Dicen que un articulista de ObjetoDiario le pidió a ChatGPT escribir un artículo (con su habitual dosis de bulos, conspiranoia negacionista y sesgo político) para su periódico. Ante la solicitud, el programa informático le respondió: <<Soy una IA generativa y, como tal, no tengo las habilidades ni capacidad necesarias para redactar este tremendo truñaco. Anda y dile a uno de tus becarios que te lo escriban, que esto no está "pagao">>.
Emilio Tejera. Página de escritor
¿Por qué estamos aquí? Porque nos gusta lo curioso, lo sorprendente, lo interesante, lo inusual, lo que engrandece al ser humano, lo que lo redime de vez en cuando. Por eso nos apasionan las historias: porque hayan ocurrido o no, de alguna manera es real.
lunes, 24 de marzo de 2025
lunes, 10 de marzo de 2025
El relato y la historia real de marzo: "La segunda muerte del padre Méndez"
En julio de 1616, el conocido como padre Méndez predijo, en Sevilla, su propia muerte, la cual tendría lugar, de acuerdo con su vaticinio, 21 días después. Los hechos que sucedieron a partir de entonces se describen, entre otros lugares, en las “Historias de la Inquisición” de Juan Eslava Galán, de donde he sacado la mayor parte de la documentación para este relato. Muchas de las anécdotas que aquí se detallan sólo son descripciones de eventos que se registraron -o, al menos, se comentaron- por aquel entonces. Como os podéis imaginar, las adaptaciones al siglo XXI son mías.
Toda persona
tiene un pasado. No llegamos a lo que somos por casualidad. En los momentos
previos al culmen de lo que llegamos a ser hay indicios, pistas a veces
sutiles, de lo que podríamos más tarde alcanzar. El padre Méndez coqueteó entre
varias religiones antes de optar definitivamente por la católica, e ingresar
como religioso. Migró a América; allí no le fue bien, y regresó entonces a
Europa, donde se asentó en Roma. Sin embargo, su comportamiento extravagante
alertó incluso al Papa, que le obligó a marcharse de la ciudad. Fue entonces a
Sevilla, donde vino a ocurrir lo mismo, ya que el arzobispo le forzó a buscarse
otro sitio, fuera de la urbe. Sin embargo, cuando el prelado murió, nuestro
protagonista volvió a intentarlo. Fue entonces comenzó a plantar la semilla de
su gloria.
Para
empezar, organizó su propia congregación. El padre Méndez, desde un principio,
supo ver el potencial de las redes sociales; montó sus propios canales en
diversas plataformas, donde su desparpajo y capacidad de convencimiento le
granjearon una enorme cantidad de seguidores. Sin embargo, las actuaciones más
atrevidas las reservaba para las distancias cortas. Tenía un pequeño coro de
entusiastas a los cuales, después de haber convivido con las complejidades del
mundo moderno y la existencia digital, su mensaje de volver a unos valores más
sencillos, más puros, los de sus abuelos, les hacía especial ilusión. Sobre
todo a mujeres, muchas de ellas jóvenes e inmigrantes. Por ello, organizaba
reuniones en las que desvirtualizó a unas cuantas. Les alojó en una casa con
amplios cuartos en el centro (una vieja casa de realquilados), pero hacían vida
comunal. Allí, se dedicaba a hacer varias misas diarias en el salón, que
empleaban como si fuera una iglesia. Sólo que las ceremonias eran un poco -por
así decirlo- originales. En los vídeos en redes sociales, el padre Méndez
comentaba que habían llegado a hacer a hacer una misa de veintitrés horas sin
que él ni ninguno de sus seguidores (¿acólitos?¿miembros de una secta?) se
sintieran cansados. Lo que no decía era que, en mitad de sus misas, se quitaba
las ropas y empezaba a temblequear como si estuviera poseído. A la luz de
aquellos actos, alguno se hubiera preguntado si la aseveración del padre Méndez
de que en aquellas ceremonias realizaban varias comuniones al día había alguna
clase de doble sentido. Sin embargo, sus seguidores en el canal de Telegram, al
contemplar de manera confidencial los vídeos que mostraban aquellos extraños
bailes, los devoraban acríticamente, y los nuevos followers que se
incorporaban al canal (seducidos primero por el escándalo, y más tarde por la
sensación de que algo auténtico tenía que haber detrás de aquellas extrañas
manifestaciones) se sentían más seducidos que suspicaces frente a aquellas
perturbadoras imágenes. El boca a boca se extendió de manera presencial, y
también en red: muchos llegaban a verbalizar lo especiales que se sentían al
formar parte de un movimiento tan único, con un líder que tenía tanta
personalidad, y las ideas tan claras (en contraposición con el vacío que, con
anterioridad, había llenado sus vidas), y destacaban también el sentido de
comunidad que habían encontrado en aquella nueva agrupación. La afluencia, por
supuesto, empezó a aumentar, en Youtube y otras redes; con ella, llegaron
también las donaciones. El padre Méndez podría haber parado allí, pero por
supuesto, aquello no iba a ser suficiente: él sabía que la marca requería
crecer y, además, su ego necesitaba siempre más.
Se ha dicho que en el siglo
XVII “la obsesión era la otra vida” (Juan Eslava Galán, “Historias de la
Inquisición”; pág. 171). En verdad, muchos se desvivían tanto para hacer
méritos en el otro mundo, que cabía preguntarse si disfrutaban en algún sentido
de éste. Claro que puede ser lo natural cuando el universo terrenal no tiene
demasiado que ofrecerte. Desde ese punto de vista, la promesa de la vida eterna
no resulta mal atractivo. Llegar al cielo, hacerse acreedor de un rinconcito en
el paraíso, exhibir tu futuro -como anticipo del premio a largo plazo- en forma
de buenas obras que te llevarán hasta él. En el siglo XXI, hay otra clase de
ensimismamiento: por la otra vida, la digital, la que no refleja la real en
absoluto. Sino que es inmaculada, rutilante, perfecta, donde tus buenos actos
también te definen: desayuna aguacate, disfruta de vacaciones en Punta Cana,
viste de primeras marcas, abraza niños negros en África, donde su piel
contrasta en mayor medida con el azul del filtro “Tropical”. Los principios,
sin embargo, son los mismos: pórtate bien en esta vida, y tendrás una
existencia digital perfecta. Haz las cosas como debes, y abandonarás esta
existencia de miseria, casas estrechas, sueldos bajos, humillación. Y, con un
poco de suerte, si el flujo de publicaciones se mantiene constante, y brillas
lo suficiente, tu vida, de una manera u otra, quizá empiece a parecerse a
aquella otra que pretendes aparentar.
