Arturo Pérez Reverte es autor de varios libros que he devorado en el pasado. La piel del tambor, El húsar, El maestro de esgrima, La sombra del águila, La tabla de Flandes, El club Dumas, o las primeras entregas de El capitán Alatriste me impactaron mucho en su día. Pero un texto más actual me ha llamado recientemente la atención, su última novela, Hombres buenos. Y, después de leerlo, quiero compartir con vosotros lo que me ha parecido y, después, unas cuantas reflexiones personales que vienen a cuento de lo que me ha hecho reflexionar esta historia.
"Hombres buenos" se basa en un hecho real: la adquisición y transporte a España, por parte de la Real Academia de la Lengua Española, de una primera edición de la Enciclopedia francesa. Demos un paso atrás para explicar el contexto: es el siglo XVIII, y después de un largo período de oscuridad en Europa, algunos autores empiezan a hacer hincapié en que debería ser la Razón (con mayúsculas), y no las viejas costumbres o las creencias religiosas, las que controlen la mayoría de nuestros actos. En el llamado Siglo de las Luces, filósofos como Diderot, D'Alembert o Condorcet deciden reunir en una sola obra todo un compendio del saber humano hasta entonces. Una obra progresista, iluminadora, que intenta que sea el conocimiento el que dirija el rumbo del mundo, y los filósofos, matemáticos y físicos los que modifiquen -para bien- la vida de un pueblo que debe recibir más atención por parte de sus gobernantes, en lugar de contar tan sólo con obligaciones. Voltaire, Rosseau, Newton, eran algunos de los inspiradores de esta obra. Y parece que, entre de las monarquías europeas, algunos están comenzando a reconocer su importancia, y el concepto de soberano ilustrado ("Todo para el pueblo pero sin el pueblo") acaba por ponerse de moda.
No obstante, la vida no es fácil para esos enciclopedistas. A la Iglesia no le gusta que su milenaria capacidad para decidir lo que es verdad o mentira, bueno o nocivo para el hombre, sea puesta en entredicho. A muchos no les gusta que las nuevas ideas (que incluyen revisiones sobre la forma de gobierno de los hombres, y ponen por tanto en duda la forma de ordenación de la sociedad) se extiendan entre el populacho. Y los reyes pueden verse cohibidos tanto por las presiones externas como por sus propios escrúpulos religiosos o el miedo a perder sus privilegios de clase. Eso hace que la Enciclopedia sea incluida en el índice de libros prohibidos por la Inquisición, y que sólo una cierta manga ancha permita que algunas ediciones circulen de manera clandestina en Francia. En el relato de Pérez Reverte, se reproduce a partir de los registros de la Real Academia de la Lengua Española como ésta (de relativa autonomía intelectual por aquella época) aprobó conseguir una copia de esta Enciclopedia de cara a empaparse de la misma y transmitir parte de su sabiduría a los diccionarios de la Lengua Española: para ello se decide enviar a París, a adquirir los veintiocho volúmenes de los que consta, a "dos hombres buenos". Dos académicos en cuya piel se mete Reverte y nos arrastra consigo.
Uno de los mejores logros del autor (quien, por cierto, utiliza su propio proceso documentación como medio de transporte para llevarnos a través de la trama) es la consecución de estos dos personajes principales, con quien no te tienes más remedio que encariñar. El primero, el "almirante" don Pedro Zárate, viejo marino experto en vocabulario naútico, de ideas reformistas y bastante anticlericales, pues opina que la Iglesia en gran parte responsable de la situación de oscurantismo que domina España (para que os hagáis una idea, hasta se interponía a la vacuna de la viruela porque atentaba contra los designios de la divina providencia); por otro lado, don Hermógenes Molina, el bibliotecario, un hombre dulce y amable, el típico sabio despistado y bonachón que produce ternura con tan sólo una sonrisa, y que trata de conjugar su fe en las reformas con su fe también en el cristianismo, lo cual le lleva a no pocas discusiones a lo largo del camino con su escéptico compañero de fatigas. Pero el natural sentido del deber y la bonhomía de ambos hombres, junto con las aventuras vividas codo con codo, hacen que estos personajes tan distintos en algunos aspectos se conozcan a lo largo del viaje, se hagan amigos y se protejan mutuamente. Dispuestos a correr toda clase de peligros por conseguir su propósito.
