todo, la mirada glacial de la desconocida que sigue fumando y echando un vistazo distraída a otro lado, las luces vuelven, en un mágico influjo, de nuevo a funcionar.
Exhausto, la contemplo a ella, que ya ha terminado su cigarro, y lo ha depositado sobre el mismo cenicero que empleó anteriormente Iria. Y quizás en ese momento, por primera vez en todo este rato, y al volver a ponerse en marcha los mecanismos eléctricos, me doy cuenta de que en el pasillo ha habido luz todo el rato, allá afuera, que el corte del suministro de energía, ha sido exclusivamente para esta habitación. Unos instantes de confusión, de desconocimiento sincero acerca de qué aptitud adoptar en esta situación, se apropia de mi mente como si fuera una espesa niebla. Pero finalmente, decido tomar la iniciativa y pasar a la acción: avanzo a grandes zancadas hacia la desconocida, y la encaro aún de pie, desde una posición de altura.
            -¿Qué es esto?¿Qué clase de truco es éste? Si éste es un intento para sabotear el hospital...
            La otra elude la amenaza como si se tratara de la emitida por un niño pequeño.
            -No sé de qué te quejas. Ya te lo he dicho. Tu paciente morirá esta noche. No es nada personal. Es así simplemente, y punto.
            Y sigue a lo suyo, así, tan tranquila. Se queda tan ancha. Con una sangre tan fría, que le haría hervir la suya a cualquiera.
            -No tiene derecho a estar aquí –dejo de tutearla, me tiembla el labio de miedo, con la misma intensidad que a un caniche en el polo cantando flamenco-. Dígale a quien esté allá afuera controlando los fusibles que...
            -Creo que tienes problemas más importantes a los que atender –me avisa tranquila señalando con un dedo.
Y nada más decirlo, a continuación, vuelven a desplomarse las luces.
            Me abalanzo sobre las palas mecánicas, y emito con todas mis fuerzas un grito de auxilio. Pataleo, aúllo, vocifero, me desgañito con todas mis fuerzas.
            -No servirá de nada –me advierte con una aterradora serenidad ella-; nadie te va a escuchar. Por más que lo pidas, nadie acudirá en tu ayuda. Y si sales más de dos minutos por esa puerta, créeme, tu paciente morirá. Eso, te lo prometo.
            Y me mira con la misma impenetrabilidad e indiferencia con la que me ha contemplado durante todo este tiempo.
-No puedes salir de aquí –concluye mientras yo sudo la gota gorda accionando las palas, sin el más mínimo sentimiento, como una revelación no demasiado importante-: estás atrapado.
            Un sudor frío recorre mi cuerpo mientras constato que es cierto, que es verdad, que nadie responde a mis alaridos, que pese a hallarme en un hospital lleno de enfermos y de compañeros haciendo su turno, parecen como si todos hubieran desaparecido.
            ¿Cuántas veces ocurrió esto a lo largo de la noche? Tres, cuatro, diez, mil doscientas. Todas en idéntica manera, cada una en el mismo sentido, yo al borde del colapso encima de lo que en estos momentos representa -y es más real-, que los mismos pulmones del paciente, el hada (si finalmente lo es) allí, sentada, plantada tan irreal como una palmera en mitad de la M-30. Ajena a mis sudores o los estremecimientos los cuales –si estuviera consciente y no a punto de entrar en coma- emitiría el enfermo, impávida ante el miedo y ante la ira, sin sufrir por el cielo o el mundo, mientras yo, con cara de odio, la miro cada vez más enrabietado, suspiro cada vez para mis adentros, y mascullo con insana ira, “No sé ni qué maldecir”. Pero un único propósito, un solitario sentimiento me hace abstraerme de esa rabia, o concentrarla aunque sea al menos en un solo punto, y volver, una vez más, a pesar de la impotencia, a la suave impaciencia de las palas mecánicas: y es un pensamiento que me cruza, y que no puede apartarse de mi mente.
            No se me ha muerto un solo paciente a lo largo de todo este tiempo. Y no pienso dejar que éste sea el primero.
