lunes, 26 de junio de 2017

El libro de junio: "El siglo de las luces", de Alejo Carpentier

“Hay épocas hechas para diezmar los rebaños, confundir las lenguas y dispersar las tribus”.
                       Alejo Carpentier. El siglo de las luces.

Existen (relativamente, para la intensidad y profundidad del terremoto que provocó) pocos libros ambientados en la Revolución Francesa. No demasiados que traten del Caribe. Y muchos menos dedicados a lo que fue la Revolución Francesa en el Caribe. Pero es que hay algunos textos que son inconcebibles sin el influjo particular de sus autores, de tal modo que, si éstos no hubieran existido, probablemente ningún otro hubiera podido alumbrarlos. Quizás por eso sólo Alejo Carpentier -suizo, de padre francés y madre rusa, que residió en Cuba y Venezuela durante buena parte de su vida y acabó muriendo en Francia- era capaz de pergeñar esta historia, un relato que abarca desde el final del período de la Ilustración hasta el principio del fin de la revolución francesa, saltando del Mar Caribe a Europa y de las ideas a la acción, allá donde el lector se atreva a acompañarle. La historia se narra desde el punto de vista de tres muchachos adolescentes, herederos de una fortuna en una Habana que es colonia española, donde un recién llegado (Victor Hughes, personaje de inspiración real) les va a poner en contacto con el mundo de la Revolución Francesa y de los nuevos conceptos que empiezan a extenderse en aquel tiempo, y modificará, a nivel individual, el rumbo de sus vidas para siempre. Se dice que Alejo Carpentier es uno de los precursores de lo "real maravilloso", una definición que muchos autores no dudan en igualar al "realismo mágico" que se hizo famoso años más tarde cuando los escritores del boom latinoamericano -García Márquez, Allende, Vargas Llosa- lo pusieron de moda. Y es que aparte de tratarse de una historia intensa (llena de sucesos dramáticos, pasiones, cambios de rumbo, reflexión intelectual y política), el autor no duda en salirse durante breves lapsos de tiempo de la trama principal, para dibujarnos con colorido el ambiente de la Europa y la Latinoamérica de aquella época, desde el mestizaje cultural del que el propio Carpentier era ejemplo, hasta los exóticos parajes, cambiantes escenarios y apasionantes trasfondos que recorre la novela. Se trata de un libro intenso, cargado de símbolos, descripciones y referencias culturales, que exige un poco de paciencia y de esfuerzo para leerlo (no es la típica lectura ligera de verano, aunque contenga mares y océanos suficientes para inspirarnos viajes) pero que, al lector al que le interesen los temas de los que habla, no acabará decepcionando, pues contiene aventura suficiente (en forma de corsarios y guerreros, libertadores y pensadores, libros y guillotinas) como para llenar unas cuantas vidas, y al mismo tiempo resulta un brillante reflejo tanto de las intensas luces de la Revolución, como también de sus alargadas y tenebrosas sombras. Os dejo el deseo de que no tengáis que vivir lo que proclama la frase de la novela que hemos citado al principio, y que, a ser posible, hasta que nos veamos, disfrutéis de tiempos menos convulsos. Un saludo.

Post-scriptum: Después de escribir esta reseña, me enteré de que, en su día, cuando Gabriel García Márquez leyó este libro, arrojó a la papelera las cien páginas que llevaba escritas del manuscrito titulado "Cien años de soledad" y empezó de nuevo, con pluma matizada por el evocador lenguaje de Carpentier. Había nacido, oficialmente, el realismo mágico.

lunes, 19 de junio de 2017

El relato de junio. Relato aleatorio: "Eso no se..."

Ya sabéis que, de vez en cuando, a un grupo de indocumentados y a mí nos da por elaborar relatos aleatorios a partir de un par de premisas iniciales. Nuestro sabio líder (oh, líder), gurú de los relatos aleatorios, nos impuso las siguientes condiciones:

- Un personaje se está vistiendo, pero la acción deriva en otra cosa.
- Un viejo amigo vuelve.
- Parte de la historia se sitúa en una tumba.

Y ésto es lo que yo he pergeñado. A ver si os convence:


Eso no se…

            “Tantos años con la oscuridad constituyendo mi mejor amiga y aliada, y ahora, ¿voy a tenerle miedo? No, por supuesto que no”, me digo a mí mismo.

            Y, si lo tengo tan claro, ¿por qué tiemblo?

