lunes, 13 de febrero de 2023

La historia real de febrero: La gran redada de gitanos

Nos acordamos -con frecuencia, y con razón- del Holocausto que los nazis intentaron (y casi llegaron a cabo) con los judíos. Nos olvidamos con más facilidad de que las políticas de aniquilación de Hitler alcanzaron también a izquierdistas, homosexuales y gentes de otras etnias, como gitanos (entre estos últimos, el fenómeno se conoció como Samudaripen o Porrajmos). Pero lo que es resulta bastante desconocido para el gran público es que España intentó su propio holocausto, a su manera, con la población autóctona gitana. Fue el suceso que se denominó "La Gran Redada", o Prisión General de Gitanos.

Los gitanos (o calós, como se denominan a ellos mismos, en contraposición con los payos; también se les conoce como romanís) llegaron a España en 1424, procedentes originariamente de la India, y su entrada fue autorizada al año siguiente por un salvoconducto de Alfonso V de Aragón. Su vida nómada les hizo muy diferentes desde el principio del resto de la población, y aunque han aportado (tanto a nivel colectivo como individual) muchas cosas al acerbo de su nueva patria, siempre ha habido problemas de convivencia. El problema surgía cuando algunos decidían que la mejor manera de eliminarlos (o de completar la homogeneidad de los reinos españoles iniciada por los Reyes Católicos con la expulsión de judíos) era, precisamente, erradicar a la cultura minoritaria de la ecuación. Se promulgaron hasta 250 medidas anti-gitanas (reclutamientos a galeras, expulsiones de determinados territorios, normas destinadas a la exclusión social o a que no consiguieran trabajo), algunas de ellas contradictorias, como las que obligaron a los gitanos a residir en ciertos municipios, lo cual conllevó que se trasladaran de localidades donde ya se habían integrado.


Arriba, fotografía de Niña Pastori, quien ejemplifica la contribución de la población gitana (ella tiene madre caló y padre payo) al mundo del flamenco, aunque, poco a poco, podemos encontrar gitanos tan orgullosos de su herencia como partícipes de todos los sectores sociales y profesionales. Abajo, marqués de Ensenada, responsable en buena medida de la Gran Redada.

Sin embargo, el punto álgido llegó durante el reinado de Fernando VI. En ese momento, el Consejo de Castilla (presidido por Vázquez Tablada, obispo de Oviedo) se decidió a acabar con "el problema gitano" de una vez por todas -"solución definitiva", lo denominaron-, y propuso un plan que sería ejecutado por el ministro más relevante de aquel momento, el marqués de Ensenada. La primera opción fue enviarlos como prisioneros a América (el mayor inconveniente era que podían acogerse "a sagrado" en las iglesias, pero el Papa les hizo el favor de revocar ese derecho, el cual siguió funcionando para todos los criminales excepto para los de origen romaní). Sin embargo, al ver que Portugal había intentado una propuesta similar y no le había salido bien, se decidieron a encerrar a todo el pueblo gitano, aislar a las mujeres de los hombres e impedir, en último término, que pudieran reproducirse. En puridad, estamos hablando de una extinción, un exterminio: en aquella época no existía la palabra genocidio, pero la idea no le iba a la zaga, y muchos historiadores la califican con ese término (si bien es verdad que de manera indirecta, porque el plan no era matar a los gitanos para lograrlo). Uno de los detalles graciosos fue que, a pesar de que la idea era abominable, en los documentos oficiales ni siquiera se quería mencionar la palabra "gitano" porque los ideales de la Ilustración veían feo discriminar por raza, así que muchas veces se trató de disfrazar este trato diferencial en base al oficio: esto causaría muchos problemas posteriormente, como veremos.