            En un momento determinado, la presión empezó a ceder, el ritmo precipitado a decelerar. Tuve la oportunidad de sentarme un poco, de recuperar algo de aliento, y cuando lo hacía, me sentaba al lado del hada, y aún con las sienes latiéndome y las mejillas rojas, le preguntaba lo único que se me pasaba por la cabeza:
            -¿Por qué?¿Por qué?
            Ella, ante esta pregunta, no me responde. Tan sólo una sonrisa compasiva –por fin, al menos un atisbo de humanidad en su bello y tétrico rostro-, y un encogimiento leve de hombros. En un momento determinado, y como hastiada de mis continuas repeticiones, se decide por fin a contestar:
            -Vamos, no lloriquees. No es tu paciente. Sólo es un pulmón rodante, que un día, como todos, se parará. ¿Qué más da que sea en tu turno o en el del siguiente? No tiene ninguna importancia.
            Yo sabía que tenía razón, pero aún así, tenía una sensación inminente de que aunque todo esto fuera verdad, no me agradaba perder.
            Durante todo ese tiempo, tuve en algunos momentos que abstraerme, que olvidarme durante unos segundos de que el hada se encontraba allí, y pasear de un lado a otro con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, rozando con la punta de los dedos las paredes blancas de cal como si éstas significaran para mí una especie de cordón invisible que me mantuviera indisolublemente unido a esta habitación de la que, a menos que pretendiera perder para siempre a mi paciente, no podía separarme. Y esto aconteció hasta un momento determinado, en el que giré la cabeza, y me di de repente cuenta de que aquella presencia perturbadora había desaparecido de la habitación, y me había dejado solo. Completamente agotado, me senté en el lugar que hasta hace sólo unos instantes el hada había ocupado, y me pasé la mano por el pelo, comprobando que éste se encontraba empapado en sudor, a pesar de que por mi cara y por mi frente pasaba demasiado frío. Durante esos preciosos minutos (los cuales llevaba sollozando a la providencia en las últimas horas), traté de tranquilizarme, de no pensar en la situación que estaba viviendo, llegar a imaginar que esta noche era una normal, cualquiera, una de tantas, que todo esto no estaba pasando, que por un segundo, podía apoyar la cabeza sobre el brazo del sofá, y tal vez descansar...
            Pero en ese efímero y breve instante, y ajeno a toda posibilidad de tregua, un movimiento procedente del otro lado del sarcófago acorazado y carente de sueños me hizo levantar la cabeza. Y asistir, inmóvil desde mi asiento, a cómo por primera vez en toda la noche la persona por la que había estado velando durante todo este tiempo emitía un movimiento, y comenzaba por primera vez a hacerme creer que se hallaba de verdad viva.
            Era definitivamente –se despejaba por fin la duda-, una mujer. De cuarenta y demasiados años. Tenía el pelo castaño muy claro, con tintes anaranjados, tal vez alguna cana de color gris plateado que parecía dibujada a pincel le cruzaba como un relámpago los cabellos; las arrugas comenzaban a hacer una ligera mella en un excesivamente maltratado rostro, a causa sin duda de la enfermedad, pero a pesar de todo aún se conservaba maquillada, probablemente por los esfuerzos de alguna abnegada enfermera, la cual sin duda alguna, no había sido Carla. En esos momentos, levantaba la cabeza con gran esfuerzo, con toda la voluntad con que le era posible, agitándola suavemente de un lado a otro presa aún de la confusión propia del recién despierto, haciendo oposición contra la pétrea rigidez de su propio cuello, y contra la inmovilidad añadida que le hacía encontrarse encerrado en el inmodificable pulmón de acero. A duras penas, y sin ninguna ayuda, consiguió elevar la cabeza en un ángulo de noventa grados con respecto a su propio cuerpo, y en una posición sumamente incómoda, mirarme fijamente por primera vez a los ojos.
            Las primeras palabras le costaron. Tenían aún el sabor resacoso de una inmensa sequeda de boca.
