lunes, 28 de octubre de 2013

Halloween 2013: 12+2 relatos para leer a medianoche

Hay gente que adora Halloween, y gente que lo odia y lo considera un falso sustituto del Día de los Todos los Santos. Sin pretender entrar en esa polémica (yo opino que ambas celebraciones son lícitas y combinables), lo que no cabe duda es que nunca viene mal una buena historia de miedo. En una noche con tantos espíritus rondando como la del 31 de octubre al 1 de noviembre, una pequeña selección de alguno de los relatos de suspense/terror más impactantes que conozco. Ideales para leer a medianoche, preferentemente a la luz de una vela, y en una voz gutural capaz de atemorizar al personal. Espero que saquéis alguna recomendación útil.

1. La máscara de la muerte roja, de Edgar Allan Poe. El maestro del cuento gótico no podía faltar en esta recopilación.
2. La llamada de Cthulhu, de H.P. Lovecraft. Bienvenidos a mundos sobrenaturales que llevan a la mente humana más allá de la locura. Aunque si preferís una versión más desenfadada, la podéis localizar aquí.
3. Siguiendo con los clásicos, había que introducir a algún español: Maese Pérez el organista, de nuestro particular Lord Byron, Gustavo Adolfo Bécquer.
4. La mano del mono, de W.W. Jacobs. Con numerosas versiones (incluyendo una de los Simpson), este estremecedor relato nunca pasa de moda.
5. Casa tomada, de Julio Cortázar. Muchos dicen que Cortázar era mejor cuentista que novelista, y desde luego esta inquietante narración apoya esa tesis. Igualmente desconcertante es "La autopista del sur".
6. El ojo del gato, de Stratís Myrivilis. Un perturbador cuento de (para variar en las nacionalidades clásicas) un escritor griego, que me sirve de paso para recomendar una "Antología del cuento griego" de editorial Alfagura, donde podréis encontrar gran variedad de relatos de distintos tipos, algunos de ellos muy sugerentes.
7. El juego de octubre, de Ray Bradbury. Para mí, el relato más estremecedor que he leído nunca. Formaba parte de un volumen de la colección "Alfred Hitchcock presenta". Y no os cuento más, salvo que mejor no saber, y que tengáis preparada una linterna bajo la sábana.
8. El hombre del sur, de Roald Dahl. Más conocido por su faceta de escritor infantil, lo que no sabe tanta gente es que Dahl tenía un humor ciertamente retorcido y perverso (sus "Relatos de lo inesperado" dan buena cuenta de ello), y su mente deliciosamente enferma dio lugar a esta historia, que dio origen a varios míticos episodios de "Alfred Hitchcock presenta" en la televisión (uno de ellos protagonizado por Steve McQueen, y otro por el actor y director John Huston), y fue utilizado como base para la sección de Quentin Tarantino en la película "Four rooms".
9. La perla, de John Steinbeck. Aunque difícil de clasificar como propiamente de terror, la desasosegante sensación que te envuelve hasta un final desesperadamente anunciado harán que se os provoque un escalofrío entre las vértebras.
10. Los lagolieros, de Stephen King. Porque claro, no podía faltar un autor que ya es una institución de la narración del horror, y por eso recomendamos esta novela corta -forma parte de la recopilación "Las dos después de medianoche") de la que se hizo una adaptación para la televisión que alcanzó un cierto renombre ("The Langoliers").
11. "Encuentro nocturno", "El marciano" o "Fuera de temporada" son relatos pertenecientes a la colección Crónicas marcianas, de Ray Bradbury, los cuales pueden ser englobados fácilmente en el género de terror. Pero toda la recopilación en su conjunto es bastante recomendable.
12. Y terminando con una sugerencia española, los relatos de Emilio Pardo Bazán, como "Un destripador de antaño", basada en la mítica figura del santamantecas, u otros basados en leyendas como la de Santa Compaña, producen un sudor frío que no tiene nada que envidiar a los temblores de piernas inducidos por Stephen King... sobre todo si te encuentras en una casa rural gallega, protegiéndote del frío con una manta, y suena en la puerta un "toc-toc" cuando no hay nadie fuera cuya llamada esperes...

