Tras la elección de un nuevo Sumo Pontífice, quizäs es buen momento para poner este relato. Como está recién horneado y sin tiempo para hacer revisión (está siendo una época muy intensa), os ruego me perdonéis las posibles erratas. Ateos o creyentes, no se me ofendan, por favor, que como casi todos los relatos sobre Dios, éste no va sobre la divinidad, sino sobre los hombres.
No hay Dios.
El primero que lo
sufrió fue el santón indio. Se encontraba realizando una de sus habituales
huelgas de hambre, que empleaba a menudo como acto de protesta. En este caso se
encontraba lanzando un alegato a favor de sus tesis cuando de repente, su
cuerpo se tambaleó ligeramente. La gente pensó que podría tratarse de uno de
los efectos del ayuno, y de hecho, esta fue la explicación que se dio ante el
hecho de que él fuera el primero en caer. El caso fue que el santón
trastabilló, se desplazó hacia un lado, y los asistentes le recogieron con sus
brazos. Sus ojos se habían cerrado, en sus labios se hizo el silencio, pero lo
extraño de aquella especie de somnolencia era que sus párpados se encontraban
apretados, como en una sorprendente concentración.
El siguiente paso fue
en la mezquita. Una de los imanes más reconocidos de Estambul estaba llamando a
la oración personalmente, a través de los altavoces, a lo largo de la explanada
del barrio de Sultanahmet. Entonces, de manera súbita, el altavoz calló. Fue
más tarde cuando descubrieron que el imán, tras una pérdida inesperada del
conocimiento, se había caído por las escaleras. Ninguna lesión de la que
lamentarse, se atribuyó la caída a la falta de costumbre de subir a los pisos
superiores para llamar a la oración (tarea habitualmente destinada a otro
colaborador de la mezquita, que casualmente se hallaba enfermo), pero lo que
nadie se explicó era que todavía no hubiera recobrado el sentido, y menos esa
curiosa expresión de encontrarse soñando con algo particularmente intenso.
Pero los otros casos
fueron más raros. Al Dalai Lama le ocurrió en mitad de la oración nocturna en
un templo budista de Nueva York. Justamente cuando se hallaba inclinándose en
dirección al Buda, su cuerpo se paralizó. La gente creyó al principio que se
encontraba rezando de manera particularmente fervorosa, pero luego se dieron
cuenta de que ya no se levantaba. Ciertos monjes, algo pícaros, sugirieron que
el Dalai se había quedado algo dormido, y como en todas las casas (incluso las
más santas) cuecen habas, los mayores detractores del Lama –algunos echaban de
menos al anteriormente fallecido Dalai- sugirieron que alguna vez anterior
había hecho amago de ello. Pero no se incorporó cuando le tocaron el hombro, y
también había una cosa especial: su pies. Se agitaban como si se encontrara
corriendo.
Sin embargo, el caso
más llamativo de todos fue el del Papa. Y tan llamativo. Se hallaba enfrente de
la Plaza de San Pedro, delante de más de medio millón de persona. Y mientras se
encontraba pronunciando su discurso, leyendo los papeles, una paloma juguetona
se posó sobre su cabeza. El Papa, de natural bonachón, trató de quitársela con
gentileza de la cabeza. Y en ese instante, como afirmó uno de los testigos, “le
dio como un vahído”, y se cayó para atrás junto con su silla. Inmediatamente
hubo protestas contra el alcalde de Roma y el profuso número de palomas en la
ciudad, e incluso alguno sugería que todos los habitantes de la región del
Lazio deberían almorzar esa tarde carne de paloma, pero la globalización y la
inmediatez de los medios de comunicación actuales lograron su propósito, y en
poco tiempo, todo el mundo supo que, con un desfase de menos de media hora (y a
pesar de la diferencia horaria), cuatro de los más altos representantes de las
mayores religiones del mundo habían caído en un profundísimo y casi espectral
sueño. Y lo cierto, es que nadie –a pesar de la existencia aún despierta de
cardenales, obispos, sacerdotes, monjes y monjas, capellanes, cuidadores de
templos, imanes, patriarcas, almuecines y creyentes- sabía decir por qué.
