El juez ajustó sus gafas de montura metálica sobre la nariz para de esa manera escrudiñar mejor la pantalla de su ordenador.
-Bien… Tenemos aquí un caso de…
-Asesinato, señoría.
El juez levantó la vista.
-¿Disculpe? -se dirigió hacia la acusada, fijándose
por primera vez de manera detenida en ella. Era una joven morena, no sólo en
cuanto al cabello, sino en cuanto al cuerpo, aunque costaba fijarse, porque
buena parte de su la superficie expuesta se hallaba cubierta de tatuajes.
-He dicho “asesinato, señoría”. Por si no ha quedado
claro.
-¿Sabe que no es habitual que la acusada alce la voz
en esta fase del proceso, verdad?
-Sí, lo sé.
-“Lo sé”… señoría.
-Disculpe, señoría
-Por ese tipo de cosas es por lo que la gente suele requerir
un abogado, y no asumir su propia defensa.
-No hará falta, señoría; creo que es más fácil que
todo lo referente a esta cadena de sucesos se lo cuente yo misma.
El juez musitó brevemente.
-Bueno… Por muy irregular que resulte… quizá eso sea
lo mejor -pensó al reflexionar acerca que quedaba poco para la hora de comer, y
que le gustaría ir abreviando-. ¿Por qué no nos relata su historia… desde el
principio?
-Eso es lo que esperaba, señoría. Todo empezó cuando
yo salí de casa aquella mañana, habiendo dejado a un chico en mi cama. Ya sabe,
el típico polvo de una noche del que no quieres saber nada al día siguiente…
El fiscal se levantó como un resorte.
-¡Protesta, señoría!
-¿En base a qué? -preguntó el juez, aunque le
agradaba la interrupción. Sentía que la acusada no iba a adaptarse a las normas
clásicas de un juzgado, y le convenía una pausa al respecto. El problema era
que el fiscal se había levantado más por instinto que por una razón jurídica
argumentada, así que sólo pudo farfullar, a duras penas, un:
-¿Qué tienen que ver… las actividades nocturnas de la
acusada… con el asunto que nos ocupa?
-Oh, nada en realidad -argumentó la muchacha-. Pero proporciona
contexto, y aporta una nota de color. Si estuviéramos en una película, diría
que sirve para comprender mejor la motivación del personaje.
Cuando la mujer salió del edificio, pudo sentir
los rayos del sol calentando el tatuaje tan peculiar que tenía dibujado en la
nuca. Precisamente, acerca del cual, el chaval nórdico que aún dormitaba entre
sus sábanas se hallaba soñando justo en el instante antes de despertar.
Cuando
se levantó, le extrañó no encontrar a la chica con la que se había acostado la
noche anterior, y en cuyo apartamento se encontraba. Y le sorprendió más
todavía localizar una nota que decía: “Siento haberte dejado así, pero tenía
que irme a trabajar. No te conozco de nada, así que podrías ser perfectamente
un ladrón y desvalijarme la casa. Pero creo que sé calar a las personas, y estimo
que no harás eso. Aun así, si me robas, puedes llevarte lo que quieras menos
los ordenadores y los discos duros: ahí tengo toda mi vida. Llevártelo sería
para mí una putada, y estoy seguro de que eres buena gente, así que apostaría
lo más preciado que tengo a que no eres capaz de eso. Cierra sin llave, y que
te vaya bien”.
-Dígame
-detuvo su disertación el juez-, ¿suele hacer esas cosas muy a menudo?
-Señoría, éste es el tipo de comportamiento que…
El magistrado acalló al fiscal; la acusación se
estaba enardeciendo demasiado en sus protestas, y si él había hecho una
pregunta, era porque pretendía saber la respuesta.
-En ocasiones, señoría. Me dejo llevar mucho por mis
impresiones. He sufrido muchos chascos, sí, pero suelo acertar la mayor parte
de las veces. Además, tampoco le había dicho a este chico la verdad al cine por
cien: en realidad, guardo copia de todo. Los archivos se almacenan de manera
automática en línea con un ordenador que tengo en casa de mis padres. Digamos
que, si hubiera perdido algo aquel día, sería en pago por un exceso de
credulidad, pero nunca nada irrecuperable.