Como regalito adicional a esta lista de pequeñas maldades, incluyo dos enlaces de amigos míos, escritores también, que son precisamente especialistas en el género del terror. El primero es "Permutación", de Marc R. Soto, y pertenece a su volumen de relatos "El hombre divergente". En cuanto a Adrián Álvarez Muñoz, ha resultado que los textos que más me entusiasmaban no estaban todavía publicados, pero en todo caso os conmino a echarle un vistazo a su blog "Diario de un sociópata", donde, como el mismo autor os dice, seguro que encontráis algún texto que os traumatice. Espero que paséis una buena noche de Halloween... una noche insomne, por supuesto.

lunes, 21 de octubre de 2013

El relato de octubre. "El extranjero"

Este relato se basa en la circunstancia (la cual ha inspirado ficciones de otros autores, y que -hasta el punto en que es posible averiguarlo- en principio es real) en diversos lugares del mundo, de que hombres ancianos paguen por pasar la noche con una joven dormida a su lado, bajo condiciones diversas. El relato (que ofrece un par de vueltas adicionales de tuerca a este supuesto) es de hace unos años y no cuenta con demasiadas rondas de corrección, con lo cual os ruego, como en otras ocasiones, que seáis benevolentes. Pasad una buena noche en compañía de los personajes. Un saludo.

El extranjero

            La mujer negó con la cabeza. Sus ojos reverenciaban un temor ancestral.
            -No quiero. No puedo hacerlo.
            El hombre que se hallaba a su lado, de ojos rasgados, le replicó:
            -Tienes que hacerlo. Es mucho dinero. Nos vendrá muy bien.
            La geisha le contempló con ojos asustados. Giró la cabeza para apartar ligeramente las cortinas, y contemplar al hombre del que estaban hablando.
           
            Volvió la mirada hacia el otro hombre.
            -Además, es extranjero.
            Dijo ella, como evocando una palabra prohibida, con un cierto deje de desprecio. El otro maldijo en un susurro.
            -No digas tonterías. Te acuestas con extranjeros todos los días. No hables como si no hubieras salido jamás de Japón.
            La geisha dudó. Volvió a contemplar de nuevo al americano. Era anciano, se apoyaba de forma pesada en un bastón, tenía el pelo canoso, y un grueso bigote. El bastón estaba adornado por ricas joyas: la geisha recordó los rumores de que allá, en el Oeste, los aventureros estaban descubriendo pepitas de oro en los ríos, y estaban constantemente a la búsqueda de minas recubiertas del dorado metal. El anciano levantó la vista, y contempló, por un instante, a la atemorizada geisha, que se ocultó precipitadamente tras las nacaradas cortinas, decorada con motivos orientales.
            -Entonces, ¿qué?-le preguntó el otro-. ¿Lo harás?
            La geisha meditó. Por un lado, sería sólo una noche. Quedarse dormida, con la garantía de que el americano no la tocaría, y esperar hasta la mañana siguiente. Pero luego, despertarse, contemplar a su lado el cadáver, aún todavía caliente, o quizás frío...
-¿Pero seguro que esta noche va a...?
-Yo no lo sé. Él lo cree así. Con eso me basta.
Meditó sobre el largo insomnio que le depararía esta noche, en la sensación de pensar, casi continuamente, Estará muerto en estos momentos, o no lo está, quién lo sabe, Te atreverás a dar la vuelta, para mirar al otro lado. Ese desconocimiento, de no saber si hay una vida o no al otro lado, el separar esa diferencia tan sólo unos pocos centímetros,  centímetros insalvables, tanta distancia, como si un giganteco vacío se abriera debajo de ellos. Tomarle cariño a lo largo de las horas, a un hombre, del que no conoces de nada, que hace unos segundos era un explotador y un extraño, que sin embargo te apena, porque sabes que esta noche va a morir... Todo ello, sin incluir los temores de estar incurriendo en una blasfemia.
            -Está prohibido por todas nuestras tradiciones –asintió firmemente.
            Hubo un nuevo bufido por parte del otro.
            -Ya conoces a los americanos. Las tradiciones no van con ellos.
            La geisha bajó los párpados, pero sin llegar del todo a cerrarlos. Ella era consciente de lo que había: las geishas, jóvenes muchachas inocentes que llegaban aquí a Boston en un manto de promesas, esperaban continuar con exactamente la misma labor que desarrollaban en Japón. Sin embargo, a los occidentales, eso de una dama del placer que no desarrollara el sexo era absolutamente inconcebible. Al final, todas las geishas tenían que tragarse sus muchos años de estudios, y acabar ejerciendo de vulgares prostitutas, y a este hecho acababan resignándose todas. No obstante, esto que le había propuesto el americano sobrepasaba todos los límites.
            -¿Y no podría ser otra?
            El otro negó con la cabeza.
-Ha insistido en que seas tú. No aceptará a ninguna otra.
Sin volver la vista hacia su interlocutor, como contemplando un punto infinito del espacio, asintió resignada con la cabeza.
-De acuerdo; lo haré.
El japonés asintió. Se acercó de nuevo al hombre, dejándola sola. La mujer contempló cómo de un par de labios silenciosos –los de de su compañero, y los del americano-, salían las palabras que iban a decidir su inmediato futuro. Silenciosa, se retiró.

