lunes, 7 de abril de 2025

El relato de abril: "Usted puede vivir una aventura".

 Como todos los hombres de Babilonia, he sido procónsul; como todos, esclavo; también he conocido la omnipotencia, el oprobio, las cárceles. (…) Durante un año de la luna, he sido declarado invisible: gritaba y no me respondían, robaba el pan y no me decapitaban. He conocido lo que ignoran los griegos: la incertidumbre.

Jorge Luis Borges. La lotería de Babilonia.

 

HECHO 1. @Tiberiograco.bsky.social publica un bluit en Bluesky con la frase: “¿En losaños 30 se jugaba al rol?”.

HECHO 2. Tiberio continúa con un hilo donde describe la noticia que había leído en: https://www.cinthyaalvarez.com/centro-de-imaginacion-y-vida-intensa/. Dicha noticia comenta que, en mayo de 1936, una empresa española ofrecía, a cambio de una cómoda cuota, que dos escritores diseñaran de manera personalizada unas emocionantes aventuras donde recibirías crípticos mensajes y te verías inmerso en alucinantes sucesos. Estos lances se reproducirían en el mundo real, de tal manera que creerías vivir un episodio auténtico, ya que no podrías dilucidar si lo que te ocurría era producto de personas auténticas y del azar del mundo, o de la intervención de actores y la planificación de la compañía.

HECHO 3. Tiberio nos recuerda que esta empresa (muy cercana a la idea de la película de “The game” y seguramente inspirada, como el film, en un relato de Chesterton) operaba en mayo de 1936 y que, un mes y medio después, todo saltaría por los aires en España, llevándose por delante esta buena idea, como tantas otras cosas (la Escuela Histológica de Cajal, los experimentos de Emilio Herrera, la literatura de Lorca y de las Sin Sombrero, el arte de Raquel Meller y Maruja Mallo, tantas vidas anónimas que merecían la pena y que quedarían irremisiblemente destrozadas) valiosas y bellas.

HECHO 4. Yo me imagino esta historia:

 

                El anciano se hallaba de pie, en bata, con las zapatillas de andar por casa y gafas oscuras para evitar el daño que le producían los rayos del sol. Pensaba que, desde fuera, tendría una pinta ridícula; pero le daba igual. Porque allí, en medio de su palacio, iluminado bajo la ambarina luz de la mañana que provocaba brillos titilantes en los acabados dorados del mobiliario de palacio, ¿a quién coño le importaba como vistiera el hombre más poderoso de España? Francisco Franco sonrió.

                Sin embargo, inmediatamente, su semblante se agrió cuando alguien entró de improviso a través de las grandes puertas de madera. Un invitado sin permiso. El hombre iba vestido de manera elegante pero informal; llevaba encima un pequeño cuaderno, del que no se desprendió en toda la entrevista, y donde iba realizado anotaciones de manera intermitente; sin embargo, lo más sorprendente era el aplomo y la seguridad con la que se desenvolvía, de tal modo que lo primero que Franco pensó fue: “¿pero dónde coño se ha metido el servicio secreto?”.

                -Señor Franco… No tengo confianza para denominarle Don Francisco, aunque puedo llamarle así si lo desea. Si me permite, tenemos qué hablar.

                -¿Quién demonios es usted? -Franco balbuceó. No le gustaba el sonido de su propia voz. Si antes tenía tono de pito, con el tiempo se había transformado en los gimoteos entrecortados e impotentes de un anciano. Odiaba eso. Era una sensación que ni siquiera la firma de varias sentencias de muerte le conseguía aplacar.

                -Mire, soy el representante de C.I.V.I. en su zona. He venido a hablar de las condiciones de finalización del servicio…

                -¿Pero de qué está usted hablando?¿Qué hace usted aquí?¿Sabe que en cualquier momento van a venir aquí mis hombres y le van a llevar a fusilar?

                -De eso precisamente querría hablarle, señor Franco. Verá, no sé si se acuerda de que rescindió los pagos al CIVI hace poco. Le mandamos una carta para que confirmara o negara el desistimiento, pero no nos respondió, lo cual asumimos como una terminación del contrato. Así que, a partir de ahora, deja de funcionar la ilusión que hemos creado para usted. Todo esto -señaló el entorno circundante- se acabó.

                -¿De qué está usted hablando? Yo no he contratado ningún… CIVI… ¿Qué diablos es eso?

                -Las siglas son por “Centro de Imaginación y Vida Intensa”. Nacimos en el verano de 1935. Ustedes nos contratan, y nosotros nos encargamos de crear una historia en la que se verán envueltos y aportará emoción y alegría a sus vidas. Sin duda vio en alguna ocasión uno de nuestros anuncios en el periódico, y por eso nos contrató. Muchos lo hicieron en su momento, sin darse cuenta de todas las implicaciones que ello conllevaba. Y, claro, como una parte clave del éxito de nuestra iniciativa se basa en que el protagonista no sepa que lo que le está ocurriendo es una fantasía, acaban olvidándose de que nos han contratado.

                -Yo… yo… -Franco estaba desconcertado. Aquello le parecía irreal, pero todavía no había llegado nadie del servicio secreto ni de su guardia personal, así que no tenía más remedio que tomárselo en serio. Recordaba que en los últimos tiempos había revisado ciertos recibos y dado de baja algunos que no había sido capaz de identificar. El nombre de CIVI le sonaba vagamente. Pero seguía sin saber…

                -El caso, señor Franco, es que hemos terminado su simulación. Y eso incluye todo. El golpe de estado. La guerra civil. Casi cuarenta años de dictadura. Todo eso ha concluido. Y ahora va a empezar la vida de verdad. Entendemos que será un poco chocante, por eso he venido yo personalmente, para que la transición sea más senci…

                -Pero ¿qué cojones dice?-Franco no se pudo reprimir-. ¡He mandado al garrote vil a gente por mucho menos!

                -Lo sabemos, señor Franco. Eso es lo que usted creyó haber hecho. Pero eran, como otras veces, personas que trabajaban para nosotros. O clientes que habían contratado nuestros servicios y deseaban vivir una aventura, y conseguimos entremezclar esta trama con la suya. Por supuesto, para ellos hubo una salvación en el último minuto que procuró un desenlace afortunado. Nuestras fantasías (o eso intentamos) siempre son complacientes para nuestros clientes. Igual que lo ha sido la suya, no lo podrá usted negar.

                -¿Pero qué estupidez está diciendo?¡Yo soy un rey; soy el jefe del estado! He construido pantanos; he comandado ejércitos; ¡se han manifestado multitudes delante de mí!