            -¿Dónde estoy?¿Esto ya es el infierno?
            Yo sonreí, con cierta sorna. A pesar de mis ropas completamente blancas e inmaculadas, probablemente tenía menos pinta de ángel que cualquier otro momento de mi vida. Luego esa misma mujer negó con un suspiro mientras inclinaba de nuevo la cabeza hacia atrás.
            -Ah, no. Todavía tengo acoplado este inmenso armatoste. Así que aún no debo de haberme muerto.
            Yo negué con la cabeza.
            -No, en realidad está muerta. Lo que pasa es que el inmenso armatoste te acompaña en las primeras fases del viaje. En cuanto te despiertes, después de volverte a dormir, te encontrarás por fin libre de él. O tal vez no.
            La otra sonrió con sarcasmo. También se dió cuenta en esos instantes de que la almohada dispuesta para su cabeza estaba sirviendo de sostén para mi culo. Creo que mostré una expresión profundamente avergonzada. Quizá no por lo que había hecho, sino porque me pillaran.
            -Uf, menos mal –me dijo ella, sin embargo, respondiendo a la frase que le había dicho-. Me siento muy aliviada.
             Le coloqué la almohada bajo los cabellos, y por un momento sentí que lo que me había dicho era real.
            Durante unos instantes la contemplé callado, sereno, con sus largos cabellos apoyados sobre la almohada y la cara todavía congestionada por el cansancio al haber realizado ese ímprobo esfuerzo de levantar la cabeza. El pulmón mecánico, mientras tanto, seguía funcionando, pero esta vez era distinto, al contemplar cómo lo hacía mientras ella se movía, hablaba, pensaba, simulaba que todavía poseía una vida independiente de aquel ritmo inalterable que imprimía el desangelado e inagotable artefacto mecánico. Yo pensé en los primeros momentos en que esta mujer tuvo que sufrir el adaptarse a una presencia ajena a la suya, una presencia que la poseía y hasta tal punto la invadía, sentir cómo el mismo esfuerzo de respirar (al entrar en disonancia con la cadencia del aparato), provocaba que en su lucha lograra ahogarse, como en un vaso completamente vacío de agua, asfixiarse en un mar de desvaída nada, finalmente asumir que suspiros, canción, miedos, anhelos, deberían no ser suyos, sino los que fuera a determinar el compás de la máquina, y simular acaso que era ella la que se lo permitía, cuando era la máquina, en realidad, la que quisiera ella o no, finalmente triunfaba. Y luego la miré a la cara, miré sus ojos, esta vez cerrados, silentes, cansados, y a través de ellos, y de sus oídos sólo aparentemente dormidos, le pregunté:
            -¿En qué trabajaba antes de que empezara todo esto?
            La mujer abrió por fin los ojos, y se volvió, sólo el cuello, lo único que le permitió el pulmón de acero. Y con un confort calmado, me respondió:
            -Era maestra. Profesora de música. Daba clases en un instituto. Oiga, ¿de qué se ríe?
            Yo me disculpé, aún entre risas escondidas, apagando el humo de un cigarrillo imaginario.
            -No, nada. Es que yo no era muy aplicado en clase. De hecho hacía muchos novillos. Sobre todo en clase de música.
            La otra sonrió comprendiéndolo todo en un susurro.
            -Ya. Seguro que era para estar haciendo diabluras con una chica, ¿verdad? Lo sabía. Reconozco a ese tipo de alumno cuando lo veo.
            Y me guiñó un ojo muy rápido, de tal manera que casi ni se vió. Pero el impacto quedó en el aire por unos momentos. Creo recordar que en esos momentos refugié parte de mi cara entre las manos, y entre la incredulidad y la risa, vertí alguna lágrima suelta. El agotamiento y la crispación de tantas horas acababa por desahogarse por alguna parte, como un traje demasiado apretado que acaba explotando por una costura, y se desparramaba ahora como un río de aguas fecales que hubiera encontrado el camino expedito hacia el mar. Emití un suspiro ahogado, y apreté los puños contra los dientes. Dios sabía lo cerca que habíamos estado de la muerte en las últimas horas, y a pesar de todo esa señora, se dedicaba a hacer bromas y chistes delante de una persona a la que hasta hace tan sólo unas horas no le importaba un pito su vida, salvo por lo que pudiera repercutir en su sueldo.
