lunes, 21 de octubre de 2013

El relato de octubre. "El extranjero"

Este relato se basa en la circunstancia (la cual ha inspirado ficciones de otros autores, y que -hasta el punto en que es posible averiguarlo- en principio es real) en diversos lugares del mundo, de que hombres ancianos paguen por pasar la noche con una joven dormida a su lado, bajo condiciones diversas. El relato (que ofrece un par de vueltas adicionales de tuerca a este supuesto) es de hace unos años y no cuenta con demasiadas rondas de corrección, con lo cual os ruego, como en otras ocasiones, que seáis benevolentes. Pasad una buena noche en compañía de los personajes. Un saludo.

El extranjero

            La mujer negó con la cabeza. Sus ojos reverenciaban un temor ancestral.
            -No quiero. No puedo hacerlo.
            El hombre que se hallaba a su lado, de ojos rasgados, le replicó:
            -Tienes que hacerlo. Es mucho dinero. Nos vendrá muy bien.
            La geisha le contempló con ojos asustados. Giró la cabeza para apartar ligeramente las cortinas, y contemplar al hombre del que estaban hablando.
           
            Volvió la mirada hacia el otro hombre.
            -Además, es extranjero.
            Dijo ella, como evocando una palabra prohibida, con un cierto deje de desprecio. El otro maldijo en un susurro.
            -No digas tonterías. Te acuestas con extranjeros todos los días. No hables como si no hubieras salido jamás de Japón.
            La geisha dudó. Volvió a contemplar de nuevo al americano. Era anciano, se apoyaba de forma pesada en un bastón, tenía el pelo canoso, y un grueso bigote. El bastón estaba adornado por ricas joyas: la geisha recordó los rumores de que allá, en el Oeste, los aventureros estaban descubriendo pepitas de oro en los ríos, y estaban constantemente a la búsqueda de minas recubiertas del dorado metal. El anciano levantó la vista, y contempló, por un instante, a la atemorizada geisha, que se ocultó precipitadamente tras las nacaradas cortinas, decorada con motivos orientales.
            -Entonces, ¿qué?-le preguntó el otro-. ¿Lo harás?
            La geisha meditó. Por un lado, sería sólo una noche. Quedarse dormida, con la garantía de que el americano no la tocaría, y esperar hasta la mañana siguiente. Pero luego, despertarse, contemplar a su lado el cadáver, aún todavía caliente, o quizás frío...
-¿Pero seguro que esta noche va a...?
-Yo no lo sé. Él lo cree así. Con eso me basta.
Meditó sobre el largo insomnio que le depararía esta noche, en la sensación de pensar, casi continuamente, Estará muerto en estos momentos, o no lo está, quién lo sabe, Te atreverás a dar la vuelta, para mirar al otro lado. Ese desconocimiento, de no saber si hay una vida o no al otro lado, el separar esa diferencia tan sólo unos pocos centímetros,  centímetros insalvables, tanta distancia, como si un giganteco vacío se abriera debajo de ellos. Tomarle cariño a lo largo de las horas, a un hombre, del que no conoces de nada, que hace unos segundos era un explotador y un extraño, que sin embargo te apena, porque sabes que esta noche va a morir... Todo ello, sin incluir los temores de estar incurriendo en una blasfemia.
            -Está prohibido por todas nuestras tradiciones –asintió firmemente.
            Hubo un nuevo bufido por parte del otro.
            -Ya conoces a los americanos. Las tradiciones no van con ellos.
            La geisha bajó los párpados, pero sin llegar del todo a cerrarlos. Ella era consciente de lo que había: las geishas, jóvenes muchachas inocentes que llegaban aquí a Boston en un manto de promesas, esperaban continuar con exactamente la misma labor que desarrollaban en Japón. Sin embargo, a los occidentales, eso de una dama del placer que no desarrollara el sexo era absolutamente inconcebible. Al final, todas las geishas tenían que tragarse sus muchos años de estudios, y acabar ejerciendo de vulgares prostitutas, y a este hecho acababan resignándose todas. No obstante, esto que le había propuesto el americano sobrepasaba todos los límites.
            -¿Y no podría ser otra?
            El otro negó con la cabeza.
-Ha insistido en que seas tú. No aceptará a ninguna otra.
Sin volver la vista hacia su interlocutor, como contemplando un punto infinito del espacio, asintió resignada con la cabeza.
-De acuerdo; lo haré.
El japonés asintió. Se acercó de nuevo al hombre, dejándola sola. La mujer contempló cómo de un par de labios silenciosos –los de de su compañero, y los del americano-, salían las palabras que iban a decidir su inmediato futuro. Silenciosa, se retiró.

