Cuando la señá Juani*
*no
preguntéis por qué: todo el mundo en el barrio la llama la señá Juani.
tuvo necesidad de un gato, el
rumor pasó de boca en boca hasta llegar a mí. En realidad, yo nunca he querido
tener nada que ver con el mundo felino: los gatos me parecen animales
inescrutables e incomprensibles, y a la vez –un poco contradictoriamente, he de
reconocerlo- increíblemente hoscos y egoístas. Pero una compañera de trabajo
nos había anunciado a bombo y platillo que su gata había tenido una camada*
*un
sinvergüenza de gato, según relataba sobre el culpable; la gente no controla a
sus mascotas, se quejaba amargamente.
y ahora tenía que repartir a los
gatitos. Así que, un poco sin comerlo ni beberlo, me vi obligado a meter a una
bola de pelo en una caja*
*con qué entusiasmo lo hizo: me pregunto si los mininos reciben un
curso, en ese estado antes de haber nacido del todo, sobre Schrödinger y sus
paradojas cuánticas .
y, luego, partir a la vivienda de
la señá Juani. Yo, que apenas había cruzado un par de palabras con ella, y casi
no sabía de su existencia. De hecho, mi mujer me advirtió: “ya la irás
conociendo, ya”. “Pero si sólo voy a entregarle el gato y vuelvo”, respondí,
hecho un incauto. “¿Te crees que es tan sencillo entrar y salir de la vida de
la señá Juani?”, respondió con guasa mi mujer. “A la vuelta me cuentas”,
expresó divertida mientras me marchaba.
Lo
cierto es que no noté nada especial cuando subí los cuatro pisos*
*sin
ascensor, ¿podéis creéroslo?
del edificio donde habitaba la señá
Juani. En cambio, una inquietante vibración me invadió cuando traspasé el
umbral de su casa. No sabría decir qué era: puede que una corriente de aire
frío, puede que fuera el atentado contra mi pequeño TOC sobre la limpieza que supuso
observar la desordenada vivienda, o puede que la manera en que la señá Juani
empezó a hacer alharacas cuando accedí a su hogar, agitando las manos y dando
saltos de alegría. Primero me hizo llevar la caja hacia la mesa del comedor;
luego alzó el minino varias veces, estrujándolo como si fuera un peluche, y
diciéndole al animal cosas absurdas que sólo son capaces de pronunciar la gente
que tiene felinos en casa. Entonces, la cara se iluminó:
-¡Claro!¡Tengo
que volver a sacar los cacharros del viejo gato! Están todos en el trastero.
Ven conmigo, zagal, y así me echas una mano.
Ahora
es cuando me toca describir a la señá Juani. Era (y supongo que es, porque la
última vez que la vi me pareció muy lozana) bajita y al mismo tiempo ancha,
pero a pesar de todo tenía unos andares muy rápidos, a pasitos cortos, y en
general nada femeninos, porque siempre daba la sensación de que sus pies
permanecían a la misma distancia uno del otro, como si tuviera una barra de
hierro que mantuviera un alejamiento constante entre sus tobillos*
*o, como me dijo ella misma, como si se le hubieran deslizado las
bragas hacia abajo y estuviera caminando al tiempo que trataba de no pisarlas;
no acierto a describir lo traumatizado que me dejó la comparación.