-Entiendo -garabateó el juez unas pocas frases en un
papel-: prosiga.
Un rato después, la chica se encontraba detrás de
su mesa en el centro médico. Entonces, entró en el edificio una mujer de
mediana edad. De vestimenta elegante, bolso de marca, peinado de peluquería de
postín… La típica persona que dirías que no tiene un problema en la vida. Y,
sin embargo, el azoramiento que transmitía, la sensación de agobio, no le pasó
desapercibida a la intuitiva muchacha, quien preguntó rápidamente si la podía
ayudar.
La
mujer iba a hablar pero, antes de decir ninguna otra cosa relacionada con el
motivo de su visita, del fondo de una garganta cargada de resuello le salió,
directamente del estómago, y sin pasarle por el cerebro, una frase:
-Me
encanta ese tatuaje.
Hubiera
sido un problema, dada la profusión de adornos que la recepcionista desplegaba
a nivel de la piel; pero, por suerte, el dedo de la mujer señalaba claramente
el retrato de un violinista sobre una luna, cargada de cráteres, la cual
flotaba etérea a nivel de su antebrazo.
-Ah,
sí. Tengo varios diibujos relacionados con la Luna. Es por mi nombre -se señaló
la chapa que adornaba su camisa de trabajo, “María Luna”-. Lo comparto con unas
montañas y con un lago, entre infinidad de accidentes geográficos. Y todos
llevan al mismo sitio: a mí.
Sonrió.
Aquel gesto pareció tranquilizar a la mujer y sus tribulaciones infinitas.
-Cuando
yo era pequeña -comentó la recién llegada- mis padres me quitaron el chupete.
Como me costaba muchísimo desprenderme de él, me dijeron que se había quedado
en la Luna. A partir de entonces, me convertí en una experta en exploración
espacial. Medio en broma, medio en serio, me repetía que, desde que yo había
nacido, el ser humano no había vuelto a visitar su superficie, y por tanto no
podían recuperar mi chupete. Así que cuando China anunció una expedición a la
Luna, estuve siguiendo la retransmisión, como otros devoran con pasión un
partido de su equipo de fútbol. Sabía que todo aquello era un chiste, pero, de
alguna manera, el recuerdo de aquella mentira cariñosa de mis padres me hacía
creer que, quizá, un día los astronautas encontrarían mi chupete, y se
sorprenderían enormemente de lo que habían encontrado allí.
La
mujer se llevó la mano a la boca:
-Qué
estupidez. Le estoy contando esta tontería sin ningún sentido, tan personal,
sin venir a cuento… Debe de pensar que soy una loca.
Sin
embargo, María Luna no creía eso. Se acordaba de aquella vieja leyenda según la
cual, Caín, cuando fue condenado a vagar por la Tierra, acabó en la luna, y fue
por tanto el primer extraterreste, y el primer selenita, recordándole que
detrás de un símbolo tan maravilloso como nuestro satélite también existe también
un lado oscuro, uno que todos llevamos detrás (como la propia Luna, meditó) y
que por lo común no sale a la luz. También reflexionó para sus adentros: “me ha
contado algo muy personal. Me corresponde contarle algo muy personal también”.
-Ese
tipo de sensaciones nunca son estúpidas. Por mucho que nos cueste explicárselas
a los demás. Un día, no sé por qué, teniendo una de estas típicas
conversaciones en las que arreglas el mundo, hablando de novios, una amiga me
comentó que una compañera suya creía que había algo mucho peor que unos
cuernos: que tu pareja se quede con las ganas de acostarse con alguien y no lo
haga. Decía que ese resquemor es el que acaba destruyendo una relación. En
aquel momento yo me reí (“claro, sí, esa opinión es de tu amiga, ja, ja”), pero
luego, con el tiempo, y cierta madurez, me he dado cuenta de que, seguramente,
en unas cuantas circunstancias, tenía razón. Y me pregunté qué historia había
detrás de aquella chica…
La
mujer se quedó congelada ante ese comentario, como si le hubiera tocado una
fibra muy sensible de su ser. Tanto, que sólo entonces pareció darse cuenta de
que llevaba en la mano un marcador, el típico separador de páginas entre
libros, de un color enarcado muy llamativo. La mujer alargó la mano para pasárselo
a la chica de la mesa, quien lo asió con delicadeza: se fijó que sobre el
separador de papel había una marca grabada, una especie de rayajo hecho a
bolígrafo. Era el típico detalle que solía fijarse, en las bibliotecas, cuando
alguien se había dejado un marcapáginas olvidado en algún volumen prestado. El
clásico recordatorio (junto con tickets, listas de la compra olvidadas,
papelitos con anotaciones) de que los seres humanos somos capaces aún de
pasarnos cosas mano a mano, transmitiendo de alguna forma una especie de
conexión.