Y, efectivamente, los peligros les acechan. Académicos del partido conservador, e incluso alguno de los del ilustrado que pretende apropiarse de la exclusividad del saber procedente de Francia, conspiran a través de un "hombre para todo" (el amenazador villano de esta historia) para que no logren llevar su empresa a buen puerto. Una labor que se ve obstruida además por la dificultad de conseguir un libro prohibido, del que hay pocas copias y no todas de fiar. En fin, un trabajo complicado para nuestros dos hombres buenos.
A través de los dos académicos, descubrimos las entrañas del París de estos años: los cafés donde se reúne la intelectualidad; los salones donde la nobleza disfruta de la frivolidad y la galantería; el submundo de los duelos entre caballeros, o del de la venta ilegal de libros prohibidos, tanto ilustrados como pornográficos. Resulta interesante también el retrato que hace Reverte de los distintos protagonistas del flujo de ideas que anda bullendo en Europa en esos momentos, si bien en algunos momentos nos puede resultar algo sesgado y/o influenciado (para bien o para mal) por lo que sabemos que harán después y por la propia la mentalidad del siglo XXI: los ilustrados y enciclopedistas franceses, confiados (inútilmente, como sabemos) en que los reyes desarrollen las tan ansiadas reformas para que de esta manera los cambios tengan lugar de manera pacífica; un pueblo en buena parte acostumbrado a la apatía y que quiere creer que sus gobernantes son bondadosos y velan por ellos; algunos de los futuros revolucionarios, en buena medida intelectuales que no han sido reconocidos y que guardan rencor contra el mundo, creyendo que para que venga la limpieza es necesario primero un amplio baño de sangre; y, finalmente, las condiciones miserables y de carestía que hicieron que, en 1789, el pueblo francés explotara y pidiera por las armas lo que sus gobernantes no habían querido darles a pesar de las ideas de la Enciclopedia. Un período sangriento y salpicado de turbulencias en buena medida, pero al cual no cabe duda que debemos que ahora vivamos en otro tipo de sociedad.
Reverte relata una historia que no era fácil de narrar (al fin y al cabo, son dos académicos comprando un libro, incluso aunque este objetivo esté lleno de trampas), pero consigue salir adelante, empleando a veces trucos que él mismo nos revela en parte junto con la trama, como la creación de un alter ego escritor, miembro también de la Academia, que pretende informarse acerca de las andanzas reales de nuestros dos protagonistas. El libro, desde luego, está muy bien documentado, y las descripciones de los ambientes y personajes son sistemáticas y profundas. A veces, en ese sentido, se podría pensar que Reverte incurre en un riesgo que ya le amenazó en otras novelas (como "Trafalgar" o "El asedio"), y es que la novela descriptiva y costumbrista supere a la trama y los personajes, y la historia quede devaluada frente al retrato de una época y un entorno concretos. No obstante, en "Hombres buenos", lo que no falta es precisamente es alma. Y eso es porque estos dos académicos (hombres ancianos, en gran medida pacíficos, cuyas vidas han transcurrido siempre en los márgenes de la historia) están dispuestos a sacrificar todo lo que tienen en pos de un objetivo: la defensa de la razón, de unas ideas reveladoras que -confían- conseguirán llevar a la humanidad a un futuro más próspero, más libre, más justo. Este libro es, por tanto, una defensa del saber y de los libros como una manera de obtener el progreso material e intelectual de los hombres, y da por tanto un paso adelante en favor de la Enciclopedia, la Ilustración, y también de aquellos hombres que la difundieron y la hicieron posible. Es un relato de individuos que lucharon la batalla de las ideas contra la barbarie. De personas, en definitiva, que no se quedaron a un lado y se atrevieron a luchar. Es una historia no sólo de hombres buenos sino, también, de hombres valientes.