Unámosle a ello que la señá Juani
normalmente llevaba vestidos, sencillos en apariencia pero de colores
vivísimos, muy exagerados, con grandes estampados, flores y dibujos. La señá
Juani era rotunda en todas sus formas: si me permitís la expresión, le sobraba
pecho, culo y caderas como para detener un camión de golpe, de tal manera que
siempre parecía que había comprado el doble de todo para cada una de sus
partes. La edad siempre me pareció indefinida entre los cincuenta y los sesenta
años, porque aunque en su pelo castaño-anaranjado, con el mismo volumen de una
peluca de payaso y solo unas pocas ondulaciones más, no había ni una cana, a lo
que había que sumar las abundantes arrugas de la cara (que asemejaban estar
enfrentándose unas a otras en una batalla de trincheras) y unas gafas de culo
de vaso como si hubiera instalado un telescopio en cada ojo y les hubiera
añadido unas patillas de color vívido –el rojo y el nacarado han sido los quevedos
más discretos que le he visto ponerse-. En fin, un cuadro de señora: la típica
ama de casa, si me preguntan, sólo que con un criterio estético que hubiera
hecho llorar a Karl Laggerfield y provocado una sonrisa a Gomaespuma y a
Almodóvar. Pero si creéis que el aspecto de la señá Juani es lo más destacado
de su personalidad, entonces es que necesitáis leer más.
Vamos
a empezar por el sótano, ése al que me llevó después de arrastrarme por una
escalera de caracol imposible que, no sé cómo*,
*en serio, ¿no querrían plantearse lo del ascensor?
conectaba con el trastero. Y una
vez abrió la desvencijada puerta de metal, me encontré con una habitación que
parecía mucho más grande que desde fuera, con varias baldas alrededor de las
cuales había múltiples objetos extraños: un cáliz de madera; un arca pequeña
con alas como de ángel grabadas en los laterales; un martillo con adornos de
tipo nórdico; una balanza decorada, en la parte superior, por una especie de
perro negro; una lanza con sangre en la punta. Aunque, realmente, lo que más me
chocaron fueron las etiquetas: a cada objeto se hallaba pegado una etiqueta de
las que se hacen de manera automática con etiquetadora. Sólo pude echar un
vistazo muy parcial a lo que había escrito en ellas, pero me pareció leer
fechas anteriores al 10.000 antes de Cristo, referencias al imperio azteca y al
jemer, y me sorprendió, en una urna, atisbar con el rabillo del ojo el nombre
“Alejandro Magno”. En medio de estos múltiples cachivaches, la señá Juani sacó
una barahúnda de objetos que todos los amantes de los gatos reconocen: cuenco
para comida y para bebida, juguetes especiales para felinos domesticados, y un
extraño abalorio de sadomasoquismo que algunos han decidido denominar “collar”.
La
señá Juani me condujo de vuelta al salón. Ya allí, algunas cosas me parecieron
fuera de lugar: desde el atril que sostenía un libro abierto por la mitad, con
extraños conjuros tanto en el lomo con en las páginas, y cuyas páginas se
pasaban solas, hasta el hecho de que por detrás de los sofás se estuvieran
deslizando sigilosas criaturas con rabo y alas de murciélagos. Que hubiera una
escoba barriendo con total autonomía, mientras una baraja jugaba al cinquillo
por sí misma sobre la mesa, alguna pista me dio. Conforme la señá Juani retrepaba
sobre los asientos (por cierto, de un tapizado feísimo) con el gato en el
regazo, sentí el irrefrenable impulso de preguntar:
-Señora
Juani… ¿no será usted una bruja, verdad?
La
señá Juani alzó la vista, me miró a los ojos a través de los ocho centímetros
de cristal cubierto de una pátina de polvo del mismo color que sus cataratas, y
me contestó, riéndose:
-Uy,
hijo mío, qué antiguo. Ya hace mucho que nadie nos llama así.
Y
mientras seguía acomodándose entre cojines y sillones, tratando de recolocar al
gato conforme le esclavizaba con el collar, me señaló con la cabeza hacia la
puerta del salón y me pidió:
-Anda,
zagalillo, ¿puedes cerrar? Es que entra una corriente que no le viene nada bien
a mi reúma.
La
obedecí con el respeto de cualquier individuo cohibido ante una persona de más
edad, pero no pude evitar notar que una zigzagueante corriente de aire se
colaba por la estrecha ranura de la puerta justo antes de que la cerrara, para deslizarse
a continuación alrededor de mis piernas y largarse a toda velocidad lejos de
mí.