Entonces, el padre Méndez soltó
la bomba: iba a morir en tres semanas exactas. Pero no porque estuviera enfermo:
al contrario, se sentía como un roble. Se lo había comunicado Dios en persona,
a través de un mensaje tan diáfano como cargado de esplendor divino. La noticia
empezó de manera simple, con un simple vídeo enlazado a un post. Después, se
viralizó. El número de seguidores aumentó instantáneamente en todos los
formatos, redes y canales. Salió en prensa y hasta en la tele. De repente, la
descreída sociedad española sufrió un ataque súbito de fervor religioso. ¿Por
qué no?, decían algunos, las modas siempre vuelven, y nunca hemos descartado del
todo nuestros viejos ritos ancestrales. Se contemplaron escenas que hacía
décadas que no se veían: lisiados e invidentes haciendo cola para que el hombre
santo les curase, antes de que cruzara con la barca de Caronte al otro lado. La
diferencia es que en la época en que todo el mundo era católico por definición
no estaba Cuarto Milenio filmando, dando a entender que ellos, de alguna
manera, habían anticipado la noticia. De hecho, había peleas por debajo de la
mesa por ver qué productora iba a proporcionar el alojamiento que albergaría
durante los últimos días el cuerpo del ilustre finado y, por tanto, quien
tendría derecho a retransmitir en directo sus últimos momentos de agonía, el
transporte del cadáver y el sepelio. Por supuesto, nadie se atrevía a decir en
voz alta que aquella predicción era tan sólo una fantasía, un delirio
egocéntrico fuera de la realidad: porque aquello significaría acabar con la
gallina de los huevos de oro, y nadie pretendía que se terminara la fiesta, al
menos, mientras hubiera cáscaras doradas que recopilar. En la calle, mientras
tanto, en los mentideros de la ciudad de Sevilla, por supuesto, se producían
discusiones: había quien lo negaba, había quien lo defendía, había quien no
creía al padre, pero… (ese “pero” que acaba matando casi todas las buenas
cosas). Las autoridades civiles y eclesiásticas, entre tanto, no querían entrometerse
y lo dejaban estar: bien sabe que no es sano interponerse en aquellos asuntos
que al pueblo enardecen en demasía. Si acaso la cosa se descontrolaba, siempre,
más tarde, podrían actuar.
¿Qué
hacía, al tiempo que sucedía todo esto, nuestro buen padre? Parecía retirado de
este mundo. Nadie sabía muy bien donde estaba. Era su representante el que más
hablaba, a semejanza del custodio de un Santo Grial. Méndez sólo aparecía en
redes muy de vez en cuando, como si ya estuviera más fuera que dentro de esta vida.
Trascendía que comía muy poco: prácticamente, decían, vivía del aire. Por
supuesto, moraba rodeado de sus fieles, que le profesaban tal atención que casi
se diría que, más que observarle, le absorbían. Por supuesto, el padre Méndez
estaba encantado. Completamente en su salsa. Hablaba con sus muchos seguidores,
sin dar síntomas de agotamiento, a pesar de las muchas horas despierto. Por
supuesto, aquello se interpretó como un milagro, y la rumorología empezó a
atribuirle muchos más: desde que flotaba en el aire hasta que las cámaras se
ponían en marcha en su sola presencia (por supuesto, los fenómenos divinos han
de adaptarse a los nuevos tiempos). En su presencia, por supuesto, los seguidores
aprovechaban: le tocaban la cara, la nuca, las manos. Recogían el sudor de su
frente (“el rocío de sus labios”, describió de manera poética un bloguero) e,
intentando pasar inadvertidos, le arrancaban fragmentos de cabello o le
cortaban trozos de ropa. El padre Méndez se daba cuenta de todo, pero dejaba
hacer igual, y sonreía. A una señora mayor le dio por colgarle, al santo varón,
un rosario en el cuello, y pronto acabó tan cargado de cuentas que, conforme
caminaba, repicaba como un sonajero. Luego los rosarios eran retirados y la
gente se los llevaba a su casa, aunque se encontró alguno vendiéndose a buen
precio en AliExpress, y también en el Rastro. De igual modo, no era raro
encontrar por aquella época (no sólo en la ciudad, sino por todo el país),
tazas y camisetas referidas al mágico acontecimiento. También se subastó en
eBay un trapo con la certificación de tener estampada la efigie en sudor de la
cara del padre Méndez. Al fin y al cabo, salvo el de los panes y los peces, los
milagros no dan de comer, pero la creencia en ellos puede originar pingües
beneficios.
Se ha dicho que en el siglo
XVII florecía la picaresca. Parece a ratos como si se tratara de un mal
endémico y exclusivo español, como si nunca hubieran existido un Fagin, el
hombre que vendió varias veces la torre Effiel, o el que pretendía cortar a la
mitad y (darle la vuelta a una sección) a la isla de Manhattan. Como siempre,
sin embargo, en aquella era la picaresca tenía dos velocidades o, mejor dicho,
dos niveles bien diferenciados. Estaba el pobre que se las buscaba para
sobrevivir: el lazarillo que le roba la comida al ciego; el niño de manos
habilidosas que castiga el descuido de dejar la bolsa muy suelta (como premio,
te proporciona la advertencia de que tengas más cuidado); el amigo que conoce a
un amigo que a su vez conoce a un amigo que te puede meter mano en un negocio
no del todo legal -igual que, en Roma, todo el mundo tiene un colega que maneja
las llaves de un tesoro arqueológico que nadie más puede ver, y te sientes privilegiado
a causa de ello-. Frente a ellos (pobres pajarillos que rapiñan las migajas que
la vida no les ha querido regalar) tienes a los grandes halcones que vuelan
alto y se pasean por los palacios del gobernador y del obispo, en ciertos
tiempos, o los de la Junta o la Moncloa, en siglos diferentes. Como suele
decirse, mientras unos llevan la fama, otros cardan la lana. El problema es
que, como cada uno hace su pequeña trapacería, cuando llega la hora de imponer
un sistema más justo, incluso los que deberían salir favorecidos se oponen, por
miedo a que le quiten ese escaso trozo de privilegio que han conquistado. De
esa manera, el gran ladrón queda impune para poder seguir enredando sus
desmanes, y quejándose de los Guzmán de Alfarache al que él supera por mil.
