La
rosa en la alambrada
Seguro que no se lo creen.
El otro día vi un fantasma.
Claro que no se lo creen. Yo tampoco
me lo creería, si me lo dijeran. Tampoco me lo creí yo al principio, cuando le
contemplé. De hecho, yo no pensaba que fuera un fantasma. Cuando le vi sentado
en la mesa del comedor (tengo una de esas inmensas mesas, que salen en todas
las películas, en las que los dos comensales están sentados uno a cada lado,
separados por una insalvable distancia de varios metros), pensé al principio
que era un ladrón. Luego, me pregunté que clase de ladrón sería calvo, gordo, y
vestiría un esmoquin. También me pregunté qué tipo de ladrón se habría
preparado un plato en mi propia mesa, y se lo estaría comiendo, delante de mis
narices. Y, sobre todo, me pregunté como puñetas habría entrado allí, si tanto
yo como la gente del servicio habíamos estado dando vueltas por la casa toda la
noche. Pero ahí estaba: como salido de la nada, bebiéndose mi mejor Oporto, e
invitándome a sentarme.
-Que sepa que tiene usted un gusto
excelente para los vinos, señor. Creo que vamos a llevarnos bien.
¿Qué podía hacer? Me senté; podía
parecer una situación un poco ridícula, yo allí, comiendo con un señor que deglutía
(literalmente) los scargots que había comprado mi mayordomo esta mañana, y que
costaba un ojo de la cara cada uno. Y que además, se los comía manchándose las
manos y la servilleta que llevaba puesta, a modo de babero, sobre el cuello.
Decidí interrumpir aquel espectáculo deplorable, cortando por lo sano.
-¿Qué hace usted en mi casa?
Le pregunté. Él, interrumpiendo el
ritual, y limpiándose torpemente la boca con la servilleta, me dijo:
-Pensé que lo menos que podía hacer,
antes de comenzar tu pequeño martirio, era presentarme.
¿Pequeño martirio?
-Claro-me aclaró; obviamente, no
requería que yo hablase, podía responder simplemente leyéndome la mente-; es
que la palabra maldición suena demasiado fuerte. Así que, bueno, simplemente,
pequeño martirio. Así queda un poco más indulgente.
Le rogué que me especificara un poco
más. Entonces, con aire displicente, me empezó a explicar un poco cómo estaba
organizado este asunto. Decía que nadie sabía muy bien de dónde venían las
maldiciones ni por qué: o sea, que no debía entretenerme, como hacían muchos
idiotas (así les denominó, idiotas), escarbando en el pasado para averiguar de
qué mala acción tenía que arrepentirme, o cuya contrición me llevaría al
descanso de mi condena. Que me dejara de tonterías, me dijo, que los últimos
encargos que él había tenido habían sido, además, bastante patéticos a causa de
ese tipo de cosas. Luego, entre scargot y scargot, me contó que básicamente, su
función, era la de hacerme la vida imposible. Castigarme, convertirme en blanco
de sus mofas, divertirse a mi costa. Nada personal, afirmó. Yo tampoco sé qué
obtengo con eso. Simplemente, está organizado así. Si algún día muere usted, y
va al cielo, se lo pregunto al de arriba. A mí me está vedado, ¿sabe? Tampoco
sé muy bien por qué.
Nunca supe muy bien cuándo se marchó
el espectro. Supongo que ése es parte del encanto, después de todo, el que se
vaya y simplemente, sepas que se ha ido, pero nunca llegues a contemplar el
proceso. Aquella noche, dormí muy mal. Nada más me levanté, pedí cita para el
psiquiatra.
Al explicarle mi caso, me lo dejó
muy claro: la presencia de alucinaciones visuales, por sistema, apunta
firmemente a un diagnóstico de psicosis. En concreto, el tipo más aterrador,
sería el de esquizofrenia, por lo que tiene de crónico e incapacitante. No
obstante, me dijo que no debía aterrorizarme tan rápido. Una sola alucinación,
aislada, puede ser debido a muchas cosas: estrés, falta de sueño, en fin, ese
tipo de enfermedades tan modernas hoy en día. Vamos, bromeó, que no te vamos a
encerrar en un manicomio todavía. Lo que sí que le extrañó fue el que yo le
dijera que había podido incluso oler el perfume del extraño visitante. Dijo que
era muy extraño, que podía ser síntoma de un tumor cerebral –a pesar de que los
escáneres a los que me sometió los siguientes días no revelaron nada de esto-,
pero que, bueno, en todo caso, siempre podíamos achacarlo a una construcción de
la mente excesivamente elaborada, sobre todo teniendo en cuenta mi elevado
nivel intelectual. El psicólogo optó, como última despedida, por
tranquilizarme, y decirme que, después de todo, yo debía repetirme que, como
muy bien sabía, los fantasmas no existen, por muy reales que puedan parecernos.
