Historia
del Soñador y del Loco
Fueron
dos héroes alemanes, que si hubieran vivido en un lugar con costa, habría
conquistado grandes mares. Y los dos murieron en un río.
Federico
Barbarroja tenía nombre de pirata. Y sin embargo, prefería, en lugar de
dedicarse a las correrías y aventuras propias de la gente de estos cauces,
dedicarse a ser gobernante del Sacro Imperio Romano Germánico. Mantener Alemania
unida, como hizo él, era toda una proeza. Una nación tan potente, un pueblo tan
indsutrial y trabajador, lo único que le impedía demostrar su hegemonía en
Europa era la división entre sus estados, y efectivamente, nada más se unieron
definitivamente, con Otto von Bismark, se transformaron en una potencia que
revolucionó todo el mapa europeo, tanto, como dos guerras mundiales. Pues
durante el reinado de Barbarroja se mantuvo, pero eso, lo que duró su hálito de
vida. No fue mucho tiempo, al fin y al cabo, pero hay empresas tan grandes, que
sólo la firme tutela del hombre que las creó, y éste ha de ser un gran hombre, pueden
permitir que sean posibles.
Barbarroja
se empeñó en resucitar un imperio que, en gran parte, pasaba por el dominio de las
ciudades italianas y el sometimiento del Papa. El representante de Dios en la
Tierra se empeñó en que Lombardía fuera una prolongación de los cielos, y una
serie de interminables guerras se sucedieron entre el emperador y el Papa.
Agotado ya de tanta lucha, aunque consolidado su dominio en su zona de
influencia, el Emperador escuchó de boca de ese mismo poder que tantos
quebraderos de cabeza le habían causado un mensaje que le llenó la cabeza de
provechosas ideas: lanzarse a una Cruzada, marchar a Tierra Santa, no sólo
luchar por Dios, sino además, por nuevos dominios, nuevos tesoros, para su
Alemania natal. Así, marchó con su ejército en dirección primero a
Constantinopla, más tarde sería a Jerusalén: el objetivo era enfrentarse a las
tropas de Saladino, y formar, junto con las tropas de Corazón de León y las del
rey de Francia, una entente invencible contra la que tendría que lidiar el
infiel. Pero hubo una poderosa fuerza que se tropezó en el camino del
todopoderoso kaiser: el río Salef.
Llevaban
mucho tiempo caminando: habían recorrido muchas leguas, sus armaduras
resplandecían del polvo y la sequedad del trayecto. Entonces, ante sus ojos se
ofreció la imagen del río, con sus aguas claras y tranquilas. El Emperador,
que, por una vez, también recordó que era hombre. Tenía sed. Mucha sed. Y por
eso, así, sin más, se desplazó hacia la orilla del río, se introdujo en el
agua, con la armadura y todo, y llegó hasta una zona en la que todavía no
cubría, para darse un refrescante, y grato baño de agua cristalinas...
Y
de repente, ante los ojos de sus hombres, comenzó a gesticular: sus movimientos
se convirtieron en aspavientos descontrolados, su rostro se desgarró en un
rictus de dolor y de angustia... Sus soldados, sus hombres, aquellos que le
serían fieles incluso aunque les condujera al mismo infierno, se quedaron
petrificados de golpe, y nadie actuó. Pensaron tal vez que era una broma, también
pudo ser el efecto de la llamada difusión de responsabilidad, los soldados se
contemplaron anonadados los unos a los otros, si hubieran sido uno, no hubiera
pasado nada, pero como eran veinte mil, su Emperador, su líder, su Dios, el
hombre en quien creían más que todas las cosas, el que había dominado Alemania
con mano de hierro durante casi cuarenta años, en el mismo margen del río, con
el agua tranquila, en un día claro, maravilloso, delante de todos ellos... se
ahogó...
Nadie
sabe realmente qué fue lo que pasó. Se ha dicho que el agua estaba muy fría,
que la armadura era muy pesada, que Barbarroja tenía ochenta años, que le dió
un ataque al corazón... Pero por hace o por beta, el caso es que... se ahogó.
Las
crisis moral y sentimental que tuvo lugar entre los hombres de su ejército no
puede ser escrita con palabras. Buena parte desertaron; otro trozo, volvió a
sus tierras, atemorizados, y se prepararon para el fin del mundo; algunos,
incluso, creyeron que su Dios les había abandonado, y se cambiaron de religión,
ingresando en las filas islámicas. El Imperio que tanto sudor y sangre había
costado ganar, se desmembranó rápidamente en un par de años. La muerte de
Barbarroja fue tan estúpida, tan patética, tan contradictoria con la forma que
había vivido su vida, que seguro que algún enemigo, al escuchar la noticia de
boca de hombres que parecían locos, no se lo creyó. Mucho más propio de un
espectáculo de prestidigitadores, incluso, fue lo que ocurrió con su cuerpo: el
cadáver del Emperador fue transportado en un tonel de salmuera por los pocos
hombres fieles que le quedaban, para ser así enterrado, definitivamente, donde
él lo había pedido, en la Cúpula de la Roca, una iglesia cristiana situada en
el corazón de Jerusalén.