* * *
Y como suele ocurrir
con los grandes acontecimientos planetarios, la verdad es que al principio no
pasó nada. La gente estaba perpleja, desde luego, y algún medio de comunicación
empezaba a plantear alguna teoría rayana en lo paranormal, pero aparte de eso,
y de muchas diplomáticas reacciones de jefes de estado esperando la pronta
recuperación de los religiosos, poco más. Un cierto número de curiosos se
mantuvo de guardia en San Pedro, y algunos se congregaron alrededor de la
tienda donde ¿descansaba?¿meditaba?¿dormía? el santón indio, pero poco más. No
obstante, conforme pasaban los días, la gente se agitaba inquieta y se
preguntaba en los confesionarios, en los rezos, de comunión en comunión y en
cada funeral a orillas del Ganges, qué era lo que iba a ocurrir.
Hasta que un día
ocurrió. Sucedió también en perfecta sintonía horaria, de tal forma que en
algunos casos era pleno día y en otros transcurrió en mitad de la madrugada.
Pero fue real, afirmaron los que se encontraban al lado del santón indio, que
abrió los ojos bruscamente, se incorporó de golpe desde su posición tumbada, y
agarró la mano de la persona que tenía al lado, provocando en esta última un
gritito de miedo. Pero el santón no dijo nada: eso sí, abrió la boca
enormemente, como si estuviera soltando un alarido sordo, pero sin emitir una
sola palabra de sus labios, mirando muy fijamente, los ojos inyectados a algún
punto desconocido enfrente suya. Y luego, se levantó corriendo, y se encerró en
su habitación.
En el caso del Dalai
Lama, la salida fue aún más precipitada. Se incorporó pausadamente desde su
posición reclinada (de donde nadie se había atrevido a desplazarle), miró al
altar donde estaba rezando… y comenzó a correr rápidamente para encerrarse en
el baño más cercano.
El imán despertó
metido en su cama y rodeado de gente… y lo único que se le ocurrió fue meterse
bajo las sábanas para que no le vieran.
No dijeron ni una
palabra: bueno, mentimos, hubo una excepción. Cuando el Papa se levantó de la
silla donde le habían instalado para contemplar su estado (como si fuera un
crucifijo o una estatua) y marchó a pasos cortos pero acelerados, a la
velocidad que le permitían sus sesenta años y sus diminutas piernas, los
cardenales le siguieron, le tiraron de la túnica, le rogaron, por favor, que
les contara qué les había pasado.
Y entonces, después de
insistir a lo largo de todo el pasillo, el Papa, viendo que no le dejaban el
paz, y mientras asía la puerta de su habitación, insistido, zaherido y cansado,
sólo tuvo fuerzas para gritar, con los ojos ensimismados:
-¡No hay Dios!¡No hay
Dios!
Y, aprovechando el
desconcierto de sus perseguidores, aprovechó y cerró la puerta.
Los cardenales se
quedaron muy callados. Estupefactos ante esta última sentencia, no sabía qué
hacer a ciencia cierta, pero una especie de tácito acuerdo se alcanzó: que no
debían contarle a nadie lo que habían escuchado.
En las tres horas siguientes
ya lo sabía todo el planeta.
Y entonces cundió el
terror.
* * *
El santón indio
concluyó fácilmente las explicaciones ante la turba de fieles que montaban
tumulto por hablar con él y preguntarle recurriendo a una de sus habituales
rutinas: decretó un tiempo de silencio (a pesar de que su día habitual eran los
miércoles), pero no concretó cuánto tiempo duraría. De esa manera, colocó un
cartel colgado de la lona que separaba su habitación de la del resto de la
tienda que le servía de refugio, cerró la entrada, y se ocultó. Nadie se
atrevió a perturbar su voto.