-He
notado como un… se parecía a…
Como
podéis comprobar, no tenía muy claro cómo describirlo.
-Ah,
será el fantasma -expuso de manera muy natural la señá Juani.
Me
sorprendió que hablara de ello como si se refiriera al sonido de la lavadora:
-¿Y
por qué motivo se ha quedado aquí el fantasma… alguna cuenta pendiente, un
deseo sin concluir?
-Pero
qué deseo ni que ocho cuartas… Si el pedazo de bicho hacía lo que le daba la
gana. Por no decir que meaba siempre fuera de su sitio. Era de un cochino…
-Oiga,
no sé si eso es muy prudente decirlo… si el fantasma puede oírla.
-¿Oírme?
Pues claro que puede, el muy ladino. Lo que pasa es que le importa un pedo de
lobo lo que le digo, igual que le pasaba en vida. Yo iba diciéndole por ahí:
“pero para de arrojar pelos por todas partes, so pedazo de boñiga”, y a él le
daba todo igual, bufando por los rincones…
-Perdone
que me inmiscuya, noto que son unas palabras un poco fuertes para hablar de su
marido…
-¿MI
marido?¿Pero qué diantres*
*No
dijo diantres
dices
tú de mi marido, especie de cacho de trozo de albóndiga? Yo estoy hablando de
mi gato.
-¿Aquí
hay un fantasma… de un gato?
-Pues
claro: de Desdicha Eterna -dijo, con el collar definitivamente ajustado,
mientras dejaba al minino que yo le había traído encima de una mesa e iba a
llenar un cuenco con el agua de una botella cercana-. Yo le llamaba Desdi.
Reconozco que me hacía compañía, pero era un engendro del demonio… Y no de
cualquier demonio, porque venía del departamento de Abraxas en persona. No sé
por qué le habían condenado en la otra vida, pero desde luego, hubiera hecho lo
que hubiera hecho, se lo merecía. Eso sí, tenía un pelo finísimo: daba un gusto
acariciarle…
-Oiga,
¿y por qué se supone que se ha quedado el fantasma del gato por aquí?¿No se
supone que los fantasmas sólo permanecen si se ha quedado algún asunto
pendiente de resolver?
-¿Pero
qué va a tener pendiente el puto gato éste, si vivía como Dios? Yo creo que
está aquí porque es un comodón, como todos los gatos: se ha acostumbrado a
estar en el mismo sitio toda la vida, y no va a alterar sus costumbres por algo
tan insignificante como el hecho de haberla espichado. Eso sí, por suerte, la
orina fantasmal huele bastante menos, y se limpia mucho mejor.
Se
notaba que la señá Juani estaba concentrada en lo que decía, porque no se fijó
en que el otro gato (el terrenal, el que todavía no había trascendido a un
plano superior) había decidido, por su cuenta y riesgo, descender al suelo.
Casi inmediatamente después de posar sus cuatro pies en él, un torbellino de
aire le envolvió y le zarandeó, golpeándole de una manera que no pude discernir
del todo por la rapidez por la que produjo, pero sin duda fue violenta. El gato
visible salió como alma que lleva el diablo, dejando en su huida varios
mechones de pelo, y yo diría que algo de carne y sangre. La señá Juani se
escandalizó:
-¡Madre
mía, qué Cristo!¿Pero por qué ese animal del averno se porta tan mal?¿Qué tiene
contra este pobre minino tan dulce que acaba de entrar en nuestras vidas?
Tenemos que hacer algo con él… Anda, hijo, siéntate, a ver si pensamos algo
juntos.
Yo
iba a obedecerla, pero cuando lo intenté, la escoba pasó justo a mi lado y me
obligó a levantar los pies para permitirle barrer por debajo. Como no sabía muy
bien qué decir, recordé que un cumplido nunca está de más:
-Su
escoba… barre muy bien.
