lunes, 12 de diciembre de 2016

La historia real de diciembre. Vidas de amor de locura y de muerte: la agitada existencia de Horacio Quiroga.

Borges dijo alguna vez: "Horacio Quiroga es, en realidad, una superstición uruguaya. La invención de sus cuentos es mala, la emoción nula y la ejecución de una incomparable torpeza". Tal vez Borges habría sido un lector fascinado de la vida de Quiroga si la hubiera encontrado, al azar, en alguno de los tomos de su biblioteca y Quiroga se hubiera llamado Kilpatrick o Vincent Moon. Es más, Quiroga podría haber sido un personaje borgeano, de esos que jamás escapan a la circularidad de su destino. 


"Horacio Quiroga: Cita con la fatalidad", en "Diario Clarín"

Decía Oscar Wilde que hay personas que emplean en la escritura únicamente su talento, mientras reservan la genialidad para su vida. Horacio Quiroga (Salto, Uruguay, 1878-Buenos Aires, Argentina, 1937), a pesar de la opinión de Borges, es reconocido como uno de los grandes literatos latinoamericanos, especialmente en su actividad como escritor de cuentos. Fue moldeado en su juventud por las grandes corrientes de pensamiento de la época (se declaraba seguidor del positivismo y del materialismo filosófico), incluidas las literarias, como el modernismo de Rubén Darío. Sin embargo, sus relatos presentan un tono eminentemente naturalista (esa subcorriente del realismo literario que toma los aspectos más tenebrosos de la existencia cotidiana), influido sin duda por dos aspectos de su biografía que le marcaron sobremanera: la vida en la selva, por un lado, y su peculiar relación con la muerte, que se introdujo en su existencia en demasiadas ocasiones de manera violenta, dramática e inesperada. Y es que, como menciona la cita al principio de este post, Horacio Quiroga pudo escribir muchos y muy buenos cuentos, pero su devenir fuera de la literatura supera, sin duda, la de muchos personajes literarios. Dicen que una vida feliz equivale a una vida normal; que no hay sucesos extraordinarios que narrar dentro de la placidez de la rutina. Horacio Quiroga, en cambio, no tuvo esa suerte: si alguien le hubiera soñado un par de milenios atrás, hubiera sido podido ser protagonista de una -manejada por los dioses a su antojo- insana tragedia griega.

Quiroga a los 18 años (de Wikipedia, una de las fuentes de este post).

Algunos defienden que todos los comienzos son felices, pero hasta las más luminosas perspectivas se ensombrecen si aparece, tan sólo en los dos primeros meses tras el nacimiento de una vida, la sombra de la muerte por un accidente de caza del padre. Sería la primera de todas las que vendrían después. Aún así, el joven Horacio, con toda una vida por delante, se interesa por todo lo que encuentra a su alrededor: la química, la fotografía, el ciclismo, la vida campestre. Se introduce por primera vez en el mundo de la mecánica, una afición que no abandonará en el resto de su vida. Y, por supuesto, por la literatura: aún se conserva el primer cuaderno de poesías, elaborado en esta época. Empieza a participar en revistas literarias. Por aquella época, escribe también el primer párrafo una larga lista de amores atormentados e infructuosos: en este caso, los padres judíos de la joven muchacha a la que cortejaba no aceptaron su origen gentil. Viendo todo lo que pasaría más tarde, pudo ser, de todas sus relaciones, la que concluyó más felizmente.

Todavía en la adolescencia, llega el primer mazazo que Quiroga debe afrontar cuando ya tiene uso de razón, y además lo presencia en directo: el suicidio de su padrastro. Con el dinero de la herencia, Horacio se decide a emprender un viaje a París: parte con brillantes esperanzas, y vuelve con pasaje de tercera, depauperado, con pinta de mendigo, y una barba negra que formaría para siempre ya parte de su apariencia. Su experiencia en este viaje la narraría en sus "Diarios de París", quizás una de las primeras ocasiones en las que descargó todo los trances por los que tuvo que pasar para sublimarlos a través de la literatura.