            Al fin y al cabo, siempre guardé de ello consciencia lúcida: no hay que tenerle miedo a lo sobrenatural. Hay que albergarles, en cambio, pánico a los hombres. Y la consecuencia lógica de todo esto es que yo también puedo hacer temblar. Por eso siempre he preferido ser, antes que presa, cazador de almas. Y la otra persona que ocupa este espacio es –o era, mejor dicho- muy consciente de ello. Después de todo, fui yo el que deslicé el veneno en su copa.

            Aún así, desplazarme a través del pasadizo en dirección a tu última morada, tu lugar de descanso eterno, como la repetida fórmula suele pronunciarse, me produce cierta sensación de incógnita, de desconcierto. Quizás porque yo –como hombre previsor, precavido, prevenido-, acostumbrado a leer tantas veces los protocolos y fórmulas de cada una de las acciones de las que me toca formar parte, desde el boato de los desfiles hasta las instrucciones de las ponzoñas, me siento desnudo al tener que manejarme en esta tradición que, en palabras de los propios sacerdotes de Ofir, “nadie ha escrito, nunca se ha revelado al pueblo. Está destinada a ser revelada sólo a aquel que va a convertirse en faraón. El encuentro con su antecesor, dentro de la tumba de este último, constituye un instante mítico, sagrado. Nadie debe saber que va a ocurrir, salvo los iniciados en los grandes misterios de la ultratumba. Tiene además una función de seguridad: no queremos que nadie que no deba se acabe encontrando aquí”. Y aunque esta última afirmación en parte me consuele, y me convenza, no termina de reconfortarme del todo. Quizás por eso mis pasos hacia la parte más inferior de la pirámide sean veloces e incontrolables. Quizás por eso no puedo parar de temblar.

            La cosa se calma un poco, sin embargo, cuando diviso tu sarcófago. Ahora, hijo de Amón, ya no puedes salir de este sitio. Con todo tu prestigio y tu omnipotencia, te ves ahí, reducido a contenido de una simple caja. Desde donde estoy ahora mismo, donde no existe ni el tiempo el espacio, te puedo hacer el chiste sobre el gato de Schrödinger, pero claro, yo por aquel entonces no lo conocía, como tampoco sabía lo que me quedaba por averiguar. En aquel momento, yo era sólo un hombre (El hombre), que contemplaba aquel muñeco de tamaño natural donde habían colgado tus ropajes, y me disponía a ponérmelos, para heredar la vestimenta de faraón que tus esclavos (ahora los míos) te habían retirado hace poco del cuerpo. Me estaba invistiendo del poder real, y lo hacía como el único ser vivo en aquella tumba, como la única presencia real (y Real) en aquel sitio.

O al menos, eso era lo que yo creía hasta entonces.

            Porque claro, entonces se reveló el hecho. El que lo trastocaría todo. Debí haberme imaginado algo parecido. Al fin y al cabo, cuando un pueblo decide que alguien se convierta en monarca, no lo hace al azar, no escoge a un hombre cualquiera. Éste debe presentar unas características que le hacen único, irrepetible. Lo que no me imaginaba era que tu poder oscuro era la inmortalidad. O, mejor dicho, que fueras capaz de morir y levantarte de nuevo. Claro que cada resurrección tiene un precio: en un inicio tu cuerpo queda corrompido, arrugado, arrastrado por la putrefacción y el cieno, hasta que encuentras carne fresca que devorar, con la que adquirir fuerzas suficientes como para salir de nuevo a la luz del día. Carne fresca como yo.

            Todo esto, claro, no pude en ese momento reflexionarlo. Yo sólo supe que, mientras me vestía, el sarcófago se abrió y una figura reptante se deslizó a gran velocidad hacia mí, en menos tiempo del que necesité para reaccionar. La figura me secuestró -con eficacia aprendida- la vida, y en unos cuantos minutos pasó a devorar el cerebro, el corazón, el hígado y los riñones, los órganos que habían retirado los embalsamadores poco tiempo antes (pues el proceso de momificación, en sí mismo, no tiene otra función, como dice el propio Libro de los Muertos, que devolver a la vida), y que restituirían tu existencia, mientras la mía se terminaba para siempre de eliminar...

