La editorial Rara Avis se dedica a recuperar libros antiguos que merecen una segunda vida: entre ellos, éste de Elizabeth Jenkins donde repasa varios casos históricos de mujeres británicas que se hicieron famosas por sus coqueteos (cuando no abierto romance) con el mundo del crimen. Como siempre, en todo juicio hay dos partes, pero en estos casos acaba ocurriendo que sobre las mujeres "encausadas" no se ciernen sólo sospechas, sino que se incidieron abierta y repetidamente en sus actos nefandos. De los episodios nombrados, el más simpático me parece el de Jane Webb, una carterista que se dedicó a ello como a cualquier otra profesión de la época (de algo hay que comer), la cual demostró una capacidad de liderazgo y una ética del trabajo a prueba de bombas, y que se merecería una serie de televisión de tres temporadas. Entre los más jugosos tienes también el de Alice Perrers, amante de Eduardo III que se aprovechó de us posición todo lo que pudo, o el de Frances Howard, que combina escándalos a todos los niveles, porque auna envenenamiento, mentiras, y la implicación de uno de los favoritos del rey Jacobo I (como os podéis figurar, la tuitera experta en esta época, Wurtzel, le ha dedicado un hilo en Bluesky). También son muy llamativos el de Madame Sarah Rachel Leverson, quien jugó con algo tan personal como el maquillaje y el ansia de sus clientes por sentirse bellas, o Lady Ivie, quien pretendió acumular tierras de manera fraudulenta con la misma avidez con la que se extiende la planta a la que su apelativo ("ivy"=enredadera) hace honor. En definitiva, un libro con la única pretensión de entretener a partir de alguno de los famosos true crime de la historia, alguno de ellos incluso sin resolver.
Emilio Tejera. Página de escritor
¿Por qué estamos aquí? Porque nos gusta lo curioso, lo sorprendente, lo interesante, lo inusual, lo que engrandece al ser humano, lo que lo redime de vez en cuando. Por eso nos apasionan las historias: porque hayan ocurrido o no, de alguna manera es real.
lunes, 13 de octubre de 2025
miércoles, 1 de octubre de 2025
El relato de octubre: "Un fantasma de andar por casa"
Cuando la señá Juani*
*no
preguntéis por qué: todo el mundo en el barrio la llama la señá Juani.
tuvo necesidad de un gato, el
rumor pasó de boca en boca hasta llegar a mí. En realidad, yo nunca he querido
tener nada que ver con el mundo felino: los gatos me parecen animales
inescrutables e incomprensibles, y a la vez –un poco contradictoriamente, he de
reconocerlo- increíblemente hoscos y egoístas. Pero una compañera de trabajo
nos había anunciado a bombo y platillo que su gata había tenido una camada*
*un
sinvergüenza de gato, según relataba sobre el culpable; la gente no controla a
sus mascotas, se quejaba amargamente.
y ahora tenía que repartir a los
gatitos. Así que, un poco sin comerlo ni beberlo, me vi obligado a meter a una
bola de pelo en una caja*
*con qué entusiasmo lo hizo: me pregunto si los mininos reciben un
curso, en ese estado antes de haber nacido del todo, sobre Schrödinger y sus
paradojas cuánticas .
y, luego, partir a la vivienda de
la señá Juani. Yo, que apenas había cruzado un par de palabras con ella, y casi
no sabía de su existencia. De hecho, mi mujer me advirtió: “ya la irás
conociendo, ya”. “Pero si sólo voy a entregarle el gato y vuelvo”, respondí,
hecho un incauto. “¿Te crees que es tan sencillo entrar y salir de la vida de
la señá Juani?”, respondió con guasa mi mujer. “A la vuelta me cuentas”,
expresó divertida mientras me marchaba.
Lo
cierto es que no noté nada especial cuando subí los cuatro pisos*
*sin
ascensor, ¿podéis creéroslo?
del edificio donde habitaba la señá
Juani. En cambio, una inquietante vibración me invadió cuando traspasé el
umbral de su casa. No sabría decir qué era: puede que una corriente de aire
frío, puede que fuera el atentado contra mi pequeño TOC sobre la limpieza que supuso
observar la desordenada vivienda, o puede que la manera en que la señá Juani
empezó a hacer alharacas cuando accedí a su hogar, agitando las manos y dando
saltos de alegría. Primero me hizo llevar la caja hacia la mesa del comedor;
luego alzó el minino varias veces, estrujándolo como si fuera un peluche, y
diciéndole al animal cosas absurdas que sólo son capaces de pronunciar la gente
que tiene felinos en casa. Entonces, la cara se iluminó:
-¡Claro!¡Tengo
que volver a sacar los cacharros del viejo gato! Están todos en el trastero.
Ven conmigo, zagal, y así me echas una mano.
Ahora
es cuando me toca describir a la señá Juani. Era (y supongo que es, porque la
última vez que la vi me pareció muy lozana) bajita y al mismo tiempo ancha,
pero a pesar de todo tenía unos andares muy rápidos, a pasitos cortos, y en
general nada femeninos, porque siempre daba la sensación de que sus pies
permanecían a la misma distancia uno del otro, como si tuviera una barra de
hierro que mantuviera un alejamiento constante entre sus tobillos*
*o, como me dijo ella misma, como si se le hubieran deslizado las
bragas hacia abajo y estuviera caminando al tiempo que trataba de no pisarlas;
no acierto a describir lo traumatizado que me dejó la comparación.
