lunes, 24 de marzo de 2025

La historia corta de marzo: "Soy una IA generativa, y..."

Dicen que un articulista de ObjetoDiario le pidió a ChatGPT escribir un artículo (con su habitual dosis de bulos, conspiranoia negacionista y sesgo político) para su periódico. Ante la solicitud, el programa informático le respondió: <<Soy una IA generativa y, como tal, no tengo las habilidades ni capacidad necesarias para redactar este tremendo truñaco. Anda y dile a uno de tus becarios que te lo escriban, que esto no está "pagao">>.

lunes, 10 de marzo de 2025

El relato y la historia real de marzo: "La segunda muerte del padre Méndez"

                En julio de 1616, el conocido como padre Méndez predijo, en Sevilla, su propia muerte, la cual tendría lugar, de acuerdo con su vaticinio, 21 días después. Los hechos que sucedieron a partir de entonces se describen, entre otros lugares, en las “Historias de la Inquisición” de Juan Eslava Galán, de donde he sacado la mayor parte de la documentación para este relato. Muchas de las anécdotas que aquí se detallan sólo son descripciones de eventos que se registraron -o, al menos, se comentaron- por aquel entonces. Como os podéis imaginar, las adaptaciones al siglo XXI son mías.

 

Toda persona tiene un pasado. No llegamos a lo que somos por casualidad. En los momentos previos al culmen de lo que llegamos a ser hay indicios, pistas a veces sutiles, de lo que podríamos más tarde alcanzar. El padre Méndez coqueteó entre varias religiones antes de optar definitivamente por la católica, e ingresar como religioso. Migró a América; allí no le fue bien, y regresó entonces a Europa, donde se asentó en Roma. Sin embargo, su comportamiento extravagante alertó incluso al Papa, que le obligó a marcharse de la ciudad. Fue entonces a Sevilla, donde vino a ocurrir lo mismo, ya que el arzobispo le forzó a buscarse otro sitio, fuera de la urbe. Sin embargo, cuando el prelado murió, nuestro protagonista volvió a intentarlo. Fue entonces comenzó a plantar la semilla de su gloria.

                Para empezar, organizó su propia congregación. El padre Méndez, desde un principio, supo ver el potencial de las redes sociales; montó sus propios canales en diversas plataformas, donde su desparpajo y capacidad de convencimiento le granjearon una enorme cantidad de seguidores. Sin embargo, las actuaciones más atrevidas las reservaba para las distancias cortas. Tenía un pequeño coro de entusiastas a los cuales, después de haber convivido con las complejidades del mundo moderno y la existencia digital, su mensaje de volver a unos valores más sencillos, más puros, los de sus abuelos, les hacía especial ilusión. Sobre todo a mujeres, muchas de ellas jóvenes e inmigrantes. Por ello, organizaba reuniones en las que desvirtualizó a unas cuantas. Les alojó en una casa con amplios cuartos en el centro (una vieja casa de realquilados), pero hacían vida comunal. Allí, se dedicaba a hacer varias misas diarias en el salón, que empleaban como si fuera una iglesia. Sólo que las ceremonias eran un poco -por así decirlo- originales. En los vídeos en redes sociales, el padre Méndez comentaba que habían llegado a hacer a hacer una misa de veintitrés horas sin que él ni ninguno de sus seguidores (¿acólitos?¿miembros de una secta?) se sintieran cansados. Lo que no decía era que, en mitad de sus misas, se quitaba las ropas y empezaba a temblequear como si estuviera poseído. A la luz de aquellos actos, alguno se hubiera preguntado si la aseveración del padre Méndez de que en aquellas ceremonias realizaban varias comuniones al día había alguna clase de doble sentido. Sin embargo, sus seguidores en el canal de Telegram, al contemplar de manera confidencial los vídeos que mostraban aquellos extraños bailes, los devoraban acríticamente, y los nuevos followers que se incorporaban al canal (seducidos primero por el escándalo, y más tarde por la sensación de que algo auténtico tenía que haber detrás de aquellas extrañas manifestaciones) se sentían más seducidos que suspicaces frente a aquellas perturbadoras imágenes. El boca a boca se extendió de manera presencial, y también en red: muchos llegaban a verbalizar lo especiales que se sentían al formar parte de un movimiento tan único, con un líder que tenía tanta personalidad, y las ideas tan claras (en contraposición con el vacío que, con anterioridad, había llenado sus vidas), y destacaban también el sentido de comunidad que habían encontrado en aquella nueva agrupación. La afluencia, por supuesto, empezó a aumentar, en Youtube y otras redes; con ella, llegaron también las donaciones. El padre Méndez podría haber parado allí, pero por supuesto, aquello no iba a ser suficiente: él sabía que la marca requería crecer y, además, su ego necesitaba siempre más.

 

Se ha dicho que en el siglo XVII “la obsesión era la otra vida” (Juan Eslava Galán, “Historias de la Inquisición”; pág. 171). En verdad, muchos se desvivían tanto para hacer méritos en el otro mundo, que cabía preguntarse si disfrutaban en algún sentido de éste. Claro que puede ser lo natural cuando el universo terrenal no tiene demasiado que ofrecerte. Desde ese punto de vista, la promesa de la vida eterna no resulta mal atractivo. Llegar al cielo, hacerse acreedor de un rinconcito en el paraíso, exhibir tu futuro -como anticipo del premio a largo plazo- en forma de buenas obras que te llevarán hasta él. En el siglo XXI, hay otra clase de ensimismamiento: por la otra vida, la digital, la que no refleja la real en absoluto. Sino que es inmaculada, rutilante, perfecta, donde tus buenos actos también te definen: desayuna aguacate, disfruta de vacaciones en Punta Cana, viste de primeras marcas, abraza niños negros en África, donde su piel contrasta en mayor medida con el azul del filtro “Tropical”. Los principios, sin embargo, son los mismos: pórtate bien en esta vida, y tendrás una existencia digital perfecta. Haz las cosas como debes, y abandonarás esta existencia de miseria, casas estrechas, sueldos bajos, humillación. Y, con un poco de suerte, si el flujo de publicaciones se mantiene constante, y brillas lo suficiente, tu vida, de una manera u otra, quizá empiece a parecerse a aquella otra que pretendes aparentar.