            No era extraña esta panoplia, por tanto, este juego de prestidigitación en aras de ocultar la verdad a todo el mundo. Puede que tu particular mecanismo fascine en su día a generaciones de alquimistas (a los que en el futuro han decidido denominar “científicos”), pero dudo mucho que los egipcios hubieran aceptado con facilidad, ¡no ya la historia de un dios que vuelve a la vida! –eso les resultaría, paradójicamente, de lo más lógico y cotidiano-, sino más bien el aspecto malsano de tu cuerpo durante los primeros días, hasta que se completa el proceso de regeneración. Si sus coetáneos ya miraron con mala cara a Lázaro (tú en aquel momento no conocías esta historia, igual que yo tampoco lo haría hasta mucho tiempo después), con qué actitud van a juzgar entonces que en el trono de Egipto se siente, de manera periódica, lo que muchos llamarían un zombie o muerto viviente. En cambio, cuando sales de la pirámide, vestido de nuevo con tus ropajes, encaminado hacia el templo, donde una multitud lejana te aclama, y varias capas de maquillaje son suficientes para mantener el engaño a distancia, a todo el mundo le resulta natural adorarme –bueno, en realidad, a partir de ahora, adorarte a ti. Si acaso, los sacerdotes que te flanquean deben hacer cierto esfuerzo por contener la respiración, para no aspirar el olor tan nauseabundo que provocas a tu lado. Pero en fin, es una desagradable molestia que sólo dura unos días: y a partir de entonces empieza una nueva ocasión, una nueva oportunidad, de vivir, de mandar, de reinar, una vez como todas, generación tras generación, un día más.

            Es curioso cómo cambian las cosas: yo creía que te conocía a fondo, todo lo que puede conocerse a un hombre y, sin embargo, el más importante secreto me lo mantuviste velado. Claro que tú también pensaste que yo era tu siervo leal -aún más, tu amigo. Y, en cierta medida, yo te consideraba uno a ti. Es sorprendente cómo han evolucionado las cosas. Resulta impactante lo que ocurrió (ocurre, ocurrirá) contigo cuando llegue el crepúsculo del imperio egipcio. Pero yo quería volver a aquel momento en que nos volvimos a ver y me mataste. Ni siquiera puedo molestarme contigo: después de todo, lo haces para sobrevivir, y no es distinto del acto que yo llevo a cabo cuando engullo un filete de vaca. Además, después de como acabamos (acabé contigo), he reconocer que la cosa tiene un cierto aire de justicia poética. Hasta puedo aceptar que lo tengo merecido.

            Pero fuera de la cuestión, como pregunta aparte… ¿tenías que devorarme empezando por comerte mis dientes, y tenías que hacerlo además precisamente con los pies?

   
         Joder, cabrón, eso no se hace…

Anexo: incluyo links a las otras respuestas (en forma de relatos a los que tengo posibilidad de enlazar) que han dado algunos de mis compañeros en este reto aleatorio.
-El Olivo de Piedra.

-El último Kaltenerggense.
Vía Facebook, también se han proporcionado un par de microrrelatos... pero ni sé si es pertinente incluirlos, ni estoy seguro (bueno, miento, claro que no) de si son válidos para menores de 18, así que de momento correremos un estúpido velo, esperando que para este reto y para el futuro se apunte más gente. Buenos días y buenos retos.

lunes, 12 de junio de 2017

La historia real de junio: Llivia, un trozo de España dentro de Francia

La geografía ofrece contradicciones curiosas. Hay lugares estratégicos que son reclamados por varios países, y otros en cambio que no los quiere nadie. Fronteras artificiosas se forman como consecuencia de la política (fijémonos si no en el gerrymandering), los accidentes naturales o, sobre todo, la historia. Hay un fenómeno especialmente singular que es el de los llamados "enclaves", es decir, zonas de un país que se encuentran completamente rodeadas por otro país distinto. Hay países que son un enclave en sí mismo (San Marino o el Vaticano dentro de Italia, Lesoto circundado por Sudáfrica), y también existen enclaves a nivel provincial o regional (en España, tenemos el siempre llamativo de Treviño, aunque también destaca Petilla de Aragón, por cierto la patria chica de Santiago Ramón y Cajal. Aparte, tenemos Ceuta y Melilla, pero éstas se encuentran en parte rodeadas por una franja costera, de pertenencia española). Lo que pocos conocen es la existencia de Llivia, un pequeño fragmento de España (perteneciente a la provincia de Gerona) que se encuentra en los Pirineos, pero del lado de la frontera francesa.

De poco más de 1500 habitantes, el origen de esta anomalía geográfica se debe, como casi todas estas peculiaridades, a una guerra o, mejor dicho, a su correspondiente tratado de paz. En 1659, España y Francia firman el Tratado de los Pirineos, un acuerdo al que se llega después de un largo conflicto englobado dentro de la Guerra de los Treinta Años. En él, España le cede a Francia una serie de territorios, pero Lliva, al tener estatus de "villa" (es decir, contaba con una serie de privilegios otorgados por el rey que actualmente han perdido su importancia jurídica), queda administrativamente como territorio hispánico.

