lunes, 18 de junio de 2018

El relato de junio: "La alhaja"

La alhaja

“Había sido el blanco de una bala que había matado a su yegua bajo él, pero seis balas que atravesaban su ropa lo habían dejado indemne. Más tarde me contó, bajo estricto secreto, que trece años antes había comprado por ciento veinte libras un Corán con virtudes de amuleto, y desde entonces nunca había sido herido. En verdad, la muerte le había respetado, matando en cambio ruinmente a hermanos, hijos y seguidores. El libro que formaba el amuleto era una edición de Glasgow que costaba dieciocho peniques; pero el aura de muerte que rodeaba a Auda no permitía hacer bromas sobre su superstición”.
Los siete pilares de la sabiduría. Thomas Edward Lawrence, más conocido como “Lawrence de Arabia”.

            Era un hombre acostumbrado a convivir con el peligro. Y sin embargo, era prudente. No se llega a viejo sin serlo, no al menos si habitas en una de las regiones más inhóspitas y traicioneras del planeta, tan sólo conquistada por el desierto, matojos, y las inconsecuentes cabras. Tenía razones de sobra para permanecer cauto, porque los tres ocupantes previos de su cargo habían fallecido en su propia cama, degollados por unos sirvientes a los que obedecer a un extranjero no les hacía ninguna gracia. Él, sin embargo, se había mantenido en su puesto durante seis meses, y consideraba la situación del país estabilizada. Aún así, estaba abierto a nuevas opciones, tanto humanas como divinas. Y aunque no era supersticioso, había visto cosas que le habían hecho creer, y peor aún, cosas que le habían hecho dudar. Por eso, cuando el viejo le ofreció la alhaja (se negó tajantemente a denominarlo “amuleto”, como si aquella palabra lo depreciara), no se cerró en redondo con el escudo de la razón que suele dominar a los hombres de su país. Tan sólo preguntó si tenía algún “regalo” escondido.
            -Nada de eso, efendi… Todo verdad. El poseedor de la alhaja se vuelve inmortal frente a toda acción asesina ejercida por su semejante. Nunca morirás apuñalado, ni atravesado por una bala, ni rodarás por unas escaleras, a no ser que sea tu propio pie el que tropiece. Con este bien tan preciado, vivirás, si Alá lo ansía, quizás hasta los cien años.
            Pero el gobernador dudaba. Había leído “El diablo en una botella”, de Robert Louis Stevenson, y “La mano de mono”, no recordaba de qué autor. Y sabía que las peticiones hechas a “djinn”, genios o cualquier otra criatura mágica normalmente llevan aparejada una contrapartida, una terrorífica cláusula en letra pequeña, o una retorcida forma de interpretación que no queda revelada hasta el macabro final.
            -Ni dobleces ni medias verdades, efendi. Su vida quedará a salvo, protegida. Su piel permanecerá tan intacta como el himen una hurí. Nada le podrá pasar.
            El gobernador tenía prisa, y no insistió más. A posteriori, se arrepentiría mucho de aquella decisión. Entre otras cosas, influyó en que el extranjero era soltero, recién llegado, sin amigos ni familia a menos de tres mil millas de distancia. Le dijeron que no le iba a afectar, y no se inquietó. No se preocupó de nada más.
            El hombre, previsor, para probarlo, se puso la alhaja en el pecho y no volvió a fijar su vista en ella durante los días siguientes. De hecho, con el tiempo, cuando ya se hubo acostumbrado a su presencia, se dio cuenta de que la alhaja –que no se quitaba ni para dormir ni para ducharse- había desaparecido. En su lugar, a la altura de su cuello, había nacido una marca oscura con la forma del cordel y de la propia joya, marca que no se eliminaba con el alcohol, grasa, jabón o abundante agua. Sin embargo, no le concedió demasiada importancia al hecho. Un material de escasa calidad que se había deteriorado, colorándole la piel: ¿qué problema había de causarle?
            Aquellos años que transcurrieron fueron plácidos. Con el tiempo, el hombre sintió la necesidad de rodearse de una mujer, satisfacción que combinaba muy bien con la obligación política de sellar la paz con ciertas tribus a la manera tradicional, es decir, mediante un matrimonio con princesa de dinastía reinante. La fecha que conoció a su futura esposa –que fue el mismo día que su boda- se quedó helado: no sabía que pudiera haber hembras tan hermosas, de razas tan dispares a la suya, sobre la faz de la Tierra. Fémina que, además, tuvo la virtud de concederle dos hijos preciosos, moreno (como hijo de su madre) él, rubia y de ojos azules (como hija de su padre) ella. ¿Era concebible mayor forma de felicidad?