 

Entonces, el padre Méndez soltó la bomba: iba a morir en tres semanas exactas. Pero no porque estuviera enfermo: al contrario, se sentía como un roble. Se lo había comunicado Dios en persona, a través de un mensaje tan diáfano como cargado de esplendor divino. La noticia empezó de manera simple, con un simple vídeo enlazado a un post. Después, se viralizó. El número de seguidores aumentó instantáneamente en todos los formatos, redes y canales. Salió en prensa y hasta en la tele. De repente, la descreída sociedad española sufrió un ataque súbito de fervor religioso. ¿Por qué no?, decían algunos, las modas siempre vuelven, y nunca hemos descartado del todo nuestros viejos ritos ancestrales. Se contemplaron escenas que hacía décadas que no se veían: lisiados e invidentes haciendo cola para que el hombre santo les curase, antes de que cruzara con la barca de Caronte al otro lado. La diferencia es que en la época en que todo el mundo era católico por definición no estaba Cuarto Milenio filmando, dando a entender que ellos, de alguna manera, habían anticipado la noticia. De hecho, había peleas por debajo de la mesa por ver qué productora iba a proporcionar el alojamiento que albergaría durante los últimos días el cuerpo del ilustre finado y, por tanto, quien tendría derecho a retransmitir en directo sus últimos momentos de agonía, el transporte del cadáver y el sepelio. Por supuesto, nadie se atrevía a decir en voz alta que aquella predicción era tan sólo una fantasía, un delirio egocéntrico fuera de la realidad: porque aquello significaría acabar con la gallina de los huevos de oro, y nadie pretendía que se terminara la fiesta, al menos, mientras hubiera cáscaras doradas que recopilar. En la calle, mientras tanto, en los mentideros de la ciudad de Sevilla, por supuesto, se producían discusiones: había quien lo negaba, había quien lo defendía, había quien no creía al padre, pero… (ese “pero” que acaba matando casi todas las buenas cosas). Las autoridades civiles y eclesiásticas, entre tanto, no querían entrometerse y lo dejaban estar: bien sabe que no es sano interponerse en aquellos asuntos que al pueblo enardecen en demasía. Si acaso la cosa se descontrolaba, siempre, más tarde, podrían actuar.

                ¿Qué hacía, al tiempo que sucedía todo esto, nuestro buen padre? Parecía retirado de este mundo. Nadie sabía muy bien donde estaba. Era su representante el que más hablaba, a semejanza del custodio de un Santo Grial. Méndez sólo aparecía en redes muy de vez en cuando, como si ya estuviera más fuera que dentro de esta vida. Trascendía que comía muy poco: prácticamente, decían, vivía del aire. Por supuesto, moraba rodeado de sus fieles, que le profesaban tal atención que casi se diría que, más que observarle, le absorbían. Por supuesto, el padre Méndez estaba encantado. Completamente en su salsa. Hablaba con sus muchos seguidores, sin dar síntomas de agotamiento, a pesar de las muchas horas despierto. Por supuesto, aquello se interpretó como un milagro, y la rumorología empezó a atribuirle muchos más: desde que flotaba en el aire hasta que las cámaras se ponían en marcha en su sola presencia (por supuesto, los fenómenos divinos han de adaptarse a los nuevos tiempos). En su presencia, por supuesto, los seguidores aprovechaban: le tocaban la cara, la nuca, las manos. Recogían el sudor de su frente (“el rocío de sus labios”, describió de manera poética un bloguero) e, intentando pasar inadvertidos, le arrancaban fragmentos de cabello o le cortaban trozos de ropa. El padre Méndez se daba cuenta de todo, pero dejaba hacer igual, y sonreía. A una señora mayor le dio por colgarle, al santo varón, un rosario en el cuello, y pronto acabó tan cargado de cuentas que, conforme caminaba, repicaba como un sonajero. Luego los rosarios eran retirados y la gente se los llevaba a su casa, aunque se encontró alguno vendiéndose a buen precio en AliExpress, y también en el Rastro. De igual modo, no era raro encontrar por aquella época (no sólo en la ciudad, sino por todo el país), tazas y camisetas referidas al mágico acontecimiento. También se subastó en eBay un trapo con la certificación de tener estampada la efigie en sudor de la cara del padre Méndez. Al fin y al cabo, salvo el de los panes y los peces, los milagros no dan de comer, pero la creencia en ellos puede originar pingües beneficios.

 

Se ha dicho que en el siglo XVII florecía la picaresca. Parece a ratos como si se tratara de un mal endémico y exclusivo español, como si nunca hubieran existido un Fagin, el hombre que vendió varias veces la torre Effiel, o el que pretendía cortar a la mitad y (darle la vuelta a una sección) a la isla de Manhattan. Como siempre, sin embargo, en aquella era la picaresca tenía dos velocidades o, mejor dicho, dos niveles bien diferenciados. Estaba el pobre que se las buscaba para sobrevivir: el lazarillo que le roba la comida al ciego; el niño de manos habilidosas que castiga el descuido de dejar la bolsa muy suelta (como premio, te proporciona la advertencia de que tengas más cuidado); el amigo que conoce a un amigo que a su vez conoce a un amigo que te puede meter mano en un negocio no del todo legal -igual que, en Roma, todo el mundo tiene un colega que maneja las llaves de un tesoro arqueológico que nadie más puede ver, y te sientes privilegiado a causa de ello-. Frente a ellos (pobres pajarillos que rapiñan las migajas que la vida no les ha querido regalar) tienes a los grandes halcones que vuelan alto y se pasean por los palacios del gobernador y del obispo, en ciertos tiempos, o los de la Junta o la Moncloa, en siglos diferentes. Como suele decirse, mientras unos llevan la fama, otros cardan la lana. El problema es que, como cada uno hace su pequeña trapacería, cuando llega la hora de imponer un sistema más justo, incluso los que deberían salir favorecidos se oponen, por miedo a que le quiten ese escaso trozo de privilegio que han conquistado. De esa manera, el gran ladrón queda impune para poder seguir enredando sus desmanes, y quejándose de los Guzmán de Alfarache al que él supera por mil. Pero siempre da más color local ese pícaro de baratillo que merodea las tabernas, que juega a los dados y a las cartas, y que corre por las plazas públicas informándose de todas las novedades acerca del padre Méndez, a veces por malsana curiosidad, como todo el mundo, y en ocasiones por averiguar qué puede caer de allí. Total, no va a hacer negocio una solo persona con la religiosidad de los feligreses…

 

                Mientras tanto, la gente que iba a verle, claro, le preguntaba por su próxima vida en el cielo. La mayor parte salían de aquella conversación sonrientes, pues el padre Méndez sabía muy bien qué era lo que quería escuchar el interlocutor con el que dialogaba. Pero claro, hablando durante casi veinticuatro horas al día, es fácil cometer errores. Como a una señora a la que le dijo que dentro de poco iba a ir al cielo, cosa que por lo visto a la mujer, que aún esperaba incordiar en este mundo un rato más, no le hizo ninguna gracia. A otra en cambio le anunció que iría a visitarla después de muerto, y la buena dama no se mostró muy conforme con eso de tener que invitar a un fantasma a té y pastitas. De vez en cuando, además, el padre Méndez iba haciendo predicciones públicas para después de su muerte: algunas eran un poco apocalípticas, sobre todo en dirección a aquellos habitantes de la ciudad (o internautas) que se habían metido con él desde el primer día. Otras, en cambio, destacaban cómo, tras su fallecimiento, se produciría una ola masiva de conversiones. El padre Méndez ya había hecho testamento digital, indicando a quién le legaría sus redes sociales para que, aunque él se fuera, no quedaran desasistidos de auxilio espiritual. Se preguntó si sería posible, desde el cielo, continuar manejando su canal, así que le encargó a sus sustitutos que no cambiaran las contraseñas, por si acaso tenía la oportunidad de grabar un vídeo desde lo más alto. Nunca se sabe cuándo vas a mandar una exclusiva en lo que se convertirá en un hito histórico.