Lo cierto es que Llivia, hasta entonces, no tenía mucha importancia histórica. Se supone que la ciudad fue fundada por Hércules (como dice la leyenda, también, sobre un buen puñado de localidades del suelo hispánico), pero cuando se convirtió en un enclave, tuvo que enfrentarse a una serie de problemas bastante menos mitológicos y mucho más pragmáticos. Tras unos años de tiras y aflojas, se firmaron una serie de acuerdos que permitieron que la vida de los habitantes de Llivia fuera un poco más cómoda: se declaró "zona de libre circulación" el camino que había entre Lliva y el resto de España (hoy es una carretera nacional, que se vuelve francesa cuando pasa por territorio galo), y se concedieron unas tierras de pastoreo a los habitantes del pueblo, en una zona, claro, bajo soberanía francesa.

El momento más angustioso de la historia de Llivia llegó (como para casi todos los pueblos de España) durante la guerra civil. Llivia permaneció leal a las tropas republicanas, pero cuando los rebeldes ganaron la contienda, solicitaron permiso a Francia para cruzar su territorio y ocupar la villa. Por lo visto, aquel primer invierno bajo dominio franquista hizo tanto frío que hizo falta quemar puertas y ventanas para proporcionar calor a los soldados que quedaron acampados allí. Como parte de España, permaneció neutral durante la Segunda Guerra Mundial, pero los nazis no se fiaban de que sus enemigos dentro de Francia quisieran refugiarse allí, así que sometieron al pueblo a un cerco implacable. Fueron, desde luego, tiempos duros para la localidad gerundense, aunque la cosa no pasó de allí.

Años más tarde, la situación del pueblo se normalizó... dentro de lo posible. Sí, tenían su propia zona aduanera, sí, tenían que llevar pasaporte cada vez que salían del pueblo y, sí también, tuvieron sus conflictos en Francia a raíz de una señales de stop que los galos situaron en su parte de la carretera. Hoy en día, sin embargo, con España y Francia englobados por el espacio Schengen, la vida de Llivia es mucho más tranquila, y queda más como curiosidad histórica que cualquier otra cosa. O, quizás, como recordatorio de que las fronteras son un ente ficticio que ponemos los hombres. Quizás, en ese sentido, un viejo anacronismo de 1659 pueda seguir dándonos una lección.

lunes, 5 de junio de 2017

La historia corta de junio: "Bubastis"

Se llama Bubastis y es la ciudad de los gatos. En un país donde este animal es un dios (¿y en cuál no?, maúllan los elegantes felinos que agitan la cola a lo largo del antiguo Egipto), una urbe así no es un lugar cualquiera. En principio empezó como una necrópolis, donde los susodichos animales acudían a ver a sus familiares muertos y entraban en trance con los espíritus –algunos argumentaban que se debía a una planta con efectos opiáceos que, una vez ingerida, les hace parecer drogados, pero qué derecho tienen a protestar los humanos acerca de que los gatos ahoguen la pena causada por los congéneres muertos en los estupefacientes y la autocompasión-. Luego vino el templo, siempre lleno de estancias, críptico y misterioso, salvo para ellos, que tienen permiso para acceder a todas partes, hasta dentro de la Habitación Oculta… Pero el poder mayor de los mininos se halla en la calle. Allí, son dueños y señores del espacio y el tiempo, allí, en su territorio, les has de temer. Tanto que, de vez en cuando, ellos, también ofrecen sus sacrificios. Como es bien sabido, en Babilonia practican una especie de lotería; en Bubastis, en cambio, predomina el poder de la triangulación. Cuando en una misma calle se acumulan más de tres (el número sagrado) ejemplares de gato, cualquier espécimen humano que se haya introducido en ese espacio sagrado habrá por obligación de sufrir castigo a causa de su atrevimiento. No habrá oposición, ni siquiera protesta; la vía se vaciará aceleradamente de transeúntes desconocidos; y, al final del proceso, sólo quedará sobre el suelo un individuo menos, y saldrá de su cuerpo, entre el abdomen y la séptima costilla, un felino más. Así crecerá, infinito, el número de los gatos. Es lo que dicen las Reglas del Libro, y a ellas son a las que debemos honrar.