                -Ja, ja, ¿verdad que somos convincentes? Entre sus generales se cuentan algunos de nuestros mejores actores contratados. La verdad, nos sentimos orgullosos de haber aprovechado la inauguración de instalaciones públicas por parte de la República para haber consolidado su fantasía. Y en cuanto a las manifestaciones espontáneas en la Plaza de Oriente… Bueno, usted sabía que eran una representación, ¿verdad? Pues lo eran, en efecto. Había un montón de asistentes que, para usted, eran lo que denominamos PNJs, Personajes-No-Jugadores. Luego, ellos se iban muy contentos a casa. Muchas veces, no sabían ni qué significaban las consignas que estaban coreando…

                -¿La… República?¿Ha dicho usted República?

                -Claro que sí. Mire, sé que esto le va a chocar, pero le va a pasar más tarde o más temprano, así que mejor que se entere ahora. La República ha seguido adelante, ha superado sus problemas, y España se ha convertido en un estado democrático. ¿Creía de verdad que la gente iba a permitir que un grupo pequeño de personas se hiciera con todo el poder y cometiera las barbaridades que usted quería llevar a cabo con otros? Por Dios, eso hubiera sido demencial. Lo cierto es que durante mucho tiempo sospechamos que no se lo tragaría… Pero bueno, como la cosa funcionó, seguimos adelante. Ahora que ya ha llegado a su fin, no hay ninguna necesidad de seguir fingiendo nunca más.

                A Franco se le pasó una frase por la cabeza que creía haber insertado en la mente de muchos hombres en numerosas ocasiones, pero que nunca creyó que fuera a pensar jamás: “No puede ser. Esto no me puede estar ocurriendo a mí”.

                -¿Y entonces…?-le faltó decir “qué me va a pasar”.

                -Pues ahora tendrá usted que marchar de aquí e ir a su casa de verdad. Es un poco más modesta que la de aquí, para ser sinceros. Y a partir de ahora, ya no formará parte de nuestras simulaciones y juegos. Le advertimos que su mujer le acompañará porque, claro, el contrato la incluía a ella, al formar parte de su unidad familiar. En cambio, su yerno… Verá, él también contrató uno de nuestros paquetes, y sigue creyendo que está casando con su hija, así que su vida seguirá girando alrededor de este palacio. De hecho, él piensa que ahora mismo le están operando a usted a vida o muerte. Y, por supuesto, hemos de mantener la ficción, al menos hasta que deje de pagar, así que no lo verá usted durante como mínimo unos pocos meses.

                A Franco le temblaba el labio. De repente, llegaron dos hombres tan altos como anchos, fornidos como armarios. El antiguo dictador no les reconoció como parte de su séquito, ni miembros de su equipo de seguridad. En cambio, parecían trabajar para el hombre que había irrumpido en su vida. El cual les hizo un gesto clarificador:

                -Chicos, podéis llevároslo. Señor Franco, ¿tiene alguna pregunta más? A partir de ahora, no tendremos ningún contacto (al menos directo) con usted. Puede que acabe por formar parte de la historia de alguno de nuestros jugadores, pero, si hemos hecho bien nuestro trabajo, ni usted ni ellos mismos lo sabrán. Que le vaya bien.

                Los dos guardias eran bastante explícitos en su lenguaje corporal: tocaba irse. Sin embargo, Franco alzó la mano, por primera vez en mucho tiempo, en un gesto suplicante:

                -Mire, ¿y si decido renovar a mi suscripción? Es que… no quiero que esto cambie.

                El representante de CIVI sonrió.

                -Normalmente, señor Franco, aceptaríamos, si decidiera usted pagar de nuevo sus cuotas, volver a ponerlo todo en marcha, con una nueva epopeya o una de corte similar. Pero he de confesarle, don Francisco, si me permite, que me han mandado a mí porque el suyo es un caso especial… Cuando uno trata, digamos, con los sueños de la gente, y con sus reacciones frente a los mismos, al final acabas viendo cómo es de verdad esa persona: en ese sentido, la Junta de CIVI ha divisado el interior de alma. Y créame, señor Franco… no les ha gustado. De hecho, me han dado instrucciones irrevocables de no alcanzar ninguna clase de nuevo acuerdo con usted en el futuro. Lo lamento mucho: es política de empresa. Tenemos libertad de elegir a discreción nuestros clientes. Y, en fin, después de lo que hemos visto -chisteó con desaprobación mientras le dirigía una mirada condenatoria-, no puedo reprochárselo…

                Los dos musculosos hombres de acción hicieron un gesto que hubiera sido innecesario, pues Franco, desarmado, se dejó llevar tácticamente. El representante del CIVI se quedó en medio del palacio, con su cuaderno, echándole un vistazo general a todo mientras (como había ocurrido, sobre todo, a lo largo del último tercio de entrevista) anotaba crípticos mensajes en su cuaderno de manera frenética.

                -Este escenario, de verdad, va a ser increíble… Nos va a permitir hacer cosas impresionantes…

                Sus ojos le brillaban.

                -Va a ser magnífico. Increíble. Nos quedan tantas aventuras por explorar…

                Dirigió su mirada hacia el lector, apuntándole con el lápiz.

                -Y el protagonista… podrías ser tú…

martes, 1 de abril de 2025

Una obra de arte: "Inside In"

Esta pequeña obra de arte es un homenaje al cerebro humano, a todo lo que es capaz de hacer y crear, y a su funcionamiento. Contiene multitud de detalles que espero que os llamen la atención: ampliad la imagen haciendo "click" sobre la misma, y dadle al coco para descubrirlos. Saludos cerebrales.


lunes, 24 de marzo de 2025

La historia corta de marzo: "Soy una IA generativa, y..."

Dicen que un articulista de ObjetoDiario le pidió a ChatGPT escribir un artículo (con su habitual dosis de bulos, conspiranoia negacionista y sesgo político) para su periódico. Ante la solicitud, el programa informático le respondió: <<Soy una IA generativa y, como tal, no tengo las habilidades ni capacidad necesarias para redactar este tremendo truñaco. Anda y dile a uno de tus becarios que te lo escriban, que esto no está "pagao">>.

lunes, 10 de marzo de 2025

El relato y la historia real de marzo: "La segunda muerte del padre Méndez"

                En julio de 1616, el conocido como padre Méndez predijo, en Sevilla, su propia muerte, la cual tendría lugar, de acuerdo con su vaticinio, 21 días después. Los hechos que sucedieron a partir de entonces se describen, entre otros lugares, en las “Historias de la Inquisición” de Juan Eslava Galán, de donde he sacado la mayor parte de la documentación para este relato. Muchas de las anécdotas que aquí se detallan sólo son descripciones de eventos que se registraron -o, al menos, se comentaron- por aquel entonces. Como os podéis imaginar, las adaptaciones al siglo XXI son mías.

