lunes, 2 de noviembre de 2020

Un relato por entregas: "El ladrón entró por la página" (III)

 Continúa desde aquí.

*

 

            Fue tan sólo un instante, apenas un segundo. Cuando volví a sentir la materia entre mis dedos, ya nos encontrábamos allí.

 

            En la cámara del tesoro.

 

            A un lado, el Ojo Dorado. Al otro, la esmeralda del Dragón.

 

            Los gerifaltes ingleses se habían tomado a mal que, cinco años antes, el Ojo Dorado fuera devuelto al Museo Egipcio, desafiando el poderío del Imperio Británico. Hasta entonces, no habían hecho nada ante el golpe recibido, pero la llegada de un nuevo ministro del Interior, empeñado en salvaguardar el honor inglés, había motivado la devolución de la joya por parte del gobierno egipcio al del Reino Unido. Los ingleses sospechaban que el ladrón trataría de volver a robar de nuevo la joya, pero no podían estar seguros de cuándo, ni de si esta vez se recibiría una de las famosas notitas por adelantado. El lugar más adecuado para sustraerla sería en una de las escalas del viaje del diamante hasta Inglaterra, pero quién sabe cuál. Por ello, los británicos habían dispuesto un cebo que, sin duda, atraería a cualquier ladrón, más aún al que nos interesa: en el más celosamente guardado sótano de la embajada británica en Roma, habían colocado el Ojo Dorado a tan sólo unos metros de la esmeralda del Dragón, la única joya equiparable en valor a la primera, procedente de una remota región de China. Era un blanco demasiado perfecto como para que el ladrón se resistiese. Y, por ello, la trampa ideal.

            -¿Qué pensaban?¿Qué iba a venir? Pues en efecto: aquí estoy.

            Miré en derredor. No lo podía creer. Estaba dentro. Dentro del libro.

            -¿Cómo hemos entrado tan fácilmente?

            -No dejes que el cambio de lugar te confunda. Recuerda tan sólo la historia. No es tan difícil.

            Rememoré. En efecto, entrar era fácil para cualquiera. Las tenaces arañitas británicas nos dejaban penetrar en la fortaleza, un gigantesco palacio digno de proclamarse una de las maravillas modernas, a cambio de poder tejer su gruesa red alrededor de nuestra huida. La entrada era sencilla. El problema era salir.

            -Harrington estará esperándonos afuera.

            -Así es. El pasadizo por el que entré es ya impracticable, gracias a la previsión inglesa.

            Me giré hacia donde debía de hallarse el corredor. En efecto, se había sellado por completo.

            -Pero no actuarán todavía.

            -No -respondió ella; me fijé en que ahora ya no vestía su traje negro de estilo moderno, sino una especie de prenda de igual color, similar a la que visten los espadachines profesionales. Mucho más acorde con la época y el estilo de la novela que la vestimenta que llevaba puesta cuando yo la contemplé por primera vez, en el siglo XXI. Sobre su cara, una máscara veneciana que ocultaba todo su rostro-. Lo que quieren es que me ponga a robar ambas joyas y que, en el momento en que esté a punto de atrapar cualquiera de ellas, justo la más complicada, se lancen a por mí antes de que pueda reaccionar. Esa es la idea. Y ahí es donde intervienes tú.

            Asentí.

 

            Me había explicado previamente el plan. Yo no lo recordaba, pero sabía que lo había hecho.

 

            Delante de nosotros, se extendía un breve suelo de piedra y, más adelante, el vacío. Sobre dicho vacío, y suspendidos por sendos gruesos cables metálicos, se hallaban dos soportes, completamente independientes, en donde refulgían, por separado, la esmeralda del Dragón y el Ojo Dorado. La única forma de llegar hasta aquel soporte (que tan sólo permitía asirse, ni mucho menos colocarse cómodamente) era saltar varios metros, con un tenebroso vacío debajo, que cobijaba la muerte para quien lo intentase. Pero era en ese momento en el que invadíamos el terreno de la astucia.

 

            El ladrón –aún no conocía su nombre- sacó de la bolsa de viaje que llevaba consigo un par de artefactos, similares a ballestas medievales. En este caso, con una ligera diferencia: al accionarlas, surgían dos flechas, cada una en direcciones opuestas, cada una de ellas portando un extremo de una gruesa cuerda. Un par de disparos bastaba para formar una tenue red de araña de múltiples hilos en el vacío, con los puntos donde cada cuerda convergía justo debajo de los soportes donde se hallaban ambas gemas. Gracias a este sistema, podíamos desplazarnos, como equilibristas, por encima del vacío y, si no caíamos irremediablemente a éste, alcanzar nuestro objetivo.