            Así hasta que, en cierto momento, la fiebre de sangre que periódicamente recorre las áridas llanuras de esta desolada región se elevó de nuevo, y surgieron las conspiraciones y los levantamientos. El primer conato de incertidumbre lo encontró el gobernador cuando, en cabeza de su ejército durante la batalla (como hacía siempre, para insuflar los ánimos de sus hombres, tal y como practicaba en su día sobre estas mismas tierras Alejandro Magno), ante una ráfaga de descargas de artillería, no falleció él, pero sí los escoltas que le acompañaban a ambos lados. Lo tomó como una casualidad afortunada (o aciaga) del destino y de los azares de la guerra, y poco más. No le quiso dar mayor relevancia.
            El siguiente incidente, no obstante, no lo pudo obviar. Mientras salía a pasear por el patio de su palacio, bien temprano por la mañana (tal era su costumbre), portando a su hijo en brazos, una maceta fue mecida por el viento de manera descuidada y se precipitó sobre él. En medio de aquellos segundos fatídicos que sabía que marcarían el resto de su vida (en aquel momento la creyó muy corta), lo único en que pensó fue en salvar a su retoño, y quizá por eso la maceta le encontró en esa posición, protegiendo a su hijo, y el obús accidental impactó de lleno sobre la parte superior de su cabeza. Para su sorpresa, el gobernador no sintió la muerte, ni apenas dolor, pero sí pánico cuando se apercibió de que, bajo sus brazos, su hijo no daba señales de hálito: tenía el cráneo reventado. Los doctores le explicaron que, por una milagrosa consecuencia de la física, tal vez la fuerza del golpe se había transmitido a través de su cuerpo, y la peor parte se la habían llevado los jóvenes tejidos de su hijo, más frágiles. No obstante, en algún oscuro rincón de su mente, nuestro hombre ya estaba empezando a intuir la verdad.
            De hecho, se encontraba barruntando ese mismo misterio semanas más tarde, cuando llegó el inesperado ataque. Alguna de las facciones que habían caído derrotadas durante la refriega de la estación anterior habían puesto precio a su cabeza, y se habían infiltrado entre sus hombres y en su casa. Aprovecharon la oportunidad en el patio interior de aquel palacio que un día perteneció a reyes y ahora era suyo, un día cuando se hallaba yaciente a la sombra de un banano, holgando sobre su hamaca. Un criado que creía fiel sacó de ninguna parte un cuchillo (escuchó más tarde que sus enemigos se cercenaban ciertas partes del cuerpo para así ocultar de manera más subrepticia las armas) y le asestó repetidas puñaladas sobre pecho y abdomen. Sin embargo, la daga le atravesó como si se tratara de un arma de mentira. Ante la mirada de estupor de su atacante, el gobernador, igual de estupefacto pero rápido de reflejos, le atrapó de la nuca y le retorció el cuello. Luego, temiendo lo indecible, subió al piso de arriba para ver si su mujer, que en aquel momento estaba tomando un baño, se encontraba en buen estado. La descubrió con un brazo por fuera de la bañera, que estaba prendida del intenso color de la sangre, la cual aún manaba a borbotones de las mismas heridas que, sin embargo, en él, no habían llegado a sangrar.
            El hombre hizo con precipitación las maletas, dejando preparado lo mínimo (apenas una carta y un par de instrucciones más básicas; entre otras, “no te fíes de los comerciantes”) a quien suponía que acudiría para ser su sucesor. No era tan iluso como para creer que localizaría al vendedor que le encasquetó la alhaja por el camino: el mundo era muy ancho, y ofrecía múltiples escondrijos para aquel que no pretendía ser hallado. Además, no se imaginó que le fuera a decir nada muy distinto a lo que entonces ya sabía. Sólo pensó en protegerse y, sobre todo, en proteger a su jovencísima hija. Desconocía cómo funcionaba exactamente esa maldición que ya de manera imborrable acarreaba, pero se figuró que la única manera de escapar de ella era refugiarse en un lugar lo suficientemente lejano como para evitar que nadie les hiciera daño. Por fortuna, había miles de kilómetros de desierto. Durante el viaje, realizó un pequeño experimento: viajaron en dos caravanas separadas, con su hija a cargo de una nodriza y de un grupo de camelleros que tenían prometida una gran recompensa en cuanto se reencontraran, y en cambio una implacable persecución si algo le ocurría a la niña. Durante ese viaje, el antiguo gobernador trató de arrancarse la marca del amuleto con la uña, pero no consiguió siquiera hacerse sangre: en cambio, cuando volvió a ver a su hija, ésta tenía unas diminutas pero claras marcas en el pecho, como si alguien hubiera estado tratando de hurgar hacia su interior. Quedaba claro –aparte de que no iba a ser tan fácil librarse de aquello- que la maldición, o como quiera que quisiera llamarse, no era una mera cuestión de distancia física. En el desierto, el hombre