                Llegó un momento en que, en el lugar de refugio del padre Méndez, había tal aglomeración de gente (y también de solicitudes digitales) que tuvo que poner fin a todo. Dio un discurso de despedida y colgó un vídeo -lo primero antes que lo segundo, para pulir detalles de cara a lo que pasaría a la posteridad- donde hizo un repaso de su vida, por supuesto bajo un prisma muy positivo, y cargado de subjetividad. En sus múltiples adioses se derramaron lágrimas, se vertieron toneladas de comentarios, se desplegaron innumerables aplausos, y por supuesto likes. Después, toda manifestación digital y física cesó por completo, y se hizo el silencio.

 

                Dicen que el siglo XXI proliferan los bulos. Pero el siglo XVII tampoco era moco de pavo. Un par de cientos de años antes, una mentira que hablaba de judíos secuestrando y desmembrando a un niño en Toledo (niño que nunca llegó a encontrarse, porque no existía) desembocó en la condena de varios conversos por parte de la Inquisición, y terminó de dar un empujón al decreto definitivo de expulsión de los judíos. Muchas veces estos rumores -como ahora- llegaban de manera interesada, sobre todo de los de arriba (los que tenían más capacidad de influencia y de difusión, empleando el pecunio si hacía falta) contra los de abajo, con el objetivo añadido de sembrar cizaña entre los más pobres. Si hoy es contra inmigrantes, entonces era contra cristianos de origen judío -porque, por supuesto, los “cristianos viejos” no iban a competir contra ellos en igualdad de condiciones-. Los bulos, hoy como entonces, siempre han ido dirigidos, y buscando nuestro lado más oscuro: luego, la capacidad de la gente de creerse cualquier tontería, y de atacar a su igual, funcionan para hacer el resto.

 

                Sin embargo, unos cuantos días antes de que se cumpliera el plazo, surgieron las primeras dudas. Parecía que el padre Méndez no las tenía todas consigo: quizá se veía demasiado sano o, quizá, ahora que se acercaba el plazo, principiaba a flaquear la fe que su cerebro había puesto en su propia mentira. A ratos, el padre se ponía a especular que la muerte podía llegar un poco antes, o tal vez un poco después. Cuando uno de sus acólitos más cercanos se horrorizaba ante este comentario, proclamando que, si la fecha se retrasaba, el cachondeo en Twitter iba a ser épico, el padre Méndez replicaba, con estoicismo: “A lo mejor me toca esconderme en un monte”. Por suerte, él no había leído “El disputado voto del señor Cayo” de Delibes, y no se le había ocurrido la solución que uno de los personajes citados había dispuesto para un caso semejante, y que implicaba tomar parte activa en la cuestión: o quizá sí lo había pensado, pero tenía demasiado apego a la vida como para planteárselo. Por Internet seguía manteniéndose el mutismo desde las cuentas oficiales, pero un seguidor muy activo dijo que él también había tenido una visión por la cual el padre Méndez viviría aún unos cuantos años para servir al Señor, todavía en más y mejor medida. Por lo visto al cura se le vio aliviado al leer ese mensaje, aunque sus ayudantes se mostraron cariacontecidos al pensar en aquella posibilidad.

                Al final, llegó el día de marras. El padre Méndez dijo que iba a pasar sus horas finales, justo antes de la medianoche fatal, en la iglesia, acompañado de una cámara subjetiva que grabaría sus últimos momentos delante de millones de internautas. El padre se despidió de sus devotas y se encaminó muy despacio hacia el edificio, como si de esa manera alargara o retrasara el instante definitivo. Luego, llegado al sitio (donde se habían reunido unos pocos y escogidos fieles), se arrodilló y se puso a rezar. Un médico que formaba parte de su equipo le tomaba diversas mediciones continuamente: pero, pese a que el sacerdote se había pasado sin comer las últimas veinticuatro horas, y había recorrido su habitación durante aquel tiempo, sin pausa, de arriba abajo (como si pretendiera forzar su propia muerte a base de castigar el cuerpo), aparte de encontrarle un poco débil, por lo demás le veía completamente normal, sin ningún indicio previo de lo que, presumiblemente, iba a ocurrir. Cuando sólo quedaban unos instantes para que expirara el plazo, el padre realizó un último gesto: “Adiós, hermanos míos”, declaró ante la cámara con voz queda, mirando virtualmente a los ojos. Llegaron las doce menos diez segundos, llegaron las doce en punto, esperaron unos cuantos minutos por si no andaban ajustados al cien por cien sus relojes, aguardaron a que transcurriera el primer minuto de rigor, luego comprobaron que no se habían equivocado, después dejaron que pasaran tres, cinco, diez, veinte giros de segundero, una hora. Cuando a las dos de la madrugada quedó claro que allí no iba a haber milagro ni se le esperaba, los asistentes fueron abandonando poco a poco, con la cabeza gacha y cara de circunstancias, el recinto. En un momento determinado, el cura apagó la cámara, se levantó, y sin despedirse de nadie, se fue. Nadie supo del todo donde había pasado aquella noche, aunque muchos decían que en un hostal para almas en pena donde nadie hacía demasiadas preguntas.

