lunes, 1 de diciembre de 2014

La historia real de diciembre: La cruzada de los pobres

Consciente de que en el momento en que se publiquen estas líneas puede haber comenzado otra nueva barbarie en Palestina (cuando las escribo acaba de terminar el penúltimo asalto a Gaza), me meto en una sección de la historia de esta siempre problemática parte del mundo. Mencionar las cruzadas es hablar de muchas cosas: de todo un movimiento demográfico, militar y religioso (incluso comercial) que duró casi dos siglos y del que aún quedan consecuencias en forma de ruinas, herencias culturales o ideológicas, e incluso inestabilidades políticas. Contempladas de distinto modo según qué bando (Amin Maalouf, en su "Las cruzadas vistas por los árabes", relata cómo los musulmanes las interpretaron como un simple y fatal acto de invasión por parte de extranjeros), las cuatro/ocho cruzadas (según cómo las cuentes) que se sucedieron dieron lugar a cambios en la conciencia colectiva medieval en Europa, y sirvieron de inspiración para acciones desesperadas, insensateces varias y leyendas a cada cual más variopinta. De alguna de estas anécdotas hablaremos en otra ocasión, pero hoy toca conversar sobre de primera cruzada de todas, la que, sin embargo, fue más olvidada por el paso de la historia: aquella que fue conocida como la cruzada de los pobres.

Revisemos los hechos: todo surge a raíz de que el dominador del Imperio Bizantino a finales del siglo XI, el emperador Alejo Conmeno, está muy preocupado por los avances de los turcos selyúcidas en la península de Anatolia (hoy dentro de la actual Turquía), y teme por la supervivencia de su imperio (no es para menos. Unos cuatro siglos después, serán otros turcos, esta vez los otomanos, los que invadan su capital y la rebauticen como Estambul en lugar de Constantinopla). Alejo Conmeno le pide ayuda al papa Urbano II, a quien, como estandarte de la cristiandad occidental, le solicita que llame al resto de Europa a luchar contra el común enemigo, y que le mande mercenarios para pelear junto a él. Urbano II seguramente le encuentra utilidad a esta petición por dos razones: en primer lugar, porque la peregrinación de los cristianos europeos a los Santos Lugares (desde hace tiempo en manos de los musulmanes) había sufrido, después de un largo período de tolerancia, algunos problemas en los últimos tiempos (al parecer, los turcos selyúcidas trataban bastante peor a los peregrinos que sus antecesores, los también musulmanes sarracenos), y eso es algo que, como líder principal de la Iglesia de Occidente, no puede permitir. Pero por otro lado, Urbano II soñaba con una Europa en la cual los países individuales no tenían tanta importancia, sino que era el poder cristiano (por supuesto, encabezado por él) el que dirigía la mayor parte de las acciones de los líderes nacionales. Por ello, Urbano II expone la idea en el concilio de Plasencia. Sin embargo, ensimismados por sus luchas internas (que incluían al propio Papa), los gobernantes europeos no le hacen mucho caso. Distinto será unos meses más tarde, en el concilio de Clermont; allí, el Papa Urbano II realiza lo que se convertiría, a posteriori, en uno de los discursos más importantes de todos los tiempos. Con una oratoria -según relatan las crónicas- proverbial, conminó a los religiosos de Francia allí presentes -pero también a los de toda Europa-, a enfrentarse al maléfico enemigo, recuperar Tierra Santa para los cristianos, y prometió perdón de los pecados y total indulgencia divina a todo aquel que participara en la contienda. Los obispos, abades, e incluso señores locales que participaban en el Concilio, enfervorizados, respondieron a la alocución del Papa con un sentido y emocionado: "¡Dios lo quiere!", y corrieron a difundir la noticia por todos los lugares de Europa. El germen de la idea había triunfado, en marcha se había puesto la maquinaria de guerra.

