lunes, 23 de septiembre de 2013

La historia real de septiembre: Una nueva visión de los infiernos

Normalmente, cuando me pongo a escribir estos posts acerca de acontecimientos reales, tengo en cuenta una serie de reglas. Procuro exponer sucesos no excesivamente conocidos, y de los que sólo os podáis enterar a través de vías no demasiado expuestas (por tanto, no suelen valerme aquellas historias publicadas por Internet, a no ser que pueda expresarlas en una combinación o manera que no pudierais hallar en ninguna web individual), procurando tener a mano varias fuentes de información para contrastar. En este caso, sin embargo, y debido a la falta de información disponible acerca de este tema, mis fuentes se limitan prácticamente a un único libro. Sin embargo, por un lado, la dificultad de adquirirlo (se trata de la transcripción de una serie de conferencias que impartió Jorge Luis Borges  en la Universidad de Belgrano entre 1978 y 1979, en las que trató otros temas tan sugerentes y propios del escritor argentino como El libro, La inmortalidad, El cuento polical o El tiempo), y, por otro, el hecho de que las referencias de Borges son los cuasi desconocidos textos del propio protagonista de nuestro relato, Emanuel Swedenborg, aparte de los comentarios de autores anglosajones cuyos manuscritos concretos son asimismo difíciles de localizar en nuestro entorno (Ralph Waldo Emerson es la principal referencia del escritor; Henry James, Hellen Keller o Coleridge también opinaron sobre las teorías de Swedenborg), creo relevante exponer a la luz su extraordinario caso a pesar de contar con tan pocos puntos de apoyo. No obstante, guardo la esperanza de que algunos comentarios y relaciones que aquí establezco le darán valor suficiente a este artículo, aunque os recomiendo que, si podéis, os vayáis al texto primigenio de Borges (que yo encontré, publicado por Alianza Editorial bajo el título de "Borges oral", en una Feria del libro antiguo en Madrid), o incluso, si es posible -como recomendaba siempre el escritor argentino y experto en literatura anglosajona-, a los textos originales.

Borges comienza diciendo: "Voltaire dijo que el hombre más extraordinario que registra la historia fue Carlos XII. Yo diría: quizá el hombre más extraordinario -si es que admitimos esos superlativos- fue el más misterioso de los súbditos de Carlos XII, Emanuel Swedenborg". Borges también tiene su opinión particular sobre los acontecimientos acaecidos en los países nórdicos. Afirma que una suerte de destino trágico lleva a que algunas de las hazañas más preclaras de la humanidad sean llevadas a cabo por habitantes de los países escandinavos y, sin embargo, éstas pasen desapercibidas para las páginas de la Historia. Los vikingos descubren América, y no pasa nada; los islandeses crean el género de la novela, y nadie se da cuenta; Carlos XII realiza hazañas dignas de un Napoleón, y se le ningunea, etc, viene a expresar el escritor ya ciego en el momento en que pronuncia estas palabras. Sólo así se explica, según él, la ignorancia acerca de las teorías de este hombre, uno de los teólogos más originales de la historia, y quizás, en mucho sentidos, el más esperanzador. Pero quizás esto lo veamos conforme diseccionemos su propia biografía.


Una de las cuestiones que más se encarga de destacar Borges acerca de la vida de Swedenborg es la variedad de disciplinas a las que este sabio de la Edad Moderna dedicó su atención: astronomía, cristalografía, biología, geología, química, ingeniería... Sus estudios se aproximan a los futuros inventos del submarino o el avión, viaja por toda Europa (especialmente larga su estancia en Londres, donde falleció) manteniendo relación con investigadores tan preclaros como Newton, y toca temas tan apasionantes y punteros en su tiempo como las glándulas endocrinas, la psicomotricidad, o la circulación sanguínea. El conferenciante se encarga sobre todo de subrayar el carácter eminentemente práctico de sus investigaciones: tanto, que una vez le ofrecieron una cátedra y la rechazó, porque su pensamiento se dedicaría entonces a la pura especulación teórica, y él quería concentrarse de manera exclusiva en la investigación de descubrimientos que pudieran ser aplicados. Esto es muy importante para luego entender el contraste con que, a los 56 años, tenga una visión y lo abandone todo para exponer un nuevo sistema religioso. ¿Por qué un hombre tan pegado a la ciencia y a la evidencia, tan eminentemente pragmático, iba entonces a mezclarse en discusiones metafísicas acerca de cuestiones celestiales?