-Puede
quedárselo -argumentó la mujer, con las mejillas rubicundas de pudor, para
estupefacción de la receptora; a continuación, la paciente rogó, como en una
disculpa-. ¿Puedo ver al médico, por favor?
-Señoría,
sigo sin saber a qué nos lleva todo esto -rezongó el fiscal.
-La verdad es que yo tampoco lo entiendo, señorita.
-¡Aquel diálogo…!-expresó la joven-. Había sido una
conversación sincera, abrupta y sin tapujos, entre dos personas que no se
conocían de nada. Sabía que esa mujer había pasado por un momento dramático,
porque, de no ser así, no se hubiera abierto ante mí con esa sinceridad. Es
importante que ustedes sepan lo profundo que llegó a ser ese momento, para que
lo puedan entender en toda su magnitud… Sobre todo…
-¿Sobre todo por qué, señorita?-la tiró de la lengua
el juez, al darse cuenta de que titubeaba.
-Sobre todo porque, cuando nos volvimos a ver, ella
no se acordaba de nada.
El rostro de María Luna se había tornado lívido
después de aquella última interacción.
-¿Te
pasa algo?-le preguntó su compañera.
Claro
que le pasaba algo. La mujer había vuelto, un tiempo después, al centro médico.
Había pedido, una vez más, ver a los doctores. Sin embargo, no había
reaccionado en absoluto cuando María Luna le recordó la conversación (“el
tatujaje, ¿lo ve?”). No la había ignorado, no trataba de fingir que aquel hecho
no había ocurrido: era puro y diáfano olvido. Como si su mente se hubiera
quedado en un apabullante blanco, que había golpeado a María Luna con toda su
brutalidad.
-A
lo mejor se le ha olvidado -le comentó una compañera-. Tú misma has dicho que
estaba muy alterada cuando vino aquella vez.
-Una
charla así no se olvida. Tiene que haber ocurrido algo antes.
Empezó
a repasar los archivos.
-¿A
qué ha venido?-preguntó a su compañera.
-Tiene
una operación… de cierta importancia. Le han detectado un aneurisma y se lo van
a quitar. Hace unos años hubiera sido una operación imposible, pero estos
cirujanos han desarrollado una nueva técnica que permite eliminarlo con una
sencilla operación -a aquella enfermera le encantaban los procedimientos
médicos, y se explayaba en explicárselo a propios y a extraños, sin importarle
demasiado si se hallaban interesados en el proceso-. Luego sólo requerirá que
permanezca vigilada durante el postoperatorio una noche y, despúes, a casa. Habrá
eliminado una bomba de relojería que podría haber acabado en su vida en
cualquier momento, y lo más probable es que, como contrapartida, no tenga
ningún efecto secundario. Es verdad que aún no han depurado del todo la
técnica, algunos se quedan todavía en el quirófano, pero la inmensa mayoría…
-Ey,
mira esto…
La
enfermera se acercó a contemplar el registro que su amiga había desplegado en
la pantalla.
-Tía,
no puedes mirar esto. Son sus datos personales, te la puedes cargar.
-Pero
fíjate… Fue a la Unidad de Borrado el mismo día que habló conmigo, unas cuantas
horas más tarde. Ahí pasó algo, y tengo que averiguar qué es.