En realidad, este relato tan bonito tiene también sus inexactitudes. En primer lugar, no quedan copias fidedignas del discurso de Urbano II, y todas las transcripciones que se poseen fueron redactadas cuando la Primera Cruzada ya había concluido, con lo cual es fácil pensar que se manipularon según la resolución final de los hechos. Por un lado, parece bastante claro que Urbano II no llamó explícitamente a conquistar Jerusalén, sino solamente a hacer más accesible el lugar a los peregrinos. Y también, parece que muchos de los grandes señores y reyes que fueron convocados a la guerra no lo hicieron solamente por convencimiento cristiano (aunque algo habría) sino también porque la posibilidad de dejar de pelearse por migajas entre ellos y dirigirse a nuevas tierras donde cabía esperarles un suculento botín era algo que les llamaba mucho la atención. No obstante, hay una cosa que es verdad: aunque no fuera la primera vez que se llamaba por parte del Papa a la guerra santa (ya se había hecho contra los normandos en Sicilia y contra los musulmanes en la Reconquista de España), y ni siquiera la primera en que se pedía auxiliar a los bizantinos (Gregorio VII lo intentó tras una dolorosa derrota de estos últimos, con escaso éxito), Urbano II supo pulsar la tecla adecuada en el momento preciso para conmover las preocupaciones y sensibilidades europeas que estaban bullendo en ese momento, y transformar todo el continente en un inmenso martillo que, cargado con la creencia absoluta en la religión, iba a provocar un terremoto en buena parte de Oriente durante mucho tiempo. ¿Y qué era lo que le pasaba por la cabeza a los europeos? Eran tiempos de plagas, de leyendas, de oscurantismos. Alrededor del año 1000 se había generado movimientos por parte de desesperados que creían que iba a llegar el fin del mundo, y aunque aquel momento había pasado, el susto se le había quedado en el cuerpo a muchos, y no les venía nada mal la llegada de una acción que borrara todos sus pecados y les hiciera creer en la salvación divina. Europa estaba lista para saltar, y Urbano II les dio los medios, la oportunidad y un motivo. No necesitaron mucho más.

Claro que preparar una contienda de esas características requería tiempo, equipos, planificación y estrategia. Pero éstos son el tipo de conceptos que la sinrazón y el fervor religioso no entienden. Mientras que los grandes señores se pertrechaban para intentar (como les había incitado el propio Papa) tener lista la expedición para el año siguiente, había una serie de religiosos errantes, predicadores de los caminos, que decían que no había que esperar, sino que ponerse en marcha, rápido, para arrebatar lo antes posible sin mediar trabas la Ciudad Santa de los infieles. Y lo peor es que muchos le hacían caso. Mientras que los grandes reyes europeos partían a los Santos Lugares habiendo repartido previamente su herencia y sus posesiones en caso de muerte -porque no sabían si iban a regresar-, muchos campesinos salieron de su casa así, sin más, inmediatamente, camino de Tierra Santa, cargados de apenas un fardo de comida y un par de herramientas, como si fueran a dar un paseo y por la tarde fueran a volver. "Dios proveerá", pensaron seguramente. No sabemos lo que Dios opinaría, pero seguramente al diablo le pasó por la mente aquel refrán sobre que el infierno está empedrado de buenas intenciones.

Y así esa Cruzada (una turba, más bien) comenzó, liderada por nombres tan extraños como Pedro el Ermitaño y Walter el Indigente, y salió a recorrer los caminos de Europa. Por supuesto, al cabo de poco tiempo se les acabó la comida, pero entonces llegó una idea que les vino bien en el momento preciso. Es decir, ¿había querido el Papa hablar sólo de combatir contra los musulmanes, o se refería en general de actuar contra todos los herejes?¿Para qué iban a recorrer miles de kilómetros en busca de enemigos que nunca habían visto, cuando era mucho más fácil dirigirse contra los también malévolos judíos, que estaban mucho más cerca? Aprovechando que pasaban por diversas localidades de Alemania donde existía una abundante población hebrea, los miembros de la cruzada de los pobres organizaron ataques, disturbios e incluso abiertos "pogromos" contra los judíos de la región, sabiendo que las autoridades locales poco podían hacer contra un ejército, y también que para escapar de las mismas sólo tenían que desplazarse al siguiente pueblo. Fueron quizás los primeros incidentes antisemitas relevantes en Europa (tras algunos antecedentes en el siglo VI y algunos incidentes aislados alrededor del año 1000 y su locura del fin del mundo), y a pesar de que hubo obispos que trataron de defender a los judíos en su territorio, queda constancia de que el propio Pedro el Ermitaño, el líder principal de aquellos hombres de fe y comida hambrientos, practicó la extorsión para conseguir que los judíos alimentaran a sus improvisadas tropas. Curas y monjes, incluso, fueron visto agrediendo físicamente a los judíos. Sin embargo, en el clima de intolerancia de aquellos tiempos -y a pesar de los llamamientos a la paz por parte de los nobles y el propio Papa-, seguro que se vio como algo bueno. Tal vez incluso decían que los pobres cristianos sólo estaban defendiéndose.