Pero siempre da más color local ese pícaro de baratillo que merodea las
tabernas, que juega a los dados y a las cartas, y que corre por las plazas
públicas informándose de todas las novedades acerca del padre Méndez, a veces
por malsana curiosidad, como todo el mundo, y en ocasiones por averiguar qué
puede caer de allí. Total, no va a hacer negocio una solo persona con la
religiosidad de los feligreses…
Mientras
tanto, la gente que iba a verle, claro, le preguntaba por su próxima vida en el
cielo. La mayor parte salían de aquella conversación sonrientes, pues el padre
Méndez sabía muy bien qué era lo que quería escuchar el interlocutor con el que
dialogaba. Pero claro, hablando durante casi veinticuatro horas al día, es
fácil cometer errores. Como a una señora a la que le dijo que dentro de poco
iba a ir al cielo, cosa que por lo visto a la mujer, que aún esperaba incordiar
en este mundo un rato más, no le hizo ninguna gracia. A otra en cambio le
anunció que iría a visitarla después de muerto, y la buena dama no se mostró
muy conforme con eso de tener que invitar a un fantasma a té y pastitas. De vez
en cuando, además, el padre Méndez iba haciendo predicciones públicas para
después de su muerte: algunas eran un poco apocalípticas, sobre todo en
dirección a aquellos habitantes de la ciudad (o internautas) que se habían
metido con él desde el primer día. Otras, en cambio, destacaban cómo, tras su fallecimiento,
se produciría una ola masiva de conversiones. El padre Méndez ya había hecho
testamento digital, indicando a quién le legaría sus redes sociales para que,
aunque él se fuera, no quedaran desasistidos de auxilio espiritual. Se preguntó
si sería posible, desde el cielo, continuar manejando su canal, así que le
encargó a sus sustitutos que no cambiaran las contraseñas, por si acaso tenía
la oportunidad de grabar un vídeo desde lo más alto. Nunca se sabe cuándo vas a
mandar una exclusiva en lo que se convertirá en un hito histórico.
Llegó
un momento en que, en el lugar de refugio del padre Méndez, había tal
aglomeración de gente (y también de solicitudes digitales) que tuvo que poner
fin a todo. Dio un discurso de despedida y colgó un vídeo -lo primero antes que
lo segundo, para pulir detalles de cara a lo que pasaría a la posteridad- donde
hizo un repaso de su vida, por supuesto bajo un prisma muy positivo, y cargado
de subjetividad. En sus múltiples adioses se derramaron lágrimas, se vertieron
toneladas de comentarios, se desplegaron innumerables aplausos, y por supuesto likes.
Después, toda manifestación digital y física cesó por completo, y se hizo
el silencio.
Dicen
que el siglo XXI proliferan los bulos. Pero el siglo XVII tampoco era moco de
pavo. Un par de cientos de años antes, una mentira que hablaba de judíos
secuestrando y desmembrando a un niño en Toledo (niño que nunca llegó a encontrarse,
porque no existía) desembocó en la condena de varios conversos por parte de la
Inquisición, y terminó de dar un empujón al decreto definitivo de expulsión de
los judíos. Muchas veces estos rumores -como ahora- llegaban de manera
interesada, sobre todo de los de arriba (los que tenían más capacidad de
influencia y de difusión, empleando el pecunio si hacía falta) contra los de
abajo, con el objetivo añadido de sembrar cizaña entre los más pobres. Si hoy
es contra inmigrantes, entonces era contra cristianos de origen judío -porque,
por supuesto, los “cristianos viejos” no iban a competir contra ellos en
igualdad de condiciones-. Los bulos, hoy como entonces, siempre han ido
dirigidos, y buscando nuestro lado más oscuro: luego, la capacidad de la gente
de creerse cualquier tontería, y de atacar a su igual, funcionan para hacer el
resto.
Sin embargo, unos cuantos días antes de que se
cumpliera el plazo, surgieron las primeras dudas. Parecía que el padre Méndez
no las tenía todas consigo: quizá se veía demasiado sano o, quizá, ahora que se
acercaba el plazo, principiaba a flaquear la fe que su cerebro había puesto en
su propia mentira. A ratos, el padre se ponía a especular que la muerte podía
llegar un poco antes, o tal vez un poco después. Cuando uno de sus acólitos más
cercanos se horrorizaba ante este comentario, proclamando que, si la fecha se
retrasaba, el cachondeo en Twitter iba a ser épico, el padre Méndez replicaba,
con estoicismo: “A lo mejor me toca esconderme en un monte”. Por suerte, él no
había leído “El disputado voto del señor Cayo” de Delibes, y no se le había
ocurrido la solución que uno de los personajes citados había dispuesto para un
caso semejante, y que implicaba tomar parte activa en la cuestión: o quizá sí
lo había pensado, pero tenía demasiado apego a la vida como para planteárselo.
Por Internet seguía manteniéndose el mutismo desde las cuentas oficiales, pero
un seguidor muy activo dijo que él también había tenido una visión por la cual
el padre Méndez viviría aún unos cuantos años para servir al Señor, todavía en más
y mejor medida. Por lo visto al cura se le vio aliviado al leer ese mensaje,
aunque sus ayudantes se mostraron cariacontecidos al pensar en aquella
posibilidad.
Al
final, llegó el día de marras. El padre Méndez dijo que iba a pasar sus horas
finales, justo antes de la medianoche fatal, en la iglesia, acompañado de una
cámara subjetiva que grabaría sus últimos momentos delante de millones de
internautas. El padre se despidió de sus devotas y se encaminó muy despacio hacia
el edificio, como si de esa manera alargara o retrasara el instante definitivo.