Yo marché entonces muy tranquilo a
casa, habiendo encontrado a mis problemas una respuesta científica. Me dije a
mí mismo que la solución más fácil sería esa, exceso de trabajo, unos scargots
mal preparados, y me dispuse a tomar una cena ligera y a vivir un sueño
reparador. No obstante, lo peor fue cuando lo volví a ver. Esta vez estaba de
pie: yo me encontraba en la mesa.
-Ay, Dios –suspiré.
-Eso es lo que le digo yo muy a
menudo también –me comentó él-. Pero no suele hacerme caso.
-¿Sabes lo que quiere decir que te
esté viendo ahora, no?-le pregunté.
-Pues no, la verdad es que no lo sé.
-La esquizofrenia. Lo veo horrible,
pero en fin, supongo que con medicamentos, terapia, y mucho apoyo, llegaré a
superarlo.
-¿Quieres dejar de decir
estupideces?
Y entonces el fantasma me cogió de
las solapas, y me levantó por encima del suelo: luego, sentí su mano sobre mis
mejillas, apretándolas con muchas fuerza. Estaban muy frías.
-A ver qué loquero te dice que estás
teniendo a la vez una alucinación visual, táctil, olfativa y auditiva. Y si
quieres, para completar, te puedo dar para que me chupes el dedo, pero vamos,
no creo que sea agradable para ninguno de los dos.
Yo temblaba asustado. Finalmente, el
fantasma me lanzó con fuerza hacia el sofá del otro lado de la habitación.
Sentí que casi me mataba.
-Bien –prosiguió él, como si nada
hubiera pasado-, será mejor que me presente, ahora que ya estás más o menos
convencido. Mi nombre es Marcel Galois.
Se giró hacia mí, y un leve tintineo
brilló en sus ojos.
-Voy a ser tu compañero de viaje.
Y entonces comenzó todo.
Es difícil explicar el proceso por
el cual pasé en aquellos primeros días en que Galois entró en mi vida. Difícil,
entre otras cosas, porque me son complicados de recordar, dado el estado mental
alterado que yo presentaba en ese momento. Compréndanme: dudando entre la
maldición sobrenatural o la esquizofrenia (no sabía del todo qué era peor);
entre el Prozac y las consultas al psicólogo; ocultándoselo a todo el mundo (al
psicólogo le mareaba con cualquier otra cosa, menos con la verdad), y deseando
contárselo a alguien... Eso, unido a las habituales preocupaciones sobre la
empresa, mi ex mujer, en fin las cotidianas, las de cada día... Recuerdo que
bebía mucho por aquella época. Recuerdo algún episodio deshonroso de esos
tiempos provocado incluso por el alcohol. Además, no me servía de nada: incluso
borracho, él seguía estando allí.
¿Qué era lo que hacía? A veces, sin
más, aparecía. Se ponía detrás mía, sabiendo que sólo yo podía verle,
simplemente riéndose, con esa sonrisa irónica tan nauseabunda en su cara, o
haciendo toda clase de “pequeñas travesuras”, como él las llamaba. Por ejemplo,
pellizcarle el culo a la presidenta de la compañía con la que estaba intentando
cerrar un importante acuerdo de varios millones de euros. Como se pueden
figurar, aquello no contribuyó a su éxito, precisamente. En el trabajo
comenzaban a mirarme mal, me preguntaban si me pasaba algo.
Pero sí me pasaba: porque esto que
les acabo de contar era, efectivamente, una pequeña travesura comparado con lo
que ese hijo de mala madre, ese sátiro enfermizo, me producía cada día. Porque
su alma –o lo que quiera que tuviera- rezumaba maldad. Y no hacía nada más que
demostrármelo.
Por ejemplo: una vez caminábamos por
la calle y había una señora con el carrito del niño. Los dos marchábamos
juntos, yo procurando ignorarle, cuando pasamos al lado de la señora. Entonces,
Marcel cogió el carro, y lo lanzó calle abajo. Se pueden imaginar mi cara al
ver el cochecito del niño esquivando los coches, rozándolos a una velocidad
endiablada, sobreviviendo de puro milagro, mientras todo el mundo en la calle
podía visualizar al niño volando por los aires tras el impacto de un vehículo.
