Valga como reflexión general y muy inconcreta.
Hubo un tiempo en que me planteé ser abogado. Lo deseché porque me disgustaba la idea de vivir en un mundo de perenne enfrentamiento. Con el tiempo he aprendido que hay cuestiones que sólo pueden valorarse desde el punto de vista del todo, y otras, desde el de la parte.
Sin saber demasiado de derecho, de lo poco que leído me produce la sensación de que hay múltiples formas de equivocarse. Una de ellas es basar la ley de manera excesiva en la pasión e irracionalidad humanas. Este abuso (que una lectura que me llamó la atención definía como un exceso en la doctrina de la ley natural) lleva a cosas como las turbas y los fundamentalismos.
Luego (y que me perdonen los expertos, que seguro que por algún lado derrapo) está el positivismo, que dice que lo único real es la ley. Esa doctrina te elimina factores religiosos, pero llevada al absoluto, también produce sus demonios. Desde ese punto de vista, los crímenes de los nazis son casi todos legales porque se cometieron bajo las leyes presentes en ese momento. El hombre (y la mujer) se convierten en robots que cumplen y son oprimidos bajo la bondad o injusticia de la ley.
Y luego está la interpretación. Ese sentido común, esa fraternidad que se supone que tendría que llevar al equilibrio. Y el arma más retorcida cuando así se quiere aplicar, pues el papel aguanta cualquier absurdo, equilibrismo o ficción
Hubo un tiempo en que me planteé ser abogado. Lo deseché porque me disgustaba la idea de vivir en un mundo de perenne enfrentamiento. Con el tiempo he aprendido que hay cuestiones que sólo pueden valorarse desde el punto de vista del todo, y otras, desde el de la parte.
Sin saber demasiado de derecho, de lo poco que leído me produce la sensación de que hay múltiples formas de equivocarse. Una de ellas es basar la ley de manera excesiva en la pasión e irracionalidad humanas. Este abuso (que una lectura que me llamó la atención definía como un exceso en la doctrina de la ley natural) lleva a cosas como las turbas y los fundamentalismos.
Luego (y que me perdonen los expertos, que seguro que por algún lado derrapo) está el positivismo, que dice que lo único real es la ley. Esa doctrina te elimina factores religiosos, pero llevada al absoluto, también produce sus demonios. Desde ese punto de vista, los crímenes de los nazis son casi todos legales porque se cometieron bajo las leyes presentes en ese momento. El hombre (y la mujer) se convierten en robots que cumplen y son oprimidos bajo la bondad o injusticia de la ley.
Y luego está la interpretación. Ese sentido común, esa fraternidad que se supone que tendría que llevar al equilibrio. Y el arma más retorcida cuando así se quiere aplicar, pues el papel aguanta cualquier absurdo, equilibrismo o ficción
En España creo que hemos tenido en exceso errores de ley natural, de
positivismo y, desde luego, de interpretación de la ley. Sumado todo ello a la
injerencia del poder político en un país cuya constitución no nombra la
separación de poderes, y a la pobre, además de cegarla, la secuestra.
De tantos problemas, habrá que fijarse en los detalles de cada uno y pensar soluciones. Yo, por mi parte, pienso en aquel rey del Principito que decía que si ordenaba a sus súbditos una orden que ellos no podían cumplir, entonces era que la culpa era suya. Y se me ocurre que la ley, y la forma de ejercerla, fue creada por el hombre para servir al hombre: para hacernos más libres, más humanos, más justos. Para darnos seguridad y protegernos, pero también para impedir que aplastemos a otros. Si no consiguen ese propósito, si atienden menos a requisitos o ruegos reales que imaginarios, entonces no es la ley la que sirve al hombre (o la mujer, o el niño, o la gente de cualquier raza o confesión), sino que esos colectivos viven esclavos de la ley. Y por tanto (es la mayor conquista que ha logrado el ser humano) tenemos el derecho y el deber de cambiarla.