Hay que reconocer que la estratagema estaba muy bien ideada: se llevó a cabo un recuento minucioso de la población gitana (luego resultó que no era tan exacto como les hubiera gustado). Se planeó que la redada se ejecutara de manera sincrónica por las distintas zonas del territorio en el mismo día y hora (la medianoche del 30 de julio de 1749), y que fuera llevada a cabo por grupos que se organizarían en el máximo secreto. Muchos de los militares que recibieron las órdenes se enteraron de las mismas unas pocas horas antes de llevarlas a cabo, pues venían en sobres escrupulosamente cerrados que debían abrirse de manera simultánea: una vez hecho esto, habría que arreglárselas para localizar a los gitanos y separarlos entre hombres mayores de siete años, y mujeres y niños menores de esta edad (los primeros irían a trabajos forzados en arsenales de la Marina, y l@s segund@s a cárceles, hospicios o fábricas textiles; los niños, cuando crecieran, serían separados de sus madres, aprenderían un oficio y tendrían el mismo destino que sus progenitores). La financiación para organizar todas estas operaciones saldría de requisar los bienes pertenecientes a los gitanos (una idea que sin duda copiaron de la Inquisición, que ya llevaba años funcionando económicamente sobre esa base).

La parte más increíble de esta historia (lo que es raro, cuando hablamos de un plan español) es que todas las instrucciones se cumplieron con eficacia germánica. De hecho, las primeras horas fueron un modelo de planificación que hubiera encandilado a los nazis: hasta hubo poblaciones en las que se cortaron las calles para impedir la huida de cualquier gitano de la localidad. Se calcula que capturaron a unos 9000 calós, que se sumaron a unos 3000 que ya estaban en prisión; sin embargo, como suele decirse, no fueron todos los que eran (algunos gitanos huyeron, muchos porque contaron con ayudas de colaboradores), ni eran todos los que fueron (se asumió que todos los integrantes de determinadas profesiones eran romanís, y la justicia tuvo que dirimir determinados casos). Muchos gitanos se entregaron pacíficamente -no conocían el alcance del plan, y creían que era positivo colaborar con las autoridades-, incluso yendo al encuentro de los soldados, para sorpresa de los mismos (cosa que por ejemplo ocurrió en Vélez-Málaga), y la mayor resistencia tuvo lugar cuando se trató de separar a las familias, en particular a los padres de sus hijos, aunque sí hubo algunos conatos de rebeldía aislados. Por otra parte, hay que decir que muchos calós trataron de acogerse a sagrado (derecho que, como decimos, les había sido astutamente retirado para evitar que tuvieran una salida; eso sí, algunos religiosos les protegieron, a pesar de la prohibición, y las autoridades tuvieron que pasarles por encima); en cuanto a la población paya, su actitud fue variable, y aunque muchos trataron de defender a sus vecinos, otros en cambio fueron colaboradores activos de la Gran Redada, y delatores del pueblo objeto de persecución.

John Philip, que visitó España y recibió la influencia de varios artistas españoles, creó este cuadro (La ventana de prisión) sobre cómo padecía sus desventuras una familia durante la Gran Redada de Gitanos.

Sin embargo, toda la disciplina que habían mantenido las autoridades en esta primera fase de la operación se fue desarbolando a lo largo de las siguientes etapas. No había medios materiales suficientes para mantener encerrados a tal cantidad de gitanos, a pesar de que se habilitaron castillos, alcazabas e incluso barrios enteros -como uno en Málaga- para tal fin. Además, la falta de un registro detallado de los gitanos (muchos de los cuales se habían casado con payos o tenían certificados que les acreditaban como cristianos viejos) complicaba muchísimo las cosas a nivel de los responsables de la administración, la cual por otra parte se hallaba desbordada. En un momento determinado, la confusión era tanta (¿se era gitano según tu etnia o tu profesión?; ¿eras más o menos gitano según el arraigo en tu lugar de procedencia?; ¿se debía tratar igual a un gitano casado con una paya que a una gitana casada con un payo?; al final, en este último caso, la decisión que se adoptó fue que una familia era gitana si lo era el marido) que al final se decidió liberar a unos sí y a otros no, con lo cual el plan inicial empezó a hacer aguas.

No había espacio para tal masa de reclusos: los gobernadores pedían que no se les enviara a más, a pesar de lo cual éstos siguieron llegando. Las condiciones en las que se mantenía a los romanís eran deplorables (incluyendo el uso de grilletes), lo cual llevó a numerosas muertes, fugas y revueltas (éstas incluían burlas a los carceleros; varios grupos de gitanos decidieron hasta rasgarse las ropas y quedarse en cueros, lo cual dejó a sus guardianes descolocados). A pesar de que se ordenó castigar a los huidos con la horca, muchas autoridades locales consideraron desproporcionada la orden y no la cumplieron. En medio de la confusión, no era tan raro que a unos gitanos se les liberara por un lado y se les arrestara más tarde por el otro. Creo recordar que la primera vez que leí esta historia (mi memoria no está segura de si en un texto de Antonio Gómez Alfaro, el gran historiador moderno acerca de este tema, y que escribió un libro al respecto) se hablaba de permisos temporales para salir y hasta de visitas conyugales intermitentes, pero estos extremos no los he podido confirmar; en todo caso, os podéis imaginar el despropósito que era aquello, y el caos organizativo, en contraste con el éxito inicial de la operación.