            -¿En qué piensas, muchacho? Te veo muy reflexivo. ¿Has pasado una mala noche, quizás?¿Te he dado mucho la lata?
            Aún riendo y llorando, negué con la cabeza.
            -No. En absoluto. Ha sido una balsa de aceite. Ande, cuénteme algo –le propuse pretendiendo desviar la atención-. Las profesoras siempre narran anécdotas bonitas. Una historia curiosa, interesante.
            Y la señora no pareció extrañarse, todo lo contrario, elevó la cabeza de nuevo como recurriendo a un cuento ya relatado más de mil veces, y simplemente empezó:
            -Esta historia se la suelo contar de vez en cuando a mis alumnos, acompañada de algo de música. Es un cuento de hadas, pero no uno convencional, de ésos tan empalagosos que se han puesto tanto de moda. Éste, por mucho que algunos les pese, es así de descarnado, es así de peligroso: es así porque es real.
>>Hace mucho tiempo, en un país muy lejano, en lo más recóndito del más oscuro bosque, en su más pequeño árbol, nació un hada. Un hada conocida por su excepcional gracilidad y belleza. La gracilidad, lejos de constituir una característica que los necios humanos tienden a considerar como un aderezo gracioso al simpático tintineo del entrechocar de las alas, es una cuestión vital, casi diría que hasta mortal para las hadas. Pues mientras que a las más ligeras se les permite salir de los tocones del árbol y libar, de rama en rama, de los placeres del vuelo y de natura, aquellas a las que les ha tocado sufrir la diferencia de esos pocos, escasísimos décimos de gramos de más, les inducen a descender a las profundidades de las cavernas subterráneas en las que habitan las hadas cuando nadie las mira, pues sólo su trabajo incansable y continuo en el subsuelo más oscuro será el único recurso capaz de garantizar la estabilidad de la gruta, impidiendo que todo ese complejo entramado que les soporta –y con ello el completo mundo vivo que les rodea- se colapse hasta su destrucción.
>>Pero este hada tan etérea, tan danzante en sus evoluciones como una pluma deslizándose de un rincón a otro, llegó por ello también a las profundidades que sus compañeras solían evitar, y por ello contempló el sufrimiento de sus pares, condenadas por un injusto sistema de castas. Algunas de ellas, desesperadas por no contemplar jamás la luz, ajadas sus alas por la falta de uso, huyen hacia el territorio de los hombres, encarnándose en niños pálidos y enclenques. Son los llamados feéricos, y su apariencia de fragilidad, de seres del inframundo, hacen que sean inmediatamente identificados como “hijos de las hadas”. Nuestra princesa, desdichada por el engaño de un mundo al que había creído amar, huyó por el mismo camino, pero su apariencia esbelta le permitió sobrevivir sin estigmas en el ámbito de los seres humanos.  Parecía simplemente un niño tranquilo, excesivamente tranquilo, casi no hablaba, pero como no se metía con nadie, la gente le dejaba estar. No obstante, siempre sintió que aquél no era su sitio, y por eso buscó constantemente un refugio en el que sintiera que ése era su lugar...
