Se llama
Bubastis y es la ciudad de los gatos. En un país donde este animal es un dios
(¿y en cuál no?, maúllan los elegantes felinos que agitan la cola a lo largo del
antiguo Egipto), una urbe así no es un lugar cualquiera. En principio empezó
como una necrópolis, donde los susodichos animales acudían a ver a sus
familiares muertos y entraban en trance con los espíritus –algunos argumentaban
que se debía a una planta con efectos opiáceos que, una vez ingerida, les hace
parecer drogados, pero qué derecho tienen a protestar los humanos acerca de que
los gatos ahoguen la pena causada por los congéneres muertos en los
estupefacientes y la autocompasión-. Luego vino el templo, siempre lleno de
estancias, críptico y misterioso, salvo para ellos, que tienen permiso para
acceder a todas partes, hasta dentro de la Habitación Oculta… Pero el poder
mayor de los mininos se halla en la calle. Allí, son dueños y señores del
espacio y el tiempo, allí, en su territorio, les has de temer. Tanto que, de
vez en cuando, ellos, también ofrecen sus sacrificios. Como es bien sabido, en Babilonia
practican una especie de lotería; en Bubastis, en cambio, predomina el poder de
la triangulación. Cuando en una misma calle se acumulan más de tres (el número
sagrado) ejemplares de gato, cualquier espécimen humano que se haya introducido
en ese espacio sagrado habrá por obligación de sufrir castigo a causa de su
atrevimiento. No habrá oposición, ni siquiera protesta; la vía se vaciará
aceleradamente de transeúntes desconocidos; y, al final del proceso, sólo
quedará sobre el suelo un individuo menos, y saldrá de su cuerpo, entre el
abdomen y la séptima costilla, un felino más. Así crecerá, infinito, el número
de los gatos. Es lo que dicen las Reglas del Libro, y a ellas son a las que
debemos honrar.
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