           

            Costó Dios y ayuda. Ella se movía delicada y graciosamente por encima de la red, como si se tratara de una bailarina de danza clásica, acostumbrada a hacer esto todos los días. Yo sin embargo estaba -no sé por qué- algo menos ducho en estas habilidades, y, por un par de instantes, asomé parte de mi vida a la inmensa sima que se abría bajo mis pies. Sin embargo, conseguí llegar a mi objetivo… y alcanzar, de puntillas, sobre un par de (a mí me lo parecían) finísimas cuerdas, la joya tal vez más valiosa de todo el planeta: el Ojo Dorado.

 

            Pero cuando ambos acabábamos de alcanzar nuestro objetivo, entraron en la estancia los ingleses.

 

            Los soldados, cargados sus fusiles, se presentaron ante nosotros con una especie de arrogancia y de temor reverencial al mismo tiempo. Se reflejaba la perplejidad en su rostro. No pensaban que su enemigo fueran a ser dos.

           

            Al frente, estaba Harrington, que no vestía como un soldado, pues no era tal. El detective de Scotland Yard vestía la clásica gabardina hasta los tobillos, y un sombrero calado. Empuñaba un revólver.

 

            Él tampoco sabía muy bien a quién de los dos hombres que se encontraban allí debía dirigirse. Pero, fuera quien fuera a quien lo hiciese, dejó las cosas claras.

            -¡Estáis rodeados!¡No podéis salir vivos de aquí!¡Rendíos!

             La que respondió fue mi compañera.

            -Buenas noches, comisario Harrington… ¿Ha tenido usted una buena noche? No quisiéramos haberle hecho esperar.

            Harrington se sintió confuso al darse cuenta de que la que le hablaba era una mujer: los soldados se contemplaron entre sí con clarificadoras miradas. El comisario apuntaba alternativamente al uno y al otro con su revólver.

            -Depongan las ballestas, o serán atravesados por una nube de balas.

            -Para entonces, alguna de las flechas habrá salido disparada hacia el corazón de alguno de estos soldados… tal vez hacia el suyo, comisario.

            -Los soldados, y yo mismo, estamos dispuestos a ese sacrificio. Suelten las armas.

            -Tampoco debe olvidársele, señor Harrington, que tenemos en nuestras manos dos importantes joyas.

            -¿Me cree tan estúpido como para dejarlas encima de un precipicio, y esperar hasta que ustedes lleguen hasta ellas? Esas piedras son falsas. El Ojo Dorado nunca ha salido de El Cairo.

            -Eso ya me lo preveía: por eso, señor Harrington, tuve la gentileza de, antes de venir aquí, pasarme por la sala donde sí que tienen guardada la esmeralda del Dragón… el dormitorio del embajador, no faltaría más. Por cierto, que ese hombre debería preguntarse dónde se encuentra su mujer a estas horas. Pero en fin, ése no es asunto de mi incumbencia.

            Harrington saltó con furia:

            -¡Es un farol!-pero el temblor de su voz denotó el miedo en sus palabras.

            -Puede que lo sea, y puede que no, comisario… Pero usted no lo sabe, al menos todavía, y, si nos dispara, corre usted peligro de que alguno de nosotros dos (quién sabe cuál, porque hemos tenido oportunidad de intercambiárnoslas) destruya la piedra… A mí no me importa, señor comisario, una joya más o menos, ya tengo muchas: pero supongo que la Reina no soportará que, una vez más, una de las piezas privadas de su colección se las haya arrebatado la misma persona. ¿No es así, Harrington?

            Éste asió con menor fuerza la pistola. Comenzaba a encontrarse en una difícil encrucijada.

            -¿Qué es lo que quieren?

            -Que nos deje salir, señor comisario.

            -Antes la muerte.

            -Pues destruiremos la piedra.

            -Si huyen, no habrá piedra ninguna.

            -Siempre cabe la posibilidad de que la cedamos en el último minuto, como gesto de buena voluntad.

            -De ustedes no me creo nada.

            -Pues habrá de hacerlo… o quedarse sin esmeralda. Usted decide.

            Harrinton dio un paso atrás.