>>Un día, ese niño, en una de sus habituales excursiones entre la naturaleza, se adentró en lo más profundo de una cueva. Al hacerlo, llegó hasta la orilla de un inmenso lago, rodeado de estalagmitas y aterradoras estalactitas... Se introdujo en el lago, y al contacto con el agua, volvió a adquirir la apariencia de un hada y de nuevo, y bajo la oscura superficie de las aguas, comenzó otra vez a volar. Y allí, encontró para su sorpresa todo un universo de ninfas acuáticas, las cuales, ajenas a la nimiedades como la gravedad o el peso de los cuerpos, vivían iguales en un entorno en el cual sin embargo (todo en esta vida tiene un pero) habitaban en la oscuridad. Sin embargo, esto no era problema para ellas. Los roces, las caricias, todo aquello que los seres mágicos también necesitan, para crecer, evolucionar, para sobrevivir, se obtenían mediante contactos esporádicos, generalmente entre dos, raramente tres o como mucho cuatro, en los cuales se proporcionaban lo que necesitaban, sonreían, y se iban, habiéndose quedado todos satisfechos, cada uno a su lugar. Eran encuentros casuales, azarososo, necesiariamente anónimos, casi diríase, dada la eterna nocturnidad del acontecimiento. Pronto nuestra hada se habituó a su presencia en este mundo, y de alguna manera, creyó que era feliz.
>>Pero un día, en uno de esos encuentros, encontró una ninfa que le parecía especial. No supo decir por qué, quizás encontró un lóbulo de más en alguna de las orejas, o los cabellos demasiado cortos, o tal vez el ausente ruido que hacían sus alas al entrechocar con el agua. El caso es que supo que era distinta, y quién sabe si real, y sintió un dolor punzante al alejarse de su lado. La buscó por todas partes, luego preguntó por ella a todos los que iba encontrando, desechaba desde entonces los contactos sexuales, para despecho y hasta enojo de sus iguales, los cuales, hastiados de sustituir su gozo por una pregunta tonta, todos le supieron decir lo mismo: que quizás hubiera huido, o estuviera llorando, o que alguno de los muchos depredadores de hadas, en una caza horrible y hambrienta, la hubiera por fin encontrado. Qué más da que da lo mismo. Porque en un mundo sin diferencias, sin distintivos, sin órdenes que impliquen clasificaciones, en un mundo sin nombres, todo lo que se refiera a un solo individuo ni tan siquiera es posible poderlo explicar.
Y la profesora de música calló, exhausta a causa de mantener la cabeza elevada sobre su cuello, y de tanto esfuerzo. Después, dejó reclinar de un golpe la cabeza hacia atrás, y casi inmediatamente, cerró los ojos. Comprobé las constantes vitales. Sin duda alguna, seguía viva. Le recosté de nuevo la cabeza sobre la almohada (de tanto trajín subiendo y bajando, se le había descolocado un poco), y la dejé descansar.
Y de repente, ya de nuevo sumido en la tranquilidad de mi isla, me puse a pensar. Pero no en la patética leyenda que me había contado (por supuesto que era mentira que se lo narraba a los niños, ¿qué se creía?, por mucho menos han echado a profesoras de los colegios menos católicos), ni en el hada capulla que había decidido darme por culo esa noche, sino... La verdad, no lo sé, no sé en qué me puse a pensar. Lo que sí sé es que, por primera vez en todo el tiempo que llevaba trabajando allí, el sonido del pulmón de acero ya no se me hizo desagradable, monocorde, sino hasta cierto punto... Familiar. Y dejé de pensar en él como un aparato insensible que nos revelaba hasta qué punto y por las enfermedades del cuerpo dejamos todos de ser humanos y nos convertimos en máquinas (poniéndonos quizás a tono entonces con el universo que estamos creando a nuestro alrededor), sino que me fijé en él como el artefacto mecánico que había posible que esta mujer se levantara en mitad de la noche y le contara una mentira de mierda a un desconocido que le había robado la almohada y a quien no le daría la hora de encontrárselo en un supermercado. Qué más da que da lo mismo. Lo hizo porque había querido así.
Pero allí estábamos nosotros dos, en aquella noche maldita. Y una enfermedad muy puñetera, que la había lastrado a ella en cama. Y a mí con mi llegar a final de mes, y al resto del mundo aguantando quiéranlo o no a los dictadores y los bombazos, y sobre todo, y por encima de todo, la posibilidad de un contacto... Un encuentro casual.