Luego, llegado al sitio (donde se habían reunido unos pocos y escogidos
fieles), se arrodilló y se puso a rezar. Un médico que formaba parte de su
equipo le tomaba diversas mediciones continuamente: pero, pese a que el
sacerdote se había pasado sin comer las últimas veinticuatro horas, y había
recorrido su habitación durante aquel tiempo, sin pausa, de arriba abajo (como
si pretendiera forzar su propia muerte a base de castigar el cuerpo), aparte de
encontrarle un poco débil, por lo demás le veía completamente normal, sin
ningún indicio previo de lo que, presumiblemente, iba a ocurrir. Cuando sólo
quedaban unos instantes para que expirara el plazo, el padre realizó un último
gesto: “Adiós, hermanos míos”, declaró ante la cámara con voz queda, mirando
virtualmente a los ojos. Llegaron las doce menos diez segundos, llegaron las
doce en punto, esperaron unos cuantos minutos por si no andaban ajustados al
cien por cien sus relojes, aguardaron a que transcurriera el primer minuto de
rigor, luego comprobaron que no se habían equivocado, después dejaron que
pasaran tres, cinco, diez, veinte giros de segundero, una hora. Cuando a las
dos de la madrugada quedó claro que allí no iba a haber milagro ni se le
esperaba, los asistentes fueron abandonando poco a poco, con la cabeza gacha y
cara de circunstancias, el recinto. En un momento determinado, el cura apagó la
cámara, se levantó, y sin despedirse de nadie, se fue. Nadie supo del todo
donde había pasado aquella noche, aunque muchos decían que en un hostal para
almas en pena donde nadie hacía demasiadas preguntas.
Dicen que en el siglo XXI florecen los narcisistas. En la película “Pactar con el diablo”,
Satanás, interpretado por Al Pacino, llega a afirmar que “la vanidad siempre ha
sido mi pecado favorito”. Los narcisistas han existido siempre: unos activos
(pretenden ser admirados), otros pasivos (siguen a sus ídolos como la luna, que
ansía brillar a base de reflejar los rayos del sol). Muchos de estos últimos,
en realidad, son gente con muy baja autoestima, que esperan localizar un
remedio para sus males en un conocimiento ignoto que nadie más posee, y que les
hace por tanto superior al resto. Lo cierto es que en el siglo XVII también
había narcisistas, como en todos los lugares y en todas las eras, y como bien
demuestra el caso del padre Méndez en Sevilla: la gran diferencia con el siglo
XXI es que nunca éstos han tenido a un público tan masivo, a través de las
redes sociales, y por tanto han extendido sus tentáculos sobre tantos
individuos, hasta el punto de fundar auténticas sectas, con miembros renuentes
a cualquier clase de lógica racional. Pero las estrategias son las mismas:
tratar de convencer a través de la emoción (por ello apelan a ti de manera íntima,
y en primera persona: de ahí que la imagen, y sobre todo los vídeos, sean su
principal herramienta de trabajo) de una hipotética verdad que tú deseas creer,
y que por supuesto a él le va a reportar atención, y casi siempre dinero. De
hecho, este último llega directamente con la visualización, con lo cual ya no
hace ni falta que saquemos la cartera para darles de comer a esos estafadores.
Así que, por favor, no veáis sus vídeos; no difundáis sus publicaciones; no
alimentéis ese troll que está viciando la mente de tus vecinos, de tu familia,
de tu casa. Eso es lo que quieren: y hasta que no lo consigan, no van a parar.
En la soledad de su refugio, un
amigo visitó al padre Méndez. Este último le preguntó qué debía hacer. El compañero
de lágrimas le aconsejó que volviera a los principios: que ejerciera la caridad,
por los barrios de Sevilla, para ayudar a los más necesitados. Dijo que, si obraba
así, al principio, desde luego, el nivel de burlas sería un hartazgo, pero que
luego conseguiría hacerse perdonar, y que todo se apaciguaría en unos pocos
días.
No las tenía todas consigo el
padre Méndez cuando salió a la calle, pero, finalmente, se atrevió. La gente le
señalaba en voz alta y le zahería, entre risas, preguntándole por su obra
maestra. Ante lo cual el sacerdote respondía, resignado, entristecido,
lacónico: “el demonio me ha dado un mal golpecito”.
Por sorprendente que pudiera
parecer, al principio, la mayoría de sus followers le defendieron.
Dijeron que Cristo, para salvarnos, tuvo que morir; esgrimieron (emulando a
Borges, sin saberlo) que Judas, para abrir el camino del cielo, hubo de sufrir
el tormento, el arrepentimiento, la humillación; y argumentaron que el padre
Méndez había hecho también el ridículo por mandato de cielo: para con ello
predicar la humildad, para que nadie se creyera más grande que otro. Pero
aquello coló solo a medias, porque la ristra de comentarios que siguió a esas
declaraciones alimentó millones de caracteres que combinaban mofa (y befa) con
toneladas de sensación de vergüenza ajena. Con el tiempo, sin embargo, hasta
eso cesó. Poco a poco, el ruido se fue apagando, porque todos, de una manera u
otra, deseaban un retorno a la normalidad.
Mientras tanto, un día, de manera
inopinada y casi inadvertida, los diversos perfiles digitales del padre de
Méndez (la página y el perfil de Facebook, el de Twitter, Mastodon y Bluesky,
el de Instagram y Tik Tok, el canal de Youtube y el de Telegram, el grupo de
Whatsapp, un sin número de bots, perfiles falsos, cuentas B) desaparecieron de
golpe. Como si nunca hubieran existido. Se generó un inmenso hueco, un espacio
vacío. En la calle, si preguntaban, los antiguos fans del fenómeno del año negaban
hasta tres veces “no, yo nunca he seguido al padre Méndez”, y ponían de
referencia a otros youtubers de la misma quinta que habían prosperado a
su sombra, pero que ahora se desmarcaban y trataban de adoptar un perfil
diferenciado. Hubo, desde luego, muchos chistes, toneladas de sarcasmo, alguno
hizo sangre, pero no demasiado: quien más, quien menos, todo el mundo tenía un
amigo, una prima, un hermano que la había cagado con eso, y tampoco era cuestión
de restregarles una conspiranoia que, después de todo, y al contrario que otras
más tóxicas, no había hecho daño a nadie, salvo a los incautos que ahora
servían de carnaza para el regocijo general.