 

Dicen que en el siglo XXI florecen los narcisistas. En la película “Pactar con el diablo”, Satanás, interpretado por Al Pacino, llega a afirmar que “la vanidad siempre ha sido mi pecado favorito”. Los narcisistas han existido siempre: unos activos (pretenden ser admirados), otros pasivos (siguen a sus ídolos como la luna, que ansía brillar a base de reflejar los rayos del sol). Muchos de estos últimos, en realidad, son gente con muy baja autoestima, que esperan localizar un remedio para sus males en un conocimiento ignoto que nadie más posee, y que les hace por tanto superior al resto. Lo cierto es que en el siglo XVII también había narcisistas, como en todos los lugares y en todas las eras, y como bien demuestra el caso del padre Méndez en Sevilla: la gran diferencia con el siglo XXI es que nunca éstos han tenido a un público tan masivo, a través de las redes sociales, y por tanto han extendido sus tentáculos sobre tantos individuos, hasta el punto de fundar auténticas sectas, con miembros renuentes a cualquier clase de lógica racional. Pero las estrategias son las mismas: tratar de convencer a través de la emoción (por ello apelan a ti de manera íntima, y en primera persona: de ahí que la imagen, y sobre todo los vídeos, sean su principal herramienta de trabajo) de una hipotética verdad que tú deseas creer, y que por supuesto a él le va a reportar atención, y casi siempre dinero. De hecho, este último llega directamente con la visualización, con lo cual ya no hace ni falta que saquemos la cartera para darles de comer a esos estafadores. Así que, por favor, no veáis sus vídeos; no difundáis sus publicaciones; no alimentéis ese troll que está viciando la mente de tus vecinos, de tu familia, de tu casa. Eso es lo que quieren: y hasta que no lo consigan, no van a parar.

 

En la soledad de su refugio, un amigo visitó al padre Méndez. Este último le preguntó qué debía hacer. El compañero de lágrimas le aconsejó que volviera a los principios: que ejerciera la caridad, por los barrios de Sevilla, para ayudar a los más necesitados. Dijo que, si obraba así, al principio, desde luego, el nivel de burlas sería un hartazgo, pero que luego conseguiría hacerse perdonar, y que todo se apaciguaría en unos pocos días.

No las tenía todas consigo el padre Méndez cuando salió a la calle, pero, finalmente, se atrevió. La gente le señalaba en voz alta y le zahería, entre risas, preguntándole por su obra maestra. Ante lo cual el sacerdote respondía, resignado, entristecido, lacónico: “el demonio me ha dado un mal golpecito”.

Por sorprendente que pudiera parecer, al principio, la mayoría de sus followers le defendieron. Dijeron que Cristo, para salvarnos, tuvo que morir; esgrimieron (emulando a Borges, sin saberlo) que Judas, para abrir el camino del cielo, hubo de sufrir el tormento, el arrepentimiento, la humillación; y argumentaron que el padre Méndez había hecho también el ridículo por mandato de cielo: para con ello predicar la humildad, para que nadie se creyera más grande que otro. Pero aquello coló solo a medias, porque la ristra de comentarios que siguió a esas declaraciones alimentó millones de caracteres que combinaban mofa (y befa) con toneladas de sensación de vergüenza ajena. Con el tiempo, sin embargo, hasta eso cesó. Poco a poco, el ruido se fue apagando, porque todos, de una manera u otra, deseaban un retorno a la normalidad.

Mientras tanto, un día, de manera inopinada y casi inadvertida, los diversos perfiles digitales del padre de Méndez (la página y el perfil de Facebook, el de Twitter, Mastodon y Bluesky, el de Instagram y Tik Tok, el canal de Youtube y el de Telegram, el grupo de Whatsapp, un sin número de bots, perfiles falsos, cuentas B) desaparecieron de golpe. Como si nunca hubieran existido. Se generó un inmenso hueco, un espacio vacío. En la calle, si preguntaban, los antiguos fans del fenómeno del año negaban hasta tres veces “no, yo nunca he seguido al padre Méndez”, y ponían de referencia a otros youtubers de la misma quinta que habían prosperado a su sombra, pero que ahora se desmarcaban y trataban de adoptar un perfil diferenciado. Hubo, desde luego, muchos chistes, toneladas de sarcasmo, alguno hizo sangre, pero no demasiado: quien más, quien menos, todo el mundo tenía un amigo, una prima, un hermano que la había cagado con eso, y tampoco era cuestión de restregarles una conspiranoia que, después de todo, y al contrario que otras más tóxicas, no había hecho daño a nadie, salvo a los incautos que ahora servían de carnaza para el regocijo general.

Sin embargo, a los pocos meses, empezaron a aparecer perfiles con un cierto parecido al del cura que lo había revuelto todo. Ninguna de ellas se identificaba como “padre Méndez”: esta vez había un apodo, un avatar, un nombre de usuario, una forma u otra de ocultar una identidad. No estaba claro si los viejos enlaces acerca del padre Méndez en la prensa generalista habían sido borrados (el olvido digital todavía era un asunto sometido a numerosos vacíos legales), pero una oscura y concienzuda labor de borrado, aclarado y posicionamiento habían provocado que los resultados más certeros sobre el tema pasaran a la segunda página de Google -ésa, según dicen, donde un cadáver se puede ocultar-. Está claro que la muerte, en el contexto digital, realmente no existe, o cuanto menos es un asunto que exige cierta discusión. En los comentarios de algún vídeo, cuando alguien decía: “oye, ¿ése no se parece al padre Méndez, el que la cagó con su propia muerte?”, nadie respondía o, si acaso, recibía como toda respuesta, por parte del autor del vídeo, un escueto like. Ya se sabe que los tramposos, con el tiempo, o te acaban reprochando que caigas en la estafa, o te hacen partícipe de la misma, como si todo fuera un juego, y la mejor opción, si te engañan, es reírte y disfrutar. Es su manera de sobrevivir: si se tomaran a sí mismos demasiado en serio, después de todo (y sobre todo en el caso del padre Méndez), tendrían que morirse. Y, por supuesto, eso jamás.

FIN

                Nota al pie: en la versión real de esta historia, el padre Méndez tuvo la decencia de fallecer a los pocos meses de estos sucesos, quizá de agotamiento (o tal vez de vergüenza). En la época actual, estoy seguro de que hubiera experimentado una segunda o tercera resurrección.

sábado, 1 de marzo de 2025

Los libros de marzo: tres novelas "muy literarias"