Unámosle a ello que la señá Juani
normalmente llevaba vestidos, sencillos en apariencia pero de colores
vivísimos, muy exagerados, con grandes estampados, flores y dibujos. La señá
Juani era rotunda en todas sus formas: si me permitís la expresión, le sobraba
pecho, culo y caderas como para detener un camión de golpe, de tal manera que
siempre parecía que había comprado el doble de todo para cada una de sus
partes. La edad siempre me pareció indefinida entre los cincuenta y los sesenta
años, porque aunque en su pelo castaño-anaranjado, con el mismo volumen de una
peluca de payaso y solo unas pocas ondulaciones más, no había ni una cana, a lo
que había que sumar las abundantes arrugas de la cara (que asemejaban estar
enfrentándose unas a otras en una batalla de trincheras) y unas gafas de culo
de vaso como si hubiera instalado un telescopio en cada ojo y les hubiera
añadido unas patillas de color vívido –el rojo y el nacarado han sido los quevedos
más discretos que le he visto ponerse-. En fin, un cuadro de señora: la típica
ama de casa, si me preguntan, sólo que con un criterio estético que hubiera
hecho llorar a Karl Laggerfield y provocado una sonrisa a Gomaespuma y a
Almodóvar. Pero si creéis que el aspecto de la señá Juani es lo más destacado
de su personalidad, entonces es que necesitáis leer más.
Vamos
a empezar por el sótano, ése al que me llevó después de arrastrarme por una
escalera de caracol imposible que, no sé cómo*,
*en serio, ¿no querrían plantearse lo del ascensor?
conectaba con el trastero. Y una
vez abrió la desvencijada puerta de metal, me encontré con una habitación que
parecía mucho más grande que desde fuera, con varias baldas alrededor de las
cuales había múltiples objetos extraños: un cáliz de madera; un arca pequeña
con alas como de ángel grabadas en los laterales; un martillo con adornos de
tipo nórdico; una balanza decorada, en la parte superior, por una especie de
perro negro; una lanza con sangre en la punta. Aunque, realmente, lo que más me
chocaron fueron las etiquetas: a cada objeto se hallaba pegado una etiqueta de
las que se hacen de manera automática con etiquetadora. Sólo pude echar un
vistazo muy parcial a lo que había escrito en ellas, pero me pareció leer
fechas anteriores al 10.000 antes de Cristo, referencias al imperio azteca y al
jemer, y me sorprendió, en una urna, atisbar con el rabillo del ojo el nombre
“Alejandro Magno”. En medio de estos múltiples cachivaches, la señá Juani sacó
una barahúnda de objetos que todos los amantes de los gatos reconocen: cuenco
para comida y para bebida, juguetes especiales para felinos domesticados, y un
extraño abalorio de sadomasoquismo que algunos han decidido denominar “collar”.
La
señá Juani me condujo de vuelta al salón. Ya allí, algunas cosas me parecieron
fuera de lugar: desde el atril que sostenía un libro abierto por la mitad, con
extraños conjuros tanto en el lomo con en las páginas, y cuyas páginas se
pasaban solas, hasta el hecho de que por detrás de los sofás se estuvieran
deslizando sigilosas criaturas con rabo y alas de murciélagos. Que hubiera una
escoba barriendo con total autonomía, mientras una baraja jugaba al cinquillo
por sí misma sobre la mesa, alguna pista me dio. Conforme la señá Juani retrepaba
sobre los asientos (por cierto, de un tapizado feísimo) con el gato en el
regazo, sentí el irrefrenable impulso de preguntar:
-Señora
Juani… ¿no será usted una bruja, verdad?
La
señá Juani alzó la vista, me miró a los ojos a través de los ocho centímetros
de cristal cubierto de una pátina de polvo del mismo color que sus cataratas, y
me contestó, riéndose:
-Uy,
hijo mío, qué antiguo. Ya hace mucho que nadie nos llama así.
Y
mientras seguía acomodándose entre cojines y sillones, tratando de recolocar al
gato conforme le esclavizaba con el collar, me señaló con la cabeza hacia la
puerta del salón y me pidió:
-Anda,
zagalillo, ¿puedes cerrar? Es que entra una corriente que no le viene nada bien
a mi reúma.
La
obedecí con el respeto de cualquier individuo cohibido ante una persona de más
edad, pero no pude evitar notar que una zigzagueante corriente de aire se
colaba por la estrecha ranura de la puerta justo antes de que la cerrara, para deslizarse
a continuación alrededor de mis piernas y largarse a toda velocidad lejos de
mí.
-He
notado como un… se parecía a…
Como
podéis comprobar, no tenía muy claro cómo describirlo.
-Ah,
será el fantasma -expuso de manera muy natural la señá Juani.
Me
sorprendió que hablara de ello como si se refiriera al sonido de la lavadora:
-¿Y
por qué motivo se ha quedado aquí el fantasma… alguna cuenta pendiente, un
deseo sin concluir?
-Pero
qué deseo ni que ocho cuartas… Si el pedazo de bicho hacía lo que le daba la
gana. Por no decir que meaba siempre fuera de su sitio. Era de un cochino…
-Oiga,
no sé si eso es muy prudente decirlo… si el fantasma puede oírla.
