miércoles, 1 de octubre de 2025

El relato de octubre: "Un fantasma de andar por casa"

                Cuando la señá Juani*

*no preguntéis por qué: todo el mundo en el barrio la llama la señá Juani.

tuvo necesidad de un gato, el rumor pasó de boca en boca hasta llegar a mí. En realidad, yo nunca he querido tener nada que ver con el mundo felino: los gatos me parecen animales inescrutables e incomprensibles, y a la vez –un poco contradictoriamente, he de reconocerlo- increíblemente hoscos y egoístas. Pero una compañera de trabajo nos había anunciado a bombo y platillo que su gata había tenido una camada*

*un sinvergüenza de gato, según relataba sobre el culpable; la gente no controla a sus mascotas, se quejaba amargamente.

y ahora tenía que repartir a los gatitos. Así que, un poco sin comerlo ni beberlo, me vi obligado a meter a una bola de pelo en una caja*

*con qué entusiasmo lo hizo: me pregunto si los mininos reciben un curso, en ese estado antes de haber nacido del todo, sobre Schrödinger y sus paradojas cuánticas .

y, luego, partir a la vivienda de la señá Juani. Yo, que apenas había cruzado un par de palabras con ella, y casi no sabía de su existencia. De hecho, mi mujer me advirtió: “ya la irás conociendo, ya”. “Pero si sólo voy a entregarle el gato y vuelvo”, respondí, hecho un incauto. “¿Te crees que es tan sencillo entrar y salir de la vida de la señá Juani?”, respondió con guasa mi mujer. “A la vuelta me cuentas”, expresó divertida mientras me marchaba.

                Lo cierto es que no noté nada especial cuando subí los cuatro pisos*

*sin ascensor, ¿podéis creéroslo?

del edificio donde habitaba la señá Juani. En cambio, una inquietante vibración me invadió cuando traspasé el umbral de su casa. No sabría decir qué era: puede que una corriente de aire frío, puede que fuera el atentado contra mi pequeño TOC sobre la limpieza que supuso observar la desordenada vivienda, o puede que la manera en que la señá Juani empezó a hacer alharacas cuando accedí a su hogar, agitando las manos y dando saltos de alegría. Primero me hizo llevar la caja hacia la mesa del comedor; luego alzó el minino varias veces, estrujándolo como si fuera un peluche, y diciéndole al animal cosas absurdas que sólo son capaces de pronunciar la gente que tiene felinos en casa. Entonces, la cara se iluminó:

                -¡Claro!¡Tengo que volver a sacar los cacharros del viejo gato! Están todos en el trastero. Ven conmigo, zagal, y así me echas una mano.

                Ahora es cuando me toca describir a la señá Juani. Era (y supongo que es, porque la última vez que la vi me pareció muy lozana) bajita y al mismo tiempo ancha, pero a pesar de todo tenía unos andares muy rápidos, a pasitos cortos, y en general nada femeninos, porque siempre daba la sensación de que sus pies permanecían a la misma distancia uno del otro, como si tuviera una barra de hierro que mantuviera un alejamiento constante entre sus tobillos*

*o, como me dijo ella misma, como si se le hubieran deslizado las bragas hacia abajo y estuviera caminando al tiempo que trataba de no pisarlas; no acierto a describir lo traumatizado que me dejó la comparación.

Unámosle a ello que la señá Juani normalmente llevaba vestidos, sencillos en apariencia pero de colores vivísimos, muy exagerados, con grandes estampados, flores y dibujos. La señá Juani era rotunda en todas sus formas: si me permitís la expresión, le sobraba pecho, culo y caderas como para detener un camión de golpe, de tal manera que siempre parecía que había comprado el doble de todo para cada una de sus partes. La edad siempre me pareció indefinida entre los cincuenta y los sesenta años, porque aunque en su pelo castaño-anaranjado, con el mismo volumen de una peluca de payaso y solo unas pocas ondulaciones más, no había ni una cana, a lo que había que sumar las abundantes arrugas de la cara (que asemejaban estar enfrentándose unas a otras en una batalla de trincheras) y unas gafas de culo de vaso como si hubiera instalado un telescopio en cada ojo y les hubiera añadido unas patillas de color vívido –el rojo y el nacarado han sido los quevedos más discretos que le he visto ponerse-. En fin, un cuadro de señora: la típica ama de casa, si me preguntan, sólo que con un criterio estético que hubiera hecho llorar a Karl Laggerfield y provocado una sonrisa a Gomaespuma y a Almodóvar. Pero si creéis que el aspecto de la señá Juani es lo más destacado de su personalidad, entonces es que necesitáis leer más.