se adentró lo más hondo que pudo y conformó, dentro de una inexpugnable cueva, lo más parecido que podía hacer creer a una niña de pocos años que se trataba de un hogar. En torno a él, aisló toda posibilidad de criaturas que tuvieran la capacidad de hacerles daño. En la soledad del desierto, como uno de esos profetas reverenciados, tenía mucho tiempo para pensar. Durante una de sus largas caminatas en busca de comida, meditó acerca de posibles soluciones. Tal vez debería volver a su tierra, donde tenía familia y colegas que pudieran sustituir a su hija como receptor del castigo en el caso de que el mal que le aquejaba siguiera su curso. Sin embargo, no sabía si esto funcionaría, y marchar a su país natal, con todos los obstáculos en el camino, se le antojaba harto peligroso. Quizás, con el tiempo, cuando la niña creciera… Mientras paseaba, se dio cuenta de que tenía sobre el dedo pulgar del pie, adherido, un escorpión. Estaba muerto, mas en su postrer estertor le había clavado el aguijón. Ni tan siquiera había sentido la picadura. Tuvo un fatal presentimiento. Volvió a toda velocidad a la cueva. Cuando llegó, ya era tarde: la pobre niña yacía hinchada y con la cara enrojecida, aunque tenía una expresión de beatitud en el rostro, como si no hubiera padecido ni una mala sensación. Eso, al otrora señor de aquella vasta extensión de tierra, no le sirvió para impedir derramar ni una sola de (las que siguieron) innumerables lágrimas.
            Luego viajó. Viajó mucho. Se refugió en las montañas, donde no podía ver a seres humanos -salvo muy ocasionalmente- en kilómetros a la redonda. Se enfrentaba a animales con las manos desnudas y no moría. Se vestía con sus sangrantes pieles, aunque no para protegerse del frío (que no le importaba y apenas lo sentía) sino para averiguar si vivir rodeado de mugre animal podía hacerle enfermar y fallecer. Huelga decir que aquello nunca funcionó. Vivió aislado de todo y de todos, huidizo la mayor parte del tiempo de las poblaciones y transeúntes humanos. Los pocos moradores de aquellas tierras que le avistaron designaron un nombre para él, el de barmanu. Cuando en los inviernos le veían cargado de nieve hasta arriba, sobre la cabeza y hombros, cubierto de pelo y garras de los abrigos que vestía, se inventaron una expresión aún más sórdida: no hacía falta añadir el adjetivo “abominable” si lo que pretendían era mortificar…
            Un día bajó al pueblo en busca de comida. El hambre le daba igual (de hecho, ojalá le matase), pero volver a emplear el sentido del gusto le abstraía de la cotidianidad. Atemorizados por su sola figura en la distancia, los aldeanos huyeron y le dejaron acceder por cualquier recoveco. En una taberna, tuvo acceso al periódico. Hacía años que no veía uno de éstos. Armado con una taza de café, él, que había dirigido ejércitos y creado las noticias, se puso a repasar ejemplares atrasados. Para su sorpresa, encontró una mención a su apellido: el linaje familiar le perseguía, aún en esta remota región del mundo. Un primo lejano había fenecido a una edad impropia, por una causa de muerte poco plausible. El antiguo gobernador se preguntó si eso sería por su culpa. Se preguntó si, con el paso del tiempo, irían falleciendo todos sus allegados, no sabía si por orden de sangre, de distancia física o por afinidad mental (hasta tal punto seguía ignorante de su nueva condición: la verdad es que no tenía ganas, paciencia ni valor para hacer más experimentos al respecto). De repente, se dio cuenta de que recordaba de una manera distinta la muerte de sus abuelos y padres. ¿Habían fallecido antes de lo que les tocaba, de manera retroactiva, a consecuencia de sus actos? Quizás, si conseguía acumular las suficientes muertes encima, llegaría un momento en que acabaría con sus ancestros antes incluso de que pudieran engendrar a los que más tarde le darían a él a luz. ¿De ser así, acabaría con su sufrimiento? No lo sabía: lo mismo aquella formar de liquidar a sus antepasados era sólo un delirio de su imaginación, y acababa viviendo una existencia larga y tediosa mientras iban cayendo uno por uno los descartables seres humanos que se situaban a su alrededor. Puede que de esta manera –dijo el hombre que un día fue feliz- sea como se extingan las civilizaciones, y como se formen en origen los desiertos…
            Sea como fuere, nunca tuvo manera de averiguarlo. Un día apareció muerto, sin que desde fuera hubiera modo alguno de desentrañar si lo había hecho bajo acción de un hombre, de un animal o bajo su propia mano. Ninguna de las criaturas que se topó con el cadáver tuvo valor de acercarse; todas dieron un rodeo para no tenerlo que tocar.

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