Mi instinto me dijo que tenía que lanzarme tras él, y yo casi pierdo la vida en
el intento, pero finalmente, lo conseguí, y paré al coche, entre profusos
sudores, antes de que sucediera una degracia. El problema fue que la madre, a
pesar de mi ímprobo esfuerzo por salvarle la vida a su hijo, creyó que era yo
el que había empujado. Estuve a punto de acabar en comisaría, de no ser porque
algún testigo declaró en mi favor que él había visto cómo yo no llegué a tocar
el cochecito del bebé. No obstante, aquel testigo me pareció extraño: tenía un
extraño brillo en los ojos, una especie de familiar mirada...
Hubo más de ese estilo, a cual más
horrible y atroz. En todas ellas, se observaba un mismo patrón de conducta: una
acción malvada, ruin, execrable, hecha por puro gusto. Yo, que me arrojaba
intrépidamente, haciendo de héroe (cosa que no he hecho en la vida, pero claro,
yo era el único que podía saber lo que Marcel iba a hacer antes que el resto de
los mortales, era yo quien debía evitarlo), y acabando finalmente envuelto en
terribles circunstancias a causa de haber actuado así. En los siguientes días,
llegué a despertarme entre jeringuillas cargadas de droga y de sida, bajo las
fauces de una jauría de perros de agudas dentelladas, a punto de recibir una
paliza de parte de un grupo de hermanos, y... en fin, para qué voy a seguir
contándoles mis miserias. Lo que parecía claro, es que Marcel trataba, con
todos un actos, de convencerme de una cosa. El mal es invencible, me
parecía decir. Cada vez que intentaba detener alguna de sus tropelías, me
encontraba no sólo con la imposibilidad de solventar la mayoría, sino, además,
con un terrible perjuicio para mí mismo o para mis semejanzas. Perdí mi
fortuna; me echaron del trabajo; mi hija se negó a verme; acabé teniendo que
vender mi casa, y refugiarme donde pude. Con el tiempo, lo único que podía
decir, a ciencia cierta, es que huía: huía de Marcel, escapaba allí donde él no
pudiera encontrarme. Pero siempre estaba allí; siempre me encontraba, como una
pesadilla, que sabes que va a estar contigo nada más decaigan las fuerzas y
cierres los ojos.
Porque, además, de nada sirvieron
mis esfuerzos posteriores por tratar que la gente comprendiera, que entendiera
mi mal. No podía hacer que la gente aceptara que lo sobrenatural, que lo
fantástico existía. Por mucho que yo me hubiera convertido en un creyente, a la
gente le era mucho más fácil pensar que el demente era yo, que era un loco
peligroso con instintos homicidas que le echaba la culpa a todo lo que le
pasaba a un fantasma, a un ente sobrehumano. Los psiquiatras, los psicólogos,
los médicos, los manicomios, por los que anduve continuamente, y a los que
volvía cada vez que me escapaba, los fármacos, que atontaban mi mente y me
hacían alucinar delirios con terribles visiones, y me convirtieron en un loco
de verdad, pero siempre al lado que Marcel, los electrochoques... Todo era
horrible, era sórdido, era monstruoso, y yo no podía hacer nada para evitarlo.
Los fantasmas no existen, me decían, sólo existen las enfermedades mentales,
todo esto está dentro de tu cabeza... Y Marcel me susurraba, me decía, que
cuanto más me esforzaba en contar la verdad, más me estaba enredando en su tela
de araña, más, al seguir el juego de los niños buenos, acababa por hacer
triunfar al chico malo. Y yo lo sabía y, lo peor de todo, es que veía que tenía
razón...
Con el tiempo, además, mi decadente
estado social hacía pensar cada vez más a la gente que yo estaba loco de atar,
y que tenían que abandonarme. Me miraban con cada de conmiseración, de
tristeza, cada vez que yo relataba alguna de mis “alucinaciones”. Y lo peor de
todo era ese síndrome de Casandra, esa sensación de saber que Marcel –porque lo
sabía, porque me lo había dicho-, iba a tirar a ese viejo por la ventana, y ver
que nadie me hacía caso en absoluto, sólo me encerraban, y con ello ya creían
conjurado el peligro, que no evitaba nada, pues Marcel al final acababa
arrojándolo por los escaleras, en lo que todo el mundo consideró un
accidente... Esa impotencia, ese contemplar muertes a un lado y a otro sin
tener posibilidad de hacer nada, me consumía por dentro, hacía que me planteara
–yo, que había sido un capitalista consumado, sin más moral que el mercado y
muchas más preocupaciones filosóficas en la vida-, sobre conceptos gigantes
tales como el bien y el mal... Mi vida se desmoronaba... Pero lo peor era
comprobar como la de mucha gente se estaba viendo afectada con ella...