Otros, en cambio, no
lo tuvieron tan fácil. La gente se agrupó alrededor de la mezquita de Estambul
donde se encontraba sin salir el reconocido imán, y llamaba a las puertas
exigiendo explicaciones.
Pero quizás donde se
lanzaban los gritos más airados era en el interior de la Capilla Sixtina, donde
un grupo de altos prelados de la iglesia católica se habían reunido en petit comité para tratar quizás el asunto más relevante en toda la historia
de la cristiandad desde hacía dos milenios. Y para decir (con las puertas bien
cerradas) lo que todavía nadie se había atrevido a pronunciar en voz alta en
los medios de comunicación.
-¿Cómo que no hay
Dios?¿Qué clase de afirmación es ésta?
-¿Pero cómo lo
dijo…?¿En plan “esto es un caos”, o decía literalmente que Dios no existía o…?
-¿Cómo queréis que lo
sepa?¡Eso fue lo único que dijo!¡No dejó un libro de instrucciones para la
interpretación, ni tampoco unas miguitas de pan para llegar a una pista!¡Dijo
“No hay Dios” un par de veces, se encerró, y punto?
-¿Pero cómo puede
decir que no hay Dios?¿Una pérdida súbita de fe?¿A su edad?¿A estas alturas?
-¡Pero esto no es
posible!-esgrimió un obispo italiano-. Un Papa no puede afirmar que Dios no
existe. No de forma tan rotunda; tan categórica.
-Bueno, bien mirado
–explicó un cardenal extranjero de natural irónico-, también habría quien
podría afirmar que antes también afirmaba de forma rotunda y categórica, pero
justamente lo contrario.
-Déjese de disquisiciones
marxistas, esto no es un juego –argumentó la mano derecha del pontífice, un
hombre pragmático donde los hubiera-. ¿Alguien sabe qué le ha podido pasar?¿Qué
ha podido soñar, o sentir, o discernir durante una semana prácticamente en
coma, que le haya llevado a este punto?
-Más que un coma
–quiso matizar un prelado que inició los estudios en medicina-, yo diría rigurosamente
que se trataba de un sueño…
-Un sueño que mantuvo
al unísono con otros tres destacados líderes religiosos, por otra parte –afirmó
otro-, y del que se han despertado a la vez.
-Bien, sueño, coma,
nimbo o como se llame: ¿alguien tiene idea de lo que puede haber ocurrido?¿Alguna
explicación racional…?
Y al decir esto se dio
cuenta de que quedaba una segunda alternativa. Y aunque no era muy proclive a
pensar en ello, dadas las circunstancias, no tuvo más remedio que continuar:
-¿… o irracional?
Todos los jeriarcas
eclesiásticos se miraron entre sí, como queriendo escurrir el bulto. Nadie se
atrevía a ser el primero. Finalmente uno habló:
-Hombre, no es
exactamente el carro de Elías…
-Tampoco se parece del
todo a la peregrinación en el desierto.
-A mí la que siempre
más me gustó fue una zarza ardiendo.
-¡Señores, señores,
por favor, seamos serios!-exclamó uno golpeando la mesa con la palma-. Una cosa
es que Dios se anuncie para proclamar su existencia…. Pero que alguien les diga
a los principales líderes religiosos que Dios no existe, ¿quién demonios se lo
iba a decir?-pareció que le salían las palabras como espuma de la boca al
cardenal.
Alguno estuvo a punto
de soltar: “El mismo Dio…”, pero rápidamente callaron temiendo que no fuera la
frase mejor acogida. Alguno en cambio apuntó a que en la propia pregunta del
cardenal estaba la respuesta, pero también bajó el dedo antes de señalarlo
reconsidero que quizás no fuera oportuno. Finalmente, entre todos, se hizo un
profundo silencio.