Por otra parte, la medida, en muchos sentidos, resultó contraproducente: mientras que a los gitanos que tenían una vida más nómada resultó más difícil capturarles (se calcula que hasta 2000 se libraron de las redes que se cernían en torno a ellos), en cambio, a los que tenían un oficio y llevaban toda la vida en la comunidad -en buena medida, reasentados por las leyes anteriores; por eso estaban tan bien localizados- fue fácil atraparles. Sin embargo, su arresto, paradójicamente, fue el que más dañó a las economías locales. Hasta alcaldes y habitantes de sus pueblos pidieron insistentemente que les liberaran; eso, unido a las protestas de la comunidad caló (sobre todo por parte de las mujeres) acabó por forzar a las autoridades a modificar el desenlace final del asunto.

Unos tres meses después de la Redada se decidió liberar a un gran número de gitanos, hasta 5.000, que pudieron, de una manera u otra, demostrar "su honradez" (o sea, que tenían trabajo y arraigo); sin embargo, cuando volvieron, descubrieron que se habían quedado sin propiedades, y que tenían que reiniciar su vida desde el principio, lo cual no debió de apaciguar la conflictividad social. Los 4.000 restantes siguieron trabajando prácticamente como esclavos, siendo liberados poco a poco, hasta que, en 1763, Carlos III, quien había sucedido a Fernando VI (el cual había destituido al marqués de Ensenada hacía mucho), decidió finiquitar aquel dislate, indultar a los pocos cientos que aún quedaban recluidos y que no habían muerto por las malas condiciones de vida, y terminar con todo lo que le recordaba que aquella fallida operación había existido -Carlos III, incluso, decidió omitir explícitamente el suceso en legislaciones posteriores; según decía, porque dejaba en mal lugar a su antecesor Fernando VI-. Aun así, el problema logístico de la reubicación prolongó las trabas burocráticas dos años más, hasta que el rey ordenó liberar de manera inmediata a todos los gitanos que quedaba presos.

Aquel suceso dejó una huella indeleble en el pueblo romani; algunos de los que habían podido acreditar su honradez, para intentar evitar que les volvieran a arrestar, decidieron mimetizarse con el entorno y formar cofradías (como hicieron muchos conversos ante el empuje de la Santa Inquisición, o grupos de izquierdistas tras el triunfo de Franco); otros recitaron y cantaron el sufrimiento padecido, y algunos autores ubican allí el origen del quejío flamenco. Ni qué decir tiene que las relaciones con la comunidad paya quedaron indisolublemente dañadas; no es fácil llevarse bien con un pueblo a cuyo rey (Fernando VI) le dedicas canciones infantiles que cuentan lo mal que se ha portado con los tuyos. Eso, por no decir de la desconfianza que se generó entre el pueblo gitano y los valores de la Ilustración, así como con la comunidad paya. Muchas de esas cicatrices siguen supurando hoy en día. En cambio, en la historiografía española, al suceso, por bochornoso, se le dedicó escasa investigación y recuerdo; sólo unos pocos historiadores especialistas en el pueblo gitano han conseguido airear lo suficiente el asunto, que sigue siendo desconocido para la mayoría.

Hoy en día, todavía se hacen conmemoraciones de aquel acontecimiento nefasto para las dos etnias implicadas, sobre todo por parte de la comunidad romaní. Recientemente, el entonces vicepresidente Pablo Iglesias pidió perdón de manera oficial a los gitanos residentes en España, en nombre del gobierno, por los daños producidos por la Gran Redada. Pero lo que nadie puede asegurar es que sucesos como aquellos no vuelven a repetirse, sobre todo si no los recordamos. Desde este humilde blog, espero haber contribuido, con mi granito de arena, a solucionar esta amnesia.

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