-Te
estás metiendo en un lío…
-Y
se estaba metiendo usted -proclamó el fiscal.
-No tenía dudas acerca de ello -expresó María Luna-.
Sin embargo, no tenía más remedio: yo aún no lo sabía, pero a aquella mujer tan
sólo le quedaban veinticuatro horas de vida.
Un rato más tarde, María Luna se encontraba
sentada al lado de un chico joven con perilla y fino bigote, muy estiloso. Al
chico, ella le gustaba, y eso se notaba a la legua. Probablemente por eso se
encontraba explicándole con detalle a María Luna su trabajo:
-Esta
pastilla, realmente, fue una revolución. Cuando se descubrió que este
medicamento podía actuar sobre la formación de recuerdos, se abrió un mundo
nuevo de posibilidades. Se había investigado mucho para el estrés
post-traumático, para ver si era posible eliminar los recuerdos aquellos
episodios terroríficos que nos atosigan durante años, pero sus efectos, en los
casos antiguos, han sido bastante discretos. En cambio, es buenísimo para memorias
que no se han aposentado todavía. Si vives una mala experiencia, tómate esto
antes de dormir, y se te olvidará todo lo que haya ocurrido a lo largo del día
anterior: incluyendo aquel acontecimiento que tanto te perturba. En algunos
casos, por supuesto, no podrás eliminarlo del todo: te acabarás enterando de
que un familiar tuyo ha muerto, pero al menos no almacenarás en la mente el
trance tan duro que viviste cuando lo pasaste. Quizá, en cambio, sí que acabes borrando
por completo a aquella imagen del soldado muerto que, repetida en tu mente, te
hubiera conducido a la locura.
-¿Y
en cuanto a las mujeres?
-¿Las
mujeres?
-Para
una mujer, esta pastilla tiene una aplicación muy evidente.
-Sí,
no niego que es de las primeras ideas para las que se en su tiempo se especul…
-Pero
no te puedes tomar la pastilla sin más, ¿no? -fue al fondo del asunto María
Luna-. Tienes que hablar antes con una persona que te la recete. Que te
confirme que, en efecto, este medicamento es lo más adecuado para pasar el
trauma; que te comente lo que puedes esperar. Y a quien se lo cuentas todo,
¿verdad? Porque no queda eliminado de manera absoluta, ¿no es cierto?
-Es
cierto que nos relatan lo que les ha sucedido, para que podamos valorar la
idoneidad del tratamiento, y también lo registramos, por si acaso, en algún
momento, alguien aspira a recuperar esos recuerdos. De hecho, el paciente puede
solicitar que le mandemos un mensaje, indicándole que tiene un trozo de su
pasado aquí almacenado, por si le apetece averiguar…
-O
sea, que existe un registro escrito…
-Eeeeh…
Sí… Pero nadie pude acceder a él: se encuentra terminantemente prohibido…
María
Luna se fijó en que, mientras el hombre rehuía su mirada con los ojos, su vista
se concentraba en una parte de su anatomía.
-A
la gente le suelen llamar mucho la atención mis tatuajes.
-De
hecho, hace un rato que estoy pensando en cómo quedaría uno de ellos sobre mi
piel.
-¿Por
qué no lo probamos ahora mismo?
-¡Señoría!
-En mi descargo -adujo María Luna-, el chico era
mono. La verdad es que no me importó ni lo más mínimo sonsacarle así la
información.
-Qué asco -decía María Luna mientras pasaba las
páginas del informe en la tablet, con los dos en la cama-. Que esto le tenga
que pasar a tantas mujeres, tantas veces…
-Por
lo menos, la cosa no acabó de la peor manera posible -replicó el joven-. Parece
que el tipo se entretuvo más de lo que debía, gritó demasiado, acabó alertando
a unos vecinos, y salió corriendo. La mujer sólo se llevó un susto.
-Pero
menudo susto… No me extraña que la pobrecilla quisiera desterrarlo de su mente.