Poco tiempo después, estaba en la cama, desnuda bajo las sábanas. Al encontrarse en esta situación, se le ocurrió pensar que tal vez el trato propuesto por el americano era mentira, y que iba después de todo a tocarla, como hacían el resto de los hombres que solían pasar por allí. Sin embargo, la idea se le borró de la cabeza en cuanto contempló al anciano cruzar el umbral de la puerta: en sus ojos no había deseo, si acaso, una necesidad ingente de no provocar incomodidad por su mirada, de pedir perdón por la misma molestia de existir. La geisha se dio cuenta de que ese hombre no iba a hacerle ningún daño, que no la penetraría esa noche: y esto, como nos hace todo lo que sentimos extraño y desconocido ante nosotros, la inquietó todavía más que la primera posibilidad.

El americano comenzó a desvestirse. Abrió su maleta, y sacó de esta última un raído pijama de cuerpo entero, de mangas largas, de franela de color rojo, que hacía bolitas de todas partes, y que tenía en la parte del trasero una pieza de tela que se unía por unos botones y que, si se desabrochara, dejaría al aire aquella región donde la espalda pierde su nombre. El anciano se fue desvistiendo poco a poco, tanteando con dificultad los esquivos botones de su camisa, apartando con cierto tembleque sus pantalones, con un tenue nerviosismo al pensar que, mientras se los quitaba, se podía caer, y también, pensó la geisha al contemplar sus miradas esporádicas, con una cierta vergüenza al desnudarse, él tan mayor, ante una señorita tan joven. Finalmente, el hombre quedó vestido con su pijama rojo de franela, y se introdujo en la cama, tras apartar cuidadosamente las sábanas y la manta, procurando en todo momento no destapar el cuerpo de la otra, como pretendiendo no dilucidar la cuestión sobre si estaba desnuda. La japonesa pudo percibir, ahora que se encontraba más cerca, que el bigote de este anciano estaba formado por cabellos cortados exactamente al mismo nivel, que algunos cabellos lacios le colgaban hacia delante del mismo, separados del resto, y que todo el mostacho le daba una apariencia bienhechora, como de anciano entrañable, que va a traernos presentes por Navidad. Sin embargo, el viejo no presentaba ni muchos menos los ojos tranquilos de aquel que sólo reparte dicha: sino que mostraba, en sus pequeñas cuencas, una especie de arrepentimiento vital, que tenía sensación de exteriorizar.

Y por eso, la geisha supo, desde el principio, pese a hacerse la dormida, que aquel hombre le iba a acabar hablando. Que, antes de terminar la noche, se daría la vuelta y le confesaría sus penas. Y que en ese momento, ella tendría que escucharle.

No tardó mucho tiempo.
-Señorita... ¿está despierta? Si... si me permite... me gustaría contarle una historia.

<<Yo era juez. Juez de un pueblo de varios miles de habitantes en el Medio Oeste. Administraba con severidad la justicia: llevaba una de esas pelucas que tanta fama han hecho de nuestra profesión, y era conocido por dos cosas. La primera de ellas, por ser tajante en mis sentencias, por adecuar de forma rigurosa la cuantía de la pena a la gravedad del castigo. La segunda, se decía, por no errar un solo veredicto jamás: al menos, eso aseguraban mis condenados, incluso aquellos que defendieron su inocencia hasta un segundo antes del veredicto. Pero eso se debía a una cualidad muy sencilla de comprender: yo podía intuir, con tan sólo mirar a los ojos del acusado, si éste era inocente o culpable, más allá de toda duda razonable. Puede que suene pretencioso decir esto desde la silla de un juez. Pero no es vana jactancia. Yo no soy un juez que ha adquirido tanta práctica que sabe distinguir cuando le mienten: sino que, al saber distinguir desde siempre cuando me mentían, había decidido ser juez.