-Recientemente he leído La vegetariana y La clase de griego, de Han Kang, premio Nobel de Literatura 2024, ya que me gusta acercarme a los autores que han ganado este galardón. Dice la sinopsis de "La vegetariana" que a Han Kang le gusta hacerse preguntas, y está claro que eso es verdad, aunque también puede ser que a muchos no les satisfagan las respuestas. Como resumen, la obra trata de una mujer que se niega a comer carne (esto, en la sociedad coreana, muy patriarcal, y con muchas celebraciones donde los alimentos de origen animal juegan un papel importante, constituye un motivo de señalamiento), y las consecuencias familiares que se derivan de ello. La obra está muy bien escrita, con bellas metáforas visuales, y quizá lo que echo de menos es una argumentación que le dé sentido al planteamiento de inicio, pues da la sensación de que la aparente renuncia a la vida de la protagonista es mucho más importante que los motivos por los cuales la lleva cabo. Aparte, hay un componente de confrontación con la sociedad coreana (lo cual genera unas situaciones psicológicamente muy violentas: uno de los motivos expuestos para la concesión del Nobel) que seguramente nos sorprenderá a los lectores occidentales, aunque hay cuestiones que pueden universalizarse también. En definitiva, un libro complejo, con tres secciones tan distintas que casi podrían calificarse de tres planteamientos diferentes a raíz de un mismo hecho. "La clase de griego", en cambio, va un paso más allá: esta vez la autora quiere describirnos unos personajes y unas situaciones, y si para ello tiene que dejar de lado la historia, lo hace. De hecho, está aún mejor construida, a nivel de lenguaje, que su predecesora (hay que darle las gracias a la traductora Sunme Yoon, pues juega no sólo con el coreano, el griego y el castellano, sino también con vocablos muy bien escogidos del español, en lo que se presenta como una delicada orfebrería de palabras), y en ocasiones parece ya que bordea no la prosa poética, sino directamente la poesía no rimada. En cambio, la acción, la estructura narrativa y (hasta cierto punto) las motivaciones de los protagonistas son menos relevantes que describir las sensaciones de dos almas que se entrecruzan como faros en la niebla, ensamblando sus vivencias y recuerdos para hablar del dolor de la pérdida, de la relación con las personas que amamos, y del poder de las palabras. En definitiva, entiendes que a su autora le hayan dado el premio Nobel, aunque tampoco es una lectura que le recomendarías a todo el mundo. Tengo claro que Han Kang no se va a convertir en una de mis escritoras de cabecera, pero, desde luego, valoro mucho lo que hace.

-Otra novela "muy literaria" (ese adjetivo que llena los titulares de los medios serios y suele espantar a los directivos de las grandes editoriales) es "El país del agua", del británico Graham Swift. En Swift también es clave la forma de contar, pero en este caso tambén le da mucha importancia al relato, aunque sea uno poliédrico, de múltiples historias que se entrecruzan, de la misma manera en que lo hacen el pasado (a través de varias capas) y el presente. La novela te empapa y te envuelve, tratando temas que van desde la pérdida de la inocencia durante la juventud a los fantasmas de la madurez, pasando por los choques intergeneracionales, el sentido del estudio de la historia, el miedo al futuro y el poder de la geografía. Un libro para sumergirte hasta la cabeza.

lunes, 24 de febrero de 2025

Las historias cortas de febrero: títulos que lo dicen todo

 Títulos de cuentos en una sola frase:

-El niño que pisó a la hormiga reina para darles libertad

-El libro de las 365 historias, una para cada día del año, de las que tu hijo sólo quiere escuchar las de pajaritos, así que en tu casa siempre es 8 de julio ó 15 de abril.

-La bruja de “Zurroatodoelmundo”.

-Éramos dos monstruos que, en lugar de desgarrarnos a zarpazos, nos dábamos las garras de acuerdo a las convenciones sociales.

lunes, 10 de febrero de 2025

El libro y la historia real de febrero: "Revolución. Indonesia y el nacimiento del mundo moderno", de David van Reybrouck.

 

El libro del que tratamos hoy es descomunal, en muchos sentidos. En el físico: tiene más de 600 páginas. En el volumen de lo que cuenta: aunque el relato principal se centra en cuatro años (de 1945 a 1949, cuando se certificó la independencia indonesia), el texto realiza un relato sobre la historia del territorio desde sus orígenes, sobre la cual se va profundizando conforme avanzan los siglos, dedicándole una mirada especial a la colonización holandesa, los primeros intentos revolucionarios, la invasión japonesa durante la Segunda Guerra Mundial y, finalmente, el período de descolonización y sus consecuencias posteriores. Es impresionante también respecto a sus fuentes: no es sólo que cuente con un sin número de referencias bibliográficas, sino que se sustenta muchísimo en testimonios directos (bastantes de ellos, ya nonagenarios, a punto de perderse en la noche de los tiempos) recogidos en lugares tan distantes como Holanda, Indonesia, Japón o el Himalaya. Finalmente, es un libro que ha causado un gran impacto: un belga escribiendo sobre un tema holandés y que mira en muchas ocasiones desde la perspectiva asiática. No es extraño que algún político de los Países Bajos haya mandado al autor al infierno, mientras que este sesudo análisis histórico ocupa escaparates en buena parte de las librerías indonesias.

Pero el esfuerzo, desde luego, ha merecido la pena. Es un texto apasionante, que me ha obligado a dedicarle un día entero leyendo para devolverlo a tiempo a la biblioteca de donde lo saqué como simple documentación para un viaje a Indonesia. Por supuesto, lo ha complementado y me ha hecho comprender muchas cosas, algunas de las cuales quiero compartir aquí.

Para empezar, muchos creen que la colonización neerlandesa en Indonesia fue suave, comparada con otras experiencias. Supongo que todos los antiguos países colonizadores piensan lo mismo de su caso particular. Pero no: en muchas ocasiones fue brutal, despiadada, y fuente de un enorme descontento. Los Países Bajos administraron sus dominios primero como un negocio (a través de la Compañía de las Indias Orientales, con el fin sobre todo de garantizar el monopolio de las especias), y luego, conforme las circunstancias fueron cambiando, como un estado avasallador que se aprovechaba de las ricas materiales primas de un territorio que cada vez se fue haciendo más grande y estructurado. Por supuesto, ello generó toda clase de interacciones, algunas positivas, como una cierta sección de la población indonesia que recibió educación y pudo compartir algunas de las responsabilidades de la colonización. Pero incluso ellos (especialmente la población mestiza) notaron que los europeos siempre se encontraban un escalón por encima -el libro realiza muy buena analogía con las distintas cubiertas de un barco de aquella época- y eso, como en muchos lugares del mundo, sembró las semillas del rencor y las ansias de libertad. Hay varios episodios del libro que ilustran muy bien este odio acumulado: 1) cuando los japoneses llegan para invadir Indonesia, en busca sobre todo de petróleo, sus habitantes les reciben como libertadores. Y a pesar de que luego el hambre y el propio colonialismo japonés rompen esa luna de miel, aquel período (en que los indonesios alcanzaron mayor autonomía, y fueron instruidos en el arte miliar por sus nuevos amos asiáticos) fue clave para entender que, después de la Segunda Guerra Mundial, las cosas no podían seguir igual; 2) cuando los neerlandeses vuelven tras la guerra, creen que les van a acoger con los brazos abiertos. En lugar de ello, se encuentran con una población abiertamente hostil. Ante ello, los Países Bajos repiten los mismos errores, y creen que la fuerza lo solventará todo. De hecho, es increíble leer lo que a finales de los años 40 llegaron a hacer los Países Bajos (un pueblo asfixiado, poco tiempo antes, por el yugo alemán) en cuanto a crímenes de guerra en una región que decían estar liberando y pacificando, y lo poco que se han castigado y puesto de relieve esas matanzas -tanto, que quienes las han confesado han recibido, por parte de neerlandeses, terroríficas amenazas de muerte-. Para que nos hagamos una idea de lo radicales que llegaron a volverse las posturas, un partido de derechas bastante importante a finales de los años 40, liderado por un ex-primer ministro del país, dijo que, antes de entregar las colonias, habría que disolver el gobierno, y planeó un golpe de estado que hubiera supuesto el asesinato de numerosos líderes neerlandeses. No sé si a los lectores les sonará a otros contextos en que el tema territorial ha entrado en un bucle de obcecación tan fuerte que ha llegado a originar ideas extremadamente delirantes y antidemocráticas.