                Vamos a empezar por el sótano, ése al que me llevó después de arrastrarme por una escalera de caracol imposible que, no sé cómo*,

*en serio, ¿no querrían plantearse lo del ascensor?

conectaba con el trastero. Y una vez abrió la desvencijada puerta de metal, me encontré con una habitación que parecía mucho más grande que desde fuera, con varias baldas alrededor de las cuales había múltiples objetos extraños: un cáliz de madera; un arca pequeña con alas como de ángel grabadas en los laterales; un martillo con adornos de tipo nórdico; una balanza decorada, en la parte superior, por una especie de perro negro; una lanza con sangre en la punta. Aunque, realmente, lo que más me chocaron fueron las etiquetas: a cada objeto se hallaba pegado una etiqueta de las que se hacen de manera automática con etiquetadora. Sólo pude echar un vistazo muy parcial a lo que había escrito en ellas, pero me pareció leer fechas anteriores al 10.000 antes de Cristo, referencias al imperio azteca y al jemer, y me sorprendió, en una urna, atisbar con el rabillo del ojo el nombre “Alejandro Magno”. En medio de estos múltiples cachivaches, la señá Juani sacó una barahúnda de objetos que todos los amantes de los gatos reconocen: cuenco para comida y para bebida, juguetes especiales para felinos domesticados, y un extraño abalorio de sadomasoquismo que algunos han decidido denominar “collar”.

                La señá Juani me condujo de vuelta al salón. Ya allí, algunas cosas me parecieron fuera de lugar: desde el atril que sostenía un libro abierto por la mitad, con extraños conjuros tanto en el lomo con en las páginas, y cuyas páginas se pasaban solas, hasta el hecho de que por detrás de los sofás se estuvieran deslizando sigilosas criaturas con rabo y alas de murciélagos. Que hubiera una escoba barriendo con total autonomía, mientras una baraja jugaba al cinquillo por sí misma sobre la mesa, alguna pista me dio. Conforme la señá Juani retrepaba sobre los asientos (por cierto, de un tapizado feísimo) con el gato en el regazo, sentí el irrefrenable impulso de preguntar:

                -Señora Juani… ¿no será usted una bruja, verdad?

                La señá Juani alzó la vista, me miró a los ojos a través de los ocho centímetros de cristal cubierto de una pátina de polvo del mismo color que sus cataratas, y me contestó, riéndose:

                -Uy, hijo mío, qué antiguo. Ya hace mucho que nadie nos llama así.

                Y mientras seguía acomodándose entre cojines y sillones, tratando de recolocar al gato conforme le esclavizaba con el collar, me señaló con la cabeza hacia la puerta del salón y me pidió:

                -Anda, zagalillo, ¿puedes cerrar? Es que entra una corriente que no le viene nada bien a mi reúma.

                La obedecí con el respeto de cualquier individuo cohibido ante una persona de más edad, pero no pude evitar notar que una zigzagueante corriente de aire se colaba por la estrecha ranura de la puerta justo antes de que la cerrara, para deslizarse a continuación alrededor de mis piernas y largarse a toda velocidad lejos de mí.

                -He notado como un… se parecía a…

                Como podéis comprobar, no tenía muy claro cómo describirlo.

                -Ah, será el fantasma -expuso de manera muy natural la señá Juani.

                Me sorprendió que hablara de ello como si se refiriera al sonido de la lavadora:

                -¿Y por qué motivo se ha quedado aquí el fantasma… alguna cuenta pendiente, un deseo sin concluir?

                -Pero qué deseo ni que ocho cuartas… Si el pedazo de bicho hacía lo que le daba la gana. Por no decir que meaba siempre fuera de su sitio. Era de un cochino…

                -Oiga, no sé si eso es muy prudente decirlo… si el fantasma puede oírla.

                -¿Oírme? Pues claro que puede, el muy ladino. Lo que pasa es que le importa un pedo de lobo lo que le digo, igual que le pasaba en vida. Yo iba diciéndole por ahí: “pero para de arrojar pelos por todas partes, so pedazo de boñiga”, y a él le daba todo igual, bufando por los rincones…

                -Perdone que me inmiscuya, noto que son unas palabras un poco fuertes para hablar de su marido…

                -¿MI marido?¿Pero qué diantres*

                                                                               *No dijo diantres

                                                                               dices tú de mi marido, especie de cacho de trozo de albóndiga? Yo estoy hablando de mi gato.

                -¿Aquí hay un fantasma… de un gato?