            No sé de dónde procede esa cualidad: alguna cosa intuí desde niño, que me permitió averiguar cuándo mi madre, una mujer católica, honesta, trabajadora hasta la médula, de carácter duro y cierta aspereza en los modos, me estaba revelando, a mí, su hijo de cuatro o cinco años, una absoluta verdad, o la más irreal de las mentiras. No lo sé; en todo caso, en mi larga experiencia, he acabado por encontrar unas cuantas verdades fundamentales. Primero, que las mentiras, cuanto más impresionantes, cuanto más gordas, más creíbles son por parte de la gente. Y segundo, que nuestra percepción para creer o no a los mentirosos se debe en gran parte al deseo mismo que tengamos de creerles. Yo, podía afirmarlo con rotundidad, había superado esas ofuscaciones del espíritu.

            Entonces, cierto día, llegó a mi tribunal el caso de un hombre acusado de asesinato. Era un crimen horrible, brutal, perpetrado con una saña tal, que aquel que lo hubiera cometido se merecería la más enérgica de las condenas. El caso, en un principio, parecía estar claro: todas las pruebas señalaban hacia el hombre que se encontraba en la sala. Casi estuve a punto de no hacerlo, ante la cotidianidad del caso. No obstante, es labor de un buen juez siempre el asegurarse. Por eso, tan sólo iba a hacerlo unos segundos, le miré a los ojos. Y lo que vi me sorprendió.

            Aquel hombre era el ser más inocente que había visto nunca.

            No sólo vi que no era culpable: también vi que esos actos no los pudo cometer, incluso aunque hubiera estado bajo el influjo del alcohol o cualquier otra droga. También vi una personalidad decente, pura, honesta, vi un niño en el interior del cuerpo del adulto, contemplé al más inmaculado ser que avistaron mis ojos, por mucho que por fuera estuviera mal afeitado, sucio y con ropas míseras. Y entonces me pregunté, ¿qué es lo que hago, le condeno culpable?
           
            Por un lado, no podía: hubiera sido una ofensa a la verdad misma. Y por otro, las pruebas eran claras, irrefutables. No tenía más remedio que enviarle al patíbulo, o me destituirían de mi cargo allí mismo, y además, con toda la razón del mundo. En aquel momento, no podía esperar. Dubitativamente, lleno de congoja mi alma, le declaré culpable, y le condené a la soga. Para aplacar un poco mi conciencia, y no tener que seguir tan de cerca el proceso, determiné que la pena que ejecutara en otro estado: de esa manera, no tendría que asistir yo a la ejecución personalmente.

            No obstante, con el paso de los días, me lo pensé... Había enviado a la horca a un hombre inocente. Me había convertido en alguien tan culpable, como aquellos mismos bandidos a los que ajusticiaba. ¿Qué debía hacer, me preguntaba?¿Qué me ordenaba mi conciencia?

            Reflexioné entonces sobre el pasado, y contemplé la cara de mi madre, agarrada con fuerza la mano a su cruz, observándome réprobamente... Tomé una determinación.

            Marché al estado adonde había condenado el acusado. Exigí acceso, como juez que era, a la celda donde se encontraba el reo. Pedí a los guardias que nos dejaran solos. El hombre, hasta ese momento vuelto de espaldas hacia mí, recostado en su esquina, contra la pared, se giró. Le rogué, con toda humildad, que se acercara hacia mí.

            Se levantó y aproximó su cara: una vez más, aquellos ojos que revelaban la más brillante de las almas sin mancha me hipnotizaron sin sentido. Me quedé absorto unos instantes, tan solamente contemplándolos. Luego, me puse en marcha.

            Maquillé su cara, y también la mía, con potingues que llevaba en mi maletín, para que nos pareciéramos el uno al otro. Me afeité el bigote, le entregué mi peluca, mi toga, mis ropas, y yo me puse las suyas. Nos teñimos el pelo, le rocié con perfume para tapar su nauseabundo olor corporal, tras varias semanas de encierro.

            Finalmente, él se marchó. Se marchó volviendo una última vez la vista atrás, con la peluca blanca y el bigote postizo bajo su nariz. Como he dicho antes, las mentiras más gordas son las que más fácilmente se traga la gente. Quién iba a pensar que, bajo esa apariencia de rectitud y rigor, se escondía un condenado a muerte...

            En cambio, yo aguardé. Tuve todo el rato la vista vuelta, para que no me reconocieran. Finalmente, los guardias me llamaron. Me cogieron cada uno de un brazo.