-¿Esa?
Se busca cualquier excusa para arrinconarse en una esquina. Y además, si vieras
los pifostios que monta con la Roomba. ¿Pero es que en esta puñetera casa no se
puede llevar nadie bien?
Apoyó
un par de dedos de la mano en el puente de la nariz mientras cerraba los ojos y
agachaba la cabeza. Luego suspiró.
-Anda,
vamos a ponernos con esto.
Entonces,
las páginas del libro empezaron a pasarse a mucho más ritmo, de tal manera que
sentí un justificado temor a que el grimorio fuera en cualquier momento a
prenderse de manera espontánea. Un poco asustado, pregunté a la señá Juani:
-¿Pero
qué va a hacer con el gato?
La
dueña de la casa debió de perder la concentración, porque las páginas avanzaron
a menos velocidad, y ella abrió los ojos.
-Le
voy a volatilizar. Le voy a hacer arder. Le voy a…
Creo
que no hace falta ser mago, ni adivino, y ni siquiera psicólogo para darse
cuenta de lo que un odio así, destilado a través de los labios de una persona,
quiere decir en realidad. La señá Juani también hubo de percatarse, porque el
caso es que las páginas del libro se ralentizaron hasta detenerse por completo.
La mujer, entonces, se tranquilizó.
-La
verdad es que la culpa es mía. El día que Desdi se puso malo… yo le llevé al
veterinario. A ver, que podría haber lanzado un hechizo y eso, pero ya se sabe,
la magia siempre se cobra un precio, y a veces no merece la pena pagarlo, es
mucho mejor que las cosas transcurran por el método natural… El caso es que el veterinario
me dijo que no había nada que hacer y que le iba a poner una inyección. Y yo le
dije que sí… Pero me fui.
Se
llevó las manos a la cara. Ahí sí que no tuvo más remedio que sentarse:
-Nunca
me lo he perdonado. Tendría que haber estado allí, en los últimos minutos,
acariciándola. Los gatos sienten cuándo van a morir, saben cuándo llega su
final. Y la presencia del dueño les ayuda, les reconforta, les proporciona algo
de alivio antes de que se les cierren los ojillos para siempre… Le hubiera
quitado los nervios ante la incertidumbre que surge en esa clase de
circunstancias. Por eso está el gato aquí. Porque nunca nos despedimos. Él no es
consciente del todo de que se fue.
Estuvo
unos segundos más con la cara tapada. Luego se quitó las manos de golpe del
rostro y se levantó:
-Venga,
vamos a solucionar esto de una vez. Trae la marmita de la despensa.
Y
yo obedecí, como si fuera la orden más normal del mundo.
Lo
que tuvo lugar a continuación fue la sesión más desconcertante de preparación
de pócimas que he vivido. Vale que sólo he vivido una, pero no fue como en las
películas. Me recordó más a cuando mi madre hacía una receta de cocina, sólo
que con ingredientes más raros, muchos de ellos vivos y echados directamente a
la olla. De vez en cuando, cuando nos dábamos la vuelta, aquellas extrañas
criaturas que bullían detrás de los sillones se movían subrepticiamente, de
modo que sólo podíamos atisbarlos por el rabillo del ojo mientras arrojaban
cosas a la marmita y huían con precipitación, aunque la señá Juani no le daba
importancia a esos sucesos: decía que eso le proporcionaba “más cuerpo” a la
mezcla. El caso es que el líquido en el interior empezó a adquirir tintes
violáceo-rojizos y a borbotear de manera amenazante y, cuando la señá Juani
consideró que había adquirido la consistencia adecuada (la verdad es que
aquello se estaba volviendo de la textura de la melaza, de tal modo que costaba
darle vueltas con el cucharón), y a pesar de que salía humo del caldero, cogió
un pedacito de la mezcla con dos dedos, del tamaño de un gusano gordo, y lo tiró
en un lugar intermedio del salón. Se escuchó, más que se vio, a una masa
espectral acercarse al fragmento, olisquearlo un poquito, y luego ponerse a
devorarlo*.