 

Toda persona tiene un pasado. No llegamos a lo que somos por casualidad. En los momentos previos al culmen de lo que llegamos a ser hay indicios, pistas a veces sutiles, de lo que podríamos más tarde alcanzar. El padre Méndez coqueteó entre varias religiones antes de optar definitivamente por la católica, e ingresar como religioso. Migró a América; allí no le fue bien, y regresó entonces a Europa, donde se asentó en Roma. Sin embargo, su comportamiento extravagante alertó incluso al Papa, que le obligó a marcharse de la ciudad. Fue entonces a Sevilla, donde vino a ocurrir lo mismo, ya que el arzobispo le forzó a buscarse otro sitio, fuera de la urbe. Sin embargo, cuando el prelado murió, nuestro protagonista volvió a intentarlo. Fue entonces comenzó a plantar la semilla de su gloria.

                Para empezar, organizó su propia congregación. El padre Méndez, desde un principio, supo ver el potencial de las redes sociales; montó sus propios canales en diversas plataformas, donde su desparpajo y capacidad de convencimiento le granjearon una enorme cantidad de seguidores. Sin embargo, las actuaciones más atrevidas las reservaba para las distancias cortas. Tenía un pequeño coro de entusiastas a los cuales, después de haber convivido con las complejidades del mundo moderno y la existencia digital, su mensaje de volver a unos valores más sencillos, más puros, los de sus abuelos, les hacía especial ilusión. Sobre todo a mujeres, muchas de ellas jóvenes e inmigrantes. Por ello, organizaba reuniones en las que desvirtualizó a unas cuantas. Les alojó en una casa con amplios cuartos en el centro (una vieja casa de realquilados), pero hacían vida comunal. Allí, se dedicaba a hacer varias misas diarias en el salón, que empleaban como si fuera una iglesia. Sólo que las ceremonias eran un poco -por así decirlo- originales. En los vídeos en redes sociales, el padre Méndez comentaba que habían llegado a hacer a hacer una misa de veintitrés horas sin que él ni ninguno de sus seguidores (¿acólitos?¿miembros de una secta?) se sintieran cansados. Lo que no decía era que, en mitad de sus misas, se quitaba las ropas y empezaba a temblequear como si estuviera poseído. A la luz de aquellos actos, alguno se hubiera preguntado si la aseveración del padre Méndez de que en aquellas ceremonias realizaban varias comuniones al día había alguna clase de doble sentido. Sin embargo, sus seguidores en el canal de Telegram, al contemplar de manera confidencial los vídeos que mostraban aquellos extraños bailes, los devoraban acríticamente, y los nuevos followers que se incorporaban al canal (seducidos primero por el escándalo, y más tarde por la sensación de que algo auténtico tenía que haber detrás de aquellas extrañas manifestaciones) se sentían más seducidos que suspicaces frente a aquellas perturbadoras imágenes. El boca a boca se extendió de manera presencial, y también en red: muchos llegaban a verbalizar lo especiales que se sentían al formar parte de un movimiento tan único, con un líder que tenía tanta personalidad, y las ideas tan claras (en contraposición con el vacío que, con anterioridad, había llenado sus vidas), y destacaban también el sentido de comunidad que habían encontrado en aquella nueva agrupación. La afluencia, por supuesto, empezó a aumentar, en Youtube y otras redes; con ella, llegaron también las donaciones. El padre Méndez podría haber parado allí, pero por supuesto, aquello no iba a ser suficiente: él sabía que la marca requería crecer y, además, su ego necesitaba siempre más.

 

Se ha dicho que en el siglo XVII “la obsesión era la otra vida” (Juan Eslava Galán, “Historias de la Inquisición”; pág. 171). En verdad, muchos se desvivían tanto para hacer méritos en el otro mundo, que cabía preguntarse si disfrutaban en algún sentido de éste. Claro que puede ser lo natural cuando el universo terrenal no tiene demasiado que ofrecerte. Desde ese punto de vista, la promesa de la vida eterna no resulta mal atractivo. Llegar al cielo, hacerse acreedor de un rinconcito en el paraíso, exhibir tu futuro -como anticipo del premio a largo plazo- en forma de buenas obras que te llevarán hasta él. En el siglo XXI, hay otra clase de ensimismamiento: por la otra vida, la digital, la que no refleja la real en absoluto. Sino que es inmaculada, rutilante, perfecta, donde tus buenos actos también te definen: desayuna aguacate, disfruta de vacaciones en Punta Cana, viste de primeras marcas, abraza niños negros en África, donde su piel contrasta en mayor medida con el azul del filtro “Tropical”. Los principios, sin embargo, son los mismos: pórtate bien en esta vida, y tendrás una existencia digital perfecta. Haz las cosas como debes, y abandonarás esta existencia de miseria, casas estrechas, sueldos bajos, humillación. Y, con un poco de suerte, si el flujo de publicaciones se mantiene constante, y brillas lo suficiente, tu vida, de una manera u otra, quizá empiece a parecerse a aquella otra que pretendes aparentar.

 

Entonces, el padre Méndez soltó la bomba: iba a morir en tres semanas exactas. Pero no porque estuviera enfermo: al contrario, se sentía como un roble. Se lo había comunicado Dios en persona, a través de un mensaje tan diáfano como cargado de esplendor divino. La noticia empezó de manera simple, con un simple vídeo enlazado a un post. Después, se viralizó. El número de seguidores aumentó instantáneamente en todos los formatos, redes y canales. Salió en prensa y hasta en la tele. De repente, la descreída sociedad española sufrió un ataque súbito de fervor religioso. ¿Por qué no?, decían algunos, las modas siempre vuelven, y nunca hemos descartado del todo nuestros viejos ritos ancestrales. Se contemplaron escenas que hacía décadas que no se veían: lisiados e invidentes haciendo cola para que el hombre santo les curase, antes de que cruzara con la barca de Caronte al otro lado. La diferencia es que en la época en que todo el mundo era católico por definición no estaba Cuarto Milenio filmando, dando a entender que ellos, de alguna manera, habían anticipado la noticia. De hecho, había peleas por debajo de la mesa por ver qué productora iba a proporcionar el alojamiento que albergaría durante los últimos días el cuerpo del ilustre finado y, por tanto, quien tendría derecho a retransmitir en directo sus últimos momentos de agonía, el transporte del cadáver y el sepelio. Por supuesto, nadie se atrevía a decir en voz alta que aquella predicción era tan sólo una fantasía, un delirio egocéntrico fuera de la realidad: porque aquello significaría acabar con la gallina de los huevos de oro, y nadie pretendía que se terminara la fiesta, al menos, mientras hubiera cáscaras doradas que recopilar. En la calle, mientras tanto, en los mentideros de la ciudad de Sevilla, por supuesto, se producían discusiones: había quien lo negaba, había quien lo defendía, había quien no creía al padre, pero… (ese “pero” que acaba matando casi todas las buenas cosas). Las autoridades civiles y eclesiásticas, entre tanto, no querían entrometerse y lo dejaban estar: bien sabe que no es sano interponerse en aquellos asuntos que al pueblo enardecen en demasía. Si acaso la cosa se descontrolaba, siempre, más tarde, podrían actuar.