-¿Oírme?
Pues claro que puede, el muy ladino. Lo que pasa es que le importa un pedo de
lobo lo que le digo, igual que le pasaba en vida. Yo iba diciéndole por ahí:
“pero para de arrojar pelos por todas partes, so pedazo de boñiga”, y a él le
daba todo igual, bufando por los rincones…
-Perdone
que me inmiscuya, noto que son unas palabras un poco fuertes para hablar de su
marido…
-¿MI
marido?¿Pero qué diantres*
*No
dijo diantres
dices
tú de mi marido, especie de cacho de trozo de albóndiga? Yo estoy hablando de
mi gato.
-¿Aquí
hay un fantasma… de un gato?
-Pues
claro: de Desdicha Eterna -dijo, con el collar definitivamente ajustado,
mientras dejaba al minino que yo le había traído encima de una mesa e iba a
llenar un cuenco con el agua de una botella cercana-. Yo le llamaba Desdi.
Reconozco que me hacía compañía, pero era un engendro del demonio… Y no de
cualquier demonio, porque venía del departamento de Abraxas en persona. No sé
por qué le habían condenado en la otra vida, pero desde luego, hubiera hecho lo
que hubiera hecho, se lo merecía. Eso sí, tenía un pelo finísimo: daba un gusto
acariciarle…
-Oiga,
¿y por qué se supone que se ha quedado el fantasma del gato por aquí?¿No se
supone que los fantasmas sólo permanecen si se ha quedado algún asunto
pendiente de resolver?
-¿Pero
qué va a tener pendiente el puto gato éste, si vivía como Dios? Yo creo que
está aquí porque es un comodón, como todos los gatos: se ha acostumbrado a
estar en el mismo sitio toda la vida, y no va a alterar sus costumbres por algo
tan insignificante como el hecho de haberla espichado. Eso sí, por suerte, la
orina fantasmal huele bastante menos, y se limpia mucho mejor.
Se
notaba que la señá Juani estaba concentrada en lo que decía, porque no se fijó
en que el otro gato (el terrenal, el que todavía no había trascendido a un
plano superior) había decidido, por su cuenta y riesgo, descender al suelo.
Casi inmediatamente después de posar sus cuatro pies en él, un torbellino de
aire le envolvió y le zarandeó, golpeándole de una manera que no pude discernir
del todo por la rapidez por la que produjo, pero sin duda fue violenta. El gato
visible salió como alma que lleva el diablo, dejando en su huida varios
mechones de pelo, y yo diría que algo de carne y sangre. La señá Juani se
escandalizó:
-¡Madre
mía, qué Cristo!¿Pero por qué ese animal del averno se porta tan mal?¿Qué tiene
contra este pobre minino tan dulce que acaba de entrar en nuestras vidas?
Tenemos que hacer algo con él… Anda, hijo, siéntate, a ver si pensamos algo
juntos.
Yo
iba a obedecerla, pero cuando lo intenté, la escoba pasó justo a mi lado y me
obligó a levantar los pies para permitirle barrer por debajo. Como no sabía muy
bien qué decir, recordé que un cumplido nunca está de más:
-Su
escoba… barre muy bien.
-¿Esa?
Se busca cualquier excusa para arrinconarse en una esquina. Y además, si vieras
los pifostios que monta con la Roomba. ¿Pero es que en esta puñetera casa no se
puede llevar nadie bien?
Apoyó
un par de dedos de la mano en el puente de la nariz mientras cerraba los ojos y
agachaba la cabeza. Luego suspiró.
-Anda,
vamos a ponernos con esto.
Entonces,
las páginas del libro empezaron a pasarse a mucho más ritmo, de tal manera que
sentí un justificado temor a que el grimorio fuera en cualquier momento a
prenderse de manera espontánea. Un poco asustado, pregunté a la señá Juani:
-¿Pero
qué va a hacer con el gato?
La
dueña de la casa debió de perder la concentración, porque las páginas avanzaron
a menos velocidad, y ella abrió los ojos.
-Le
voy a volatilizar. Le voy a hacer arder. Le voy a…
Creo
que no hace falta ser mago, ni adivino, y ni siquiera psicólogo para darse
cuenta de lo que un odio así, destilado a través de los labios de una persona,
quiere decir en realidad. La señá Juani también hubo de percatarse, porque el
caso es que las páginas del libro se ralentizaron hasta detenerse por completo.
La mujer, entonces, se tranquilizó.
-La
verdad es que la culpa es mía. El día que Desdi se puso malo… yo le llevé al
veterinario. A ver, que podría haber lanzado un hechizo y eso, pero ya se sabe,
la magia siempre se cobra un precio, y a veces no merece la pena pagarlo, es
mucho mejor que las cosas transcurran por el método natural… El caso es que el veterinario
me dijo que no había nada que hacer y que le iba a poner una inyección. Y yo le
dije que sí… Pero me fui.
Se
llevó las manos a la cara. Ahí sí que no tuvo más remedio que sentarse:
-Nunca
me lo he perdonado. Tendría que haber estado allí, en los últimos minutos,
acariciándola. Los gatos sienten cuándo van a morir, saben cuándo llega su
final. Y la presencia del dueño les ayuda, les reconforta, les proporciona algo
de alivio antes de que se les cierren los ojillos para siempre… Le hubiera
quitado los nervios ante la incertidumbre que surge en esa clase de
circunstancias. Por eso está el gato aquí. Porque nunca nos despedimos. Él no es
consciente del todo de que se fue.