***
Ahora viene el turno de la reflexión personal. Otros libros han tratado en el pasado la importancia de este momento histórico en el que España tuvo la posibilidad de apostar por el camino de la razón y las luces y sin embargo se quedó a medias. Por ejemplo, Buero Vallejo, en su obra de teatro "Un soñador para un pueblo", cuenta cómo el marqués de Esquilache trata de promover iniciativas que ayuden al pueblo, y éste, manipulado por nobles que le utilizan en su beneficio propio y contra Esquilache, se rebelan contra el ministro y fuerzan a Carlos III a destituirle. En otros posts de este blog, hemos hablado de personajes revolucionarios de épocas posteriores (como Riego, que intentó que Fernando VII tuviera en consideración a las Cortes en defensa de una mayor libertad política) y también de qué hubiera pasado si aquellos ilustrados (hombres buenos, como dice Reverte) hubieran tenido mayor éxito en la consecución de sus ideas.
Lo cierto es que, como dice el propio Reverte en su libro, la historia del Siglo de las Luces español es una historia de la España que pudo ser y no fue (quizás por eso titulé a mi relato acerca del tema, en el último enlace, y parafraseando a Machado, como "un día en la otra España". Una España en la que a muchos nos gustaría vivir). Sí, Carlos III realizó unos cuantos intentos, pero el hecho es que la Iglesia pesaba mucho, los nobles no querían ver recortado su inmenso poder (no pagaban impuestos y poseían la mayor parte de la riqueza del país) y, como la mayor parte de los monarcas ilustrados (incluyendo ejemplos como Catalina la Grande o los franceses) tenían miedo de que, si se ponía en duda la divinidad de su poder o perdían en apoyo de la nobleza, corrieran el riesgo de perder su trono. De hecho, la historia nos dice que tanto estos monarcas como sus sucesores retrasaron o impidieron tanto las reformas que los pueblos tuvieron que exigirlas por la vía violenta, obteniéndolas finalmente no sin mucha sangre, sacrificio, y varios períodos más que terribles ... y a veces, ni siquiera consiguiéndolas del todo.
La verdad sincera es que España ha llegado tarde a la mayoría de las revoluciones, cuando siquiera las ha iniciado. Decía Reverte que el momento decisivo para la historia de España fue el concilio de Trento, pues tuvo que escoger entre la luz y el oscurantismo, y optó por lo segundo (también es conocida su frase, popularizada a través de este vídeo y mencionada de nuevo en este libro, de que en España hubiera hecho falta una guillotina, al menos en el terreno simbólico). En el Siglo XVIII, las iniciativas por cambiar el país fueron muy suavizadas, e incluso el término "iluminación" se cambió por el de "ilustración" porque sonaba más diluido. Pero también nos ha pasado en tiempos posteriores, con la Restauración, la caída de la II República, y 40 años de franquismo tras los cuales el dictador murió en su cama. Lo cierto se que cada vez que se ha intentado hacer un cambio profundo (en lo científico o en lo social) que nos sacara de las anquilosadas estructuras del pasado y lograra mayores niveles de progreso y bienestar para la mayor parte de la población, estas ideas han sido tachadas de "radicales" (recordemos que términos como democracia, laicidad o estado de bienestar han recibido este apelativo) y prohibidas, silenciadas e incluso motivo de violentas respuestas, como fue el caso del inicio de la Guerra Civil Española, que aniquiló buena parte de esas reclamaciones como una losa que se tardó mucho tiempo y de mala manera levantar.