Quiroga en 1900 (Wikicommons)

A la vuelta a Uruguay, Quiroga reúne a otros amigos interesados por la literatura y funda el "Consistorio del Gay Saber", un entorno de experimentación que presidirá la vida literaria de Montevideo de la época, y dentro del cual publicará su primer libro, "Los arrecifes de coral". Sin embargo, la tragedia vuelve a presentarse, de manera múltiple: primero, mueren dos de sus hermanos de fiebre tifoidea. Sin embargo, lo que vendría a continuación sería más dramático: un amigo suyo, también literato, llamado Federico Ferrando, recibe malas críticas de un periodista y decide batirse en duelo con él. Horacio, preocupado por su compañero, se ofrece a inspeccionar y limpiar el arma que empleará en el duelo: mientras lo hace, el arma se dispara accidentalmente y la bala se introduce por la boca en el cuerpo de Ferrando. La muerte en instantánea; Horacio es detenido y encarcelado durante cuatro días, y aunque al final es liberado cuando se aclara el origen accidental del suceso, Horacio ha quedado traumatizado para siempre. Decide cerrar inmediatamente el "Consistorio del Gay Saber" y se muda al otro lado del Río de la Plata, a la extranjera y vecina Buenos AIres, para convivir con su hermana. Quizás una nueva localización geográfica (parece pensar) le dé una nueva ocasión de empezar.

Imagen de Quiroga extraída de aquí (otra de las fuentes del post).

Y al principio, la cosa va bien. Empieza su fructífera relación con el relato breve. Consigue un trabajo de profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires. Surge la oportunidad de acudir como fotógrafo para documentar unas ruinas que reflejaban la presencia de los jesuitas en una región selvática de la provincia de Misiones. Sería su primer contacto con la selva, que se infiltraría bajo su piel como un parásito de cuya enfermedad no se recuperaría nunca, ni querría hacerlo. Publica el primer volumen de cuentos, "El crimen de oro", con gran influencia de Edgar Allan Poe, algo que Quiroga no ocultaría, sino que estaría orgulloso de mencionarlo (era también un asiduo lector de Guy de Maupassant). También escribiría historias para niños con un evidente componente fantástico, con animales que hablan (aquí se nota la lectura de Ruyard Kipling), relatos que contrastaban con las historias de terror rural que fascinaban a la horda de lectores que pedían a gritos sus cuentos. Como se ve, la selva ya se había introducido en su mente, y por ello estaba deseando volver a ella; la tragedia, como se podrá comprobar también, había plantado asimismo su semilla, pero sería ella la que no estaría dispuesta a abandonarle.

En efecto, Quiroga quiere volver a la jungla, y aprovecha facilidades del gobierno argentino para comprar unos territorios en Misiones. Desde su puesto de profesor y en sus vacaciones, Horacio va preparando el bungalow y las instalaciones de la que pretende que se convierta en su residencia permanente. Otra de las pulsiones de Quiroga asoma entonces: una tendencia, difícil de erradicar, a enamorarse de mujeres mucho más jóvenes que él. En este momento concreto, esta será su alumna Ana María Cirés, todavía una adolescente, a la que dedicará su primera novela, de un título autoexplicativo, "Historia de un amor turbio". Después de mucho insistir, Ana María acepta no sólo casarse, sino irse a vivir a la selva con él. Los padres de la chica, preocupados, deciden instalarse al lado del matrimonio, en mitad de aquella región inhóspita que Quiroga buscaba que fuera el escenario de su vida.