Estuvo
unos segundos más con la cara tapada. Luego se quitó las manos de golpe del
rostro y se levantó:
-Venga,
vamos a solucionar esto de una vez. Trae la marmita de la despensa.
Y
yo obedecí, como si fuera la orden más normal del mundo.
Lo
que tuvo lugar a continuación fue la sesión más desconcertante de preparación
de pócimas que he vivido. Vale que sólo he vivido una, pero no fue como en las
películas. Me recordó más a cuando mi madre hacía una receta de cocina, sólo
que con ingredientes más raros, muchos de ellos vivos y echados directamente a
la olla. De vez en cuando, cuando nos dábamos la vuelta, aquellas extrañas
criaturas que bullían detrás de los sillones se movían subrepticiamente, de
modo que sólo podíamos atisbarlos por el rabillo del ojo mientras arrojaban
cosas a la marmita y huían con precipitación, aunque la señá Juani no le daba
importancia a esos sucesos: decía que eso le proporcionaba “más cuerpo” a la
mezcla. El caso es que el líquido en el interior empezó a adquirir tintes
violáceo-rojizos y a borbotear de manera amenazante y, cuando la señá Juani
consideró que había adquirido la consistencia adecuada (la verdad es que
aquello se estaba volviendo de la textura de la melaza, de tal modo que costaba
darle vueltas con el cucharón), y a pesar de que salía humo del caldero, cogió
un pedacito de la mezcla con dos dedos, del tamaño de un gusano gordo, y lo tiró
en un lugar intermedio del salón. Se escuchó, más que se vio, a una masa
espectral acercarse al fragmento, olisquearlo un poquito, y luego ponerse a
devorarlo*.
*Hay que
puntualizar que contemplar cómo lo digería a través del tubo digestivo
transparente resultaba un poco asqueroso.
La señá Juani se dio por
satisfecha y se dirigió a la cocina:
-¿Y
ahora adónde va?-pregunté.
-A
buscar algo con lo que atraer al otro gato -respondió la señora.
-¿Y
para eso qué vamos a usar?-pregunté lo suficientemente fuerte para que me oyera
a través de varias habitaciones de la casa. Como no me respondió
inmediatamente, insistí-. ¿Cómo lo vamos a hacer?¿Un sortilegio?¿Un pentángulo?¿Un
aquelarre?
La
señá Juani bizqueaba cuando apareció por la puerta, con un tenedor en la mano y
una lata en la otra.
-Con
atún, naturalmente.
Y
de hecho, colocó el platito de la comida del gato junto al lugar donde aún se
aposentaba el felino espectral, y depositó el contenido de la lata dentro del
recipiente. El minino de este lado de la línea que separa el mundo de los vivos
de la ultratumba no debía de ser muy listo, porque el caso es que se aproximó al
plato con alimento como si por toda la habitación no estuvieran ocurriendo
cosas raras. El caso es que, cuando se acercó, un nuevo remolino de aire le
atrapó, pero en esta ocasión fue distinto: más que un ataque, fue como si le rodearan
con una manta mediante varias vueltas, y después, chop, todo quedó en calma. Se
trató de una especie de fusión, y el “plop” correspondió a la ruptura de la
burbuja que separaba ambos mundos. El felino visible, de hecho, dejó de estar
sobrecogido por el pánico y se quedó súbitamente quieto, aunque respirando fuerte,
como si se sintiera desubicado por el cambio de lugar. La señá Juani agarró al
animal y empezó a acariciarle y hacer ruiditos apaciguadores. Después, se puso
a hablarle en voz muy baja mientras se sentaba en el sillón:
-Ya
está, mi querido Desi, ya está…
El
bicho empezó a respirar más acompasadamente. Se enroscó en el regazo de la señá
Juani, apoyó la cabeza sobre sus patas, y cerró los ojos con una placidez como
pocas veces he visto en una cara. La señá Juani estuvo acariciándole otro buen
rato mientras el mamífero ronroneaba hasta que, finalmente, dejó de hacerlo,
como si ya se hubiera quedado profundamente dormido, o quizás algo más. En ese
momento, el gato parpadeó y se levantó de golpe, como un señor borracho que
acaba de recuperar la consciencia y se descubre con unas ropas que no son la
suyas, y salió escopeteado en dirección a las profundidades de la casa, donde,
a estas alturas, me pregunté si había una mazmorra con un dragón. El salón se
quedó en paz.
-Bueno,
yo ya si eso me voy -quise despedirme de la señá Juani, un poco aturullado
todavía por los acontecimientos. Deseaba llegar a casa, poner en orden mis
ideas, y quizá reflexionar al contarle todos los detalles a mi mujer, que
seguramente los pondría por escrito.
La
señá Juani, desde el sillón, me hizo un gesto de aquiescencia, lo cual parecía
realmente imprescindible para abandonar aquel rincón del espacio-tiempo. Antes
de que me marchara, sin embargo, me pegó un grito:
-Una
cosita antes de irte…
Volví
la cabeza un segundo.