Hoy en día, vivimos tiempos relativamente parecidos al de la Revolución Francesa. La brecha social, que había ido disminuyéndose muy poco a poco durante siglos, vuelve a aumentarse (generando una masa de "precariado", desahuciados, trabajadores pobres o excluidos del sistema) de una manera que no hubiéramos imaginado en décadas. Europa entera se ve dominada por los privilegios de unos pocos (una oligarquía financiera que controla al poder político gracias a la influencia que puede conseguir su dinero), los cuales luchan por mantener la ortodoxia, como la Santa Alianza de las monarquías europeas que en su día se opuso a la naciente revolución procedente del país galo. Al mismo tiempo, frente a los que piden un cambio de verdad, que acabe con los penosos niveles de desigualdad, falta de representatividad y difíciles condiciones de vida, se nos presentan aquellos que piden "un cambio tranquilo, un cambio sensato", el cual, como el de los nobles y reyes ilustrados, es difícil que vaya a llegar, porque ellos están más a gusto manteniéndose en sus posiciones y retrasando las necesarias modificaciones todo lo posible. Y si esos mismos privilegiados ponen al pueblo (incluso en contra de sus propios intereses) en enemistad con los reformadores -como es el caso del motín de Esquilache- simplemente para conseguir sus beneficios particulares, pues mejor que mejor, piensan ellos. Al fin y al cabo, se dicen, la gente es fácil de manipular. En la obra de Buero Vallejo, sin embargo, aparecía algún representante del pueblo llano, de los más desposeídos, que contemplaba de cerca a Esquilache y apreciaba su intención de modificar para bien la sociedad. Buero Vallejo, en medio de los años del franquismo, seguramente quería encontrar en esa sección de la población la mirada de aquellos que reconocen las ideas de iluminación que pueden ayudar a cambiar el mundo. Y se aferraba a esa esperanza para creer que las cosas podían mejorar.
Todas las revoluciones, sí, han llegado tarde o han fracasado en España. Desde la de los Comuneros, seguida de aquella que intentó hacer jurar la Constitución a Fernando VII, pasando por todas las demás. Hemos conseguido grandes avances, sí, pero ha sido por esfuerzo de revolucionarios individuales (y también de las grandes masas de "indignados" que les seguían) los cuales se han esforzado -a pesar de lo negro que pintaba el futuro en ocasiones- en seguir adelante, en hacer lo que era necesario. Por el futuro de ellos y el de sus hijos. Y por la esperanza de que, un día, una de esas revoluciones tenía que triunfar.
Dentro de poco, los españoles tenemos otra vez la posibilidad de apostar por el cambio. Nos lo tratan, por supuesto (por parte de los grandes grupos financieros, políticos, mediáticos) de evitar de todas las formas. Volviendo a llamar "radicales" a las reclamaciones políticas que (esperemos) nuestros hijos un día considerarán normales. Apostando por un cambio descafeinado que no provoque grandes alteraciones. Tratando de defender los derechos de los privilegiados como si fueran los nuestros propios, o desmontando aquellas conquistas sociales (educación y sanidad públicas, ayudas sociales a los más desfavorecidos -situación en la que cualquiera podemos encontrarnos-, derecho a un empleo digno, una sociedad que vele por cada uno de sus miembros) que se tardaron tantos años y tantos sudores en conseguir.
"Hombres buenos" se basa en un hecho real: la adquisición y transporte a España, por parte de la Real Academia de la Lengua Española, de una primera edición de la Enciclopedia francesa. Demos un paso atrás para explicar el contexto: es el siglo XVIII, y después de un largo período de oscuridad en Europa, algunos autores empiezan a hacer hincapié en que debería ser la Razón (con mayúsculas), y no las viejas costumbres o las creencias religiosas, las que controlen la mayoría de nuestros actos. En el llamado Siglo de las Luces, filósofos como Diderot, D'Alembert o Condorcet deciden reunir en una sola obra todo un compendio del saber humano hasta entonces. Una obra progresista, iluminadora, que intenta que sea el conocimiento el que dirija el rumbo del mundo, y los filósofos, matemáticos y físicos los que modifiquen -para bien- la vida de un pueblo que debe recibir más atención por parte de sus gobernantes, en lugar de contar tan sólo con obligaciones. Voltaire, Rosseau, Newton, eran algunos de los inspiradores de esta obra. Y parece que, entre de las monarquías europeas, algunos están comenzando a reconocer su importancia, y el concepto de soberano ilustrado ("Todo para el pueblo pero sin el pueblo") acaba por ponerse de moda.