Por un momento, todo fue bien: Quiroga empieza la explotación agrícola de la zona. Consigue un trabajo como juez de paz del lugar, probablemente el peor de su categoría que hubo nunca. Era olvidadizo y descuidado, anotaba nacimientos y muertes en papelitos que luego almacenaba en un tarro de galletas (luego empleó este hábito como costumbre de uno de sus personajes literarios), aunque el método no le funcionaba muy bien, pues hasta muy tarde siguieron apareciendo de la nada individuos que no habían quedado registrados en el censo del país por culpa de la mala cabeza de Horacio. En medio, Ana María le da sus primeros hijos, chica la mayor, varón el pequeño. Quiroga se hace cargo personalmente de su educación, de una manera en ocasiones despótica, y llevando siempre las capacidades de los niños al límite: les hace interaccionar con la selva, arriesgar su vida, se vuelven expertos en tratar con animales, manejar armas, dominar por sí solos canoas y motocicletas. Su esposa no soporta esta clase de enseñanzas: le parecen una tortura, un riesgo innecesario, un tormento. Finalmente, no puede aguantarlo más: decide suicidarse con cianuro, pero lejos de ser una muerte inmediata, la agonía se prolonga tres días. Durante ese período, Horacio trata de salvarla y de recuperarla para su causa, pero todo es inútil, el veneno ejerce sin misericordia su implacable meta. No se sabe si Quiroga escribió algo de aquella terrible tragedia: probablemente si existió lo quemó, como la ropa de Ana María, sus fotos, o cualquier otro registro de que jamás hubiera existido.

Quiroga retorna con sus hijos a Buenos Aires, consiguiendo un cargo para el Consulado de su país natal, en el que prospera. Monta un taller en su nueva casa (le continúa apasionando la mecánica) y prosigue con sus relatos. Sus historias son cada vez más leídas, más celebradas: "Cuentos de amor de locura y de muerte" (el título está escrito sin comas por deseo expreso del autor), "Cuentos de la selva". Hasta se atreve con la crítica cinematográfica y está cerca de montar una escuela de cine, aunque este proyecto finalmente se malogra. Por un rato, sin embargo, a pesar de lo ocurrido en días pasados, todo parece ir bien.

Pero llega de nuevo la obsesión por volver a la selva, y de nuevo un nuevo amor: la cifra mágica es diecisiete años. Se llama también Ana María, en esta ocasión Palacio. Pero sus padres no quieren dejarla ir a vivir a la selva. En su novela "Pasado amor", Quiroga se dedica a narrar múltiples tretas que el protagonista lleva a cabo para intentar comunicarse con su amada, y es probable que muchas de ellas las tomara prestadas de su propia relación con Ana María. Probablemente exasperados, los padres de la chica deciden cortar de raíz el problema y marcharse muy lejos junto con la muchacha. Quiroga, por tanto, se obligado a renunciar a ella. Se concentrará a partir de entonces en la selva, en el taller mecánico que ha montado en la misma; incluso construye una embarcación con la que realiza paseos fluviales por el río Paraná. Aparte, sigue escribiendo, se atreve con la publicación de biografías, recibe homenajes, vuelve de manera periódica a Buenos Aires, y se casa por segunda vez: en esta ocasión con María Elena Bravo, compañera de clase de su hija. La muchacha no ha cumplido aún los veinte años.

Quiroga en su taller de su casa de Misiones. Extraído de aquí, también una de mis fuentes.

Sin embargo, los momentos de alegría zozobran rápido. Tiene lugar el único fracaso comercial del escritor, el ya mencionado "Pasado amor". Al mismo tiempo, comienzan los problemas de pareja con su segunda esposa, que le ha dado una hija, pero que le provoca -no sabemos si con motivo o sin él- unos intensísimos celos. Por ello, decide volver a la selva con ambas, logrando que el Consulado traslade su puesto (que, al fin y al cabo, es el que le proporciona la mayor parte de sus ingresos) a una ciudad cercana a su residencia en Misiones. No obstante, un cambio de gobierno en Uruguay significa también un cambio de preferencias, y los servicios de Quiroga ya no son requeridos. Los amigos de Quiroga (que son muchos después de tantos años en el ámbito literario) intentan conseguirle una pensión. En el terreno familiar, a su segunda esposa le disgusta tanto como a la primera la vida en el campo: las riñas y peleas son más que frecuentes.