                -Pues claro: de Desdicha Eterna -dijo, con el collar definitivamente ajustado, mientras dejaba al minino que yo le había traído encima de una mesa e iba a llenar un cuenco con el agua de una botella cercana-. Yo le llamaba Desdi. Reconozco que me hacía compañía, pero era un engendro del demonio… Y no de cualquier demonio, porque venía del departamento de Abraxas en persona. No sé por qué le habían condenado en la otra vida, pero desde luego, hubiera hecho lo que hubiera hecho, se lo merecía. Eso sí, tenía un pelo finísimo: daba un gusto acariciarle…

                -Oiga, ¿y por qué se supone que se ha quedado el fantasma del gato por aquí?¿No se supone que los fantasmas sólo permanecen si se ha quedado algún asunto pendiente de resolver?

                -¿Pero qué va a tener pendiente el puto gato éste, si vivía como Dios? Yo creo que está aquí porque es un comodón, como todos los gatos: se ha acostumbrado a estar en el mismo sitio toda la vida, y no va a alterar sus costumbres por algo tan insignificante como el hecho de haberla espichado. Eso sí, por suerte, la orina fantasmal huele bastante menos, y se limpia mucho mejor.

                Se notaba que la señá Juani estaba concentrada en lo que decía, porque no se fijó en que el otro gato (el terrenal, el que todavía no había trascendido a un plano superior) había decidido, por su cuenta y riesgo, descender al suelo. Casi inmediatamente después de posar sus cuatro pies en él, un torbellino de aire le envolvió y le zarandeó, golpeándole de una manera que no pude discernir del todo por la rapidez por la que produjo, pero sin duda fue violenta. El gato visible salió como alma que lleva el diablo, dejando en su huida varios mechones de pelo, y yo diría que algo de carne y sangre. La señá Juani se escandalizó:

                -¡Madre mía, qué Cristo!¿Pero por qué ese animal del averno se porta tan mal?¿Qué tiene contra este pobre minino tan dulce que acaba de entrar en nuestras vidas? Tenemos que hacer algo con él… Anda, hijo, siéntate, a ver si pensamos algo juntos.

                Yo iba a obedecerla, pero cuando lo intenté, la escoba pasó justo a mi lado y me obligó a levantar los pies para permitirle barrer por debajo. Como no sabía muy bien qué decir, recordé que un cumplido nunca está de más:

                -Su escoba… barre muy bien.

                -¿Esa? Se busca cualquier excusa para arrinconarse en una esquina. Y además, si vieras los pifostios que monta con la Roomba. ¿Pero es que en esta puñetera casa no se puede llevar nadie bien?

                Apoyó un par de dedos de la mano en el puente de la nariz mientras cerraba los ojos y agachaba la cabeza. Luego suspiró.

                -Anda, vamos a ponernos con esto.

                Entonces, las páginas del libro empezaron a pasarse a mucho más ritmo, de tal manera que sentí un justificado temor a que el grimorio fuera en cualquier momento a prenderse de manera espontánea. Un poco asustado, pregunté a la señá Juani:

                -¿Pero qué va a hacer con el gato?

                La dueña de la casa debió de perder la concentración, porque las páginas avanzaron a menos velocidad, y ella abrió los ojos.

                -Le voy a volatilizar. Le voy a hacer arder. Le voy a…

                Creo que no hace falta ser mago, ni adivino, y ni siquiera psicólogo para darse cuenta de lo que un odio así, destilado a través de los labios de una persona, quiere decir en realidad. La señá Juani también hubo de percatarse, porque el caso es que las páginas del libro se ralentizaron hasta detenerse por completo. La mujer, entonces, se tranquilizó.

                -La verdad es que la culpa es mía. El día que Desdi se puso malo… yo le llevé al veterinario. A ver, que podría haber lanzado un hechizo y eso, pero ya se sabe, la magia siempre se cobra un precio, y a veces no merece la pena pagarlo, es mucho mejor que las cosas transcurran por el método natural… El caso es que el veterinario me dijo que no había nada que hacer y que le iba a poner una inyección. Y yo le dije que sí… Pero me fui.

                Se llevó las manos a la cara. Ahí sí que no tuvo más remedio que sentarse:

                -Nunca me lo he perdonado. Tendría que haber estado allí, en los últimos minutos, acariciándola. Los gatos sienten cuándo van a morir, saben cuándo llega su final. Y la presencia del dueño les ayuda, les reconforta, les proporciona algo de alivio antes de que se les cierren los ojillos para siempre… Le hubiera quitado los nervios ante la incertidumbre que surge en esa clase de circunstancias. Por eso está el gato aquí. Porque nunca nos despedimos. Él no es consciente del todo de que se fue.

                Estuvo unos segundos más con la cara tapada. Luego se quitó las manos de golpe del rostro y se levantó:

                -Venga, vamos a solucionar esto de una vez. Trae la marmita de la despensa.

                Y yo obedecí, como si fuera la orden más normal del mundo.