                ¿Qué hacía, al tiempo que sucedía todo esto, nuestro buen padre? Parecía retirado de este mundo. Nadie sabía muy bien donde estaba. Era su representante el que más hablaba, a semejanza del custodio de un Santo Grial. Méndez sólo aparecía en redes muy de vez en cuando, como si ya estuviera más fuera que dentro de esta vida. Trascendía que comía muy poco: prácticamente, decían, vivía del aire. Por supuesto, moraba rodeado de sus fieles, que le profesaban tal atención que casi se diría que, más que observarle, le absorbían. Por supuesto, el padre Méndez estaba encantado. Completamente en su salsa. Hablaba con sus muchos seguidores, sin dar síntomas de agotamiento, a pesar de las muchas horas despierto. Por supuesto, aquello se interpretó como un milagro, y la rumorología empezó a atribuirle muchos más: desde que flotaba en el aire hasta que las cámaras se ponían en marcha en su sola presencia (por supuesto, los fenómenos divinos han de adaptarse a los nuevos tiempos). En su presencia, por supuesto, los seguidores aprovechaban: le tocaban la cara, la nuca, las manos. Recogían el sudor de su frente (“el rocío de sus labios”, describió de manera poética un bloguero) e, intentando pasar inadvertidos, le arrancaban fragmentos de cabello o le cortaban trozos de ropa. El padre Méndez se daba cuenta de todo, pero dejaba hacer igual, y sonreía. A una señora mayor le dio por colgarle, al santo varón, un rosario en el cuello, y pronto acabó tan cargado de cuentas que, conforme caminaba, repicaba como un sonajero. Luego los rosarios eran retirados y la gente se los llevaba a su casa, aunque se encontró alguno vendiéndose a buen precio en AliExpress, y también en el Rastro. De igual modo, no era raro encontrar por aquella época (no sólo en la ciudad, sino por todo el país), tazas y camisetas referidas al mágico acontecimiento. También se subastó en eBay un trapo con la certificación de tener estampada la efigie en sudor de la cara del padre Méndez. Al fin y al cabo, salvo el de los panes y los peces, los milagros no dan de comer, pero la creencia en ellos puede originar pingües beneficios.

 

Se ha dicho que en el siglo XVII florecía la picaresca. Parece a ratos como si se tratara de un mal endémico y exclusivo español, como si nunca hubieran existido un Fagin, el hombre que vendió varias veces la torre Effiel, o el que pretendía cortar a la mitad y (darle la vuelta a una sección) a la isla de Manhattan. Como siempre, sin embargo, en aquella era la picaresca tenía dos velocidades o, mejor dicho, dos niveles bien diferenciados. Estaba el pobre que se las buscaba para sobrevivir: el lazarillo que le roba la comida al ciego; el niño de manos habilidosas que castiga el descuido de dejar la bolsa muy suelta (como premio, te proporciona la advertencia de que tengas más cuidado); el amigo que conoce a un amigo que a su vez conoce a un amigo que te puede meter mano en un negocio no del todo legal -igual que, en Roma, todo el mundo tiene un colega que maneja las llaves de un tesoro arqueológico que nadie más puede ver, y te sientes privilegiado a causa de ello-. Frente a ellos (pobres pajarillos que rapiñan las migajas que la vida no les ha querido regalar) tienes a los grandes halcones que vuelan alto y se pasean por los palacios del gobernador y del obispo, en ciertos tiempos, o los de la Junta o la Moncloa, en siglos diferentes. Como suele decirse, mientras unos llevan la fama, otros cardan la lana. El problema es que, como cada uno hace su pequeña trapacería, cuando llega la hora de imponer un sistema más justo, incluso los que deberían salir favorecidos se oponen, por miedo a que le quiten ese escaso trozo de privilegio que han conquistado. De esa manera, el gran ladrón queda impune para poder seguir enredando sus desmanes, y quejándose de los Guzmán de Alfarache al que él supera por mil. Pero siempre da más color local ese pícaro de baratillo que merodea las tabernas, que juega a los dados y a las cartas, y que corre por las plazas públicas informándose de todas las novedades acerca del padre Méndez, a veces por malsana curiosidad, como todo el mundo, y en ocasiones por averiguar qué puede caer de allí. Total, no va a hacer negocio una solo persona con la religiosidad de los feligreses…

 

                Mientras tanto, la gente que iba a verle, claro, le preguntaba por su próxima vida en el cielo. La mayor parte salían de aquella conversación sonrientes, pues el padre Méndez sabía muy bien qué era lo que quería escuchar el interlocutor con el que dialogaba. Pero claro, hablando durante casi veinticuatro horas al día, es fácil cometer errores. Como a una señora a la que le dijo que dentro de poco iba a ir al cielo, cosa que por lo visto a la mujer, que aún esperaba incordiar en este mundo un rato más, no le hizo ninguna gracia. A otra en cambio le anunció que iría a visitarla después de muerto, y la buena dama no se mostró muy conforme con eso de tener que invitar a un fantasma a té y pastitas. De vez en cuando, además, el padre Méndez iba haciendo predicciones públicas para después de su muerte: algunas eran un poco apocalípticas, sobre todo en dirección a aquellos habitantes de la ciudad (o internautas) que se habían metido con él desde el primer día. Otras, en cambio, destacaban cómo, tras su fallecimiento, se produciría una ola masiva de conversiones. El padre Méndez ya había hecho testamento digital, indicando a quién le legaría sus redes sociales para que, aunque él se fuera, no quedaran desasistidos de auxilio espiritual. Se preguntó si sería posible, desde el cielo, continuar manejando su canal, así que le encargó a sus sustitutos que no cambiaran las contraseñas, por si acaso tenía la oportunidad de grabar un vídeo desde lo más alto. Nunca se sabe cuándo vas a mandar una exclusiva en lo que se convertirá en un hito histórico.