-Para
la semana que viene, necesitaré una lechuza. Una normal. Y tiene que ser
lechuza, no búho.
Asentí
con parsimonia.
Lo
que ocurrió la siguiente vez lo dejamos para otro día. Al fin y al cabo,
todavía me estoy recuperando de las quemaduras.
lunes, 22 de septiembre de 2025
Las historias cortas de septiembre: Cosas raras que te pasan en la vida (V y VI)
Cosas raras que te pasan en la vida (V):
-¿Cómo ha conocido nuestra tienda?
–pregunta la dependienta de un negocio de cactus-. ¿Por la página web, por un
amigo...?
-No. Casi me siento encima de uno de
sus productos en el metro.
Cosas raras
que te pasan en la vida (VI):
A un chico de unos veinte años se le
ha muerto su abuelo. Un amigo le da el pésame, diciéndole que lo siente, a lo
que el otro, muy conmovido, le responde:
-No te preocupes, Manuel... si ya sé
que no es culpa tuya.
"Menos mal", se dice Manuel, "ya creía que me iban a
acusar de asesinato".
lunes, 8 de septiembre de 2025
El libro y la historia real de septiembre: Tom Crean, "Un héroe olvidado", de Michael Smith
Ésta es una historia irlandesa. Al menos en parte, porque, en realidad, se trata sobre todo de una historia de la Antártida. Tom Crean nació en la isla esmeralda, pero pronto se sintió llamado a la aventura y se enroló en la marina británica, donde, mezcla de sus inquietudes y de las circunstancias del momento, fue reclutado para una expedición polar al mando del capitán Scott. Y luego participó en dos viajes más, dos de los periplos polares sobre los que más se han escrito, entre otras cosas porque acabaron en desastre. Michael Smith se recrea en estos hechos no sólo porque es la manera de hablar de un compatriota que no suele salir mencionado en la historia de las expediciones a la Antártida (a pesar de que su sangre fría, su coraje y su tesón fueron imprescindibles para que éstas no terminaran peor aún), sino también porque constituyen una buena excusa para hablar de temas que nos encantan: grandes epopeyas, gestas humanas, abnegación, riesgo vital. O, en definitiva, el viaje de Scott al Polo Sur que derivó en tragedia, y el épico relato de los marineros del Endurance al mando de Shackleton.
Contado de esta manera, pudiera parecer que Tom Crean no era sólo (como refleja su biógrafo) un tipo simpático, fuerte, voluntarioso e intrépido, sino, sobre todo, el hombre con más mala suerte del mundo. Claro que había varios condicionantes para que, de sus tres expediciones polares, las dos últimas se cubrieran de penalidades. La primera es que, por supuesto, todo viaje a la Antártida, y más en aquella época, es un riesgo, y lo más normal es que las cosas salgan mal. La segunda es que la lectura de este libro deja muy claro al lector que los ingleses no estaban preparados para el Polo. Sacudidos por el ánimo heroico de la época, que llevó a los británicos a conquistar las regiones en los extremos del mundo, incluyendo las más altas cumbres, y a batir toda clase de récords, los viajes a la Antártida fueron planificados en general con un amateurismo impensable hoy en día, organizadas por hombres que no tenían experiencia, no aprendieron de las lecciones de los habitantes de las regiones polares (cosa que sí hizo Amundsen, noruego, quien copió muchas técnicas de los innuits), e incluso, desde los cuarteles generales, fueron diseñadas por individuos que se basaron en estrategias ya desfasadas en el momento en que se aplicaron, y que les acabaron costando más de un disgusto.
Tomemos por ejemplo el segundo viaje de Crean, en el que acompañó al capitán Scott a la conquista del Polo Sur. Scott confió poco en los trineos tirados por perros o en el esquí (las bases de la campaña de Amundsen), métodos que además no dominaban ni él ni su equipo; se basó sobre todo en ponis (a los que, según el autor, trataba con demasiados miramientos para la dura prueba a la que aquel grupo de hombres fue sometido), vehículos a motor -que fallaron con frecuencia en la Antártida- y tracción humana, una técnica horrorosa que obligaba a los expedicionarios a recorrer miles de kilómetros bajo el frío y la nieve arrastrando sus propios trineos, cargados de pesados fardos con cientos de kilogramos de material. No es extraño que el viaje saliera tan mal, con Scott y los otros cuatro hombres que conquistaron el Polo Sur (aunque quedaran segundos, superados por Amundsen) fallecidos durante el viaje de retorno, y con Crean teniendo que realizar un esfuerzo casi sobrehumano para salvarse a él mismo y a sus compañeros de equipo. Los detalles os los dejo leer en el libro -donde se analiza a fondo el plan de Scott y las diferentes posibilidades-, pero comprobaréis que muchas tácticas del viaje se basaban en que todas las dificultades se superarían gracias al pundonor y el espíritu de sacrificio de los componentes de la expedición, muchos de ellos (como Crean) miembros de la marina británica. Una filosofía muy bonita sobre el papel, pero que obligó a que los viajeros pasaran por una serie de trabajos innecesarios y penalidades horribles, sin obtener, en buena parte de las ocasiones, el fruto esperado.