-Sí
-suspiró el muchacho, mientras se ponía la ropa-. Por desgracia, en esto
consiste buena parte de mi trabajo… Tiene sus cosas buenas, pero también…
-De
todas maneras, aquí hay algo que no me termina de cuadrar -siguió rebuscando
detalles María Luna en el expediente-. Todo esto ocurrió después de salir de la
consulta del médico. Y en cambio, cuando yo la vi, ya se encontraba abrumada.
Hubo
un largo intercambio de miradas entre los dos.
-¿Y?-replicó
él.
-¿Cómo
que “y”? Una mujer viene rota a una consulta médica. Acude en un estado atroz,
con mal cuerpo… ¿Y justo unos instantes después, está a punto de que cometan
con ella una agresión sexual?¿No son muchas casualidades el mismo día?
El
otro se encogió de hombros.
-Las
casualidades ocurren. Continuamente. Además, ¿no dices que el motivo de la
consulta era discutir qué hacían con un aneurisma? Eso deja descompuesto a
cualquiera.
-Ya,
pero la cita estaba concertada con semanas de antelación; era algo que
seguramente ya había analizado, estudiado, digerido… No, la mujer que yo vi
acababa de sufrir un shock reciente. Un revés que no se esperaba, que la pilló
de sorpresa… Me pregunto qué sería…
El chico frunció los labios.
-La verdad, no sé decirte… Estuvo muy nerviosa todo el tiempo que estuvo aquí, pero con lo que había pasado, no me extrañó nada. Bueno, sí -se llevó la mano a los labios-. Cuando la estuve informando de los efectos secundarios (la rutina habitual) acerca de que olvidaría prácticamente cualquier evento dentro de las últimas veinticuatro horas… Se llevó la mano al bolso, no sé si para buscar el móvil… Pero de repente, encontró un marcapáginas y ahí fue como si le diera ya igual el resto. Lo dejó a un ladito y me dijo: “bórralo todo”. Recuerdo que aquella conducta me llamó mucho la atención.
A la joven se le iluminó la mente.
-¿No tendrás por ahí todavía ese marcapáginas?-inquirió ansiosa María Luna.
-Ahora que lo dices, si no lo he tirado, quizá…
-Un par de marcapáginas con extrañas marcas inscritas. Eso era todo lo que tenía; aunque tuve suerte; tenían un logo que los identificaba como pertenecientes a una biblioteca municipal. Así que me encaminé allá. ¿Cómo describirles -y, sobre todo, para qué aburrirles con ello- cada una de las pesquisas que hice? Observar quién se encontraba en el mostrador de recepción y, por sus caras, intuir todo lo que sabían, y asimismo lo que callaban. Constatar cómo, aparentemente, los marcapáginas se distribuían a modo de regalo entre los usuarios, pero unas veces sí y otras no. Preguntarles a los asiduos de la biblioteca pública si alguna vez los habían recibido. Aprovechar la pausa para fumar de una de las bibliotecarias para preguntar a fondo. Y al fin, descubrir la verdad: el marido de la mujer que nos interesa, la mujer-problema (por alterar la connotación negativa que normalmente se adscribe a ese término) estaba enviando mensajes a su amante, la bibliotecaria, a través de los marcapáginas de los libros, y ella le estaba mandando misivas de vuelta. Las señas en el marcapáginas, que yo había encontrado escritas a lápiz o a bolígrafo, eran códigos, disfrazados de inocentes rayajos, que indicaban disponibilidad y un lugar donde quedar. El día en que la mujer del misterio acudió al médico, acababa de pasar por la biblioteca, donde le había montado un escándalo a la amante, después de confirmar sus sospechas. Luego, había acudido al médico, donde había tenido lugar nuestra trascendente conversación. Seguramente fue ese diálogo la que incitó a aquella persona, inmersa en tantas zozobras interiores, a abandonar el marcapáginas en la Unidad de Borrado de Memoria (no se llama así, pero todas la conocemos por ese nombre; ya me entienden, ¿no?) y decidir olvidar. Olvidar: precisamente lo que pretendía su marido cuando mandó a esa persona a atacarla. Porque sí: no fue una casualidad, la envió él. Hoy en día no es difícil hacer eso: en la Dark Web hay tarifas, e incluso subastas donde puedes pujar hasta alcanzar un precio por matar a alguien, violarla, o simplemente darle un susto, en un plazo razonable de tiempo y dinero. Por desgracia, realidades como ésta forman parte de nuestro descarnado y proceloso mundo normal.