Porque el mundo es un lugar duro, al que todos los días nos cuesta aclimatarnos. Porque los dos queremos dormir, y preferimos hacerlo acompañados. Y porque entre la jerarquía pétrea e incólume de las cuevas enterradas y el oscuro anonimato silencioso que proporciona la noche olvidada, puede hallarse entre las rocas, atisbando por entre las aristas de los huecos, un camino intermedio, una huida hacia la luz, un remedio, que nos proporcione un descanso, y un breve momento de paz. Porque ese instante fugaz que no dura ni medio segundo y merece por tanto dejarse pasar, es precisamente por eso tan valioso, por no ser eterno, y de no ser por nosotros tan sencillo e indoloro de olvidar. Porque todos hemos dependido alguna vez en la vida de un pulmón de acero; y ni siquiera los apagones pueden hacer deslucir el bruñido del dorado y brillante metal.
El sol fue saliendo poco a poco por entre las persianas entrecerradas. A Antonio le sorprendí todavía durmiendo, cuando le desperté algo brusco y le dije que ahuecara el ala y se cambiara de sitio, dejándome a mí un paciente que justo unos instantes después se moría, pese a lo cual, impertinente, el pulmón de acero se negaba a dejar de funcionar.
Muy pronto se despertará el resto del mundo. Dejaré de estar solo en mi mundo de hadas, tendré que firmar un parte de defunción y veré entrar por la puerta a una enfermera, quizás a Amparo, quizás a Luisa o tal vez a Iria, la cual me contó una historia rara anoche, y que me ha hecho soñar fantasmas en lugar de dormir. No sé cuál de las dos es la que va a entrar. Y a decir verdad, y a pesar de la relevancia del nombre concreto –que al contrario que a las hadas, me incumbe más porque acaba de adquirir un mayor peso-, no me importa. No me puede volver a importar...
Me siento inestable conforme ando. Me caigo. Cada paso cuesta un poco, soy como un niño empezando andar.
Hoy en cierta medida, siento que estoy aprendiendo de nuevo a respirar...

miércoles, 1 de enero de 2014

El libro y la historia real de enero: "Arthur & George", de Julian Barnes.

Este libro se hizo relativamente famoso hace unos años, pero esa no es razón para desmerecer una reseña si el texto es interesante, y a fé mía que lo es, como hubieran dicho algunos de los contemporáneos de George E.T. Edalji y Sir Arthur Conan Doyle, los dos protagonistas de este relato ambientado en los inicios del siglo XX. El uno, un desconocido abogado de provincias a quien vienen a atormentarle los fantasmas de su origen; el otro, un afamado escritor conocido universalmente por haber creado al detective más famoso de todos los tiempos, el inigualable Sherlock Holmes. Y sin embargo, dos personajes aparentemente tan lejanos van a cruzarse por un mismo motivo: hacer justicia. Ésta es la historia, la cual parecía enterrada en el olvido del tiempo, que Julian Barnes ha venido a resucitar.


En principio, no cabe imaginar dos caracteres más distintos que los de Arthur Conan Doyle y George E.T. Edalji. El uno es activo, vigoroso, emocional, con un aire siempre aventurero, explorador en el ámbito de la medicina, la literatura e incluso lo paranormal. El otro, en cambio, es retraído, frío, solitario, hipersensible, ligeramente pedante, con un puntito que los lectores actuales calificarían incluso de "friki" (apasionado de la legislación ferroviaria, incluso escribe una guía dirigida a los viajeros del tren para que conozcan sus derechos. Desde luego vende muchos menos ejemplares que Doyle con sus relatos de Sherlock Holmes, pero eso no disminuye su orgullo por ello ni tan sólo un ápice). No obstante, ambos tienen una cosa en común: a pesar de que los dos habitan en Inglaterra, ninguno es cien por cien inglés. Arthur Conan Doyle ha nacido en Escocia. El padre de Edalji, un poquito más lejos: en la India. Esta novela nos retrotrae a la época en que Gran Bretaña era el mayor imperio que han conocido los tiempos y no (como antes o ahora), una simple isla alejada del mundo e implicada tan sólo en relativamente menores conflictos regionales. Bajo este vasto territorio, sin embargo, como ocurre con casi todas estas grandes extensiones de tierra, se agrupan distintas etnias y nacionalidades. La narración oficial -con Ruyard Kipling como máximo exponente a la cabeza- habla de la eternamente majestuosa grandeza del imperio, y del orgullo de pertenecer a ella por parte de cada uno de sus miembros; la intrahistoria que bulle por dentro, sin embargo, nos indica que por muy magnífica que pareciera por fuera o por dentro esta estructura, no todos sus componentes tenían por qué llevarse bien. Ese fue, precisamente, el problema que sufrió Edalji, y el que sirve de punto de partida al relato.