A Borges también le choca: y viniendo esto de alguien que ha expresado algunas de las más tormentosas y retorcidas dudas religiosas (no he visto mejor versión del decimosegundo apóstol que la que él defiende en Tres versiones de Judas), esto no es decir poco. Un hombre cabal, racional como Swedenborg, se desmarca de toda su biografía anterior confesando que un día cualquiera, un hombre, un mendigo que pasaba junto a su morada en Londres, y por el Swedenborg que manifestó una inmediata empatía, se le acercó y le confesó que era Jesucristo, revelándole una serie de hechos e instándole a compartir su verdad con el mundo. Pero lejos de los místicos tradicionales, que tienden a pasearse desnudos relatando visiones más o menos oníricas sobre lo que han visto, Swedenborg permanece en calma: se toma su tiempo. Analiza, calcula y después de mucha meditación, finalmente expone sus conclusiones en un libro. Y lo más curioso de todo, explica Borges, es que no te lo cuenta (a semejanza de otros supuestos profetas cuyas sorprendentes verdades les han sido reveladas por Dios) como una especie de fenómeno milagroso por el cual la esencia del Creador les invade completamente cuerpo y espíritu hasta dejarles completamente inundados de gracia y consciencia, no: Swodenberg lo describe como un espectador objetivo. Como un explorador del inframundo. Alguien que hubiera visitado esos lugares y hubiera realizado una crónica fiel, cual Livingstone o Marco Polo, de lo que sus ojos han contemplado directamente. Su texto, en definitiva, es una guía de viajes. Lo único excepcional de todo esto es que el país que visita es la inmortalidad.


Y también es sorprendente la visión de Swodenborg en cuanto a su contenido. Porque, de acuerdo a él, el cielo y el infierno no son lugares fuera de nuestras percepciones y a los cuales nos vemos condenados según nuestras actos en vida. Sobre lo primero ya hablaremos, pero en cuanto a lo segundo, lo más impactante es que el cielo y el infierno... se eligen. Lo primero que ocurre cuando morimos -esgrime el autor sueco- es que no pensamos que estamos muertos (a alguno seguramente le sonará esta hipótesis). Luego, poco a poco, nos damos cuenta de que algo es distinto porque empezamos a percibir con mayor nitidez las sensaciones procedentes de nuestros sentidos: los colores son más intensos, los alimentos más sabrosos, más ricos y variados los sonidos. Como indica Borges de boca de algún autor clásico, nada parece probar que la expulsión del Paraíso debiera haber mejorado la capacidad de nuestros órganos de los sentidos sino, más bien al contrario, hacerlos peores. Entonces, el fallecido recibe la visita de una serie de personas que a él le parecen normales; sin embargo, algunos de ellos son seres angélicos, y otros son seres demoníacos. El individuo, después de numerosas conversaciones, tenderá naturalmente a marchar con aquellos que se asemejen más a su propio carácter. Así pues, uno no se vería obligado a dirigirse al cielo o al infierno, sino que se desplazaría hacia allí como una forma natural del sí mismo.


¿Qué es el infierno? Pues el infierno está formado de acuerdo con el tipo de personas que lo pueblan. Los individuos que habitan en él tienden a desconfiar unos de otros, y pretenden hacerse con el poder. Por tanto, el infierno es una escaramuza continua donde no hay un Lucifer o un gran demonio, porque todos pugnan por hacerse por el control. Y lo hacen, porque aquel es el destino que corresponde al tipo de carácter al que pertenecen. Dios, pues, no les condena al infierno para que sufran: los deja permanecer en el infierno, donde pueden hacer lo que les entretiene. Les permite estar allí porque, en realidad, es lo único que les hace felices. ¿Y en qué consiste sin embargo el cielo? Pues es un lugar donde toda la gente que la habita es de natural bondadosa, así que buscan, de manera espontánea, ayudar a otros. Y en eso consiste el cielo, un lugar donde todos colaboran entre ellos, procurando su recíproca felicidad. En ese sentido, me recuerda a uno de los pensamientos que nos leían por las mañanas en mis clases infantiles en un colegio de la orden de La Salle: "el infierno es un lugar donde las cucharas son demasiado largas y la gente sólo las puede agarrar por el extremo, de tal forma que ninguno se las puede apañar para comer; en cambio, el cielo es un lugar donde las cucharas son demasiado largas y la gente sólo las puede agarrar por el extremo, pero la gente se dedica a dar de comer al de enfrente, de tal manera que todos se alimentan". Cada uno se encuentra, pues, donde tiene que estar.