Pero
hay un segundo héroe, recordamos. Luis II de Baviera, el rey Loco, pasó a la
historia como un hombre fantasioso, incapaz para las tareas de gobierno, obsesionado
por vivir en un cuento de hadas, y que se acabó muriendo en una prolongación
más de la locura. No obstante, las leyendas, como las locuras, tienen dos
formas de verse: y hoy vamos a contemplar el otro lado de la realidad.
Nuestro
hombre vivió unos setecientos años después de Federico Barbarroja: como él,
pertenecía a una dinastía de reyes ilustres, en concreto, su padre y su abuelo
fueron famosos por la edificación de palacios y grandes avenidas, las cuales
hicieron grande a una ya pujante ciudad de Munich. El joven príncipe tuvo una
infancia feliz: creció en el país de los cuentos, y como tal, creció enamorado
de las leyendas de Tristán e Isolda, de las narraciones tradicionales alemanas,
de los relatos que poco a poco, iban
recolectando los hermanos Grimm. Este príncipe de cuento de hadas (que en
efecto, hubiera sido mucho más feliz si hubiera vivido en la Edad Media, y no
en el racionalista siglo XIX) apareció, el día de su coronación, joven,
gallardo, apuesto, con un orgulloso traje militar, de color azul. Y desde el
primer día, tuvo bien claro que entre todas las cosas, lo que prefería era
potenciar el arte: por eso, llamó bajo su amparo, como hacen las aves para con
sus crías bajo sus alas, al compositor Richard Wagner.
Pero
Wagner, pese a ser un gran músico, en cuanto a las propiedades de un ser
humano, carecía de casi todas las demás. No sólo era calavera y mujeriego, sino
que además, se intrincó en conspiraciones políticas, y de hecho estaba deseando
largarse a la corte de un rey que tuviera más dinero, a fin, por supuesto, de
poder dilapidarlo. Los bávaros no aguantaron a los Wagner en su territorio, y
finalmente, le dieron un ultimátum al rey: o Wagner o nosotros. El rey,
visiblemente dolido, y sin comprender las causas de estas desavenencias entre dos
grupos de seres a los que amaban, no tuvo más remedio que aceptar, y dejó a
Wagner partir. Éste nunca se acordó de él, pero de no ser por Luis II, muy
probablemente hubiera acabado sus días en la Historia en un margen de la
periferia, vagando, olvidando, de taberna en taberna...
Pero
Luis II quedó muy dolido con su gobierno por el trato que le habían dado a
Wagner, y por eso, y para buscar consuelo, acometió un proyecto aún mayor. Un
palacio, un maravilloso palacio, el cual, por fuera, tendría todas las
características de los castillos de la Edad Media que él tanto idolatraba, y en
la que le hubiera gustado habitar: pero por dentro, tendría todos los lujos y
comodidades de una residencia moderna, con las más avanzadas tecnologías de la
época. Y todo ello, debería realizarse, lejos de lo que habían hecho su padre y
su abuelo, que se habían traído especialistas procedentes de todo el mundo, con
materiales casi exclusivamente de Baviera, y por supuesto, eso sí, únicamente
por gente que residiera en Baviera. Sería un logro del pueblo bávaro: un logro
destinado a durar.
El
rey de hecho se desplazó a vivir en el castillo todavía no terminado para
seguir la consecución de las obras, huyendo de un gobierno el cual, sabía de
seguro, tenía capacidad más que suficiente para ocuparse de los asuntos de
Baviera, pero al que detestaba. Pese a que tenía que firmar los decretos
reales, habitó en un lugar a varios kilómetros de Munich, de tal manera que obligó
a los ministros a trasladarse allí cada vez que querían que firmase un edicto.