Hubo más caos aún cuando entraron en la región de Hungría. Reino cristiano por excelencia, uno de los colaboradores más activos de la cruzada más seria que se estaba preparando aún, vio como una masa indisciplinada de gente entraba en su territorio dispuesta a devorar todo lo que había a su paso. El ejército húngaro trató de permanecer respetuoso frente a los visitantes, pero cuando los cruzados empezaron a provocar desórdenes e incluso matanzas, se mostraron hostiles primero y violentos después. Finalmente, el rey húngaro hizo prometer al noble francés Godofredo de Bouillón (destinado, más adelante, a convertirse en el auténtico héroe de la Primera Cruzada oficial) que aquel grupo de desarrapados se comportarían pacíficamente, y entonces él los escoltaría. Parece que los ánimos se calmaron y así las huestes de Pedro el Ermitaño consiguieron llegar a su siguiente destino, el Imperio Bizantino.

Pero para Alejo Conmeno, el que se suponía que había pedido aquellas tropas, lo sucedido era una burla. Pedía mercenarios para trabajar bajo su bandera, y le traían una banda desorganizada que se alimentaban del territorio que pisaban como una bandada de pirañas, y que se preocupaban mucho por los Santos Lugares y muy poco por Constantinopla. La historia relataría la actitud que tuvo Alejo Conmeno con los primeros cruzados como "un ejemplo de diplomacia", en el caso de unos, o como "una traición absoluta", en el caso de otros. Con la cruzada de los pobres, los miramientos no fueron excesivos: se les prestó barcos para que pudieran cruzar lo antes posible el Bósforo, desembarcaran en Turquía, y de esa manera pudiera librase de ellos. De ahí en adelante, ya no eran su problema.

La cruzada de los pobres logró algunos primeros éxitos en tierras turcas. No obstante, poco tiempo más adelante, poco pudieron hacer. El ejército turco era fuerte y experimentado, y aquella panda de campesinos y monjes fanáticos no sabían ni cuidar su retaguardia. El grueso de la cruzada de los pobres fue masacrado, y muchos de sus líderes (como Walter el Indigente) murieron. El famoso Pedro el Ermitaño consiguió sobrevivir y volver a Constantinopla, donde allí se incorporó a la mucho más preparada "Cruzada de los Príncipes", que se conocería a partir de entonces como Primera Cruzada, seguramente tratando de olvidar que aquella idiotez de expedición anterior había existido. Aquella cruzada tuvo mucho éxito e, inspirada por un concepto novedoso, revolucionario y arrollador que sorprendió a los musulmanes (quienes seguramente tuvieron una impresión muy parecida a la que hemos experimentado nosotros al contemplar movimientos modernos como Al Qaeda o ISIS, o antiguos como el nacimiento del islam o del cristianismo), combatió duramente en Jerusalén y recuperó la ciudad para los suyos. Pedro el Ermitaño (también conocido como Pedro de Amiens) fue reconocido como capellán del ejército victorioso, y no debió acordarse de la paliza que les pegaron en Turquía, pues exigió la muerte de todos los infieles que habitaban en la capital de Palestina, fueran musulmanes o judíos, hombres, mujeres, ancianos o niños. Los hay que no aprenden ni siquiera a fuerza de palos.

Los reinos cristianos en Oriente cosecharon el éxito durante un tiempo, estableciendo relaciones comerciales duraderas y manteniendo posiciones importantes, como San Juan de Acre, Malta, Creta, Tiro, la propia Jerusalén y Rodas. No obstante, tuvo lugar la habitual contraofensiva, y a largo plazo estaba claro que los musulmanes eran más, se encontraban más cerca de sus enclaves más poderosos, y tenían todas las de ganar. Nombres como Saladino y Ricardo Corazón de León se cruzaron en episodios históricos que convivieron con leyendas, y numerosos avances y retrocesos se vivieron en forma de batalla, asedio o negociación. Cuando los cristianos se vieron definitivamente expulsados de Jerusalén, intentaron retornar de todas las maneras posibles -alguna realmente menos un plan formado que meras fantasías-, coincidiendo los momentos de mayor fervor religioso justamente cuanto mayor era el avance turco. Sin embargo, con el tiempo el espíritu cruzado se apagó y se puso fin al intento de llevar a cabo una de las ideas más insensatas (que eso no es lo peor; lo peor es que sean aberrantes y aún así -o precisamente a causa de ello- se encuentren disfrazadas de justicia) de todos los tiempos. De ese tipo de ideas que, sin embargo, convencen a tanta gente que, por la pura fuerza de la fe y la creencia irrcional, pueden estar muy próximas a hacerse realidad. Hasta que, cuando miras abajo, te das cuenta de que no hay suelo bajo tus pies. Como la mayor parte de las ideas que convencen a un gran número de humanos. Somos así. Y eso no hay religión ni razón que pueda curarlo. Cada hombre tiene una cruzada consigo: escoged una justa, y planeadla con cabeza. Un saludo.

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