 

            Le teníamos entre la espada y la pared.

            -No pueden salir de aquí. La embajada está rodeada.

            -Nos conformamos con una cierta ventaja.

            -Las balas no tendrán piedad.

            -Le dejaremos la joya en la puerta… si llegamos. Si no, ya pueden irse despidiendo. Y, créame, no será fácil alcanzar a ambos a la vez. Y, quien sabe, tal vez sea el otro el que tenga la joya. O puede que ésta se fracture con la caída del cadáver. No lo sé, señor Harrington…

            Saltó hacia el suelo de piedra, apuntando a Harrington con la ballesta.

            -Tendrá usted que averiguarlo…

            Harrington no se movió. Durante unos instantes que se me antojaron milenios, lo soldados no movieron un músculo, el dedo en el gatillo. El ladrón del Ojo Dorado me hizo un gesto, y, lentamente, atenazados los miembros, fui desplazándome a través de la gruesa maroma, sintiéndome, al observar los ojos de los soldados, como un pequeño pececillo paseando silenciosamente entre una manada de dormidos tiburones, con las fauces abiertas, a punto de cerrarse sobre mí… El ladrón me hizo un último aspaviento para que aligerase.

 

            Una vez el pie en tierra, salimos ambos corriendo.

 

            Al principio pareció fácil. Conocíamos la disposición de los pasadizos: ella, porque había obtenidos los planos. Yo, porque había convivido con esa fortaleza cuatrocientas páginas. Corríamos a través de los oscuros corredores de piedra, iluminados por llameantes antorchas, murallas de roca y miedo que se extendían hasta tal vez el cielo… Sentíamos retumbar los pasos de los soldados detrás de nosotros, a la caza del hombre, fusiles listos para disparar, bayonetas que deseaban ser empleadas como puñales… Se trataba de correr… no de hacerse preguntas.

 

            Mientras tanto, yo guardaba la esmeralda del Dragón, la apretaba por debajo de mi camisa, sintiendo el frío tacto del colgante de hierro que la sostenía. Allí se hallaba un objeto que valía más que mi vida… y los británicos estaban dispuestos a demostrarlo.

 

            Izquierda, izquierda, derecha, otra vez izquierda. El largo laberinto de túneles y galerías se extendía ante nosotros, como si no fuera a terminar jamás, como si de un momento a otro fuera a salir el Minotauro de uno de los sombríos recodos… Recordé las bizarras pesadillas de Lovecraft, las tortuosas cuevas de Montecristo, el atrayente perfume de la Dama de Negro… Llevábamos ya muchos kilómetros haciendo los cien metros lisos. El corazón simulaba salir de mi cuerpo. Mis piernas estaban a punto de fallar…

 

            Un giro, otro, otro más. La vida, la muerte, la caída, el infierno, toda mi vida pasó ante mis ojos en un instante, a pesar de que era lo peor que podía hacer, a pesar de que corría el riesgo precipitar lo inevitable… y ocurrió.

 

            El ladrón no estaba. Yo había tomado el giro equivocado, yo me había dirigido -los ojos borrosos, el camino oscuro, los ruidos de los pasos, confusos junto al de los soldados- hacia otra dirección.

 

            Estaba solo.

 

            Estaba perdido.

           

            Escuché la llamada del ladrón, indicándome por dónde seguir… pero yo no distinguía la procedencia de sus gritos. No podía correr ni para un lado ni para otro, porque ambas direcciones suponían, tal vez, entregarme plácidamente ante los soldados británicos. Imposibilitado para hacer nada, escuchaba el sonido de improbables murciélagos retorciéndose, emparedados, entre los muros de la fortaleza.

            -¡Por aquí!-gritaba el ladrón-. ¡Por aquí!¡Sigue mi voz!

            Pero ya era tarde. Harrington apareció al frente. Los soldados me rodearon. Varios se lanzaron tras de mí, y me arrebataron la gema que colgaba de mi cuello.

            -¡No!-gritaba el ladrón desde algún punto de la lejanía, pero yo sabía que me estaba contemplando-. ¡Esto no termina así!

            Harrinton me encañonó con su revólver.

            -¡Ésta es tu historia!-me gritaba la mujer-. ¡Ésta es tu historia!

            Me gritaba. La bala se dirigió hacia mí para un último beso.

 

            Y de repente lo comprendí.

 

No era éste el final de mi historia.


CONTINUARÁ...

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