Poco tiempo después, estaba en la cama, desnuda bajo las sábanas. Al encontrarse en esta situación, se le ocurrió pensar que tal vez el trato propuesto por el americano era mentira, y que iba después de todo a tocarla, como hacían el resto de los hombres que solían pasar por allí. Sin embargo, la idea se le borró de la cabeza en cuanto contempló al anciano cruzar el umbral de la puerta: en sus ojos no había deseo, si acaso, una necesidad ingente de no provocar incomodidad por su mirada, de pedir perdón por la misma molestia de existir. La geisha se dio cuenta de que ese hombre no iba a hacerle ningún daño, que no la penetraría esa noche: y esto, como nos hace todo lo que sentimos extraño y desconocido ante nosotros, la inquietó todavía más que la primera posibilidad.

El americano comenzó a desvestirse. Abrió su maleta, y sacó de esta última un raído pijama de cuerpo entero, de mangas largas, de franela de color rojo, que hacía bolitas de todas partes, y que tenía en la parte del trasero una pieza de tela que se unía por unos botones y que, si se desabrochara, dejaría al aire aquella región donde la espalda pierde su nombre. El anciano se fue desvistiendo poco a poco, tanteando con dificultad los esquivos botones de su camisa, apartando con cierto tembleque sus pantalones, con un tenue nerviosismo al pensar que, mientras se los quitaba, se podía caer, y también, pensó la geisha al contemplar sus miradas esporádicas, con una cierta vergüenza al desnudarse, él tan mayor, ante una señorita tan joven. Finalmente, el hombre quedó vestido con su pijama rojo de franela, y se introdujo en la cama, tras apartar cuidadosamente las sábanas y la manta, procurando en todo momento no destapar el cuerpo de la otra, como pretendiendo no dilucidar la cuestión sobre si estaba desnuda. La japonesa pudo percibir, ahora que se encontraba más cerca, que el bigote de este anciano estaba formado por cabellos cortados exactamente al mismo nivel, que algunos cabellos lacios le colgaban hacia delante del mismo, separados del resto, y que todo el mostacho le daba una apariencia bienhechora, como de anciano entrañable, que va a traernos presentes por Navidad. Sin embargo, el viejo no presentaba ni muchos menos los ojos tranquilos de aquel que sólo reparte dicha: sino que mostraba, en sus pequeñas cuencas, una especie de arrepentimiento vital, que tenía sensación de exteriorizar.

Y por eso, la geisha supo, desde el principio, pese a hacerse la dormida, que aquel hombre le iba a acabar hablando. Que, antes de terminar la noche, se daría la vuelta y le confesaría sus penas. Y que en ese momento, ella tendría que escucharle.

No tardó mucho tiempo.
-Señorita... ¿está despierta? Si... si me permite... me gustaría contarle una historia.

<<Yo era juez. Juez de un pueblo de varios miles de habitantes en el Medio Oeste. Administraba con severidad la justicia: llevaba una de esas pelucas que tanta fama han hecho de nuestra profesión, y era conocido por dos cosas. La primera de ellas, por ser tajante en mis sentencias, por adecuar de forma rigurosa la cuantía de la pena a la gravedad del castigo. La segunda, se decía, por no errar un solo veredicto jamás: al menos, eso aseguraban mis condenados, incluso aquellos que defendieron su inocencia hasta un segundo antes del veredicto. Pero eso se debía a una cualidad muy sencilla de comprender: yo podía intuir, con tan sólo mirar a los ojos del acusado, si éste era inocente o culpable, más allá de toda duda razonable. Puede que suene pretencioso decir esto desde la silla de un juez. Pero no es vana jactancia. Yo no soy un juez que ha adquirido tanta práctica que sabe distinguir cuando le mienten: sino que, al saber distinguir desde siempre cuando me mentían, había decidido ser juez.

            No sé de dónde procede esa cualidad: alguna cosa intuí desde niño, que me permitió averiguar cuándo mi madre, una mujer católica, honesta, trabajadora hasta la médula, de carácter duro y cierta aspereza en los modos, me estaba revelando, a mí, su hijo de cuatro o cinco años, una absoluta verdad, o la más irreal de las mentiras. No lo sé; en todo caso, en mi larga experiencia, he acabado por encontrar unas cuantas verdades fundamentales. Primero, que las mentiras, cuanto más impresionantes, cuanto más gordas, más creíbles son por parte de la gente. Y segundo, que nuestra percepción para creer o no a los mentirosos se debe en gran parte al deseo mismo que tengamos de creerles. Yo, podía afirmarlo con rotundidad, había superado esas ofuscaciones del espíritu.