-Pero, y si fuera
verdad, ¿qué hacemos? Y si resulta que tiene razón, ¿qué puede pasar?
Se escuchó entonces
una voz casi de refilón.
-Bueno, no sería la
primera vez que un Papa con opiniones incómodas desapareciera en extrañas
circunstancias…
Todas las caras se
volvieron hacia la voz con las órbitas desencajadas y la faz lívida. El prelado
con tendencia a la ironía se disculpó:
-Vale, vale, vale,
sólo era un comentario…
Y todos se quedaron en
silencio, pues no sabían qué más añadir.
El tiempo pasó para
todos los implicados en el asunto. El imán trató de desviarse todo lo posible y
dedicarse a orar mientras otro daba por él el sermón de los viernes. El Dalai
Lama subió a lo alto del Himalaya y, de esa manera, incluso los periodistas más
recalcitrantes consiguieron rendirse. El santón indio persistió con su voto de
silencio.
El que más difícil lo
tuvo fue el Papa de Roma. Con todas las miradas puestas en él –y cámaras de
televisión enfocando de manera ininterrumpida el balcón de San Pedro, en cuya
plaza se agolpaba una multitud expectante portando velas, el Papa tuvo que
consentir que un pequeño número de cardenales entrara en sus aposentos; bueno,
en realidad no es que consintiera, pero el hecho de que varios de éstos se
situaran detrás del guarda suizo que le traía el almuerzo no le dejó muchas
opciones. Y ante esa presión, no tuvo más remedio que hablar.
-Se me ha –y corrigió,
pues era consciente de que no era al único al que le había ocurrido-, se nos ha
concedido una visión del mundo. Una contemplación del universo tal como es: sus
movimientos, sus constantes, sus leyes físicas. He alcanzado una comprensión
total del todo, aquello que más ambicionaron filósofos y místicos. Hasta he
entendido conceptos que nunca comprendí ni en mis épocas de estudiante: si
ahora mismo conversara con un premio Nobel, podría replicarle que todas sus
ideas sobre el bosón de Higgs están completamente equivocadas, mientras que la
ley en Murphy, en realidad, parece estar más cercana al funcionamiento general
del universo.
Pero los cardenales no
estaban para reflexiones teológicas; o quizás, precisamente para lo que estaban
era para eso.
-Vale… ¿y Dios?
El Papa negó con la
cabeza.
-Nada. Ni la más
mínima pista.
Los cardenales no
sabían cómo interpretar este hecho.
-Que no aparezca no
quiere decir que no exista…
-Quién sabe si esta
visión es obra del universo, de Dios o del diablo…
El Papa negó con la
cabeza.
-Todo mi ser me dice
que esa visión era real, y que lo mostraba todo. Y me temo que el resto de los
que la han sufrido dirán lo mismo. Ignoro a qué se ha debido, quién la ha
emitido o con qué propósito; pero ahora mismo, toda mi alma, mi corazón y mi
cerebro, me dicen que no hay ningún Dios. No puedo seguir ejerciendo en el
cargo.
Los cardenales se
miraron entre sí, anonadados.
-Pero… no puede
dimitir… Eso sembraría de dudas la Iglesia.
-No podemos revelar
esta verdad al mundo… Al menos, hasta que sepamos cómo manejarla. Debemos
procesar la información, elaborar un plan acerca de cómo vamos a explicarla a
los medios.
-Algo tendremos que
decir… alguna explicación tendremos que dar.
-No, no, de eso nada
–negó un cardenal muy enfático, tan colorado como sus vestidos-. Como dijo creo
que Karel Kapek, la Iglesia no tiene necesidad de explicar ni justificar nada,
simplemente de regular o prohibir. Nuestros fieles lo han aceptado hasta
entonces, no veo por qué se van a oponer ahora.
El Papa les miró. Y
comprendió. Y asintió. No le iban a dejar. Eran demasiadas cosas, demasiados
asuntos dependiendo de él, incluyendo el trabajo de los propios cardenales.