                Llegó un momento en que, en el lugar de refugio del padre Méndez, había tal aglomeración de gente (y también de solicitudes digitales) que tuvo que poner fin a todo. Dio un discurso de despedida y colgó un vídeo -lo primero antes que lo segundo, para pulir detalles de cara a lo que pasaría a la posteridad- donde hizo un repaso de su vida, por supuesto bajo un prisma muy positivo, y cargado de subjetividad. En sus múltiples adioses se derramaron lágrimas, se vertieron toneladas de comentarios, se desplegaron innumerables aplausos, y por supuesto likes. Después, toda manifestación digital y física cesó por completo, y se hizo el silencio.

 

                Dicen que el siglo XXI proliferan los bulos. Pero el siglo XVII tampoco era moco de pavo. Un par de cientos de años antes, una mentira que hablaba de judíos secuestrando y desmembrando a un niño en Toledo (niño que nunca llegó a encontrarse, porque no existía) desembocó en la condena de varios conversos por parte de la Inquisición, y terminó de dar un empujón al decreto definitivo de expulsión de los judíos. Muchas veces estos rumores -como ahora- llegaban de manera interesada, sobre todo de los de arriba (los que tenían más capacidad de influencia y de difusión, empleando el pecunio si hacía falta) contra los de abajo, con el objetivo añadido de sembrar cizaña entre los más pobres. Si hoy es contra inmigrantes, entonces era contra cristianos de origen judío -porque, por supuesto, los “cristianos viejos” no iban a competir contra ellos en igualdad de condiciones-. Los bulos, hoy como entonces, siempre han ido dirigidos, y buscando nuestro lado más oscuro: luego, la capacidad de la gente de creerse cualquier tontería, y de atacar a su igual, funcionan para hacer el resto.

 

                Sin embargo, unos cuantos días antes de que se cumpliera el plazo, surgieron las primeras dudas. Parecía que el padre Méndez no las tenía todas consigo: quizá se veía demasiado sano o, quizá, ahora que se acercaba el plazo, principiaba a flaquear la fe que su cerebro había puesto en su propia mentira. A ratos, el padre se ponía a especular que la muerte podía llegar un poco antes, o tal vez un poco después. Cuando uno de sus acólitos más cercanos se horrorizaba ante este comentario, proclamando que, si la fecha se retrasaba, el cachondeo en Twitter iba a ser épico, el padre Méndez replicaba, con estoicismo: “A lo mejor me toca esconderme en un monte”. Por suerte, él no había leído “El disputado voto del señor Cayo” de Delibes, y no se le había ocurrido la solución que uno de los personajes citados había dispuesto para un caso semejante, y que implicaba tomar parte activa en la cuestión: o quizá sí lo había pensado, pero tenía demasiado apego a la vida como para planteárselo. Por Internet seguía manteniéndose el mutismo desde las cuentas oficiales, pero un seguidor muy activo dijo que él también había tenido una visión por la cual el padre Méndez viviría aún unos cuantos años para servir al Señor, todavía en más y mejor medida. Por lo visto al cura se le vio aliviado al leer ese mensaje, aunque sus ayudantes se mostraron cariacontecidos al pensar en aquella posibilidad.

                Al final, llegó el día de marras. El padre Méndez dijo que iba a pasar sus horas finales, justo antes de la medianoche fatal, en la iglesia, acompañado de una cámara subjetiva que grabaría sus últimos momentos delante de millones de internautas. El padre se despidió de sus devotas y se encaminó muy despacio hacia el edificio, como si de esa manera alargara o retrasara el instante definitivo. Luego, llegado al sitio (donde se habían reunido unos pocos y escogidos fieles), se arrodilló y se puso a rezar. Un médico que formaba parte de su equipo le tomaba diversas mediciones continuamente: pero, pese a que el sacerdote se había pasado sin comer las últimas veinticuatro horas, y había recorrido su habitación durante aquel tiempo, sin pausa, de arriba abajo (como si pretendiera forzar su propia muerte a base de castigar el cuerpo), aparte de encontrarle un poco débil, por lo demás le veía completamente normal, sin ningún indicio previo de lo que, presumiblemente, iba a ocurrir. Cuando sólo quedaban unos instantes para que expirara el plazo, el padre realizó un último gesto: “Adiós, hermanos míos”, declaró ante la cámara con voz queda, mirando virtualmente a los ojos. Llegaron las doce menos diez segundos, llegaron las doce en punto, esperaron unos cuantos minutos por si no andaban ajustados al cien por cien sus relojes, aguardaron a que transcurriera el primer minuto de rigor, luego comprobaron que no se habían equivocado, después dejaron que pasaran tres, cinco, diez, veinte giros de segundero, una hora. Cuando a las dos de la madrugada quedó claro que allí no iba a haber milagro ni se le esperaba, los asistentes fueron abandonando poco a poco, con la cabeza gacha y cara de circunstancias, el recinto. En un momento determinado, el cura apagó la cámara, se levantó, y sin despedirse de nadie, se fue. Nadie supo del todo donde había pasado aquella noche, aunque muchos decían que en un hostal para almas en pena donde nadie hacía demasiadas preguntas.

 

Dicen que en el siglo XXI florecen los narcisistas. En la película “Pactar con el diablo”, Satanás, interpretado por Al Pacino, llega a afirmar que “la vanidad siempre ha sido mi pecado favorito”. Los narcisistas han existido siempre: unos activos (pretenden ser admirados), otros pasivos (siguen a sus ídolos como la luna, que ansía brillar a base de reflejar los rayos del sol). Muchos de estos últimos, en realidad, son gente con muy baja autoestima, que esperan localizar un remedio para sus males en un conocimiento ignoto que nadie más posee, y que les hace por tanto superior al resto. Lo cierto es que en el siglo XVII también había narcisistas, como en todos los lugares y en todas las eras, y como bien demuestra el caso del padre Méndez en Sevilla: la gran diferencia con el siglo XXI es que nunca éstos han tenido a un público tan masivo, a través de las redes sociales, y por tanto han extendido sus tentáculos sobre tantos individuos, hasta el punto de fundar auténticas sectas, con miembros renuentes a cualquier clase de lógica racional. Pero las estrategias son las mismas: tratar de convencer a través de la emoción (por ello apelan a ti de manera íntima, y en primera persona: de ahí que la imagen, y sobre todo los vídeos, sean su principal herramienta de trabajo) de una hipotética verdad que tú deseas creer, y que por supuesto a él le va a reportar atención, y casi siempre dinero. De hecho, este último llega directamente con la visualización, con lo cual ya no hace ni falta que saquemos la cartera para darles de comer a esos estafadores. Así que, por favor, no veáis sus vídeos; no difundáis sus publicaciones; no alimentéis ese troll que está viciando la mente de tus vecinos, de tu familia, de tu casa. Eso es lo que quieren: y hasta que no lo consigan, no van a parar.