Quizás lo que tengan en común el derecho y la literatura sea ese consejo de George Orwell sobre que ciertas leyes de la escritura debes seguirlas, hasta que resulta más conveniente romperlas y olvidarlas.
De tantos problemas, habrá que fijarse en los detalles de cada uno y pensar soluciones. Yo, por mi parte, pienso en aquel rey del Principito que decía que si ordenaba a sus súbditos una orden que ellos no podían cumplir, entonces era que la culpa era suya. Y se me ocurre que la ley, y la forma de ejercerla, fue creada por el hombre para servir al hombre: para hacernos más libres, más humanos, más justos. Para darnos seguridad y protegernos, pero también para impedir que aplastemos a otros. Si no consiguen ese propósito, si atienden menos a requisitos o ruegos reales que imaginarios, entonces no es la ley la que sirve al hombre (o la mujer, o el niño, o la gente de cualquier raza o confesión), sino que esos colectivos viven esclavos de la ley. Y por tanto (es la mayor conquista que ha logrado el ser humano) tenemos el derecho y el deber de cambiarla.
Quizás lo que tengan en común el derecho y la literatura sea ese consejo de George Orwell sobre que ciertas leyes de la escritura debes seguirlas, hasta que resulta más conveniente romperlas y olvidarlas.
(Esta reflexión se publicó en Facebook el 27 de abril de
2018, en el perfil de Emilio Tejera)
Una sociedad secreta, con
todos sus miembros vestidos de negro. Formada por inquisidores, médicos,
jueces, curas, burgomaestres, abogados, incluso alguna mujer. Que encierran
desde que son larvas a las hembras en cámaras umbrías, que las atan, una cuerda
en cada extremidad, de techo y paredes, y las mantienen allí durante años,
hasta que toca servir como incubadoras humanas y, mientras tanto, pueden
utilizarse como herramientas del placer, carne muerta para el desahogo. Y, para
proteger a los miembros de nuestra hermandad, disponemos la estructura de la
sociedad para ellos, elaboramos las leyes para ellos, disponemos las
oportunidades para ellos, incluso sacrificamos a nuestros propios retoños, en
ocasiones alguno de los chicos, pero qué le vamos a hacer, en otros momentos
nos hemos beneficiado, y la rueda tiene que girar... Una sociedad distópica
como ésta recuerda a historias como "Déjame salir" o "El cuento
de la criada", tan extremas que alguno puede descalificar tachándolas de
paródicas, diciendo: "Eso no es exactamente así, eso no podría
pasar".
Pero, entonces, ¿por qué de vez en cuando nos comportamos de esa manera?
Portada de "El martillo de brujas", o "Mallus Maleficarum".
Pero, entonces, ¿por qué de vez en cuando nos comportamos de esa manera?
Portada de "El martillo de brujas", o "Mallus Maleficarum".
(Esta reflexión fue
originalmente publicada en Facebook el 3 de mayo de 2018, en la página de
escritor de Emilio Tejera Puente).
La veo en un bar de carretera, de tantos que hay por ahí en España. Una camarera de mediana edad y aspecto de ajada, quizás porque el maquillaje de la cara no ha conseguido el objetivo que tenía al aplicarse sobre esos moratones que tendrán uno o dos días de duración, y cuyo propósito era contrarrestar. Hacer como que no pasara nada, pese a que ella lo sabe, que el hijoputa lo sabe, que sus compañeras de trabajo lo saben, que los clientes lo sabemos, vaya que si somos conscientes de ello, y todo eso unos cuantos días después de una de las sentencias más polémicas sobre violencia de género que ha sacudido España, y aquí estamos, en mitad de Castilla profunda, a pesar de todo lo que ha llovido y se ha protestado, y la mujer con el maquillaje y el hipoputa seguramente tan campante, en efecto, como si no pasara nada, porque en este país no se sabe lo que tiene que pasar para que deje de pasar nada. En encrucijadas como ésas estamos. En medio, me preguntan: "Dice una amiga que si le recomiendas algún país donde pueda viajar una mujer sola" y, qué quieren que les diga, no sé qué contestar.
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