            Tras recorrer un largo pasillo, llegamos al exterior. Allí se encontraba el patíbulo. La multitud aguardaba, expectante, contemplé, como tantas veces, sus ojos sedientos de sangre, esta vez por la mía, qué más les daba en realidad quién fuera, con tal de que hubiera espectáculo. Volví entonces la cabeza, y contemplé como la soga, mecida por el viento, parecía invitarme a subir...>>

            Y el extranjero calló. Y entonces la geisha, acobardada, preguntó con timidez.
            -Pero aún te falta una parte de la historia. ¿Cómo conseguiste librarte de la muerte?
            El hombre miraba hacia el techo: suspiró apesadumbrado.
            -No me libré –masculló.
            Giró la cabeza hacia ella.
            -Lo más triste de todo, es que yo era culpable.

lunes, 14 de octubre de 2013

La historia real de octubre: La desaparición de Ettore Majorana

Ésta, más que una historia, es una no-historia: algo que no ocurrió, no se sabe bien cómo terminó, o bien pudo no ocurrir nunca. Se trata de un misterio poco conocido y que, sin embargo, ha perturbado y cautivado la imaginación de aquellos que han tenido la oportunidad de entrar en contacto con él. En concreto, se trata de la desaparición de Ettore Majorana, físico nuclear italiano, en el año 1938.


(Imagen de Ettore Majorana. Extraída de Wikimedia Commons)

Escuetas son casi todas las biografías de Majorana que pueden encontrarse para el interesado en su vida, y es quizás porque Majorana tan sólo camina sobre la faz de la tierra unos treinta y un años, o al menos, ése es el tiempo de existencia que ofrece al mundo. Después de ese período, desaparece. Ettore Majorana era un individuo especial, que desde muy joven ya demostró una excepcional aptitud para la física y las matemáticas. Aunque con tan sólo nueve trabajos publicados en el momento de su desaparición, sus colegas parecen acreditarlo como un cerebro privilegiado, aunque también se encargan de destacar su carácter huraño y en gran medida melancólico. Incluso en este aspecto estaba de acuerdo su maestro, Enrico Fermi, un hombre célebremente conocido por su contribución a la física de partículas, y cuyo trabajo sirvió de base junto con el de otros científicos para, años más tarde, desembocar en la creación de la bomba atómica. Es comúnmente aceptado que la personalidad de los científicos -y en particular los que demuestran una mayor genialidad- puede bordear en algunos casos la locura. El problema fue que el carácter hermético y poco aceptado de Majorana fue acentuándose de manera progresiva con los años -agravado, además, por una gastritis que le afectaba bastante-, hasta que, un día, supuestamente tras tomar un barco para visitar a un amigo en Palermo, Ettore se esfuma de la escena. No deja nada detrás, salvo dos notas de las que parece emanar un pesado e intoxicante aroma a duelo de difuntos, y un tercer mensaje que apunta a un suicidio frustrado. Un par de meses antes, Ettore había realizado una serie de movimientos que inducen a pensar que se estaba preparando para terminar con su vida. Hasta aquí, la mente de Ettore: el resto, su cuerpo, desaparece.

Contando todos estos factores, la hipótesis de una muerte auto-inducida, arrojándose seguramente en medio del mar Tirreno, parece la más factible. Sin embargo, hablamos de una época extraña. En aquella época, científicos alemanes e italianos trabajan en un campo de moda, el de la física de partículas, del que que muchos sospechan que puede conducir a la creación de un arma mortíferamente destructora, secreto del cual se quieren apropiar también los estadounidense. El propio Fermi, huyendo de la Italia de Mussolini, aprovecha la concesión del premio Nobel para escapar a América, donde es acogido con los brazos abiertos para colaborar en el proyecto Manhattan. En este ambiente de continua y hasta certera paranoia, no es extraño que las teorías más conspirativas y tenebrosas tengan cabida, y que la imaginación sea poco proclive a aceptar incomprensibles dramas personales. ¿Un secuestro del físico para apropiarse de sus conocimientos nucleares?, improbable. ¿La eliminación de un hombre que había intuido demasiado?, poco creíble. Pero las teorías han sido muchas y han dado tal vez para demasiado. Leonardo Sciascia escribió una novela que teorizaba la reclusión voluntaria de Majorana en un monasterio; recientes titulares en Argentina difundían a bombo y platillo algunas fotografías que indicarían que Majorana había viajado a este país y habría vivido allí alrededor del año 1955; y quizás la más estremecedora opinión sea la mencionada en "El Siciliano" por parte de Alberto Seoane, según la cual Ettore Majorana se suicidió porque había sabido intuir el futuro, y era consciente de que si seguía avanzando en ese campo, algún día él mismo u otros se verían forzados a construir una bomba atómica, con lo cual, tratando de escapar de este destino ominoso, había decidido apartarse de la carrera arrebatándose voluntariamente de la vida. Sea o no verdad esta hipótesis (porque quizás nos estamos acercando tan sólo a una desgracia personal, tan cruenta e insondable como cualquier otra), lo cierto es que la idea cuajaría con el famoso enunciado de la paradoja de Fermi, en la cual el maestro y mentor de Majorana se preguntaba cómo era posible que el ser humano no hubiera contactado nunca con culturas extraterrestres avanzadas, y deducía que, tal vez, a partir de un grado determinado de desarrollo, una civilización acaba por fabricar armas con capacidad suficiente para su propia autodestrucción, y esto hace que desparezca antes de expandirse por el espacio, y por eso nunca podamos llegar a comunicarnos con ella. Este pesimismo respecto al futuro -asociado, con cierta lógica, al hombre que contribuyó a crear una de las armas más devastadores jamás descritas- quizás pueda englobarse en el contexto general de la muerte de Majorana, de cómo veía él el mundo, y de cómo lo consideraban también aquellos que lo heredaron. Isaac Asimov, en su relato "¿Se engendra ahí el hombre?", se preguntaba sobre si los límites de la locura pueden ser también los del conocimiento, y hasta qué punto podemos llegar a adquirir cierto grado de lucidez acerca de la estructura del mundo sin que la revelación de la verdad nos acabe con contudencia de derribar. Quizás Majorana -propondrán algunos- había llegado a esos límites, más allá de cuyas barreras no puedes contemplar nada más. Quizás el italiano llegó a sobrepasar algunos umbrales que tal vez todos (en cualquier circunstancia, por cualquier pretexto) nos encontremos constantemente muy cerca de traspasar.