El viaje del Endurance fracasó menos producto de la organización de Shackleton que de la mala suerte (aunque ahí también hubo problemas; recordemos que el segundo barco que iba en la expedición, aunque no vivió una aventura tan famosa como la de Shackleton y su grupo, también lo pasó muy mal, y en buena parte fue porque no estaban bien preparados): como muchos sabréis, el barco quedó atrapado en los hielos, algo muy común en las regiones polares, para finalmente ser destruido por el agua helada, y los marineros tuvieron que viajar un agotador recorrido primero a pie y luego en lanchas para hallar refugio en una isla remota. Allí, un grupo reducido de hombres se atrevió a cruzar el agitado Océano Antártico para llegar a la isla de San Pedro, situada a 1300 km, pero con presencia humana, y donde sería más probable encontrar ayuda con la que poder rescatar al resto de sus colegas. Finalmente, cuando llegaron a la isla, mientras la mayoría de los ocupantes de aquel frágil esquife se recuperaban del abominable recorrido, tres individuos (Shackleton, Crean y su compañero Worsley) cruzaron las inhóspitas y desconocidas regiones montañosas de la isla durante un trayecto de 36 horas seguidas sin dormir para llegar, con las ropas raídas, suciedad acumulada de un año, y más hambre que el perro de un ciego en un glaciar, a una estación ballenera desde donde se iniciaron las sucesivas operaciones de rescate, que aún se prolongaron varios meses hasta que por fin consiguieron rescatar a sus compatriotas, de los cuales (es importante subrayarlo) sobrevivieron la inmensa mayoría: a Shackleton no le sonrió la suerte en el Polo, pero no puede negarse que se esforzó en que los hombres a su cargo volvieran casi todos, y casi enteros, cuando las cosas venían mal dadas.
Crean estuvo a punto de embarcarse en una cuarta expedición polar, pero le pudo la nostalgia, o, quizás, la vida familiar: volvió a Irlanda, se casó, tuvo hijos, montó un pub -llamado, con retranca, "La taberna del Polo Sur"-, y colgó las manoplas y los jerseys de lana que, mal que bien, fueron su principal protección contra más de una zambullida en el agua helada. Pasó a formar parte, ahora sí, de la tradición irlandesa, y quizá su modestia, o que no fuera un hombre instruido -como otros héroes del Polo-, o los avatares de la historia (en la Irlanda de aquella época no se llevaba muy bien que alguien hubiera trabajado para la marina británica) evitaron que disfrutara de un mayor reconocimiento, aunque ni Crean lo quiso, ni le faltaron homenajes por parte de sus antiguos compañeros, que sí que sabían lo que había contribuido a salvarles la vida. En todo caso, el autor ha querido rendir tributo a su compatriota, con menos fama que Scott y Shackleton (por cierto, también irlandés), pero cuyas experiencias no son menos valiosas.
Acertadas o no, estas expediciones son una demostración del espíritu general y de los propósitos de una era, y del deseo del hombre por conquistar los rincones inexplorados del globo: uno de los aspectos que, en el fondo, ejemplifican mejor cómo somos los humanos. En ese sentido, Tom Crean resulta un buen espejo donde mirarnos, aunque sólo sea desde el punto de vista del tipo que acata las órdenes y trabaja con denuedo para el bien común. Decía el escritor David Torres, muy aficionado a narrar epopeyas de todo pelaje, que, si andas en una situación entre la vida y la muerte en la Antártida, quieres tener al mando al incombustible Shackleton: yo, además, pagaría por contar a mi lado, codo con codo, con Tom Crean.
lunes, 1 de septiembre de 2025
El relato de septiembre: "Final alterado" (segunda versión)
Bajo el influjo bienhechor de la Compañía, nuestras costumbres están saturadas de azar. El comprador de una docena de ánforas de vino damasceno no se maravillará si una de ellas encierra un talismán o una víbora; el escribano que redacta un contrato no deja casi nunca de introducir algún dato erróneo; yo mismo (…) No se publica un libro sin alguna divergencia entre cada uno de los ejemplares. Los escribas prestan juramento secreto de omitir, de interpolar, de variar.
Jorge Luis Borges. La lotería de
Babilonia.
Basado en una idea original de @agmayan.bsky.social
Todo
empezó como suelen comenzar tantas cosas: de manera inadvertida, a la manera de
anécdota. Dos amigos discutiendo sobre las diferentes interpretaciones del
final de un libro: la discusión va subiendo de nivel, hasta un momento en que
se vuelve hasta agresiva. De repente, el grupo de compañeros (un poco harto de
aquella situación, porque el plan original era irse a comer unos helados)
interviene y alguien pregunta:
-Pero
a ver, exactamente, ¿cuál es el final?
Uno
de los interlocutores de la discusión se lo explica. El otro replica,
furibundo:
-¡Pero
no!¡Así-no-es!-pronuncia de manera muy destacada cada palabra.
Los
dos debatientes vuelven esa tarde a sus casas para recuperar el ejemplar del
libro que alojan en sus respectivas bibliotecas. Al día siguiente, los dos
aparecen en la reunión grupal mostrando los ejemplares que les dan la razón… a
ambos.
Como
eso no es posible, los amigos miran la última página de sendos libros: y, en
efecto, no se trata del mismo final.
-¿Pero
esto qué es?¿Una errata?-pregunta una chica.
-No
sé si una errata puede consistir en varios párrafos -argumenta otra.