 

En la soledad de su refugio, un amigo visitó al padre Méndez. Este último le preguntó qué debía hacer. El compañero de lágrimas le aconsejó que volviera a los principios: que ejerciera la caridad, por los barrios de Sevilla, para ayudar a los más necesitados. Dijo que, si obraba así, al principio, desde luego, el nivel de burlas sería un hartazgo, pero que luego conseguiría hacerse perdonar, y que todo se apaciguaría en unos pocos días.

No las tenía todas consigo el padre Méndez cuando salió a la calle, pero, finalmente, se atrevió. La gente le señalaba en voz alta y le zahería, entre risas, preguntándole por su obra maestra. Ante lo cual el sacerdote respondía, resignado, entristecido, lacónico: “el demonio me ha dado un mal golpecito”.

Por sorprendente que pudiera parecer, al principio, la mayoría de sus followers le defendieron. Dijeron que Cristo, para salvarnos, tuvo que morir; esgrimieron (emulando a Borges, sin saberlo) que Judas, para abrir el camino del cielo, hubo de sufrir el tormento, el arrepentimiento, la humillación; y argumentaron que el padre Méndez había hecho también el ridículo por mandato de cielo: para con ello predicar la humildad, para que nadie se creyera más grande que otro. Pero aquello coló solo a medias, porque la ristra de comentarios que siguió a esas declaraciones alimentó millones de caracteres que combinaban mofa (y befa) con toneladas de sensación de vergüenza ajena. Con el tiempo, sin embargo, hasta eso cesó. Poco a poco, el ruido se fue apagando, porque todos, de una manera u otra, deseaban un retorno a la normalidad.

Mientras tanto, un día, de manera inopinada y casi inadvertida, los diversos perfiles digitales del padre de Méndez (la página y el perfil de Facebook, el de Twitter, Mastodon y Bluesky, el de Instagram y Tik Tok, el canal de Youtube y el de Telegram, el grupo de Whatsapp, un sin número de bots, perfiles falsos, cuentas B) desaparecieron de golpe. Como si nunca hubieran existido. Se generó un inmenso hueco, un espacio vacío. En la calle, si preguntaban, los antiguos fans del fenómeno del año negaban hasta tres veces “no, yo nunca he seguido al padre Méndez”, y ponían de referencia a otros youtubers de la misma quinta que habían prosperado a su sombra, pero que ahora se desmarcaban y trataban de adoptar un perfil diferenciado. Hubo, desde luego, muchos chistes, toneladas de sarcasmo, alguno hizo sangre, pero no demasiado: quien más, quien menos, todo el mundo tenía un amigo, una prima, un hermano que la había cagado con eso, y tampoco era cuestión de restregarles una conspiranoia que, después de todo, y al contrario que otras más tóxicas, no había hecho daño a nadie, salvo a los incautos que ahora servían de carnaza para el regocijo general.

Sin embargo, a los pocos meses, empezaron a aparecer perfiles con un cierto parecido al del cura que lo había revuelto todo. Ninguna de ellas se identificaba como “padre Méndez”: esta vez había un apodo, un avatar, un nombre de usuario, una forma u otra de ocultar una identidad. No estaba claro si los viejos enlaces acerca del padre Méndez en la prensa generalista habían sido borrados (el olvido digital todavía era un asunto sometido a numerosos vacíos legales), pero una oscura y concienzuda labor de borrado, aclarado y posicionamiento habían provocado que los resultados más certeros sobre el tema pasaran a la segunda página de Google -ésa, según dicen, donde un cadáver se puede ocultar-. Está claro que la muerte, en el contexto digital, realmente no existe, o cuanto menos es un asunto que exige cierta discusión. En los comentarios de algún vídeo, cuando alguien decía: “oye, ¿ése no se parece al padre Méndez, el que la cagó con su propia muerte?”, nadie respondía o, si acaso, recibía como toda respuesta, por parte del autor del vídeo, un escueto like. Ya se sabe que los tramposos, con el tiempo, o te acaban reprochando que caigas en la estafa, o te hacen partícipe de la misma, como si todo fuera un juego, y la mejor opción, si te engañan, es reírte y disfrutar. Es su manera de sobrevivir: si se tomaran a sí mismos demasiado en serio, después de todo (y sobre todo en el caso del padre Méndez), tendrían que morirse. Y, por supuesto, eso jamás.

FIN

                Nota al pie: en la versión real de esta historia, el padre Méndez tuvo la decencia de fallecer a los pocos meses de estos sucesos, quizá de agotamiento (o tal vez de vergüenza). En la época actual, estoy seguro de que hubiera experimentado una segunda o tercera resurrección.

sábado, 1 de marzo de 2025

Los libros de marzo: tres novelas "muy literarias"

-Recientemente he leído La vegetariana y La clase de griego, de Han Kang, premio Nobel de Literatura 2024, ya que me gusta acercarme a los autores que han ganado este galardón. Dice la sinopsis de "La vegetariana" que a Han Kang le gusta hacerse preguntas, y está claro que eso es verdad, aunque también puede ser que a muchos no les satisfagan las respuestas. Como resumen, la obra trata de una mujer que se niega a comer carne (esto, en la sociedad coreana, muy patriarcal, y con muchas celebraciones donde los alimentos de origen animal juegan un papel importante, constituye un motivo de señalamiento), y las consecuencias familiares que se derivan de ello. La obra está muy bien escrita, con bellas metáforas visuales, y quizá lo que echo de menos es una argumentación que le dé sentido al planteamiento de inicio, pues da la sensación de que la aparente renuncia a la vida de la protagonista es mucho más importante que los motivos por los cuales la lleva cabo. Aparte, hay un componente de confrontación con la sociedad coreana (lo cual genera unas situaciones psicológicamente muy violentas: uno de los motivos expuestos para la concesión del Nobel) que seguramente nos sorprenderá a los lectores occidentales, aunque hay cuestiones que pueden universalizarse también. En definitiva, un libro complejo, con tres secciones tan distintas que casi podrían calificarse de tres planteamientos diferentes a raíz de un mismo hecho. "La clase de griego", en cambio, va un paso más allá: esta vez la autora quiere describirnos unos personajes y unas situaciones, y si para ello tiene que dejar de lado la historia, lo hace. De hecho, está aún mejor construida, a nivel de lenguaje, que su predecesora (hay que darle las gracias a la traductora Sunme Yoon, pues juega no sólo con el coreano, el griego y el castellano, sino también con vocablos muy bien escogidos del español, en lo que se presenta como una delicada orfebrería de palabras), y en ocasiones parece ya que bordea no la prosa poética, sino directamente la poesía no rimada. En cambio, la acción, la estructura narrativa y (hasta cierto punto) las motivaciones de los protagonistas son menos relevantes que describir las sensaciones de dos almas que se entrecruzan como faros en la niebla, ensamblando sus vivencias y recuerdos para hablar del dolor de la pérdida, de la relación con las personas que amamos, y del poder de las palabras. En definitiva, entiendes que a su autora le hayan dado el premio Nobel, aunque tampoco es una lectura que le recomendarías a todo el mundo. Tengo claro que Han Kang no se va a convertir en una de mis escritoras de cabecera, pero, desde luego, valoro mucho lo que hace.