martes, 8 de octubre de 2013

La historia corta de octubre: Dedicadas a Eduardo Galeano (V)

Esta historia me la contaron una vez:


          Me entró hambre en mitad de la noche. Me levanté y me dirigí al veinticuatro horas de al lado de mi colegio mayor.

            De camino, me encontré a un mendigo que tenía una gabardina larga y raída. Le faltaba una pierna, en lugar de la cual llevaba muleta, y agarraba de una cadena a un acojonante bulldog. El semblante era de una severidad terrible, como la de un predicador amenazándote con llevarte al infierno:
            -Ésta no es hora para que anden solas por ahí las chicas jóvenes. ¿No tienes miedo de que te violen, o cualquier cosa?
            No, estuve a punto de decirle, de lo que tengo miedo es de encontrarme con gente como usted.
            -Te acompaño –dijo el mendigo-, para que no te pase nada.
          Yo estaba aterrorizada. Lo curioso es que el hombre, a paso cojeante según su muleta, me acompañó a la ida, y me acompañó a la vuelta, sin decirme nada, ni una sola palabra. Justamente como me prometió.
           
            A veces hay que confiar en la gente, incluso en quien menos te lo esperas.

            Hay veces en que te sorprenden.

jueves, 3 de octubre de 2013

Buena nueva: "La historia del juguetero que desafió al rey", en venta ahora como parte de una antología benéfica

Saludos a todos. Me alegra poderos comentar que, gracias al esfuerzo de mucha gente, ha podido salir a la luz "Cuentos de Ciudad Esmeralda I", una antología de cuentos cuya recaudación irá dedicada íntegramente a la Fundación Luis Olivares, dedicada a mejorar la vida de niños afectados de cáncer.

(Portada del libro, editado por Mensajeros de Oz. La portada es de Vicente Mateo Sierra).

También me hace ilusión añadir que uno de los cuentos escritos por este humilde servidor, "La historia del juguetero que desafió al rey", la cual nació como una obra para leer como cuentacuentos ante una audiencia oral (y lo cierto es que, afortunadamente, cumplió su propósito), también forma parte de esta antología, y ha sido ilustrada por Ouito.

Para quien os interese leer el cuento concreto, o la antología en su conjunto, y de paso contribuir a ayudar a los chicos/chicas que han tenido la mala suerte de que les haya tocado esta enfermedad, podéis conseguir el libro en Amazon (pinchad en la palabra para acceder a la página) por menos de diez escasos euritos.