Sin embargo, a los pocos meses,
empezaron a aparecer perfiles con un cierto parecido al del cura que lo había
revuelto todo. Ninguna de ellas se identificaba como “padre Méndez”: esta vez
había un apodo, un avatar, un nombre de usuario, una forma u otra de ocultar una
identidad. No estaba claro si los viejos enlaces acerca del padre Méndez en la
prensa generalista habían sido borrados (el olvido digital todavía era un
asunto sometido a numerosos vacíos legales), pero una oscura y concienzuda
labor de borrado, aclarado y posicionamiento habían provocado que los
resultados más certeros sobre el tema pasaran a la segunda página de Google
-ésa, según dicen, donde un cadáver se puede ocultar-. Está claro que la muerte,
en el contexto digital, realmente no existe, o cuanto menos es un asunto que
exige cierta discusión. En los comentarios de algún vídeo, cuando alguien
decía: “oye, ¿ése no se parece al padre Méndez, el que la cagó con su propia
muerte?”, nadie respondía o, si acaso, recibía como toda respuesta, por parte
del autor del vídeo, un escueto like.
Ya se sabe que los tramposos, con el tiempo, o te acaban reprochando que caigas
en la estafa, o te hacen partícipe de la misma, como si todo fuera un juego, y
la mejor opción, si te engañan, es reírte y disfrutar. Es su manera de
sobrevivir: si se tomaran a sí mismos demasiado en serio, después de todo (y
sobre todo en el caso del padre Méndez), tendrían que morirse. Y, por supuesto,
eso jamás.
FIN
Nota
al pie: en la versión real de esta historia, el padre Méndez tuvo la decencia
de fallecer a los pocos meses de estos sucesos, quizá de agotamiento (o tal vez
de vergüenza). En la época actual, estoy seguro de que hubiera experimentado
una segunda o tercera resurrección.
sábado, 1 de marzo de 2025
Los libros de marzo: tres novelas "muy literarias"
-Recientemente he leído La vegetariana y La clase de griego, de Han Kang, premio Nobel de Literatura 2024, ya que me gusta acercarme a los autores que han ganado este galardón. Dice la sinopsis de "La vegetariana" que a Han Kang le gusta hacerse preguntas, y está claro que eso es verdad, aunque también puede ser que a muchos no les satisfagan las respuestas. Como resumen, la obra trata de una mujer que se niega a comer carne (esto, en la sociedad coreana, muy patriarcal, y con muchas celebraciones donde los alimentos de origen animal juegan un papel importante, constituye un motivo de señalamiento), y las consecuencias familiares que se derivan de ello. La obra está muy bien escrita, con bellas metáforas visuales, y quizá lo que echo de menos es una argumentación que le dé sentido al planteamiento de inicio, pues da la sensación de que la aparente renuncia a la vida de la protagonista es mucho más importante que los motivos por los cuales la lleva cabo. Aparte, hay un componente de confrontación con la sociedad coreana (lo cual genera unas situaciones psicológicamente muy violentas: uno de los motivos expuestos para la concesión del Nobel) que seguramente nos sorprenderá a los lectores occidentales, aunque hay cuestiones que pueden universalizarse también. En definitiva, un libro complejo, con tres secciones tan distintas que casi podrían calificarse de tres planteamientos diferentes a raíz de un mismo hecho. "La clase de griego", en cambio, va un paso más allá: esta vez la autora quiere describirnos unos personajes y unas situaciones, y si para ello tiene que dejar de lado la historia, lo hace. De hecho, está aún mejor construida, a nivel de lenguaje, que su predecesora (hay que darle las gracias a la traductora Sunme Yoon, pues juega no sólo con el coreano, el griego y el castellano, sino también con vocablos muy bien escogidos del español, en lo que se presenta como una delicada orfebrería de palabras), y en ocasiones parece ya que bordea no la prosa poética, sino directamente la poesía no rimada. En cambio, la acción, la estructura narrativa y (hasta cierto punto) las motivaciones de los protagonistas son menos relevantes que describir las sensaciones de dos almas que se entrecruzan como faros en la niebla, ensamblando sus vivencias y recuerdos para hablar del dolor de la pérdida, de la relación con las personas que amamos, y del poder de las palabras. En definitiva, entiendes que a su autora le hayan dado el premio Nobel, aunque tampoco es una lectura que le recomendarías a todo el mundo. Tengo claro que Han Kang no se va a convertir en una de mis escritoras de cabecera, pero, desde luego, valoro mucho lo que hace.
-Otra novela "muy literaria" (ese adjetivo que llena los titulares de los medios serios y suele espantar a los directivos de las grandes editoriales) es "El país del agua", del británico Graham Swift. En Swift también es clave la forma de contar, pero en este caso tambén le da mucha importancia al relato, aunque sea uno poliédrico, de múltiples historias que se entrecruzan, de la misma manera en que lo hacen el pasado (a través de varias capas) y el presente. La novela te empapa y te envuelve, tratando temas que van desde la pérdida de la inocencia durante la juventud a los fantasmas de la madurez, pasando por los choques intergeneracionales, el sentido del estudio de la historia, el miedo al futuro y el poder de la geografía. Un libro para sumergirte hasta la cabeza.
lunes, 24 de febrero de 2025
Las historias cortas de febrero: títulos que lo dicen todo
Títulos de cuentos en una sola frase:
-El niño que pisó a la hormiga reina para
darles libertad
-El libro de las 365 historias, una para cada
día del año, de las que tu hijo sólo quiere escuchar las de pajaritos, así que en tu casa siempre
es 8 de julio ó 15 de abril.
-La bruja de “Zurroatodoelmundo”.