Nunca permitirían que la verdad saliera alguna vez de esta sala.
-De acuerdo. ¿Puedo ir
al baño un momento?
Los cardenales, que
habían instintivamente formado un muro para acorralar al Sumo Pontífice, se
mostraron dubitativos sobre cómo debían actuar, pero finalmente cedieron. Con
mucho cuidado de no tropezarse, el Papa avanzó hasta salir de la habitación.
Y entonces, salió
corriendo a toda velocidad.
Los testigos de aquel
hecho declararon que el representante de Dios en la Tierra (es un decir)
realizó una buena carrera para tratarse de una persona de setenta años, que el
Papa bien podría haber realizado una buena marca en una competición de
atletismo en el rango de participantes de su edad, y que seguramente la
velocidad que alcanzó fue seguramente la más alta entre todos los sucesores de
San Pedro, teniendo en cuenta la falta de registros históricos acerca de este
punto, especialmente entre los que celebraron misa en las catacumbas. Pero lo
único cierto y verificable fue que el Papa fue capaz de alcanzar el balcón de
la Basílica de San Pedro antes que nadie pudiera impedírselo, y que una vez
allí, delante de todas las cámaras de televisión y de la multitud cuyos
corazones se habían colmado de gozo al contemplar a su ansiado líder
espiritual, el Papa se acercó al borde del balcón…
... y entonces saltó.
La caída no fue
excesivamente elegante, a pesar de que el vuelo de la capa le proporcionó
cierto lustre. Los allí presentes declararon que fue como si el tiempo se
hubiera detenido, aunque las cámaras registraron un tiempo relativamente corto
en terminar su recorrido. Algunos creyeron que en el último momento el Papa iba
a decir algo, o que la trayectoria del Pontífice iba a dar un brusco giro y
éste iba a salir volando hasta los cielos… pero el brusco sonido del cuerpo al
estamparse contra el suelo liquidó todas las esperanzas.
Bueno, seguramente no
todas, porque alguien éntre las primeras filas se atrevió a asegurar: “Señor
Sumo Pontífice, ¿está usted bien…?”
La falta de respuesta
hizo que, después, no fuera necesario añadir nada.
* * *
Aquello ciertamente
generó un anticlímax. Durante las siguientes horas, los allí enclavados –y
especialmente los altos jerarcas de la Iglesia, huérfanos ahora de un líder- se
quedaron mirando el lugar donde había aterrizado el Papa como si esperaran que
de allí surgiera una divina (y nunca mejor dicho) solución para sus problemas.
Pero en cambio, sólo podían contemplar los nefastos acontecimientos.
-Se ha quedado pegado
como un chicle aplastado en la acera –declaró completamente chafado un obispo.
-Van a tener que
sacarle de allí con rascador –argumentó desolado otro.
-Ya es mala suerte que
debajo hubiera una obra y su Santi… el anterior Papa, se haya quedado
solidificado en el cemento.
-Es la peor escultura
que podríamos tener.
-Hombre, miradlo desde
otro punto de vista. Para los anales, ha sido la salida más espectacular del
cargo que ha habido en toda la Historia –declaró el prelado con tendencia a la
ironía-. Y por unos momentos, pareció de verdad que su Santid… el anterior
Papa, iba a volar hacia Dios.
No quiso a añadir,
“Quizás lo haya hecho”, la frase parecía fuera de lugar en ese momento.
Pero el que ni tan
siquiera hubiera una réplica indicaba el estado tan depresivo al que habían
llegado las cosas.
* * *
Mientras tanto, la
vida siguió. Los cardenales consiguieron mal que bien tapar el asunto y un
nuevo Papa –desconocedor de todo aquel turbio asunto- fue elegido. Por supuesto
que hubo rumores, filtraciones, elucubraciones varias, pero a falta de ninguna
otra certificación oficial El Dalai Lama murió al poco tiempo, y del imán de
Estambul poco más se supo. Algunos dicen que le vieron en una región inhóspita
de Australia, viviendo como un eremita, pero los testimonios al respecto son
bastante confusos llegados a este punto.