No obstante, la vida no es fácil para esos enciclopedistas. A la Iglesia no le gusta que su milenaria capacidad para decidir lo que es verdad o mentira, bueno o nocivo para el hombre, sea puesta en entredicho. A muchos no les gusta que las nuevas ideas (que incluyen revisiones sobre la forma de gobierno de los hombres, y ponen por tanto en duda la forma de ordenación de la sociedad) se extiendan entre el populacho. Y los reyes pueden verse cohibidos tanto por las presiones externas como por sus propios escrúpulos religiosos o el miedo a perder sus privilegios de clase. Eso hace que la Enciclopedia sea incluida en el índice de libros prohibidos por la Inquisición, y que sólo una cierta manga ancha permita que algunas ediciones circulen de manera clandestina en Francia. En el relato de Pérez Reverte, se reproduce a partir de los registros de la Real Academia de la Lengua Española como ésta (de relativa autonomía intelectual por aquella época) aprobó conseguir una copia de esta Enciclopedia de cara a empaparse de la misma y transmitir parte de su sabiduría a los diccionarios de la Lengua Española: para ello se decide enviar a París, a adquirir los veintiocho volúmenes de los que consta, a "dos hombres buenos". Dos académicos en cuya piel se mete Reverte y nos arrastra consigo.
Uno de los mejores logros del autor (quien, por cierto, utiliza su propio proceso documentación como medio de transporte para llevarnos a través de la trama) es la consecución de estos dos personajes principales, con quien no te tienes más remedio que encariñar. El primero, el "almirante" don Pedro Zárate, viejo marino experto en vocabulario naútico, de ideas reformistas y bastante anticlericales, pues opina que la Iglesia en gran parte responsable de la situación de oscurantismo que domina España (para que os hagáis una idea, hasta se interponía a la vacuna de la viruela porque atentaba contra los designios de la divina providencia); por otro lado, don Hermógenes Molina, el bibliotecario, un hombre dulce y amable, el típico sabio despistado y bonachón que produce ternura con tan sólo una sonrisa, y que trata de conjugar su fe en las reformas con su fe también en el cristianismo, lo cual le lleva a no pocas discusiones a lo largo del camino con su escéptico compañero de fatigas. Pero el natural sentido del deber y la bonhomía de ambos hombres, junto con las aventuras vividas codo con codo, hacen que estos personajes tan distintos en algunos aspectos se conozcan a lo largo del viaje, se hagan amigos y se protejan mutuamente. Dispuestos a correr toda clase de peligros por conseguir su propósito.
Y, efectivamente, los peligros les acechan. Académicos del partido conservador, e incluso alguno de los del ilustrado que pretende apropiarse de la exclusividad del saber procedente de Francia, conspiran a través de un "hombre para todo" (el amenazador villano de esta historia) para que no logren llevar su empresa a buen puerto. Una labor que se ve obstruida además por la dificultad de conseguir un libro prohibido, del que hay pocas copias y no todas de fiar. En fin, un trabajo complicado para nuestros dos hombres buenos.