-Éramos dos monstruos que, en lugar de desgarrarnos a zarpazos, nos dábamos las garras de acuerdo a las convenciones sociales.
lunes, 10 de febrero de 2025
El libro y la historia real de febrero: "Revolución. Indonesia y el nacimiento del mundo moderno", de David van Reybrouck.
Uno de los puntos fuertes del libro es que te indica que, al contrario de lo que muestran las películas, hay muchos casos individuales que se escapan a lo común: un intelectual independentista indonesio que vive en Holanda y acaba en un campo de concentración nazi; un mestizo indo-holandés que es capturado por los japoneses y le cae la bomba atómica de Nagasaki encima; un tripulante de submarino alemán que es arrestado por los japoneses al final de la contienda; soldados nacidos en Nepal, quienes trabajan para la corona británica, los cuales tratan de pacificar la recién liberada Indonesia, pero que se encuentran con el rechazo de la población (saben que la entrada del Reino Unido es el anticipo de la llegada de los holandeses para recuperar la joya del reino), con lo cual asiáticos terminan enfrentados contra asiáticos, y japoneses y británicos han de colaborar juntos para garantizar la paz. Para mí, una de las escenas más sorprendentes es cuando los americanos, durante la Segunda Guerra Mundial, llegan a la zona de Papúa (donde sus habitantes viven aún en el Neolítico) y, mientras empiezan a construir aeropuertos, les prometen a los nativos 25 céntimos por cada japonés -la prueba del objetivo cumplido es una oreja- que maten en la huida desesperada de los nipones a través la selva. Por lo visto, aquel año, muchos soldados americanos enviaron orejas asiáticas a casa como regalo. En este libro, desde luego, hay muchos casos que darían para espectaculares adaptaciones cinematográficas.
De hecho, entre los muchos actores, poliédricos, entre dos culturas y dos perspectivas, cargados de matices, me ha llamado la atención aquellos neerlandeses que, a pesar de la cerrazón de sus gobernantes, tenían claro que los indonesios merecían aquella misma libertad que, a ellos mismos, los nazis les habían negado. Por ejemplo, el Partido Comunista Holandés, que siempre estuvo a favor de la independencia indonesia; los 8.000 miembros del Partido Socialista que se dieron de baja, descontentos con la postura que habían adquirido sus líderes con el proceso descolonizador; el 50% de hombres y el 38% de mujeres de la población de los Países Bajos que estaban en contra de mandar tropas a las colonias; o el caso de un soldado neerlandés que, al darse cuenta de que le llevaban para matar indonesios, se escapó de noche, llegó a la zona del enemigo, gritó "¡Merdeka!" ("libertad" en indonesio"), le contó a la población local los planes de sus jefes, y fue acogido como un héroe (aunque fue encarcelado a su vuelta a los Países Bajos). Demostrando que disidentes y auténticos amantes de la libertad los ha habido siempre en todos lados.
Al final, a pesar de que por supuesto hay muchos factores implicados, la independencia indonesia se logró por dos motivos principales: 1) aunque, a través de la violencia, los Países Bajos recuperaron casi la totalidad del territorio tras la Segunda Guerra Mundial, nunca lo controlaron del todo. La resistencia indonesia en forma de guerrillas convirtió aquello en un anticipo de lo que sería más tarde la guerra de Vietnam, quedando claro que unas centenas de miles de hombres no pueden gobernar un país donde millones conspiran subterráneamente en contra. Tener colonias, desde luego, ya no era rentable; 2) los EEUU, el gran mediador internacional, cambiaron de opinión. Si al principio estaban a favor de los Países Bajos porque temían que éste cayera bajo la influencia del comunismo, los movimientos en contra de esta doctrina política por parte de Sukarno les convencieron de que apoyarle a él -uno de los pocos actores moderados que quedaba en pie en el archipiélago asiático- era la única manera de garantizarse de que Indonesia no cayera bajo las redes de la Unión Soviética. Con ello, el país pudo conseguir el logro de ser libre, aunque pagó caro su éxito: económicamente, sobre todo al principio, las condiciones fueron muy ventajosas para los Países Bajos y, además, EEUU siguió utilizándolo como bastión contra el comunismo. Tanto que, en los años 60, favoreció un golpe de estado que causó centenas de miles de muertos e inauguró una dictadura que duró 32 años (y de la que todavía quedan reminiscencias y cicatrices en el país). Sin embargo, el autor de "Revolución" se centra sobre todo en los aspectos positivos: Indonesia -el cuarto país más poblado del mundo- fue el primer estado que, tras la Segunda Guerra Mundial, proclamó su independencia, y constituyó la inspiración para procesos descolonizadores que se iniciaron por todo el mundo. Aunque luego muchos de esos procesos sufrieron traumas, sabotajes, traiciones, quedaron desvirtuados, o se asomaron a un sin fin de problemas que venían derivados o eran independientes del colonialismo (en realidad, el capitalismo y la corrupción fueron los mayores responsables), en el balance, a inicios del siglo XXI, esos pueblos son un poco más autosuficientes y más libres, y han demostrado que se puede hacer política donde el centro de todo no sea la raza blanca. Teniendo en cuenta lo horrorosa que suele ser la Historia humana, a veces una victoria de este orden -por muy pírrica que sea- es suficiente.
Por último, el libro habla, para mí proféticamente, de cómo los seres humanos colonizamos no sólo los territorios, sino también el futuro: como el autor de "Revolución" dice, la gente de los años 20 del siglo XXI explotamos los recursos y comprometemos el destino de los habitantes del 2080. La destrucción de la naturaleza (de la que Indonesia, por desgracia, es una privilegiada avanzadilla) nos pasará las cuentas tarde o temprano. Pero esas son revoluciones que otras generaciones -sí, también nosotros- tendremos que liderar.
sábado, 1 de febrero de 2025
El relato de febrero: "Y por fin, el descanso"
Jorge Luis recogió la hoja de avisos como cada mañana y supo, de inmediato, que aquel iba a ser un día extraordinario. Aunque no se pudo figurar de qué manera.