Original también es la forma de vida que debemos llevar, según Swedenborg, para acceder al cielo. En contraposición a la clásica tradición cristiana (y sobre todo católica) donde deben ser la abstención, el ayuno, la consagración a Dios, las virtudes que te llevan a su lado, Swedenborg concibe el cielo como una serie de conversaciones infinitas de gran nivel intelectual entre los ángeles y, por tanto, afirma que la mejor manera de estar preparado para este día es mantener durante toda nuestra existencia un alto nivel de actividad mental y de adquisición de conocimientos para así poder dar la talla en el inframundo. Relata casos concretos, como por ejemplo el de un hombre que se había pasado toda la vida simplemente pensando en Dios y, cuando llegó allá arriba, no tenía nada interesante de qué discutir con sus compañeros. Ante esta situación, las criaturas celestiales, apenadas, decidieron enviar a este pobre desdichado al único lugar en el que podía ser feliz: el desierto, donde podría adorar continuamente a un Dios con el que, sin embargo, era incapaz de conversar.

En ese sentido, describe Borges, la teología de Swedenborg cuadra con la posterior de William Blake, quien seguramente -afirma el escritor- llegó a una conclusión parecida a través de distinto razonamiento: la ascensión al cielo no llegará (como muchas veces parece promover el cristianismo) de hipotecar nuestras vidas a la fe y a los rezos, y eliminar de la misma todo aquello que sea carnal y placentero; sino más bien, de disfrutarla, de explotar al máximo nuestros sentidos. Una salvación lograda a través de nuestro propio mejoramiento, de la búsqueda de la sabiduría o, según William Blake, del arte. O, al contrario que el propio Borges, de no cumplir aquella terrible falta que el escritor reveló al confesar que "He cometido el peor de los pecados que un hombre pudo cometer. No he sido feliz". La mejor manera pues de aprovechar el otro mundo -que es una sucesión natural a la vida- es, precisamente, aprovechar esa propia vida, sin que haya distinción entre el antes y el después de la muerte. Parece lógico pensar que, si todo lo que has hecho durante tu existencia te ha servido por llegar al cielo, una vez allí, nada necesariamente habría de cambiar. Y si lo que hay en el cielo es el placer y la dicha infinitas -combinadas con la búsqueda del conocimiento y la colaboración mutua-, pues en este mundo, todo esto debería ser similar.


Como decimos, poco de la teoría de Swedenborg se filtró al resto del mundo. Hay una iglesia swedenborgiana, los padres de Henry James por lo visto eran swedenborgianos, pero no todas las obras del pensador sueco se hallan traducidas a según qué idiomas, ni buena parte de las grandes bibliotecas de teología contienen sus libros. Quizás los que le conocieron no pudieron tolerar que un hombre tan serio hablara de cosas tan alocadas. Tal vez le faltó la espectacularidad de los éxtasis cuasi eróticos de Santa Teresa, o de la magnífica construcción literaria de la obra de Dante Alghieri. Pero, como destaca Borges, mientras que en la Divina Comedia te das claramente cuenta de que todo se trata de una ficción literaria, lo que Swedenborg escribe es tan lúcido, tan prosaico, tan realista, que cabe muy bien dudar de si en el fondo no es cierto, y Dios nos reveló por fin la verdad sobre qué debíamos hacer con el mundo, pero no le hicimos ningún caso. Y la pena de todo esto es que, real o no, es una de las visiones más hermosas que pudiéramos imaginar de la salvación divina: no nos habla de la vida como un valle de lágrimas, sino como un lugar que debemos vivir y disfrutar, aprender todo lo posible, consagrarnos al arte (en ello coincidía Blake con el ateo Freud, que decía que la única forma válida de purgar nuestras obsesiones era la sublimación a un meta más grande, acto que sin duda él practicaba); en definitiva, y en una palabra, ser más sabio y ser más feliz. Durante miles de años, la iglesia había defendido que había en el Paraíso un árbol de la vida y uno de la sabiduría, pero mientras que uno nos proporcionaba la existencia, el otro nos estaba vetado; Swedenborg afirmó que estos dos árboles eran solo uno, que podíamos disfrutar de los variados ramajes que había en él, y que de sus jugosos frutos, que hasta entonces habían permanecido prohibidos, nos debíamos alimentar.

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