Uno de los puntos fuertes del libro es que te indica que, al contrario de lo que muestran las películas, hay muchos casos individuales que se escapan a lo común: un intelectual independentista indonesio que vive en Holanda y acaba en un campo de concentración nazi; un mestizo indo-holandés que es capturado por los japoneses y le cae la bomba atómica de Nagasaki encima; un tripulante de submarino alemán que es arrestado por los japoneses al final de la contienda; soldados nacidos en Nepal, quienes trabajan para la corona británica, los cuales tratan de pacificar la recién liberada Indonesia, pero que se encuentran con el rechazo de la población (saben que la entrada del Reino Unido es el anticipo de la llegada de los holandeses para recuperar la joya del reino), con lo cual asiáticos terminan enfrentados contra asiáticos, y japoneses y británicos han de colaborar juntos para garantizar la paz. Para mí, una de las escenas más sorprendentes es cuando los americanos, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la zona de Papúa (donde sus habitantes viven aún en el Neolítico) y, mientras empiezan a construir aeropuertos, les prometen a los nativos 25 céntimos por cada japonés -la prueba del objetivo cumplido es una oreja- que maten en la huida desesperada de los nipones a través la selva. Por lo visto, aquel año, muchos soldados americanos enviaron orejas asiáticas a casa como regalo. En este libro, desde luego, hay muchos casos que darían para espectaculares adaptaciones cinematográficas.

De hecho, entre los muchos actores, poliédricos, entre dos culturas y dos perspectivas, cargados de matices, me ha llamado la atención aquellos neerlandeses que, a pesar de la cerrazón de sus gobernantes, tenían claro que los indonesios merecían aquella misma libertad que, a ellos mismos, los nazis les habían negado. Por ejemplo, el Partido Comunista Holandés, que siempre estuvo a favor de la independencia indonesia; los 8.000 miembros del Partido Socialista que se dieron de baja, descontentos con la postura que habían adquirido sus líderes con el proceso descolonizador; el 50% de hombres y el 38% de mujeres de la población de los Países Bajos que estaban en contra de mandar tropas a las colonias; o el caso de un soldado neerlandés que, al darse cuenta de que le llevaban para matar indonesios, se escapó de noche, llegó a la zona del enemigo, gritó "¡Merdeka!" ("libertad" en indonesio"), le contó a la población local los planes de sus jefes, y fue acogido como un héroe (aunque fue encarcelado a su vuelta a los Países Bajos). Demostrando que disidentes y auténticos amantes de la libertad los ha habido siempre en todos lados.

En el otro lado, el pueblo indonesio dio enormes muestras de paciencia y resiliencia, aunque, al final, por supuesto, tantos excesos llevaron a reacciones violentas (en muchos casos exageradas y que pagaron inocentes), pero que son fáciles de entender después de lo que habían vivido, y que al final fueron las únicas que los colonizadores llegaron a entender. Frente a ello, hubo muchos personajes y políticos que mediaron, contemporizaron, y de verdad intentaron poner lo mejor de su parte. Entre los nombres más destacados están Sukarno (futuro primer presidente de Indonesia, y que pactó con Dios y el diablo para conseguir su propósito; de hecho, fue capaz de hablar con fascistas japoneses, colonizadores holandeses, islámicos y comunistas indonesios, y también de defraudar a todas esas colectividades) y Sutah Sjahrir, un hombre culto y conocedor de las costumbres europeas, atrapado entre dos fuegos, que acabó enfrentado con la siguiente ola revolucionaria, y que hundió su carrera política, como muchos, para tratar de evitar un derramamiento de sangre. En el proceso, quedó claro que había posturas contrapropuestas (por ejemplo, una generación mayor que optaba por pactar y ser pragmática, y una más joven que apostaba por la violencia revolucionaria), en elecciones que eran siempre complicadas porque el poder de la fuerza en su abrumadora mayoría estuvo del lado neerlandés.

Al final, a pesar de que por supuesto hay muchos factores implicados, la independencia indonesia se logró por dos motivos principales: 1) aunque, a través de la violencia, los Países Bajos recuperaron casi la totalidad del territorio tras la Segunda Guerra Mundial, nunca lo controlaron del todo. La resistencia indonesia en forma de guerrillas convirtió aquello en un anticipo de lo que sería más tarde la guerra de Vietnam, quedando claro que unas centenas de miles de hombres no pueden gobernar un país donde millones conspiran subterráneamente en contra. Tener colonias, desde luego, ya no era rentable; 2) los EEUU, el gran mediador internacional, cambiaron de opinión. Si al principio estaban a favor de los Países Bajos porque temían que éste cayera bajo la influencia del comunismo, los movimientos en contra de esta doctrina política por parte de Sukarno les convencieron de que apoyarle a él -uno de los pocos actores moderados que quedaba en pie en el archipiélago asiático- era la única manera de garantizarse de que Indonesia no cayera bajo las redes de la Unión Soviética. Con ello, el país pudo conseguir el logro de ser libre, aunque pagó caro su éxito: económicamente, sobre todo al principio, las condiciones fueron muy ventajosas para los Países Bajos y, además, EEUU siguió utilizándolo como bastión contra el comunismo. Tanto que, en los años 60, favoreció un golpe de estado que causó centenas de miles de muertos e inauguró una dictadura que duró 32 años (y de la que todavía quedan reminiscencias y cicatrices en el país). Sin embargo, el autor de "Revolución" se centra sobre todo en los aspectos positivos: Indonesia -el cuarto país más poblado del mundo- fue el primer estado que, tras la Segunda Guerra Mundial, proclamó su independencia, y constituyó la inspiración para procesos descolonizadores que se iniciaron por todo el mundo. Aunque luego muchos de esos procesos sufrieron traumas, sabotajes, traiciones, quedaron desvirtuados, o se asomaron a un sin fin de problemas que venían derivados o eran independientes del colonialismo (en realidad, el capitalismo y la corrupción fueron los mayores responsables), en el balance, a inicios del siglo XXI, esos pueblos son un poco más autosuficientes y más libres, y han demostrado que se puede hacer política donde el centro de todo no sea la raza blanca. Teniendo en cuenta lo horrorosa que suele ser la Historia humana, a veces una victoria de este orden -por muy pírrica que sea- es suficiente.