Muchas gracias a todos, especialmente a los que lo compréis y os guste, y gracias de nuevo por el esfuerzo solidario. Un saludo.

martes, 1 de octubre de 2013

Las series de octubre

Decía Jorge Luis Borges que no quería escribir novelas porque eso, más tarde o más temprano, significaba rellenar, y que no le veía ningún sentido si podías expresar la misma idea de manera sucinta en un cuento corto. Hernán Casciari, por el contrario, argumentaba que ya no creía en el cine porque, desde que había descubierto las series, no veía la ansiedad de tener que contar una buena historia en hora y media. Sea cual fuere la postura de cada uno, lo cierto es que el hecho de que el cine no se atreviera a apostar por proyectos relativamente arriesgados hizo que algunos muy buenos guionistas -y sus muy buenas ideas- pasaran a la televisión, generando algunas de las historias más impactantes de los últimos tiempos. Reconozco que ha habido pocas series que me hayan impactado tanto que tuviera que seguirlas capítulo a capítulo: House, Expediente X, Colombo, El cuentacuentos, The Newsroom, la serie de Sherlock Holmes de la BBC en los 80, son algunas de ellas. También está claro que hay series que, pese a que tengan sus altibajos o no coincidan al cien por cien con mis gustos personajes, hay que reconocer que albergan grandes tramas, ideas, mensajes, personajes, giros de guión, sorpresas o momentos estelares que han hecho que sus fans las consideren -y con razón- evidentes candidatas a proclamarse las mejores series de todos los tiempos: Perdidos, Prison Break, Breaking Bad, Dexter, The wire, Homeland, Fringe, Shark, Mentes criminales, o, en el apartado de comedia, Me llamo Earl, Frasier Cómo conocí a vuestra madre (otros añadirían sin duda, y con razones lógicas, Twin Peaks, Mad Men, Seinfield, Los Simpson, Friends, The Good Wife, Juego de Tronos, Deadwood, Los Soprano, Big Bang Theory, El ala oeste de la Casablanca, Roma, y tantas otras). Todo esto sin contar algunos éxitos clásicos, incluso aunque el paso del tiempo les haga perder algo de lustre (¿quién no se estremecía con McGiver o Starman?), ni tampoco las series de animación, uno de los apartados en que los españoles (especialmente en los años 80, con unas cuantas producciones míticas en colaboración con los japoneses) hemos de sentirnos más orgullosos, incluso aunque no tengamos un Batman, un Spiderman, unos Simpson, y ni siquiera unas Gárgolas. Para que en este blog existan todas las manifestaciones culturales posibles, este post va dedicado a unas pocas series que quizás han sido menos conocidas o publicitadas por los medios, pero que creo que también requieren de su huequito en el imaginario colectivo. Y estas series son las siguientes:

  • Death Note (Cuaderno de muerte).

Anime japonés que causó gran impacto en su país y fuera de él, esta serie es capaz de combinar una intriga mayúscula con elementos sobrenaturales para crear una trama absorbente de la que difícilmente te puedes desenganchar. El punto de partida es el siguiente: un shinigami (difícil definir el concepto en unas pocas palabras, pero vamos a resumirlo en una especie de "ángel oscuro") arroja a la Tierra un "cuaderno de muerte", es decir, un bloc de notas que tiene la propiedad de que, si su portador escribe un nombre en él, la persona cuyo nombre es anotado en el cuaderno muere de manera prácticamente automática. El receptor de este cuaderno es Light Yagami, un estudiante brillante, narcisista, y que se cree con capacidad por encima del resto para decidir entre el bien y el mal. A partir de allí, el argumento se complica en lo que se convierte en un maquiavélico y retorcido juego de ingenio entre Light Yagami y sus adversarios, especialmente el enigmático detective L, que está dispuesto a darle caza en lo que se trata sin duda de una lucha sin cuartel a muerte en la que sólo uno de los dos -si acaso- sobrevivirá. El mejor aspecto de esta serie radica en que, pese a la brevedad de sus capítulos (apenas veinte minutos), ni un segundo está desaprovechado: cada episodios puede introducir 2 ó 3 cambios que alteran dramáticamente las circunstancias de los protagonistas, empleando los guionistas todas las armas a su alcance (circunstancias inesperadas, un afiladísimo uso de la lógica por parte de los personajes más implacables, e incluso elementos fantásticos cuando éstos permiten dar más juego), de tal forma que la serie en conjunto da 4-5 cambios de rumbo completos en cuanto al guión original. Cuidado que vicia.

  • Fawlty Towers.