-¿A
qué te refieres con que hoy va a ser horrible?-preguntó Terry. A Terrance -o
Terry, como prefería que le llamaran sus amigos- nunca se le había quitado
aquel acento de su región natal de Inglaterra que llamaba la atención entre los
allegados de su país de acogida. De hecho, cuando él y Michael (su amigo del alma, de origen teutón) se ponían a discutir en el pub de la esquina aquellas
cuestiones tan abstractas sobre la vida, la muerte, y las criaturas imaginarias
de la literatura fantástica, el acento de ambos se volvía tan marcado que sólo Jorge
Luis era capaz de seguirles; tal vez porque era el único que comprendía las
palabras tan extrañas que pronunciaban.
-Porque
hoy nos toca la casa de uno de esos tipos.
-Con
“uno de esos tipos” te refieres a…
-Efectivamente:
uno de esos tipos…
No
hacía falta decir más. Con esa definitiva explicación, los dos sabían que se
referían a aquellos cadáveres que se han descubierto en una casa después de un largo
período tras la muerte del individuo. Las razones por las que esto podía haber
ocurrido eran variadas: gente sin muchos amigos, con vecinos demasiado poco
cotillas, con síndrome de Diógenes (esos, sin lugar a dudas, eran los peores)
o, simplemente, personas que, por una serie de desafortunadas circunstancias,
habían fallecido sin que nadie se percatara en las semanas siguientes, para
cuando el problema era ya irremediable. Habían tenido un par de casos a lo
largo de su carrera, y solían ser asquerosos: bolsas de basuras sacadas casi a
paladas, trajes especiales para prevenir la contaminación y, sobre todo, un
olor nauseabundo que costaba eliminar de la ropa y que no se apartaba de las
fosas nasales durante semanas.
-Odio
estas cosas -protestó Terry-. No por… en fin, lo evidente. Es que normalmente
estos casos me parecen deprimentes: suele ser gente triste, abandonada. Es como
una historia de derrota que te ves obligado a contemplar aunque ya conoces el
final.
-El
final se lo ponemos nosotros, querido amigo -expresó Jorge-. Si es que alguna
vez hay un final, en algún sitio.
No
obstante, en el momento en que traspasaron el umbral de la puerta de aquella
casa, estos basureros tan particulares supieron que aquel episodio era
especial.
El
lugar no estaba mal… dentro de lo que cabe esperarse de un hogar que ha estado
sin cuidar durante varias semanas. El apartamento no era un ejemplo perfecto de
pulcritud, y de hecho estaba claro desde el principio que acumulaba toda clase
de objetos inútiles (eso que, con cariño, en los pisos de las personas mayores,
solemos mencionar como “recuerdos de una vida”), pero no era muy distinto de
aquello con lo que sueles toparte en la casa de una persona de cierta edad…
…
salvo el salón, claro.
Cuando
divisaron el panorama, los dos se quedaron petrificados, observándolo. Era
hipnótico: te horrorizada, y al mismo tiempo no podías apartar la vista
tampoco.
-Léeme
otra vez lo que sabemos de la biografía de ese tipo, por favor -solicitó Jorge.
Terry,
tembloroso, llevó las manos a un papel, y aquello pareció menos una lectura que
un rezo, un salmo, una plegaria que recitaba…
-Su
esposa murió hace años… Por lo visto, pasaron los últimos momentos de ella
juntos, cogidos de la mano. El personal de enfermería destacaba siempre la
sonrisa tan amplia que tenía la mujer durante el trance. Por lo visto murió sin
dolor, en paz… Luego, él se fue a casa. Por lo visto, desde entonces, no salía
mucho. Sí, a veces al parque, a hacer la compra… Los vecinos dicen que
intercambiaban palabras con él de cuando en cuando, y que se lo cruzaban con
frecuencia en un cine cercano. Pero ya está. Por lo visto, se pasaba la mayor
parte del tiempo sentado en una butaca visible desde el exterior, desde donde
podía divisársele al lado de la ventana, viendo la televisión o leyendo algún
libro…
Pero
hacía tiempo que nadie podía atisbar nada a través de esa ventana, ya que una
mampara bajada, y la orientación concreta del sol en aquella parte de la casa,
impedían visualizar nada desde fuera de la vivienda. Eso sí, el hombre seguía
ahí, en su butaca. La única diferencia es que había muerto, rodeado de una
docena de libros que no quiso o no pudo retirar, apilados a ambos lados de su
asiento… y que un árbol que había crecido en el seno mismo del cuerpo de aquel
hombre (quizá nacido a partir de una semilla que se había colado por el mínimo
resquicio de ventana que había permanecido abierta) había cubierto y englobado,
formando un todo con el cadáver de aquel hombre, y con parte de su biblioteca.
-¿Cómo
es po…?
-Madre
mía, desde luego, esto sí que es especial -a Terry se le veía casi contento por
la circunstancia.
Tampoco
era de extrañar. Jorge Luis se fijó con mayor detenimiento en aquel
conglomerado que habían formado literatura, humanidad y vegetación: el árbol
había absorbido en tal medida la humedad del cadáver que éste, apergaminado
como una momia, no olía como solían hacerlo los cuerpos que se habían estado
descomponiendo durante el mismo tiempo. Además, y para terminar de descolocarle
más todavía, el rostro de aquel individuo (si es que se le podía llamar rostro,
teniendo en cuenta la amalgama que habían formado madera y cara) transmitía
-una ¿plácida?, ¿etérea?, ¿inquietante?- sensación de felicidad.
-¿Cómo
calificarías esto?-preguntó Jorge Luis a su compañero-. ¿Esto es bueno… es
malo… es un milagro… una abominación…?
-Ante
todo, es trabajo -replicó Terry-. Voy a tener que ir a por una motosierra. Si no,
va a ser imposible separar el sillón de las raíces que se han formado.
Lo
cierto es que duró horas. Y como Terry había anticipado, no hubo manera de
disgregar la simbiosis que se había formado entre el hombre, sus libros y el
tronco de aquella especie vegetal (por cierto, ¿qué tipo de planta era? Ninguno
estaba muy seguro, aunque Jorge Luis hubiera afirmado que era una higuera). Con
extrema delicadeza -porque no podían imaginarse hacerlo de otra manera-, Jorge
Luis y Terry transportaron el conjunto teniendo cuidado de que no se partiera
ninguna rama y que las hojas del árbol no se perdieran por el camino, de tal
manera que llegó casi intacto al punto de reciclaje.