-¿Entonces, ése era el objetivo?-interrogó el juez, perplejo-. ¿Borrar una simple infidelidad?
-Las infidelidades, señoría, no tienen nada de simples. Menos todavía, como luego nos enteramos, cuando era ella la que poseía todo el dinero, y él quien lo perdería si ella se divorciaba. Pero no, ése no era el propósito; no es tan fácil destruir recuerdos, no así como así. Quizá se te olviden las últimas veinticuatro horas, pero no los indicios anteriores, esas primeras contradicciones que te han llevado a atar cabos: si tienes posees suficientes, por mucho que hagan tabla rasa de tu memoria, quizá averigües mañana lo que ya descubriste el día anterior. No, su marido no tenía la intención de eliminar una infidelidad. Quería hacer algo mucho más sencillo: pretendía posponer una cita médica.
Una operación quirúrgica programada, por definición, no suele ser algo muy emocionante; los cirujanos, con precisión, abren, cortan, extirpan, tratando de realizar su trabajo con máxima minuciosidad; si fallan, el error les perseguirá a lo largo de toda su vida. En cambio, si aciertan, aquello será sólo un día más, que no habrá necesidad de recordar, ni que aniquilar con una pastilla.
Después, durante el postoperatorio, la paciente permanece tumbada en la cama, dormida. Un gotero le suministra morfina para aplacar el dolor. El medicamento procede de una máquina que está preparada para proporcionarla al ritmo y cantidad adecuadas. Salvo que la máquina haya sido modificada, y la dosis que viene de camino, y que cae lentamente a través de gotitas resbaladizas, haya sido ajustada para producir la muerte…
Hasta que un par de dedos, con fiereza, aprietan el cable e interrumpen el flujo del gotero.
-¡Pero señora!, ¿qué hace? -grita histérico el enfermero.
-Cállese; sé lo que me hago -esgrime María Luna-. Avise a los médicos: si suelto estos dos dedos, el paciente morirá. Por favor, vaya deprisa.
La mujer, de cabellos blancos y gafas redondas, se colocó sobre el puente de la nariz estas últimas (quizá en un movimiento reflejo que copiaba al del juez) mientras prestaba declaración.
-Lo cierto es que tenía razón. Ella le había salvado. El gotero había sido hackeado para que mandara una concentración anormalmente alta de morfina que provocara el fallecimiento del paciente. Si no hubiéramos estado advertidos, ni tan siquiera lo hubiéramos mirado: habríamos atribuido la muerte al aneurisma y a la operación, como sigue ocurriendo aún en un cierto porcentaje de los casos. Fue la acción de… esta señorita -señaló a la acusada- la que nos puso sobre la pista.
-Dígame -solicitó el juez, que se sentía ya muy cómodo recabando información por sí mismo-, ¿es normal que se pueda -iba a decir “piratear”, pero prefirió un vocablo más técnico- interferir con esta clase de aparatos?
-Hasta ahora le hubiera dicho que no, doctor. Sin embargo, tuvimos una vulnerabilidad hace unos cuantos meses. Como sabe, los servicios informáticos de un centro médico están interconectados y, varias fechas atrás, sufrimos un hackeo: un grupo terrorista nos pedía una cantidad descomunal de dinero, o si no, todos nuestros dispositivos digitales colapsarían. Ahora mismo, toda la medicina depende de ordenadores, o de aparatos que se manejan en red. Significaría que no podríamos hacer nada: todo el sistema se vendría abajo. No podríamos trabajar, ni operar, los pacientes morirían en cuestión de horas, o quizá días. A raíz de este suceso, le pedimos una revisión externa a una compañía, que dispuso una reorganización general a nivel de todos los equipos, Incluyendo, aunque no éramos conscientes, la posibilidad de acceder en remoto a las bombas que suministran morfina mediante goteros. En un principio, esa centralización no nos hubiera importado: de hecho, es política habitual en algunos hospitales, para evitar modificaciones no registradas. Pero después de esto, tendremos que revisar nuestros protocolos.