Quizás yo sea más de Borges que de Casciari, pero siempre me ha dado la sensación de que si una trama se alarga indefinidamente (y en las series suele ocurrir así, pues no se suelen cancelar hasta que baja la audiencia, o hasta que algún guionista con cabeza decide que esto hay que cerrarlo), la historia pierde bastante fuelle y acusa la repetición. Este mismo fue el motivo por el cual John Cleese (uno de los miembros más destacados de los Monty Python) decidió realizar solamente 12 -pocos, pero muy selectos- capítulos de esta ya mítica ficción que, aunque poco conocida por estos parajes, es todo un clásico de la televisión británica. La ambientación, de hecho, se basa en un suceso real: cuando los Monty Python fueron a trabajar a un pueblecito inglés de la costa llamado Torquay, se alojaron en un pequeño hotel con un dueño bastante peculiar. Tanto, que le gritaba a todo el mundo, se desquiciaba por cualquier cosa, trataba de manera insultante a muchos clientes e incluso -dice la leyenda- arrojó la maleta de uno de los integrantes del equipo por un acantilado, creyendo que escondía una bomba (en realidad, el "tic-tac" que el angustiado hostelero escuchaba correspondía a un reloj-despertador). Cuentan también las crónicas que todos los miembros del grupo cómico abandonaron el hotel, indignados, salvo Cleese, que vio potencial cómico para ello, y se quedó anotando las excentricidades de este individuo, que se convirtió en el protagonista de la futura serie, acompañado de la sufrida mujer que le aguanta, el camarero español que entre su desconocimiento del idioma y su torpeza no acierta a dar una a derechas (¡español, sí, de Barcelona!: todavía hay algunos ingleses que creen que la gente de Barcelona tiene fama de tonta a raíz de esta serie), y la pobre camarera que trata de tapar los agujeros en este hotel de los líos donde no paras de troncharte de risa (por cierto, la camarera es la mujer real de John Cleese, y co-guionista de la serie). Para verla con un medicamento contra los dolores de barriga provocados por las carcajadas. 



  • The Lost Room (La habitación perdida).

Otro ejemplo de serie ejecutada con un principio y un fin premeditados, y es que la trama obligaba, y precisamente ahí puede radicar su éxito: todo gira en torno a una serie de objetos aparentemente anodinos (un peine, un ojo de cristal, un billete de autobús), los cuales poseen propiedades sorprendentes e inexplicables, desde la capacidad de freír un huevo hasta la detener el tiempo, o la de de enviarte en unos segundos de un porrazo a una carretera abandonada en mitad de Nuevo México. Estos objetos se encuentran relacionados con una misteriosa habitación -la cual sólo puede abrirse gracias a una codiciada llave-, donde se rumorea que en el pasado ocurrió un suceso terrible. Un policía se apropia de manera casual de la llave y, por un accidente, pierde dentro de la intrigante habitación a su hija, la cual desaparece sin dejar rastro. Para conseguir recuperarla, el policía tendrá que moverse en un mundo poblado por variopintos individuos que harían cualquier cosa conseguir los objetos, con el objetivo de destruirlos, hacerse poderosos con ellos o utilizarlos para reparar los errores del pasado, pero el policía mantiene la única obsesión de encontrar a su hija, sin conocer, al otro lado de la habitación, qué verdad se le va a revelar y, sobre todo, sabiendo que no hay nada ni nadie de quien se pueda fiar...
  • El Conde de Montecristo.

¿Resumir el novelón de El Conde de Montecristo de Alejandro Dumas, de más de mil páginas, en dos horas de película? La directora francesa a la que propusieron este encargo se negó, y opinó que era mucho mejor hacer una miniserie de cuatro capítulos, con dos horas cada uno, y eso que se come buena parte de la estancia en la cárcel. A través de buenas interpretaciones y una cuidada escenografía, la clave de esta miniserie está, como no, en los diálogos, en el argumento, en los personajes, todos ellos esplendorosamente mostrados desde el clásico inmortal de Dumas, porque, como suele ocurrir, las mejores historias para la pantalla provienen de los libros. Fue seguramente la más lograda de un grupo de producciones con las cuales los franceses pretendieron homenajear a sus títulos claves en la literatura. Aquí el ejemplo ha cundido poco -aunque algún clásico en pantalla tenemos-, pero aún nos encontramos a tiempo.

Dicen que la clave de las series está en los personajes. Dicen que las series sirven para ver la evolución de los mismos, o que pueden, de manera más realista, captar retazos de nuestras vidas y describir la realidad cotidiana con mayor rigurosidad. De igual manera, quizás podamos ser protagonistas de nuestra propia serie, de nuestra propia vida, haciéndonos cada vez más interesantes y dejando pocos espacios en blanco que se tengan que rellenar. Mientras nos perfeccionamos a nuestra manera, siempre podremos admirar finales felices como los que (frase de V de Vendetta mediante) sólo son posibles en el cine. O en la televisión, quién sabe.