-Aquí
no podéis dejar esto -les transmitieron los técnicos municipales.
-¿Por
qué no? -protestó Terry-. En la funeraria nos han dicho que aquel no era el
sitio, en la Oficina de Jardines y Parques tampoco, así que hemos venido aquí,
al Punto Limpio. ¿Éste no es el lugar tampoco?
-Eeeeehhh…
pues no sé si sí o si no, pero es que estamos sufriendo tantos recortes, que no
tenemos personal para ocuparnos de esto. De verdad que nos metemos un lío si apartamos
a alguno de los operarios que tenemos en marcha de su labor para ocuparse de
esto.
Terry
agitó la cabeza. “Esta ciudad se está yendo a la mierda”, musitó.
-¿Y
entonces?-exigió alternativas Jorge Luis.
El
técnico le echó un vistazo por encima a lo que -por lo visto, para él- no era
más que un trozo de madera. Jorge Luis se preguntó si este hombre estaba bien
de la vista, si no le estaba echado una ojeada lo suficientemente profunda, o
qué pensaría este trabajador cuando veía la película “Pinocho”.
-Para
mí, esto no es peligroso a nivel sanitario. Yo lo dejaría en medio del parque
que está aquí al lado, a la vuelta. Y que la naturaleza siga su curso, ¿no?
Cuando
Jorge Luis cerró la puerta de la camioneta, los ojos de Terry parecían
desprender un brillo de satisfacción.
-Me
parece surrealista. Y, al mismo tiempo, tan gracioso…
-¿Qué
vamos a hacer?
-¿Es
que nos han dejado otra alternativa?-replicó el británico sarcástico.
Por
tanto, así fue exactamente como actuaron: dejaron el árbol en lo que creyeron
un buen lugar, en medio del sol y de la sombra, y se marcharon con toda rapidez
de allí. No querían ver qué ocurría con lo que dejaban atrás.
Con
el tiempo, la planta enraizó: las ramas engrosaron, enhiestas, y al hacerlo,
los libros se elevaron a la altura de los ojos de los hombres, mujeres (y,
sobre todo, niñas y niños) se situaban de vez en cuando, para protegerse del
sol, en la penumbra del árbol. Con curiosidad y mucho respeto, algunos de ellos
rompieron los delicados hilos de tejidos vegetal que se habían formado en el
costado de los lomos y, al hacerlo, dejaron expedito el camino a las páginas.
Momento en el cual comenzaron a leer.
Ahora,
el árbol se ha convertido en toda una institución en el parque. Pequeños y
mayores, a veces familias enteras, acuden para leer y releer los textos de
Saramago, Ende, Buero Vallejo, Verne, Asimov, Dumas, que el hombre releía en
sus últimos años, cuando ya no le preocupaba tanto leer libros nuevos, y se
esforzaba sobre todo en releer los antiguos, lo que más había apreciado en su
día.
Así,
de esa manera, llegó el descanso, pero, en cierta medida, el final no fue del
todo el final.
lunes, 27 de enero de 2025
Citas célebres. Una frase para cada mes del año.
Ya sabéis que en este blog disfrutamos de las frases sabias que han escrito autores más inteligentes que yo (y por eso os cuelgo una cada mes, que como muchos recordaréis he ido recopilando en esta entrada). Estoy seguro de que mi casa no es el primer lugar ni el único que tiene el típico calendario con fotos de sus viajes, acompañado cada mes con una frase de un autor célebre que enuncia alguna verdad sobre la vida, el amor, la muerte, la humanidad o alguna de esas miles de preocupaciones (profundas o superficiales, fútiles o provechosas) que rodean al ser humano, y a las que llevamos dándole vueltas durante siglos, a veces atisbando sólo una porción de la realidad. Sin embargo (y no sé si es orgullo de pertenencia) el que ha elaborado mi chica contiene unas citas particularmente ingeniosas -o así me lo parece a mí-, así que os las coloco aquí para que las disfrutéis, las ignoréis, saquéis una idea fructífera de ellas o penséis "yo conozco frases mejores", porque seguro que también las hay. Así que, sin ninguna pretensión, pero (como digo) creyéndolo interesante, aquí os las cuelgo:
ENERO: "Comieza tu día con una sonrisa y ve´ras lo divertido que es ir por ahí desentonando con todo el mundo". El personaje de Mafalda, extraído de la fértil imaginación de Quino.
FEBRERO: "La ciencia, amigo mío, está hecha de errores, pero errores que es bueno cometer, porque llevan poco a poco a la verdad". Julio Verne.
MARZO: "Lo mejor del recorrido no es la meta, es el paisaje". Gloria Fuertes.
ABRIL: "La contemplación de la naturaleza me ha convencido de que nada de lo que podamos imaginar es increíble". Plino el Viejo.
MAYO: "La observación de la naturaleza hizo nacer el arte". Cicerón.
JUNIO: "Yo creo que nuestro padre celestial inventó al hombre porque se desilusionó con el mono". Mark Twain.
JULIO: "La mejor prueba de que la navegación en el tiempo no es posible es el hecho de no haber sido invadidos por las masas de turistas provenientes del futuro". Stephen Hawking.
AGOSTO: "Cuatro cosas no pueden ser escondidas durante largo tiempo: la ciencia, la estupidez, la riqueza y la pobreza". Averroes.
SEPTIEMBRE. "Hay quienes no pueden imaginar un mundo sin pájaros, hay quienes no pueden imaginar un mundo sin agua; en lo que a mí se refiere, soy incapaz de imaginar un mundo sin libros". Jorge Luis Borges.
OCTUBRE: "En el teatro hay 1500 cámaras rodando al mismo tiempo; en el cine sólo hay una". Orson Welles.
NOVIEMBRE: "Disfrutar de todos los placeres es insensato; evitarlos, insensible". Plutarco.
DICIEMBRE: "Es mucho más difícil juzgarse a uno mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte correctamente serás un verdadero sabio". Antoine de Saint-Exupéry