-Me
está empezando a recordar a la historia de “La naranja mecánica”. Eso de que el
libro original tenía un último capítulo adicional que el editor borró y que,
según el autor, cambiaba todo el sentido de la historia. De hecho, Kubrick hizo
la película a raíz de esa versión amputada, de la que el escritor siempre
renegó.
-A
ver, no nos desviemos del tema. ¿Cuál es el libro “de verdad”?-intervino uno de
los contendientes en la discusión-. O dicho de otra manera, ¿cuál es la versión
“buena”?
-Esto
¿dónde se mira?¿En Internet o…?
-En
Internet te puedes encontrar cualquier cosa. Le preguntas a ChatGPT y te da dos
finales alternativos. Mejor vamos a una biblioteca.
Pero
ahí es cuando llegó la sorpresa mayor: porque encontraron las dos versiones del
mismo libro. Aparentemente la misma edición, misma portada, todo igual… salvo
el final modificado.
-Gente,
esto sí que hay que subirlo a Internet. Debe de haber más gente que lo haya
visto. Y, si no, esto tienen que saberlo.
La
cuestión es que, cuando la verdad emergió (a través de redes sociales primeros,
y luego foros, tertulias, programas de televisión). se dieron cuenta de que no
se trataba exclusivamente de ese libro o de aquella edición. Afectaba a un gran
número de textos: volúmenes que habían empezado a aparecer y que tenían
versiones duplicadas, donde la única diferencia era el final. Las editoriales
decían desconocer el origen de aquel fallo, si se trataba de un error de
impresión o de una modificación intencionada. En algunos casos, era difícil
discernir a qué textos afectaba aquel fenómeno, porque, con mucha frecuencia,
la gente tardaba horas en darse cuenta de que aquellas dos narraciones tan
distintas que estaban comparando eran, en realidad, el mismo libro, sólo que con
una conclusión tan reformada que parecían dos historias diferentes.
En
otras ocasiones, en cambio, eran los propios autores los que contribuían a la
confusión, ya que, al ser interrogados por el asunto (que solía iniciarse con
la pregunta: “¿cuál es el final de verdad?”), los escritores
contrarreplicaban -incluso con cierto cálculo-: “¿Cuál te ha gustado más a
ti?”. De hecho, no era raro que editores y agentes jugaran al despiste,
sabiendo que la gente iba a comprar el doble de libros, tratando de desentrañar
cuál era el punto y final auténtico. Aquello fue particularmente caótico en el
caso de ciertas sagas con un fandom muy acusado, pues buena parte de las
discusiones se centraron en cuál era el final oficial que debería incluirse en
el canon de los libros, o si esas discrepancias (en ocasiones sutiles, en otras
de calibre más grueso) iban a influir a la hora de plantear las secuelas de las
diversas tramas.
Aquello
empezó a afectar no sólo a los libros modernos, sino también a los clásicos; en
algunas circunstancias (con libros muy desconocidos de los que pocos eruditos
recordaban los detalles), tuvo que recurrirse a expertos en literatura de
variados campos para tratar, al menos, de fijar un texto definitivo que
pudieran seguir los estudiantes. En otras ocasiones, como con el último párrafo
del Quijote, hubo arduas discusiones -sobre todo entre la escuela europea y la
americana- sobre si el nuevo era o no mejor final. Con el tiempo, llegó a haber
versiones duplicadas de las páginas relativas a las sucesivas obras, en
enciclopedias físicas o digitales. Durante meses, se extendió el temor a que
esto afectara también a los productos audiovisuales, y de repente se duplicaran
películas y series, modificando completamente el sentido de los spoilers, y
abriendo divergencias infinitas e irreconciliables entre los fans.
Sin
embargo, con lo que más se terminó de volver loco todo el mundo fue con el
hecho de que se dieron cuenta de que aquello no se trataba de la acción de un
individuo o grupo anónimo que se estaba dedicando a sabotear desde dentro el
mundo literario: sino que aquellas modificaciones estaban surgiendo de manera
automática, por parte de una fuerza desconocida, que ningún ser humano era
capaz de controlar.
lunes, 25 de agosto de 2025
El relato de agosto: "Final alterado" (primera versión)
George
R. R. Martin. Danza de dragones
Basado
en una
idea original de @agmayan.bsky.social
-Pero a ver, exactamente, ¿cuál
es el final?
Uno de los interlocutores de la
discusión se lo explica. El otro replica, furibundo:
-¡Pero no!¡Así-no-es!-pronuncia
de manera muy destacada cada palabra.
Los dos debatientes vuelven esa
tarde a sus casas para recuperar el ejemplar del libro que alojan en sus
respectivas bibliotecas. Al día siguiente, los dos aparecen en la reunión
grupal mostrando los ejemplares que les dan la razón… a ambos.
Como eso no es posible, los
amigos miran la última página de sendos libros: y, en efecto, no se
trata del mismo final.
-¿Pero esto qué es?¿Una
errata?-pregunta una chica.
-No sé si una errata puede
consistir en varios párrafos -argumenta otra.
-Me está empezando a recordar a
la historia de “La naranja mecánica”. Eso de que el libro original tenía un
último capítulo adicional que el editor borró y que, según el autor, cambiaba
todo el sentido de la historia. De hecho, Kubrick hizo la película a raíz de
esa versión amputada, de la que el escritor siempre renegó.