Estaba cansado... Un día, me senté
en un banco de un parque, y vi pasar a un señor. Ligeramente calvo, pelo
blanco, barba, muy bien vestido. Algo parecido a lo que debí ser yo en otras
épocas, en lo que sería yo dentro de veinte años si no me hubiera pasado
esto... Entonces, contemplé como Marcel salía detrás de unos arbustos. Llevaba
una navaja. Se acercó silenciosamente.
Y entonces, por primera vez, no hice
nada. Me quedé parado, cruzado de brazos, las manos apoyadas una encima de
otra, simplemente, a verlas pasar. Estaba cansado. Muy cansado. Sabía que,
hiciera lo que hiciera, no iba a salir bien. Que Marcel le mataría igual, y que
a mí me acusarían de asesinato. Así que le dejé hacer: contemplé, una vez más,
aquel brillo de Marcel en sus ojos.
Y entonces le acuchilló; le
acuchilló, le remató, y le escondió tras los arbustos. Luego, salió de su
escondite, y me ofreció la cartera.
-Llevaba mucha pasta encima –me dijo
Marcel; cada día era más ofensivo, cada día hablaba más barriobajero-. ¿Qué
dices, lo tomas, o lo deja?
Y yo miré la cartera. Abierta, tal y
como me la enseñaba Marcel, calculé unos diez mil euros, en billetes de
quinientos. Probablemente el hombre iba a hacer una gestión que requería todo
ese dinero, pero eso Marcel ya lo sabía. Pensé que nada le iba a aprovechar a
ese hombre que yo, sin comida ni refugio, me remitiera a un acto de moral. Así
que tomé la cartera, y la guardé en el bolsillo.
-Eso es –dijo relamiéndose los
labios Marcel-. Bien, buen amigo, ¿dónde vamos a comer? Tengo hambre.
Y entonces, todo cambió. Sólo se
requería algo como eso, para que todo se alterara. Un cambio de actitud. A
partir de entonces, cada vez que veo a Marcel dirigirse a cometer cualquier
crimen, no he vuelto a hacer nada. Simplemente, me callo. Voy a lo mío: no
intervengo. Como si nada hubiera pasado. Por supuesto, eso reduce las pocas
posibilidades que yo tenía de arreglar algo, y a las que me atenía cuando me
oponía a los designios de Marcel, y que alguna vida salvaron: pero desde luego,
al no intervenir, hace que nunca me echen la culpa de nada. Nunca soy acusado.
Y, lo que es más, a veces, muchas veces, de los actos de Marcel, salgo
beneficiado. Y yo, silencioso, cojo y callo. No he vuelto a cometer el mismo
error.
Ahora, vuelvo a ser un hombre rico y
respetado. Se suceden casualidades a mi alrededor, que me producen golpes de
fortuna, pero yo nunca soy relacionado con ellos. Nunca los destaco, nunca me
opongo, nunca se ve que yo le intente salvar a nadie la vida, o que me encuentre
hablando con una presencia fantasma. La gente me deja en paz: vivo en la mejor
época de mi vida. Todo me sale a pedir de boca. Por supuesto, no le he vuelto a
contar nada a nadie sobre Marcel. Este último, por cierto, está muy contento.
Sacamos beneficios mutuos de nuestra asociación (él de actuar, yo de
disimular), y él se pasa el día entre baños de espuma y placeres celestiales.
Como he mencionado, cada día soy más respetado. Incluso creo, que de un momento
a otro, me van a dar la Orden del Mérito de mi país, por parte del mismísimo
presidente, debido a mis actos en favor de unos niños a los que se le quemó el
orfanato, un día que yo no supe muy bien por dónde andaba Marcel.
Ahora, soy, pues, todo lo que
nuestra sociedad nos impone que he de ser. Blanco, rico, exitoso, buena
apariencia pública. Soy un triunfador. Un hombre de éxito. Soy diez, cien, mil
veces mejor, que ese estúpido que era yo mismo cuando intentaba salvar vidas y
afirmaba que había un espectro que cometía todos estos delitos.
Ahora he ingresado de nuevo, en el
mundo de los cuerdos.