-Otra novela "muy literaria" (ese adjetivo que llena los titulares de los medios serios y suele espantar a los directivos de las grandes editoriales) es "El país del agua", del británico Graham Swift. En Swift también es clave la forma de contar, pero en este caso tambén le da mucha importancia al relato, aunque sea uno poliédrico, de múltiples historias que se entrecruzan, de la misma manera en que lo hacen el pasado (a través de varias capas) y el presente. La novela te empapa y te envuelve, tratando temas que van desde la pérdida de la inocencia durante la juventud a los fantasmas de la madurez, pasando por los choques intergeneracionales, el sentido del estudio de la historia, el miedo al futuro y el poder de la geografía. Un libro para sumergirte hasta la cabeza.

lunes, 24 de febrero de 2025

Las historias cortas de febrero: títulos que lo dicen todo

 Títulos de cuentos en una sola frase:

-El niño que pisó a la hormiga reina para darles libertad

-El libro de las 365 historias, una para cada día del año, de las que tu hijo sólo quiere escuchar las de pajaritos, así que en tu casa siempre es 8 de julio ó 15 de abril.

-La bruja de “Zurroatodoelmundo”.

-Éramos dos monstruos que, en lugar de desgarrarnos a zarpazos, nos dábamos las garras de acuerdo a las convenciones sociales.

lunes, 10 de febrero de 2025

El libro y la historia real de febrero: "Revolución. Indonesia y el nacimiento del mundo moderno", de David van Reybrouck.

 

El libro del que tratamos hoy es descomunal, en muchos sentidos. En el físico: tiene más de 600 páginas. En el volumen de lo que cuenta: aunque el relato principal se centra en cuatro años (de 1945 a 1949, cuando se certificó la independencia indonesia), el texto realiza un relato sobre la historia del territorio desde sus orígenes, sobre la cual se va profundizando conforme avanzan los siglos, dedicándole una mirada especial a la colonización holandesa, los primeros intentos revolucionarios, la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, el período de descolonización y sus consecuencias posteriores. Es impresionante también respecto a sus fuentes: no es sólo que cuente con un sin número de referencias bibliográficas, sino que se sustenta muchísimo en testimonios directos (bastantes de ellos, ya nonagenarios, a punto de perderse en la noche de los tiempos) recogidos en lugares tan distantes como Holanda, Indonesia, Japón o el Himalaya. Finalmente, es un libro que ha causado un gran impacto: un belga escribiendo sobre un tema holandés y que mira en muchas ocasiones desde la perspectiva asiática. No es extraño que algún político de los Países Bajos haya mandado al autor al infierno, mientras que este sesudo análisis histórico ocupa escaparates en buena parte de las librerías indonesias.

Pero el esfuerzo, desde luego, ha merecido la pena. Es un texto apasionante, que me ha obligado a dedicarle un día entero leyendo para devolverlo a tiempo a la biblioteca de donde lo saqué como simple documentación para un viaje a Indonesia. Por supuesto, lo ha complementado y me ha hecho comprender muchas cosas, algunas de las cuales quiero compartir aquí.

Para empezar, muchos creen que la colonización neerlandesa en Indonesia fue suave, comparada con otras experiencias. Supongo que todos los antiguos países colonizadores piensan lo mismo de su caso particular. Pero no: en muchas ocasiones fue brutal, despiadada, y fuente de un enorme descontento. Los Países Bajos administraron sus dominios primero como un negocio (a través de la Compañía de las Indias Orientales, con el fin sobre todo de garantizar el monopolio de las especias), y luego, conforme las circunstancias fueron cambiando, como un estado avasallador que se aprovechaba de las ricas materiales primas de un territorio que cada vez se fue haciendo más grande y estructurado. Por supuesto, ello generó toda clase de interacciones, algunas positivas, como una cierta sección de la población indonesia que recibió educación y pudo compartir algunas de las responsabilidades de la colonización. Pero incluso ellos (especialmente la población mestiza) notaron que los europeos siempre se encontraban un escalón por encima -el libro realiza muy buena analogía con las distintas cubiertas de un barco de aquella época- y eso, como en muchos lugares del mundo, sembró las semillas del rencor y las ansias de libertad. Hay varios episodios del libro que ilustran muy bien este odio acumulado: 1) cuando los japoneses llegan para invadir Indonesia, en busca sobre todo de petróleo, sus habitantes les reciben como libertadores. Y a pesar de que luego el hambre y el propio colonialismo japonés rompen esa luna de miel, aquel período (en que los indonesios alcanzaron mayor autonomía, y fueron instruidos en el arte miliar por sus nuevos amos asiáticos) fue clave para entender que, después de la Segunda Guerra Mundial, las cosas no podían seguir igual; 2) cuando los neerlandeses vuelven tras la guerra, creen que les van a acoger con los brazos abiertos. En lugar de ello, se encuentran con una población abiertamente hostil. Ante ello, los Países Bajos repiten los mismos errores, y creen que la fuerza lo solventará todo. De hecho, es increíble leer lo que a finales de los años 40 llegaron a hacer los Países Bajos (un pueblo asfixiado, poco tiempo antes, por el yugo alemán) en cuanto a crímenes de guerra en una región que decían estar liberando y pacificando, y lo poco que se han castigado y puesto de relieve esas matanzas -tanto, que quienes las han confesado han recibido, por parte de neerlandeses, terroríficas amenazas de muerte-. Para que nos hagamos una idea de lo radicales que llegaron a volverse las posturas, un partido de derechas bastante importante a finales de los años 40, liderado por un ex-primer ministro del país, dijo que, antes de entregar las colonias, habría que disolver el gobierno, y planeó un golpe de estado que hubiera supuesto el asesinato de numerosos líderes neerlandeses. No sé si a los lectores les sonará a otros contextos en que el tema territorial ha entrado en un bucle de obcecación tan fuerte que ha llegado a originar ideas extremadamente delirantes y antidemocráticas.