En ese tiempo, el
santón indio siguió sin hablar.
Pudiera ser que le
hubieran llegado ecos de la muerte del último Papa (bien fuera porque lo
hubiera sentido de alguna manera espiritual o simplemente por el rumor y el eco
de las voces de los hombres en el tiempo); pudiera ser porque el largo período
de reflexión al que se había sometido había dado sus frutos. O, en definitiva,
pudiera ser porque sintió que el momento necesario había llegado. El caso es
que un día, el santón, situado hasta entonces sobre la misma piedra, sin comer
y casi sin beber durante todo este tiempo, finalmente se levantó.
Era ya casi de noche.
De las multitudes que en un primer momento le habían rodeado, esperando ver qué
era lo que decía cuando saliera de su ensimismamiento, ya tan sólo quedaban unos
pocos fieles, instalados allí más por la rutina que por la búsqueda de
conocimiento, y si acaso unos cuantos vendedores callejeros que vivían de darle
de comer a esa escasa gente. “Mejor”, se dijo el santón a sí mismo. Cuando el
dios de los cristianos empezó a predicar, lo hizo sobre unos cuantos
pescadores. Debe ser a unos pocos, debe ser de manera oral, debe ser íntimo. La
Historia está llena de acontecimientos en las que un tipo le dice unas cuantas
cosas que cree oportunas en un momento determinado a un grupúsculo de gente, y
al rato se convierte en un profeta, en un hombre-milagro, en un Dios. Y los que
estaban presentes suelen preguntarse, “¿Ése?, pues yo cuando le vi parecía un
tipo bastante corriente que simplemente hizo lo que tocaba”. A veces simplemente
hacer lo que toca nos sitúa a nivel de los dioses. A veces nos gusta endiosar a
los hombres (eso sí, siempre que estén muertos o no les conozcamos), porque de
esta manera lo que hacemos realmente es endiosarnos a nosotros mismos. Quizás
no haya Dios, se repitió el santón; pero las cosas deben seguir haciéndose de
la misma manera.
Conforme se levantó y
comenzó a andar, la gente se mostró al principio aturdida, y luego le siguieron
para ver qué era lo que ocurría, más por inercia casi que por curiosidad. El
santón avanzó la suficiente distancia para hacer que se rindieran aquellos que
simplemente esperaban ver un buen espectáculo. Por fin, cuando sólo personas
realmente interesadas parecieron seguirle, el santón se dio la vuelta y sentó
sobre una roca. El resto hicieron lo propio y aguardaron sus palabras.
-No hay Dios –repitió
aquel mantra que llevaba meses resonando en su cabeza-. Pero a mí me gustaría
que lo hubiera. Me gustaría que hubiera un Dios que nos auxiliara cuando las
cosas no fueran tan buenas, incluso aunque su poder fuera finito. Me gustaría
que hubiera un Dios que se metiera dentro de las cabezas de las gentes para
decirles: “Sé bueno con tu vecino. Compréndele cuando está en apuros. Auxíliale
cuando sea necesario. Trátale bien, rescátale, compórtate como te gustaría que
un desconocido con capacidad para echarte una mano querrías que se comportase
en relación a ti”.
Les miró a todos muy
fijamente.
-Me encantaría que
existiera ese Dios –afirmó.
Alargó las manos hacia
ellos. Pensó: “sólo un hombre que ayuda a otro puede decirse que actúa en
nombre de algo superior”.
La petición le salió
con suave tono de voz.
-¿Me ayudáis a
crearlo?
Un par de manos se
alargaron de vuelta; otras dos o tres se alzaron porque tenían preguntas.
La
pregunta que se forjó, aún está tratando de obtener respuesta.