*Hay que
puntualizar que contemplar cómo lo digería a través del tubo digestivo
transparente resultaba un poco asqueroso.
La señá Juani se dio por
satisfecha y se dirigió a la cocina:
-¿Y
ahora adónde va?-pregunté.
-A
buscar algo con lo que atraer al otro gato -respondió la señora.
-¿Y
para eso qué vamos a usar?-pregunté lo suficientemente fuerte para que me oyera
a través de varias habitaciones de la casa. Como no me respondió
inmediatamente, insistí-. ¿Cómo lo vamos a hacer?¿Un sortilegio?¿Un pentángulo?¿Un
aquelarre?
La
señá Juani bizqueaba cuando apareció por la puerta, con un tenedor en la mano y
una lata en la otra.
-Con
atún, naturalmente.
Y
de hecho, colocó el platito de la comida del gato junto al lugar donde aún se
aposentaba el felino espectral, y depositó el contenido de la lata dentro del
recipiente. El minino de este lado de la línea que separa el mundo de los vivos
de la ultratumba no debía de ser muy listo, porque el caso es que se aproximó al
plato con alimento como si por toda la habitación no estuvieran ocurriendo
cosas raras. El caso es que, cuando se acercó, un nuevo remolino de aire le
atrapó, pero en esta ocasión fue distinto: más que un ataque, fue como si le rodearan
con una manta mediante varias vueltas, y después, chop, todo quedó en calma. Se
trató de una especie de fusión, y el “plop” correspondió a la ruptura de la
burbuja que separaba ambos mundos. El felino visible, de hecho, dejó de estar
sobrecogido por el pánico y se quedó súbitamente quieto, aunque respirando fuerte,
como si se sintiera desubicado por el cambio de lugar. La señá Juani agarró al
animal y empezó a acariciarle y hacer ruiditos apaciguadores. Después, se puso
a hablarle en voz muy baja mientras se sentaba en el sillón:
-Ya
está, mi querido Desi, ya está…
El
bicho empezó a respirar más acompasadamente. Se enroscó en el regazo de la señá
Juani, apoyó la cabeza sobre sus patas, y cerró los ojos con una placidez como
pocas veces he visto en una cara. La señá Juani estuvo acariciándole otro buen
rato mientras el mamífero ronroneaba hasta que, finalmente, dejó de hacerlo,
como si ya se hubiera quedado profundamente dormido, o quizás algo más. En ese
momento, el gato parpadeó y se levantó de golpe, como un señor borracho que
acaba de recuperar la consciencia y se descubre con unas ropas que no son la
suyas, y salió escopeteado en dirección a las profundidades de la casa, donde,
a estas alturas, me pregunté si había una mazmorra con un dragón. El salón se
quedó en paz.
-Bueno,
yo ya si eso me voy -quise despedirme de la señá Juani, un poco aturullado
todavía por los acontecimientos. Deseaba llegar a casa, poner en orden mis
ideas, y quizá reflexionar al contarle todos los detalles a mi mujer, que
seguramente los pondría por escrito.
La
señá Juani, desde el sillón, me hizo un gesto de aquiescencia, lo cual parecía
realmente imprescindible para abandonar aquel rincón del espacio-tiempo. Antes
de que me marchara, sin embargo, me pegó un grito:
-Una
cosita antes de irte…
Volví
la cabeza un segundo.
-Para
la semana que viene, necesitaré una lechuza. Una normal. Y tiene que ser
lechuza, no búho.
Asentí
con parsimonia.
Lo
que ocurrió la siguiente vez lo dejamos para otro día. Al fin y al cabo,
todavía me estoy recuperando de las quemaduras.
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