Todo comienza cuando unos inquietantes mensajes anónimos empiezan a llegar a la vicaría donde reside George y, de manera simultánea, extraños sucesos y actos vandálicos se suceden en la bucólica región campestre donde ésta se localiza. Mutilaciones de ganado, misteriosos robos de objetos que aparecen en lugares sin sentido, bromas pesadas que resultan gravosas para la familia Edalji y sus conocidos, y -para incrementar más todavía la perturbación-, amenazas de asesinato dirigidas a mujeres jóvenes o a miembros concretos de la comunidad. Buena parte de las cartas anónimas que llegan a los implicados mencionan el nombre de George Edalji, en lo que parece un acoso despiadado y sin límites a esta persona. Sin embargo, la policía, preocupada ante el escándalo que todos estos sucesos están generando en esta pacífica zona rural, se deja guiar por los prejuicios y las habladurías, y detiene a George Edalji como autor de los sucesos. Este joven abogado de origen parsi, que se considera inglés hasta la médula, confía en que la justicia aclare su inocencia. Y sin embargo, el sistema en el que tanto había creído permite que le juzguen, le condenen y le encierren en prisión. Pero George está decidido a limpiar su nombre, y pide ayuda a todo aquel que pueda proporcionársela. Entre ellos, está un hombre que se ha interesado por su caso: el autor de los relatos de misterio favoritos en Gran Bretaña, sir Arthur Conan Doyle.

El libro traza un paralelismo, desde el principio, en la evolución de dos individuos completamente distintos ("dos maneras de ser inglés", ha llegado a comentar una crítica), hasta el suceso que inesperadamente les une y provoca que sus vidas se unan. Julian Barnes disecciona el carácter de ambos personajes en un amplia esfuerzo de documentación, aportando numerosos detalles que si bien le dan abundantes notas de color al texto y sirven para ayudarnos más fácilmente a penetrar en la mente de los protagonistas, a veces resultan saturantes, dando la sensacion (quizás cierta), de que Barnes emplea la excusa del misterio Edalji para relatarnos la biografía tanto de George como de Arthur, así como una serie de circunstancias: los diferentes parámetros de refernecia en torno a los cuales se mueven las actitudes vitales de los ciudadanos ingleses a principios del siglo XX (el honor, la confianza en el progreso científico), la falta de profesionalidad de las fuerzas policiales y la judicatura en esta época (muchos de cuyos defectos puso de relieve este caso), o las actitudes ignorantes y mezquinas de los toscos vecinos de Edalji, tan alejadas del estereotipo inglés del gentleman irreprochable. Barnes, a su vez, le presta atención a aspectos como la tormentosa vida sentimental de Arthur Conan Doyle o su controvertida relación con el espiritismo, que le llevó -como en casi todo lo que se metió- a convertirse en un adalid de este movimiento. El autor, además, construye un relato inteligente y bien trabajado, en el que juega con las palabras (destacándolas en un contexto para luego dejarlas caer sutilmente en el otro, sirviendo además este tipo de artificios para recalcar las diferencias entre los dos personajes principales), y resucita, como ya ha mencionado algún crítico, un episodio histórico que parecía olvidado y muerto para dotarlo de una espumeante actualidad. Y es que una buena historia de lucha contra la injusticia nunca se pasa de moda. ¿El final? Allá se encuentra esperándoos.