                Lo que tuvo lugar a continuación fue la sesión más desconcertante de preparación de pócimas que he vivido. Vale que sólo he vivido una, pero no fue como en las películas. Me recordó más a cuando mi madre hacía una receta de cocina, sólo que con ingredientes más raros, muchos de ellos vivos y echados directamente a la olla. De vez en cuando, cuando nos dábamos la vuelta, aquellas extrañas criaturas que bullían detrás de los sillones se movían subrepticiamente, de modo que sólo podíamos atisbarlos por el rabillo del ojo mientras arrojaban cosas a la marmita y huían con precipitación, aunque la señá Juani no le daba importancia a esos sucesos: decía que eso le proporcionaba “más cuerpo” a la mezcla. El caso es que el líquido en el interior empezó a adquirir tintes violáceo-rojizos y a borbotear de manera amenazante y, cuando la señá Juani consideró que había adquirido la consistencia adecuada (la verdad es que aquello se estaba volviendo de la textura de la melaza, de tal modo que costaba darle vueltas con el cucharón), y a pesar de que salía humo del caldero, cogió un pedacito de la mezcla con dos dedos, del tamaño de un gusano gordo, y lo tiró en un lugar intermedio del salón. Se escuchó, más que se vio, a una masa espectral acercarse al fragmento, olisquearlo un poquito, y luego ponerse a devorarlo*.

*Hay que puntualizar que contemplar cómo lo digería a través del tubo digestivo transparente resultaba un poco asqueroso.

La señá Juani se dio por satisfecha y se dirigió a la cocina:

                -¿Y ahora adónde va?-pregunté.

                -A buscar algo con lo que atraer al otro gato -respondió la señora.

                -¿Y para eso qué vamos a usar?-pregunté lo suficientemente fuerte para que me oyera a través de varias habitaciones de la casa. Como no me respondió inmediatamente, insistí-. ¿Cómo lo vamos a hacer?¿Un sortilegio?¿Un pentángulo?¿Un aquelarre?

                La señá Juani bizqueaba cuando apareció por la puerta, con un tenedor en la mano y una lata en la otra.

                -Con atún, naturalmente.

                Y de hecho, colocó el platito de la comida del gato junto al lugar donde aún se aposentaba el felino espectral, y depositó el contenido de la lata dentro del recipiente. El minino de este lado de la línea que separa el mundo de los vivos de la ultratumba no debía de ser muy listo, porque el caso es que se aproximó al plato con alimento como si por toda la habitación no estuvieran ocurriendo cosas raras. El caso es que, cuando se acercó, un nuevo remolino de aire le atrapó, pero en esta ocasión fue distinto: más que un ataque, fue como si le rodearan con una manta mediante varias vueltas, y después, chop, todo quedó en calma. Se trató de una especie de fusión, y el “plop” correspondió a la ruptura de la burbuja que separaba ambos mundos. El felino visible, de hecho, dejó de estar sobrecogido por el pánico y se quedó súbitamente quieto, aunque respirando fuerte, como si se sintiera desubicado por el cambio de lugar. La señá Juani agarró al animal y empezó a acariciarle y hacer ruiditos apaciguadores. Después, se puso a hablarle en voz muy baja mientras se sentaba en el sillón:

                -Ya está, mi querido Desi, ya está…

                El bicho empezó a respirar más acompasadamente. Se enroscó en el regazo de la señá Juani, apoyó la cabeza sobre sus patas, y cerró los ojos con una placidez como pocas veces he visto en una cara. La señá Juani estuvo acariciándole otro buen rato mientras el mamífero ronroneaba hasta que, finalmente, dejó de hacerlo, como si ya se hubiera quedado profundamente dormido, o quizás algo más. En ese momento, el gato parpadeó y se levantó de golpe, como un señor borracho que acaba de recuperar la consciencia y se descubre con unas ropas que no son la suyas, y salió escopeteado en dirección a las profundidades de la casa, donde, a estas alturas, me pregunté si había una mazmorra con un dragón. El salón se quedó en paz.

                -Bueno, yo ya si eso me voy -quise despedirme de la señá Juani, un poco aturullado todavía por los acontecimientos. Deseaba llegar a casa, poner en orden mis ideas, y quizá reflexionar al contarle todos los detalles a mi mujer, que seguramente los pondría por escrito.

                La señá Juani, desde el sillón, me hizo un gesto de aquiescencia, lo cual parecía realmente imprescindible para abandonar aquel rincón del espacio-tiempo. Antes de que me marchara, sin embargo, me pegó un grito:

                -Una cosita antes de irte…

                Volví la cabeza un segundo.

                -Para la semana que viene, necesitaré una lechuza. Una normal. Y tiene que ser lechuza, no búho.

                Asentí con parsimonia.

                Lo que ocurrió la siguiente vez lo dejamos para otro día. Al fin y al cabo, todavía me estoy recuperando de las quemaduras.

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