De hecho, tenía una ley que prohibía que se ausentara de la capital más que un
número determinado de días al año, y por eso de vez en cuando iba a Munich,
pisaba el suelo, daba la vuelta, y volvía de nuevo hacia su castillo. Observaba
las obras desde una escalera –que era prácticamente donde vivía-, desde donde
podía contemplar los logros de la construcción. Los ciudadanos bávaros
aprendieron a realizar numerosas técnicas que antes no conocían, y en este
palacio se instalaron accesorios como el primer teléfono móvil de la historia
(tenía un radio de unos seis metros, era mucho más parecido a un inalámbrico),
calefacción central y agua corriente (en un palacio, repetimos, que por
decoración y por estilo, era completamente medieval), y una cocina que seguía
los principios de Leonardo da Vinci, y que aprovechaba el calor del agua
corriente corriendo tanto para obtener energía térmica como mecánica, en un
flujo continuo a través de diversas tuberías. Luis había soñado un palacio, un lugar
donde refugiarse de la triste y monótona realidad donde volvía, un modo de
trasladarse a esa época de leyendas y de cuentos de hadas que tanto añoraba, y
que nunca existió (pues lo importante de las épocas históricas no es cómo
fueron, sino como nosotros creemos que fueron, y aunque no hubiera duendes, ni
brujos, ahora lo sabemos, la Edad Media que tenemos en nuestra cabeza, no sería
la misma, si ellos no estuvieran allí) y por eso en su dormitorio hizo colocar
una ventana que le permitía contemplar una cascada, de tal manera que el ruido
de ésta le despertaba por las mañans... Luis II soñó un sueño, tratando, como
hacemos todos, con la literatura, con los videojuegos, con nuestras continuas
suposicione, divagaciones, reconstrucciones históricas, de hacer que éste fuera
real... Y un día, lo consiguió: el castillo fue terminado.
Sin
embargo, tan sólo le pudo durar treinta y tres días. Algunos sectores de su
familia estaban inquietos: había gente que pensaba que le correspondía la parte
más gruesa de la herencia. Hubo un misterioso visitante que llegó al castillo,
que habló con el rey, y que volvió al día siguiente, con dos hombretones.
Invitaron al monarca a dar un paseo... El rey, fatalmente, murió por accidente,
en un prístino lago cercano: ahí de confesar que es os he mentido, no fue un
río. Pero como en el caso de Barbarroja, el agua estaba en calma.
Lo
extraño de todo esto, es que es muy extraño que el rey se ahogara, porque era
un buen nadador...
A
partir de entonces, la leyenda fue distribuida, y obligada a ser creída por
todos: era mejor que el rey hubiera muerto. Estaba loco: se había obsesionado
por un mundo de fantasía e ilusión, y no era capaz de llevar su vida adelante.
Su muerte, fue consecuencia necesaria de su vida. Ya estaba: la semilla del rey
loco, que daba campo libre a sus herederos para apoderarse del trono de
Baviera, estaba servida.
En
todo caso, el palacio, su legado, su obra final, fue tan útil a los bávaros,
como Luis esperaba que lo fuera. No sólo proporcionó enormes ingresos, al cabo
del tiempo, a su familia, por el interés turístico que demostró (luego más
tarde al gobierno alemán, que se lo compró a la familia haciendo un negocio
redondo; hoy por hoy, es conocido por ser el castillo que sirvió de modelo a
Disney para el de la Bella Durmiente), sino lo que es más importante: como
todas las avanzadas técnicas, tanto arquitectónicas como tecnológicas, que se
habían empleado en la construcción del palacio, habían sido realizados por
artesanos bávaros que habían aprendido las técnicas para realizarlas, ahora el
país tenía soldadores, arquitectos, expertos en la creación del cristal, todo
tipo de personas especializados en las tareas manuales, y por eso precisamente,
se creó una fuerte industria, que hizo a Baviera famosa por constituirse en un
lugar donde todo tipo de labores técnicas podían ser desarrolladas. Y ese
legado que dejó Luis II, el rey Loco, a su tierra, ha sido el más persistente
de todo: porque hoy en día, incluso con la crisis, en Baviera, en la industrial Baviera, tan sólo hay un cinco
por ciento de paro...
Barbarroja
soñó con un Imperio, soñó con la gloria, y precisamente por esa ambición murió;
la Historia le trató como un gran hombre, para sus contemporáneos quizás
estuviera loco. Luis II de Baviera soñó con cosas más sencillas, con un mundo
de cascadas y de cuentos de hadas, favoreció, bien a través de la música, bien
de la arquitectura, rememorar las viejas historias que se referían a Sigfrido,
a Tristán e Isolda... pero la Historia, esa coqueta, le ha querido recordar
como un loco, en una leyenda negra que ha dejado escondido sus logros, y ha
recordado tan sólo, lo que sus enemigos quisieron que pensáramos de él...
Dos
hombres con un objetivo claro: dos hombres, que en parte (casi una eternidad,
pero sólo casi, le duró a uno; tan sólo treinta tres días, lo tuvo otro),
consiguieron alcanzar las metas, los sueños, a los que se habían conducido...
¿Quién
es el soñador, y quién es el loco?
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