-Y la reestructuración informática la había llevado a cabo…
-La empresa del marido de la paciente, señoría. Sin duda fue de eso de lo que se aprovechó. Era consciente de que, si se retrasaba la operación del aneurisma, entraría en juego el nuevo sistema que él mismo había instalado, y que él tendría la posibilidad de manipular.
-¡Protesto, señoría!¡Es una especulación!-argumentó el fiscal.
-Sigamos especulando un poquito más -prosiguió impasible el juez-. Señorita -volvióse de nuevo hacia la acusada-… Usted ha declarado que, al tener acceso a la ficha médica de la paciente, sabía que la fecha de la operación dependía de que esta última enviara un correo electrónico al servicio médico: ¿era éste el procedimiento habitual?
-No, señoría -explicó muy tranquila la acusada-. Lo normal es acordarlo en la propia cita médica: si acaso, se suele mandar, después de ésta, un correo al que la paciente debe dar confirmación.
-Pero la paciente lo había dispuesto de esa manera porque…
-Era su costumbre: ese punto lo aclaramos más adelante con ella. No le gustaba tomar las decisiones en caliente, ni que la apremiaran a tomar elecciones vitales. No deseaba la presión de un correo de confirmación. Quería ser dueña de su destino, y enviar ella misma el correo, como si, en cierta manera, tuviera control absoluto sobre su enfermedad. Y así lo hubiera hecho, de no ser porque el intento de agresión sexual, y otras cuestiones, nublaron su cabeza hasta que se olvidó de ese tema. Quizá (y esto nunca lo sabremos, al haberse producido el borrado de memoria) se le pasó por la cabeza que, por culpa de no enviar ese correo a tiempo, la operación podía retrasarse. Pero no le importaba, pues los médicos le habían dicho que la cuestión de los plazos, en este procedimiento concreto, no era vital. Y, en aquel instante, ya se encontraba lo bastante atormentada como para tomar una decisión más.
-No obstante, hay algo que se me escapa -opuso el magistrado-. ¿Cómo sabía el esposo de la paciente que esta última iba a proceder así? Podría haber actuado de manera distinta.
-No es descartable, señoría; pero él jugaba con algo a favor: la costumbre. Esos hábitos que todos tenemos, que repetimos, y que las parejas conocemos, y hasta predecimos, desde la cotidianidad de múltiples años de matrimonio. Una intimidad que, en este caso, quiso emplearse para matar.
-Señoría, creo que
ha quedado muy claro -apuntaló su argumento el fiscal-. La misma acusada ha
confesado que obtuvo, de manera ilegal, datos médicos pertenecientes a la
paciente, atentando contra su intimidad, y obviando su derecho a la privacidad.
Con ello, creo que ha quedado demostrado que los cargos de la fiscalía se
hallaban firmemente fundamentados.
-¿Tiene algo que
decir al respecto la acusada?
-No puedo sino dar
la razón al fiscal: ahora bien, si no hubiera hecho todas esas cosas, no
hubiéramos descubierto que el marido de la paciente… Ágata es su nombre, por
cierto… Había planeado un ataque que, de acuerdo a los protocolos médicos que
todos conocemos, llevaría a un borrado de memoria que colocaría a su mujer en
una posición vulnerable, en la cual tendría la oportunidad de acabar con su
vida. Todo lo que hice fue en pos de un objetivo mayor: evitar un asesinato. Y,
si permite que me ponga poética, señoría, demostrar algo más.
-¿A qué se
refiere? -a estas alturas, el juez ya estaba intrigado con las posibilidades.
-A que, en este
mundo hipertecnológico que nos hemos creado, donde eres capaz de encender
aparatos a distancia, y cada movimiento queda registrado de manera digital, la
clave sigue siendo la interacción humana: el marido de Ágata, dueño de una
empresa informática, sabía que el contacto a través de un software deja rastro,
y por eso engañaba a su mujer a través de un método tan arcaico como mensajes
encriptados en un papel, o en este caso unos marcapáginas; por cierto, a través
de una biblioteca llena de libros, otro sistema analógico que se resiste a
morir. Pero luego, cuando tuvo que improvisar, y aprovechar la cita médica que
su mujer tenía ese día para intentar matarla, una vez quedó claro que había
sido descubierto, utilizó esos sistemas digitales en los que tan bien suele manejarse.