En 1935, la salud de Quiroga se resiente: tiene problemas al orinar, y los médicos le diagnostican una hipertrofia de próstata. Sus amigos le han conseguido por fin la ansiada pensión, y Horacio accede a las peticiones de su mujer de trasladarse a la ciudad de Posadas. Aún así, el matrimonio está herido de muerte, y su mujer y su hija le abandonan. Este hecho sumirá al escritor en una profunda depresión.

Hundido a causa de los últimos acontecimientos, pero más acuciado todavía por el dolor, Quiroga marcha a un hospital de Buenos Aires. Allí, el nuevo diagnóstico es más sombrío: un cáncer de próstata, inoperable. Quiroga pide entonces permiso para realizar algunos paseos fuera del hospital; su esposa y sus amigos acuden a él para confortarle en sus últimos momentos. Aún así, los últimos días de su vida dan paso una vez más -como casi siempre en la literatura, y también en su propia existencia- a la atmósfera de lo irreal, que se entremezcla sin disconformidad con la más vulgar vida cotidiana: Quiroga se entera que en su mismo hospital hay un paciente afectado de unas terribles deformidades; probablemente sufría del síndrome de Proteus, la misma enfermedad que padeció Joseph Merrick, el famoso "Hombre Elefante". El individuo en cuestión se llama Vicente Batistessa y se halla encerrado en los sótanos del hospital como un monstruo. Quiroga exige su liberación y obliga al hospital a habilitarle una cama en su misma habitación. Como es de imaginar, ambos se hacen grandes amigos.

El porvenir de Quiroga se le antoja sombrío: el pronóstico es terminal. Lo único que puede hacer es sentir dolor hasta el final mismo. Horacio decide anticiparse y le pide ayuda a su nuevo y leal amigo Batistessa. En presencia de este último, Quiroga bebe un vaso de cianuro: como su primera mujer años antes, el padecimiento es terrible hasta que llega por fin la liberadora muerte. Luego, su cadáver es velado, después repatriado y más tarde, conforme a sus deseos, incinerado y esparcidas las cenizas por la selva que tanto amaba. Sus amigos, por otra parte, encargaron a un escultor una urna conmemorativa destinada a ser emplazada en Salto, su ciudad natal.

Horacio Quiroga empezó escribiendo poesía con influencias modernistas. Pero muy pronto la realidad (incluso una en ocasiones tan difícil de creer que asemejaba un relato fantástico) le rodeó, y se empeñó en describir la crudeza de una selva que, no obstante, aceptaba en sus tristezas y miserias con la mayor naturalidad. Sus personajes son como él mismo o, al menos, como él le transmitía que debían ser a sus hijos: aceptan que el medio salvaje va a enfrentarse a ellos con todo el arsenal disponible, les combatirá, absorberá cada soplo de vida. Y, sin embargo, no por ello dejan de hacerle frente; tratan de arrancarle, mientras les sea posible, las victorias que hagan falta, golpe a golpe, lasca a lasca, aceptando con resignación su destino si son finalmente derrotados en la batalla. Sus críticos literarios están de acuerdo en que pocas veces un escritor ha plasmado en su obra, de una manera tan evidente, una experiencia autobiográfica. Quizás porque, con el material tan fantástico del que disponía, era una pena desaprovecharlo. Tal vez, porque la única manera de vencer a los demonios -como conoce todo experimentado escritor- es precisamente conjurarlos. Se dice en ocasiones que Horacio Quiroga quería dejar de escribir: no parece muy claro que hubiera podido hacerlo.

Horacio Quiroga, de manera consciente o sin posible elección, se enfrentó a lo largo de su vida a la literatura, al amor, a la naturaleza y a la muerte siempre de cara: por ello no es extraño que, en el último momento, no rehuyera el combate final.

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