Por último, el libro habla, para mí proféticamente, de cómo los seres humanos colonizamos no sólo los territorios, sino también el futuro: como el autor de "Revolución" dice, la gente de los años 20 del siglo XXI explotamos los recursos y comprometemos el destino de los habitantes del 2080. La destrucción de la naturaleza (de la que Indonesia, por desgracia, es una privilegiada avanzadilla) nos pasará las cuentas tarde o temprano. Pero esas son revoluciones que otras generaciones -sí, también nosotros- tendremos que liderar.

sábado, 1 de febrero de 2025

El relato de febrero: "Y por fin, el descanso"

                Jorge Luis recogió la hoja de avisos como cada mañana y supo, de inmediato, que aquel iba a ser un día extraordinario. Aunque no se pudo figurar de qué manera.

                -¿A qué te refieres con que hoy va a ser horrible?-preguntó Terry. A Terrance -o Terry, como prefería que le llamaran sus amigos- nunca se le había quitado aquel acento de su región natal de Inglaterra que llamaba la atención entre los allegados de su país de acogida. De hecho, cuando él y Michael (su amigo del alma, de origen teutón) se ponían a discutir en el pub de la esquina aquellas cuestiones tan abstractas sobre la vida, la muerte, y las criaturas imaginarias de la literatura fantástica, el acento de ambos se volvía tan marcado que sólo Jorge Luis era capaz de seguirles; tal vez porque era el único que comprendía las palabras tan extrañas que pronunciaban.

                -Porque hoy nos toca la casa de uno de esos tipos.

                -Con “uno de esos tipos” te refieres a…

                -Efectivamente: uno de esos tipos…

                No hacía falta decir más. Con esa definitiva explicación, los dos sabían que se referían a aquellos cadáveres que se han descubierto en una casa después de un largo período tras la muerte del individuo. Las razones por las que esto podía haber ocurrido eran variadas: gente sin muchos amigos, con vecinos demasiado poco cotillas, con síndrome de Diógenes (esos, sin lugar a dudas, eran los peores) o, simplemente, personas que, por una serie de desafortunadas circunstancias, habían fallecido sin que nadie se percatara en las semanas siguientes, para cuando el problema era ya irremediable. Habían tenido un par de casos a lo largo de su carrera, y solían ser asquerosos: bolsas de basuras sacadas casi a paladas, trajes especiales para prevenir la contaminación y, sobre todo, un olor nauseabundo que costaba eliminar de la ropa y que no se apartaba de las fosas nasales durante semanas.

                -Odio estas cosas -protestó Terry-. No por… en fin, lo evidente. Es que normalmente estos casos me parecen deprimentes: suele ser gente triste, abandonada. Es como una historia de derrota que te ves obligado a contemplar aunque ya conoces el final.

                -El final se lo ponemos nosotros, querido amigo -expresó Jorge-. Si es que alguna vez hay un final, en algún sitio.

                No obstante, en el momento en que traspasaron el umbral de la puerta de aquella casa, estos basureros tan particulares supieron que aquel episodio era especial.

                El lugar no estaba mal… dentro de lo que cabe esperarse de un hogar que ha estado sin cuidar durante varias semanas. El apartamento no era un ejemplo perfecto de pulcritud, y de hecho estaba claro desde el principio que acumulaba toda clase de objetos inútiles (eso que, con cariño, en los pisos de las personas mayores, solemos mencionar como “recuerdos de una vida”), pero no era muy distinto de aquello con lo que sueles toparte en la casa de una persona de cierta edad…

                … salvo el salón, claro.

                Cuando divisaron el panorama, los dos se quedaron petrificados, observándolo. Era hipnótico: te horrorizada, y al mismo tiempo no podías apartar la vista tampoco.

                -Léeme otra vez lo que sabemos de la biografía de ese tipo, por favor -solicitó Jorge.

                Terry, tembloroso, llevó las manos a un papel, y aquello pareció menos una lectura que un rezo, un salmo, una plegaria que recitaba…

                -Su esposa murió hace años… Por lo visto, pasaron los últimos momentos de ella juntos, cogidos de la mano. El personal de enfermería destacaba siempre la sonrisa tan amplia que tenía la mujer durante el trance. Por lo visto murió sin dolor, en paz… Luego, él se fue a casa. Por lo visto, desde entonces, no salía mucho. Sí, a veces al parque, a hacer la compra… Los vecinos dicen que intercambiaban palabras con él de cuando en cuando, y que se lo cruzaban con frecuencia en un cine cercano. Pero ya está. Por lo visto, se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en una butaca visible desde el exterior, desde donde podía divisársele al lado de la ventana, viendo la televisión o leyendo algún libro…

                Pero hacía tiempo que nadie podía atisbar nada a través de esa ventana, ya que una mampara bajada, y la orientación concreta del sol en aquella parte de la casa, impedían visualizar nada desde fuera de la vivienda. Eso sí, el hombre seguía ahí, en su butaca. La única diferencia es que había muerto, rodeado de una docena de libros que no quiso o no pudo retirar, apilados a ambos lados de su asiento… y que un árbol que había crecido en el seno mismo del cuerpo de aquel hombre (quizá nacido a partir de una semilla que se había colado por el mínimo resquicio de ventana que había permanecido abierta) había cubierto y englobado, formando un todo con el cadáver de aquel hombre, y con parte de su biblioteca.

                -¿Cómo es po…?

                -Madre mía, desde luego, esto sí que es especial -a Terry se le veía casi contento por la circunstancia.

                Tampoco era de extrañar. Jorge Luis se fijó con mayor detenimiento en aquel conglomerado que habían formado literatura, humanidad y vegetación: el árbol había absorbido en tal medida la humedad del cadáver que éste, apergaminado como una momia, no olía como solían hacerlo los cuerpos que se habían estado descomponiendo durante el mismo tiempo. Además, y para terminar de descolocarle más todavía, el rostro de aquel individuo (si es que se le podía llamar rostro, teniendo en cuenta la amalgama que habían formado madera y cara) transmitía -una ¿plácida?, ¿etérea?, ¿inquietante?- sensación de felicidad.