Sin embargo, fue derrotado también por un sistema analógico.
-¿Cuál?-ahora no
pudo reprimir la pregunta la acusación. El juez ni siquiera le amonestó.
-La curiosidad
humana -volvió la cabeza, hacia el fiscal, la acusada-; ésa que me hizo indagar,
bucear en los detalles, adentrarme en lo que no me llaman, entrar a saco; no
asumir que las casualidades, o el simple y fortuito devenir humano, se hallaban
detrás de determinadas manifestaciones emocionales. El arte de la pregunta y
del interés por el ser humano; o, si quieren denominarlo de una manera más
liviana, la ciencia del cotilleo; una forma de ser, me atrevo a decir, que
nunca morirá en el ser humano, por muchas cosas que la tecnología llegue a
cambiar.
Aquella declaración había sentado como un mazazo, que produjo un hueco de silencio en el juzgado. Se produjo un carraspeo desde el lado del magistrado, quien, filosófico, esgrimió:
-Sabe usted
también que esa actitud tiene un lado oscuro. Es por eso que existen leyes
contra esa clase de cosas. En cierto modo, es el motivo por el que está usted
aquí.
-Lo sé, señoría.
Asumo esa contradicción. Y de hecho, fueron razones de ese tipo las que me
llevaron a alejarme hace años de mi familia. Pero ésa -enunció con voz queda-
es otra cuestión.
El juez revisó sus
notas. Todo había quedado ya dicho, y sólo le quedaba emitir un veredicto.
Resopló un par de veces.
-A la vista de las
pruebas aquí expuestas, no me cabe duda de que la acusada ha cometido los
delitos que se le imputan -declaró-. Así que voy a condenarla… por el mínimo
tiempo y la mínima multa establecidos por la ley, de la cual han sido ustedes
informados y por tanto conocen. Por consiguiente, la acusada no tendrá
obligación de ingresar en la cárcel, a no ser que vuelva a cometer otro delito.
Es usted libre. Aunque debo añadir…
Se quitó las
gafas. Contempló a la acusada desde lo alto de su estrado.
-Admiro sus
intenciones. Pero no intente de nuevo una acción como ésta, ¿de acuerdo? Puede
que el magistrado a cargo no se muestre tan indulgente en la próxima ocasión.
María Luna asintió.
-Señoría, lo entiendo perfectamente.
Fuera del juzgado, las nubes se cernían plomizas en el cielo, pero para María Luna era, en cambio, el más despejado y luminoso de los días. No sólo porque salía libre (cosa con la que no hubiera contado unos cuantos minutos atrás), sino porque afuera esperaba el espléndido rostro de Ágata, ahora libre de la amenaza de muerte y destrucción que, desde que la conoció, sobrevolaba por encima de su cabeza.
-Ya me he enterado del resultado -le explicó la mujer desde los escalones que descendían a la calle-. Enhorabuena.
-Eso está muy bien, pero hablemos de cosas importantes -respondió María Luna-. ¿Qué tal estás tú?¿Qué te han dicho los médicos?
-Por resumir: que a nivel físico, la maquinaria está perfectamente… Pero cuando les explico que mi marido ha intentado matarme… Ay, Dios mío -apoyó su cabeza, tan superada como sobrecogida, sobre el hombro de María Luna-. Tengo la sensación de que el médico quería recetarme una terapia de cariños y besos. Pero eso, ¿a qué farmacia tienes que ir para que te los vayan a dar?
-En ese aspecto, puedes estar tranquila -dijo María Luna, mientras acariciaba aquellos sedosísimos cabellos-. Creo que no habrá problema en entregártelos -sentenció.
Las dos bajaron los escalones del juzgados de manera casi sincrónica, abrazadas, sin necesidad de dirigirse a ningún lugar.