Uno de los puntos fuertes del libro es que te indica que, al contrario de lo que muestran las películas, hay muchos casos individuales que se escapan a lo común: un intelectual independentista indonesio que vive en Holanda y acaba en un campo de concentración nazi; un mestizo indo-holandés que es capturado por los japoneses y le cae la bomba atómica de Nagasaki encima; un tripulante de submarino alemán que es arrestado por los japoneses al final de la contienda; soldados nacidos en Nepal, quienes trabajan para la corona británica, los cuales tratan de pacificar la recién liberada Indonesia, pero que se encuentran con el rechazo de la población (saben que la entrada del Reino Unido es el anticipo de la llegada de los holandeses para recuperar la joya del reino), con lo cual asiáticos terminan enfrentados contra asiáticos, y japoneses y británicos han de colaborar juntos para garantizar la paz. Para mí, una de las escenas más sorprendentes es cuando los americanos, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la zona de Papúa (donde sus habitantes viven aún en el Neolítico) y, mientras empiezan a construir aeropuertos, les prometen a los nativos 25 céntimos por cada japonés -la prueba del objetivo cumplido es una oreja- que maten en la huida desesperada de los nipones a través la selva. Por lo visto, aquel año, muchos soldados americanos enviaron orejas asiáticas a casa como regalo. En este libro, desde luego, hay muchos casos que darían para espectaculares adaptaciones cinematográficas.

De hecho, entre los muchos actores, poliédricos, entre dos culturas y dos perspectivas, cargados de matices, me ha llamado la atención aquellos neerlandeses que, a pesar de la cerrazón de sus gobernantes, tenían claro que los indonesios merecían aquella misma libertad que, a ellos mismos, los nazis les habían negado. Por ejemplo, el Partido Comunista Holandés, que siempre estuvo a favor de la independencia indonesia; los 8.000 miembros del Partido Socialista que se dieron de baja, descontentos con la postura que habían adquirido sus líderes con el proceso descolonizador; el 50% de hombres y el 38% de mujeres de la población de los Países Bajos que estaban en contra de mandar tropas a las colonias; o el caso de un soldado neerlandés que, al darse cuenta de que le llevaban para matar indonesios, se escapó de noche, llegó a la zona del enemigo, gritó "¡Merdeka!" ("libertad" en indonesio"), le contó a la población local los planes de sus jefes, y fue acogido como un héroe (aunque fue encarcelado a su vuelta a los Países Bajos). Demostrando que disidentes y auténticos amantes de la libertad los ha habido siempre en todos lados.

En el otro lado, el pueblo indonesio dio enormes muestras de paciencia y resiliencia, aunque, al final, por supuesto, tantos excesos llevaron a reacciones violentas (en muchos casos exageradas y que pagaron inocentes), pero que son fáciles de entender después de lo que habían vivido, y que al final fueron las únicas que los colonizadores llegaron a entender. Frente a ello, hubo muchos personajes y políticos que mediaron, contemporizaron, y de verdad intentaron poner lo mejor de su parte. Entre los nombres más destacados están Sukarno (futuro primer presidente de Indonesia, y que pactó con Dios y el diablo para conseguir su propósito; de hecho, fue capaz de hablar con fascistas japoneses, colonizadores holandeses, islámicos y comunistas indonesios, y también de defraudar a todas esas colectividades) y Sutah Sjahrir, un hombre culto y conocedor de las costumbres europeas, atrapado entre dos fuegos, que acabó enfrentado con la siguiente ola revolucionaria, y que hundió su carrera política, como muchos, para tratar de evitar un derramamiento de sangre. En el proceso, quedó claro que había posturas contrapropuestas (por ejemplo, una generación mayor que optaba por pactar y ser pragmática, y una más joven que apostaba por la violencia revolucionaria), en elecciones que eran siempre complicadas porque el poder de la fuerza en su abrumadora mayoría estuvo del lado neerlandés.

Al final, a pesar de que por supuesto hay muchos factores implicados, la independencia indonesia se logró por dos motivos principales: 1) aunque, a través de la violencia, los Países Bajos recuperaron casi la totalidad del territorio tras la Segunda Guerra Mundial, nunca lo controlaron del todo. La resistencia indonesia en forma de guerrillas convirtió aquello en un anticipo de lo que sería más tarde la guerra de Vietnam, quedando claro que unas centenas de miles de hombres no pueden gobernar un país donde millones conspiran subterráneamente en contra. Tener colonias, desde luego, ya no era rentable; 2) los EEUU, el gran mediador internacional, cambiaron de opinión. Si al principio estaban a favor de los Países Bajos porque temían que éste cayera bajo la influencia del comunismo, los movimientos en contra de esta doctrina política por parte de Sukarno les convencieron de que apoyarle a él -uno de los pocos actores moderados que quedaba en pie en el archipiélago asiático- era la única manera de garantizarse de que Indonesia no cayera bajo las redes de la Unión Soviética. Con ello, el país pudo conseguir el logro de ser libre, aunque pagó caro su éxito: económicamente, sobre todo al principio, las condiciones fueron muy ventajosas para los Países Bajos y, además, EEUU siguió utilizándolo como bastión contra el comunismo. Tanto que, en los años 60, favoreció un golpe de estado que causó centenas de miles de muertos e inauguró una dictadura que duró 32 años (y de la que todavía quedan reminiscencias y cicatrices en el país). Sin embargo, el autor de "Revolución" se centra sobre todo en los aspectos positivos: Indonesia -el cuarto país más poblado del mundo- fue el primer estado que, tras la Segunda Guerra Mundial, proclamó su independencia, y constituyó la inspiración para procesos descolonizadores que se iniciaron por todo el mundo. Aunque luego muchos de esos procesos sufrieron traumas, sabotajes, traiciones, quedaron desvirtuados, o se asomaron a un sin fin de problemas que venían derivados o eran independientes del colonialismo (en realidad, el capitalismo y la corrupción fueron los mayores responsables), en el balance, a inicios del siglo XXI, esos pueblos son un poco más autosuficientes y más libres, y han demostrado que se puede hacer política donde el centro de todo no sea la raza blanca. Teniendo en cuenta lo horrorosa que suele ser la Historia humana, a veces una victoria de este orden -por muy pírrica que sea- es suficiente.

Por último, el libro habla, para mí proféticamente, de cómo los seres humanos colonizamos no sólo los territorios, sino también el futuro: como el autor de "Revolución" dice, la gente de los años 20 del siglo XXI explotamos los recursos y comprometemos el destino de los habitantes del 2080. La destrucción de la naturaleza (de la que Indonesia, por desgracia, es una privilegiada avanzadilla) nos pasará las cuentas tarde o temprano. Pero esas son revoluciones que otras generaciones -sí, también nosotros- tendremos que liderar.