A través de los dos académicos, descubrimos las entrañas del París de estos años: los cafés donde se reúne la intelectualidad; los salones donde la nobleza disfruta de la frivolidad y la galantería; el submundo de los duelos entre caballeros, o del de la venta ilegal de libros prohibidos, tanto ilustrados como pornográficos. Resulta interesante también el retrato que hace Reverte de los distintos protagonistas del flujo de ideas que anda bullendo en Europa en esos momentos, si bien en algunos momentos nos puede resultar algo sesgado y/o influenciado (para bien o para mal) por lo que sabemos que harán después y por la propia la mentalidad del siglo XXI: los ilustrados y enciclopedistas franceses, confiados (inútilmente, como sabemos) en que los reyes desarrollen las tan ansiadas reformas para que de esta manera los cambios tengan lugar de manera pacífica; un pueblo en buena parte acostumbrado a la apatía y que quiere creer que sus gobernantes son bondadosos y velan por ellos; algunos de los futuros revolucionarios, en buena medida intelectuales que no han sido reconocidos y que guardan rencor contra el mundo, creyendo que para que venga la limpieza es necesario primero un amplio baño de sangre; y, finalmente, las condiciones miserables y de carestía que hicieron que, en 1789, el pueblo francés explotara y pidiera por las armas lo que sus gobernantes no habían querido darles a pesar de las ideas de la Enciclopedia. Un período sangriento y salpicado de turbulencias en buena medida, pero al cual no cabe duda que debemos que ahora vivamos en otro tipo de sociedad.
Reverte relata una historia que no era fácil de narrar (al fin y al cabo, son dos académicos comprando un libro, incluso aunque este objetivo esté lleno de trampas), pero consigue salir adelante, empleando a veces trucos que él mismo nos revela en parte junto con la trama, como la creación de un alter ego escritor, miembro también de la Academia, que pretende informarse acerca de las andanzas reales de nuestros dos protagonistas. El libro, desde luego, está muy bien documentado, y las descripciones de los ambientes y personajes son sistemáticas y profundas. A veces, en ese sentido, se podría pensar que Reverte incurre en un riesgo que ya le amenazó en otras novelas (como "Trafalgar" o "El asedio"), y es que la novela descriptiva y costumbrista supere a la trama y los personajes, y la historia quede devaluada frente al retrato de una época y un entorno concretos. No obstante, en "Hombres buenos", lo que no falta es precisamente es alma. Y eso es porque estos dos académicos (hombres ancianos, en gran medida pacíficos, cuyas vidas han transcurrido siempre en los márgenes de la historia) están dispuestos a sacrificar todo lo que tienen en pos de un objetivo: la defensa de la razón, de unas ideas reveladoras que -confían- conseguirán llevar a la humanidad a un futuro más próspero, más libre, más justo. Este libro es, por tanto, una defensa del saber y de los libros como una manera de obtener el progreso material e intelectual de los hombres, y da por tanto un paso adelante en favor de la Enciclopedia, la Ilustración, y también de aquellos hombres que la difundieron y la hicieron posible. Es un relato de individuos que lucharon la batalla de las ideas contra la barbarie. De personas, en definitiva, que no se quedaron a un lado y se atrevieron a luchar. Es una historia no sólo de hombres buenos sino, también, de hombres valientes.
***
Ahora viene el turno de la reflexión personal. Otros libros han tratado en el pasado la importancia de este momento histórico en el que España tuvo la posibilidad de apostar por el camino de la razón y las luces y sin embargo se quedó a medias. Por ejemplo, Buero Vallejo, en su obra de teatro "Un soñador para un pueblo", cuenta cómo el marqués de Esquilache trata de promover iniciativas que ayuden al pueblo, y éste, manipulado por nobles que le utilizan en su beneficio propio y contra Esquilache, se rebelan contra el ministro y fuerzan a Carlos III a destituirle. En otros posts de este blog, hemos hablado de personajes revolucionarios de épocas posteriores (como Riego, que intentó que Fernando VII tuviera en consideración a las Cortes en defensa de una mayor libertad política) y también de qué hubiera pasado si aquellos ilustrados (hombres buenos, como dice Reverte) hubieran tenido mayor éxito en la consecución de sus ideas.