                -¿Cómo calificarías esto?-preguntó Jorge Luis a su compañero-. ¿Esto es bueno… es malo… es un milagro… una abominación…?

                -Ante todo, es trabajo -replicó Terry-. Voy a tener que ir a por una motosierra. Si no, va a ser imposible separar el sillón de las raíces que se han formado.

                Lo cierto es que duró horas. Y como Terry había anticipado, no hubo manera de disgregar la simbiosis que se había formado entre el hombre, sus libros y el tronco de aquella especie vegetal (por cierto, ¿qué tipo de planta era? Ninguno estaba muy seguro, aunque Jorge Luis hubiera afirmado que era una higuera). Con extrema delicadeza -porque no podían imaginarse hacerlo de otra manera-, Jorge Luis y Terry transportaron el conjunto teniendo cuidado de que no se partiera ninguna rama y que las hojas del árbol no se perdieran por el camino, de tal manera que llegó casi intacto al punto de reciclaje.

                -Aquí no podéis dejar esto -les transmitieron los técnicos municipales.

                -¿Por qué no? -protestó Terry-. En la funeraria nos han dicho que aquel no era el sitio, en la Oficina de Jardines y Parques tampoco, así que hemos venido aquí, al Punto Limpio. ¿Éste no es el lugar tampoco?

                -Eeeeehhh… pues no sé si sí o si no, pero es que estamos sufriendo tantos recortes, que no tenemos personal para ocuparnos de esto. De verdad que nos metemos un lío si apartamos a alguno de los operarios que tenemos en marcha de su labor para ocuparse de esto.

                Terry agitó la cabeza. “Esta ciudad se está yendo a la mierda”, musitó.

                -¿Y entonces?-exigió alternativas Jorge Luis.

                El técnico le echó un vistazo por encima a lo que -por lo visto, para él- no era más que un trozo de madera. Jorge Luis se preguntó si este hombre estaba bien de la vista, si no le estaba echado una ojeada lo suficientemente profunda, o qué pensaría este trabajador cuando veía la película “Pinocho”.

                -Para mí, esto no es peligroso a nivel sanitario. Yo lo dejaría en medio del parque que está aquí al lado, a la vuelta. Y que la naturaleza siga su curso, ¿no?

                Cuando Jorge Luis cerró la puerta de la camioneta, los ojos de Terry parecían desprender un brillo de satisfacción.

                -Me parece surrealista. Y, al mismo tiempo, tan gracioso…

                -¿Qué vamos a hacer?

                -¿Es que nos han dejado otra alternativa?-replicó el británico sarcástico.

                Por tanto, así fue exactamente como actuaron: dejaron el árbol en lo que creyeron un buen lugar, en medio del sol y de la sombra, y se marcharon con toda rapidez de allí. No querían ver qué ocurría con lo que dejaban atrás.

                Con el tiempo, la planta enraizó: las ramas engrosaron, enhiestas, y al hacerlo, los libros se elevaron a la altura de los ojos de los hombres, mujeres (y, sobre todo, niñas y niños) se situaban de vez en cuando, para protegerse del sol, en la penumbra del árbol. Con curiosidad y mucho respeto, algunos de ellos rompieron los delicados hilos de tejidos vegetal que se habían formado en el costado de los lomos y, al hacerlo, dejaron expedito el camino a las páginas. Momento en el cual comenzaron a leer.

                Ahora, el árbol se ha convertido en toda una institución en el parque. Pequeños y mayores, a veces familias enteras, acuden para leer y releer los textos de Saramago, Ende, Buero Vallejo, Verne, Asimov, Dumas, que el hombre releía en sus últimos años, cuando ya no le preocupaba tanto leer libros nuevos, y se esforzaba sobre todo en releer los antiguos, lo que más había apreciado en su día.

                Así, de esa manera, llegó el descanso, pero, en cierta medida, el final no fue del todo el final.

lunes, 27 de enero de 2025

Citas célebres. Una frase para cada mes del año.

Ya sabéis que en este blog disfrutamos de las frases sabias que han escrito autores más inteligentes que yo (y por eso os cuelgo una cada mes, que como muchos recordaréis he ido recopilando en esta entrada). Estoy seguro de que mi casa no es el primer lugar ni el único que tiene el típico calendario con fotos de sus viajes, acompañado cada mes con una frase de un autor célebre que enuncia alguna verdad sobre la vida, el amor, la muerte, la humanidad o alguna de esas miles de preocupaciones (profundas o superficiales, fútiles o provechosas) que rodean al ser humano, y a las que llevamos dándole vueltas durante siglos, a veces atisbando sólo una porción de la realidad. Sin embargo (y no sé si es orgullo de pertenencia) el que ha elaborado mi chica contiene unas citas particularmente ingeniosas -o así me lo parece a mí-, así que os las coloco aquí para que las disfrutéis, las ignoréis, saquéis una idea fructífera de ellas o penséis "yo conozco frases mejores", porque seguro que también las hay. Así que, sin ninguna pretensión, pero (como digo) creyéndolo interesante, aquí os las cuelgo:

ENERO: "Comieza tu día con una sonrisa y ve´ras lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo". El personaje de Mafalda, extraído de la fértil imaginación de Quino.

FEBRERO: "La ciencia, amigo mío, está hecha de errores, pero errores que es bueno cometer, porque llevan poco a poco a la verdad". Julio Verne.

MARZO: "Lo mejor del recorrido no es la meta, es el paisaje". Gloria Fuertes.

ABRIL: "La contemplación de la naturaleza me ha convencido de que nada de lo que podamos imaginar es increíble". Plino el Viejo.

MAYO: "La observación de la naturaleza hizo nacer el arte". Cicerón.

JUNIO: "Yo creo que nuestro padre celestial inventó al hombre porque se desilusionó con el mono". Mark Twain.

JULIO: "La mejor prueba de que la navegación en el tiempo no es posible es el hecho de no haber sido invadidos por las masas de turistas provenientes del futuro". Stephen Hawking.

AGOSTO: "Cuatro cosas no pueden ser escondidas durante largo tiempo: la ciencia, la estupidez, la riqueza y la pobreza". Averroes.

SEPTIEMBRE. "Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros, hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros". Jorge Luis Borges.

OCTUBRE: "En el teatro hay 1500 cámaras rodando al mismo tiempo; en el cine sólo hay una". Orson Welles.

NOVIEMBRE: "Disfrutar de todos los placeres es insensato; evitarlos, insensible". Plutarco.

DICIEMBRE: "Es mucho más difícil juzgarse a uno mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte correctamente serás un verdadero sabio". Antoine de Saint-Exupéry