            Entonces, cierto día, llegó a mi tribunal el caso de un hombre acusado de asesinato. Era un crimen horrible, brutal, perpetrado con una saña tal, que aquel que lo hubiera cometido se merecería la más enérgica de las condenas. El caso, en un principio, parecía estar claro: todas las pruebas señalaban hacia el hombre que se encontraba en la sala. Casi estuve a punto de no hacerlo, ante la cotidianidad del caso. No obstante, es labor de un buen juez siempre el asegurarse. Por eso, tan sólo iba a hacerlo unos segundos, le miré a los ojos. Y lo que vi me sorprendió.

            Aquel hombre era el ser más inocente que había visto nunca.

            No sólo vi que no era culpable: también vi que esos actos no los pudo cometer, incluso aunque hubiera estado bajo el influjo del alcohol o cualquier otra droga. También vi una personalidad decente, pura, honesta, vi un niño en el interior del cuerpo del adulto, contemplé al más inmaculado ser que avistaron mis ojos, por mucho que por fuera estuviera mal afeitado, sucio y con ropas míseras. Y entonces me pregunté, ¿qué es lo que hago, le condeno culpable?
           
            Por un lado, no podía: hubiera sido una ofensa a la verdad misma. Y por otro, las pruebas eran claras, irrefutables. No tenía más remedio que enviarle al patíbulo, o me destituirían de mi cargo allí mismo, y además, con toda la razón del mundo. En aquel momento, no podía esperar. Dubitativamente, lleno de congoja mi alma, le declaré culpable, y le condené a la soga. Para aplacar un poco mi conciencia, y no tener que seguir tan de cerca el proceso, determiné que la pena que ejecutara en otro estado: de esa manera, no tendría que asistir yo a la ejecución personalmente.

            No obstante, con el paso de los días, me lo pensé... Había enviado a la horca a un hombre inocente. Me había convertido en alguien tan culpable, como aquellos mismos bandidos a los que ajusticiaba. ¿Qué debía hacer, me preguntaba?¿Qué me ordenaba mi conciencia?

            Reflexioné entonces sobre el pasado, y contemplé la cara de mi madre, agarrada con fuerza la mano a su cruz, observándome réprobamente... Tomé una determinación.

            Marché al estado adonde había condenado el acusado. Exigí acceso, como juez que era, a la celda donde se encontraba el reo. Pedí a los guardias que nos dejaran solos. El hombre, hasta ese momento vuelto de espaldas hacia mí, recostado en su esquina, contra la pared, se giró. Le rogué, con toda humildad, que se acercara hacia mí.

            Se levantó y aproximó su cara: una vez más, aquellos ojos que revelaban la más brillante de las almas sin mancha me hipnotizaron sin sentido. Me quedé absorto unos instantes, tan solamente contemplándolos. Luego, me puse en marcha.

            Maquillé su cara, y también la mía, con potingues que llevaba en mi maletín, para que nos pareciéramos el uno al otro. Me afeité el bigote, le entregué mi peluca, mi toga, mis ropas, y yo me puse las suyas. Nos teñimos el pelo, le rocié con perfume para tapar su nauseabundo olor corporal, tras varias semanas de encierro.

            Finalmente, él se marchó. Se marchó volviendo una última vez la vista atrás, con la peluca blanca y el bigote postizo bajo su nariz. Como he dicho antes, las mentiras más gordas son las que más fácilmente se traga la gente. Quién iba a pensar que, bajo esa apariencia de rectitud y rigor, se escondía un condenado a muerte...

            En cambio, yo aguardé. Tuve todo el rato la vista vuelta, para que no me reconocieran. Finalmente, los guardias me llamaron. Me cogieron cada uno de un brazo.

            Tras recorrer un largo pasillo, llegamos al exterior. Allí se encontraba el patíbulo. La multitud aguardaba, expectante, contemplé, como tantas veces, sus ojos sedientos de sangre, esta vez por la mía, qué más les daba en realidad quién fuera, con tal de que hubiera espectáculo. Volví entonces la cabeza, y contemplé como la soga, mecida por el viento, parecía invitarme a subir...>>

            Y el extranjero calló. Y entonces la geisha, acobardada, preguntó con timidez.
            -Pero aún te falta una parte de la historia. ¿Cómo conseguiste librarte de la muerte?
            El hombre miraba hacia el techo: suspiró apesadumbrado.
            -No me libré –masculló.
            Giró la cabeza hacia ella.
            -Lo más triste de todo, es que yo era culpable.

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