Lo cierto es que, como dice el propio Reverte en su libro, la historia del Siglo de las Luces español es una historia de la España que pudo ser y no fue (quizás por eso titulé a mi relato acerca del tema, en el último enlace, y parafraseando a Machado, como "un día en la otra España". Una España en la que a muchos nos gustaría vivir). Sí, Carlos III realizó unos cuantos intentos, pero el hecho es que la Iglesia pesaba mucho, los nobles no querían ver recortado su inmenso poder (no pagaban impuestos y poseían la mayor parte de la riqueza del país) y, como la mayor parte de los monarcas ilustrados (incluyendo ejemplos como Catalina la Grande o los franceses) tenían miedo de que, si se ponía en duda la divinidad de su poder o perdían en apoyo de la nobleza, corrieran el riesgo de perder su trono. De hecho, la historia nos dice que tanto estos monarcas como sus sucesores retrasaron o impidieron tanto las reformas que los pueblos tuvieron que exigirlas por la vía violenta, obteniéndolas finalmente no sin mucha sangre, sacrificio, y varios períodos más que terribles ... y a veces, ni siquiera consiguiéndolas del todo.
La verdad sincera es que España ha llegado tarde a la mayoría de las revoluciones, cuando siquiera las ha iniciado. Decía Reverte que el momento decisivo para la historia de España fue el concilio de Trento, pues tuvo que escoger entre la luz y el oscurantismo, y optó por lo segundo (también es conocida su frase, popularizada a través de este vídeo y mencionada de nuevo en este libro, de que en España hubiera hecho falta una guillotina, al menos en el terreno simbólico). En el Siglo XVIII, las iniciativas por cambiar el país fueron muy suavizadas, e incluso el término "iluminación" se cambió por el de "ilustración" porque sonaba más diluido. Pero también nos ha pasado en tiempos posteriores, con la Restauración, la caída de la II República, y 40 años de franquismo tras los cuales el dictador murió en su cama. Lo cierto se que cada vez que se ha intentado hacer un cambio profundo (en lo científico o en lo social) que nos sacara de las anquilosadas estructuras del pasado y lograra mayores niveles de progreso y bienestar para la mayor parte de la población, estas ideas han sido tachadas de "radicales" (recordemos que términos como democracia, laicidad o estado de bienestar han recibido este apelativo) y prohibidas, silenciadas e incluso motivo de violentas respuestas, como fue el caso del inicio de la Guerra Civil Española, que aniquiló buena parte de esas reclamaciones como una losa que se tardó mucho tiempo y de mala manera levantar.
Hoy en día, vivimos tiempos relativamente parecidos al de la Revolución Francesa. La brecha social, que había ido disminuyéndose muy poco a poco durante siglos, vuelve a aumentarse (generando una masa de "precariado", desahuciados, trabajadores pobres o excluidos del sistema) de una manera que no hubiéramos imaginado en décadas. Europa entera se ve dominada por los privilegios de unos pocos (una oligarquía financiera que controla al poder político gracias a la influencia que puede conseguir su dinero), los cuales luchan por mantener la ortodoxia, como la Santa Alianza de las monarquías europeas que en su día se opuso a la naciente revolución procedente del país galo. Al mismo tiempo, frente a los que piden un cambio de verdad, que acabe con los penosos niveles de desigualdad, falta de representatividad y difíciles condiciones de vida, se nos presentan aquellos que piden "un cambio tranquilo, un cambio sensato", el cual, como el de los nobles y reyes ilustrados, es difícil que vaya a llegar, porque ellos están más a gusto manteniéndose en sus posiciones y retrasando las necesarias modificaciones todo lo posible. Y si esos mismos privilegiados ponen al pueblo (incluso en contra de sus propios intereses) en enemistad con los reformadores -como es el caso del motín de Esquilache- simplemente para conseguir sus beneficios particulares, pues mejor que mejor, piensan ellos. Al fin y al cabo, se dicen, la gente es fácil de manipular. En la obra de Buero Vallejo, sin embargo, aparecía algún representante del pueblo llano, de los más desposeídos, que contemplaba de cerca a Esquilache y apreciaba su intención de modificar para bien la sociedad. Buero Vallejo, en medio de los años del franquismo, seguramente quería encontrar en esa sección de la población la mirada de aquellos que reconocen las ideas de iluminación que pueden ayudar a cambiar el mundo. Y se aferraba a esa esperanza para creer que las cosas podían mejorar.