-A ver, no nos desviemos del
tema. ¿Cuál es el libro “de verdad”?-intervino uno de los contendientes en la
discusión-. O dicho de otra manera, ¿cuál es la versión “buena”?
-Esto ¿dónde se mira?¿En
Internet o…?
-En Internet te puedes encontrar
cualquier cosa. Le preguntas a ChatGPT y te da dos finales alternativos. Mejor
vamos a una biblioteca.
Pero ahí es cuando llegó la
sorpresa mayor: porque encontraron las dos versiones del mismo libro.
Aparentemente la misma edición, misma portada, todo igual… salvo el final modificado.
-Gente, esto sí que hay que
subirlo a Internet. Debe de haber más gente que lo haya visto. Y, si no, esto
tienen que saberlo.
La cuestión es que, cuando la
verdad emergió (a través de redes sociales primeros, y luego foros, tertulias,
programas de televisión), se dieron cuenta de que no se trataba exclusivamente
de ese libro o de aquella edición. Afectaba a un gran número de textos:
volúmenes que habían empezado a aparecer y que tenían versiones duplicadas,
donde la única diferencia era el final. Las editoriales decían desconocer el
origen de aquel fallo, si se trataba de un error de impresión o de una
modificación intencionada. En algunos casos, era difícil discernir a qué textos
afectaba aquel fenómeno, porque, con mucha frecuencia, la gente tardaba horas
en darse cuenta de que aquellas dos narraciones tan distintas que estaban
comparando eran, en realidad, el mismo libro, sólo que con una conclusión tan
reformada que parecían dos historias diferentes.
En otras ocasiones, en cambio,
eran los propios autores los que contribuían a la confusión, ya que, al ser
interrogados por el asunto (que solía iniciarse con la pregunta: “¿cuál es el
final de verdad?”), los escritores contrarreplicaban -incluso con cierto
cálculo-: “¿Cuál te ha gustado más a ti?”. De hecho, no era raro que editores y
agentes jugaran al despiste, sabiendo que la gente iba a comprar el doble de
libros, tratando de desentrañar cuál era el punto y final auténtico. Aquello
fue particularmente caótico en el caso de ciertas sagas con un fandom muy
acusado, pues buena parte de las discusiones se centraron en cuál era el final
oficial que debería incluirse en el canon de los libros, o si esas discrepancias
(en ocasiones sutiles, en otras de calibre más grueso) iban a influir a la hora
de plantear las secuelas de las diversas tramas.
Aquello empezó a afectar no sólo
a los libros modernos, sino también a los clásicos; en algunas circunstancias
(con libros muy desconocidos de los que pocos eruditos recordaban los
detalles), tuvo que recurrirse a expertos en literatura de variados campos para
tratar, al menos, de fijar un texto definitivo que pudieran seguir los
estudiantes. En otras ocasiones, como con el último párrafo del Quijote, hubo
arduas discusiones -sobre todo entre la escuela europea y la americana- sobre
si el nuevo era o no mejor final. Con el tiempo, llegó a haber versiones
duplicadas de las páginas relativas a las sucesivas obras, en enciclopedias
físicas o digitales. Durante meses, se extendió el temor a que esto afectara
también a los productos audiovisuales, y de repente se duplicaran películas y
series, modificando completamente el sentido de los spoilers, y abriendo
divergencias infinitas e irreconciliables entre los fans
Sin embargo, con lo que más se
terminó de volver loco todo el mundo fue con la declaración, desde una
organización desconocida (y hasta entonces secreta) que proclamó que la culpa
de las variaciones entre los libros era cosa suya y que aquello, lejos de ir a
menos, iba a continuar.
LEE EL SIGUIENTE RELATO (aún por publicar)
lunes, 18 de agosto de 2025
La historia corta de agosto: "La lectora de hospitales"
Dicen que no tiene nombre, ni pasado, ni dueño: no se le conoce contrato alguno. Eso sí, aparece por los hospitales de vez en cuando. En concreto por las UCIs, por las UVIs, por las plantas donde descansan los enfermos que, desarmados y cautivos, no tienen ni fuerzas para coger el móvil porque no pueden levantar los brazos. No importa lo restringido que sea el acceso, a ella siempre la dejan pasar. A veces, incluso se la ve con un traje de protección biológica de esos que salen en las películas, y se pone al lado de la cama de un enfermo: eso sí, siempre con un libro en la mano. Su voz cálida y melodiosa narra toda clase de historias: desde obras infantiles (para niños, o adultos que, merced a la demencia, o simplemente a encontrarse en una situación vulnerable, han retornado a su niñez) a las más sesudas novelas decimonónicas. Se la ha visto leyendo ensayos, revistas del corazón, obras de Corín Tellado o incluso -sin aparente rubor en las mejillas- volúmenes de tapas blandas, provocadoras portadas, y frases subiditas de tono. No le hace ascos a nada, acepta las peticiones de los usuarios, y ninguna lectura hace que interrumpa su prosodia, ni provoca en su garganta el más mínimo temblor.
Nadie
sabe de dónde ha venido esa joven ni por qué lo hace. Pero los pacientes
desean, en su fuero interno, “ojalá, en cuanto ella se halle en una
circunstancia similar, tenga a alguien que le lea también…”