Todas las revoluciones, sí, han llegado tarde o han fracasado en España. Desde la de los Comuneros, seguida de aquella que intentó hacer jurar la Constitución a Fernando VII, pasando por todas las demás. Hemos conseguido grandes avances, sí, pero ha sido por esfuerzo de revolucionarios individuales (y también de las grandes masas de "indignados" que les seguían) los cuales se han esforzado -a pesar de lo negro que pintaba el futuro en ocasiones- en seguir adelante, en hacer lo que era necesario. Por el futuro de ellos y el de sus hijos. Y por la esperanza de que, un día, una de esas revoluciones tenía que triunfar.
Dentro de poco, los españoles tenemos otra vez la posibilidad de apostar por el cambio. Nos lo tratan, por supuesto (por parte de los grandes grupos financieros, políticos, mediáticos) de evitar de todas las formas. Volviendo a llamar "radicales" a las reclamaciones políticas que (esperemos) nuestros hijos un día considerarán normales. Apostando por un cambio descafeinado que no provoque grandes alteraciones. Tratando de defender los derechos de los privilegiados como si fueran los nuestros propios, o desmontando aquellas conquistas sociales (educación y sanidad públicas, ayudas sociales a los más desfavorecidos -situación en la que cualquiera podemos encontrarnos-, derecho a un empleo digno, una sociedad que vele por cada uno de sus miembros) que se tardaron tantos años y tantos sudores en conseguir.
En esta ocasión, sin embargo, hay que apostar porque el cambio es posible. Y es posible, además, porque a pesar de las dificultades que opone el sistema, a pesar de todas las trabas que nos colocan, los sucesivos esfuerzos de los que estuvieron antes hacen posible que pueda conseguirse (como nunca hemos gozado de la ocasión) de manera pacífica, colectiva y democrática. Tenemos una oportunidad histórica para lograrlo. Pero, para ello, es necesario que nos armemos de valor, de derecho a reclamar lo que nos corresponde. Que olvidemos el miedo, que no pongamos excusas ante la injusticia. Que asumamos que son los ciudadanos los que tienen el poder, y no los que simplemente lo solicitan en voz baja para ver si les cae algo. Hemos de convertirnos en los dueños de nuestro propio destino, para así ayudar no sólo al más débil, sino ayudarnos también a nosotros mismos. "Liberté, egalité, fraternité"... ¿No eran ésas las cosas por las que andábamos luchando?
En efecto, sí, todo eso queremos. Pero no vendrá solo. Los derechos y las conquistas sociales no se obtienen a no ser que luchemos por ellos, y no se mantienen a no ser que hagamos un esfuerzo para conservarlos. Para lograrlo, hacen falta hombres y mujeres buenos; y también, asimismo, hombres y mujeres valientes.
Hay que apostar por el futuro. Yo apuesto porque éste tiene que llegar alguna vez. Hay que apostar por la gente, por el fin de la injusticia, por un mundo más digno, más humano. Hay que apostar porque ha llegado el momento de que se lleve a cabo el cambio. Hay que desear que este país se mueva para mejor. Yo creo que, el 20-D, nosotros (todos juntos, unidos, en esta ocasión sí, de una vez por todas), sí que podemos.
En efecto, sí, todo eso queremos. Pero no vendrá solo. Los derechos y las conquistas sociales no se obtienen a no ser que luchemos por ellos, y no se mantienen a no ser que hagamos un esfuerzo para conservarlos. Para lograrlo, hacen falta hombres y mujeres buenos; y también, asimismo, hombres y mujeres valientes.
Hay que apostar por el futuro. Yo apuesto porque éste tiene que llegar alguna vez. Hay que apostar por la gente, por el fin de la injusticia, por un mundo más digno, más humano. Hay que apostar porque ha llegado el momento de que se lleve a cabo el cambio. Hay que desear que este país se mueva para mejor. Yo creo que, el 20-D, nosotros (todos juntos, unidos, en esta ocasión sí, de una vez por todas), sí que podemos.