lunes, 22 de julio de 2013

El relato de julio: Una de romanos

Aprovechando que el mes pasado yo y otros compañeros estuvimos dándole vueltas al tema de Cleopatra, aquí otra perspectiva de las tragedias sucedidas en aquellos días, esta vez bajo un punto de vista peculiar. Como es un poco largo, y aún no está rematado del todo (de hecho, no está siquiera revisado, así que como siempre, perdonad las erratas), os dejo tan sólo con la primera parte, para que al menos tengáis la ocasión de ver salir a Cleopatra. Un saludo.

R.O.M.A

            Caesar contempló con una mezcla de melancolía y desasosiego los retratos de Mario, Sila y Craso, los cuales gobernaban con insolencia la estancia.

            Los contempló, como si se trataran de espejos, espejos que le miraban, esbozando su propio reflejo, la imagen de un fragmento de sí mismo que brillaba con fulgor en cada uno de ellos.

            De Mario, heredó el linaje, y el mito de defensor de las clases populares; de Sila, los métodos y los medios legales para hacer según qué cosas; de Craso, no heredaba nada, o casi nada. No obstante, no olvidaba que fue él en parte quien, con su tácito apoyo, le aupó al poder.

            Tres hombres, tres personajes. Y justo detrás, a su espalda, hacia donde se estaba dando la vuelta, el retrato de un mofletudo y joven Pompeyo.

            Caesar contempló con inquietud y desasosiego esos cuadros, situados en la sala de juntas del Consejo de Administración.

            Luego salió de la estancia, y se fumó un cigarrillo.

                                    *                                  *                                  *

            Caesar caminaba despacio por los vacíos pasillos de la sede de la Compañía, desierta. No había nadie, todos se habían ido a casa, sin duda esforzándose en preparar la importante reunión de mañana, mientras las salas de reuniones y los despachos de los miembros de la junta montaban guardia, vacíos, para albergar tan importante evento. Vacíos todos, salvo por Caesar, que mientras tanto, como si no tuviera nada importante que hacer en estos momentos, simplemente, paseaba... Echaba la mirada hacia un lado y a otro. Inspeccionaba cada centímetro, de un lugar que conocía de memoria.

            Y allá por donde caminase, encontraba el mismo símbolo, el icono de la compañía: un águila imperial, de alas desplegadas, con los bordes dorados, en mayestática e inequívoca actitud de ambición. Una metáfora muy adecuada, pensó Caesar, para esta empresa. Muchos halcones peleando entre sí por escalar más alto los cielos, pero siempre el águila imperial, siempre R.O.M.A., permaneciendo por encima de las ambiciones personales. Así había sido siempre, desde los inicios de la fundación. Y así, como mandaban las tradiciones, lo seguiría siendo.

            Se detuvo un momento, al llegar a la ventana. Fijó la vista hacia abajo, en mitad de la noche, y calibró la distancia, hasta llegar hasta el suelo –cuánta gente habría recorrido ese trecho de ida, cuantísimo menos tiempo, habrían tardado en la vuelta-, de una aglomerada, repleta de luces, ciudad de Nueva York. La Gran Manzana. Aquella, a la que todo el mundo está deseando pegar un bocado; no obstante, reflexionó Caesar, aspirando otra calada, ésta es casi siempre demasiado grande como para tragársela entera. Aquellos que lo intentan, suele fallecer al obstruir su garganta el hueso.

No obstante, meditó Caesar, retomando sus pensamientos y volviendo a transitar por los pasillos, no era en modo alguno extraño que, ante un bocado tan apetecible como el inmenso poder que conllevaba el liderazgo de la Compañía, hubiera tantos que habían conspirado por hacerse con su control, la mayor parte de cuyos intentos, habían acabado en fracaso. La situación de aparente igualdad entre accionistas, pese a constituir la piedra angular de los estatutos de la empresa, no podía persistir mucho tiempo más. Al fin y al cabo, se dijo, la democracia es un asunto demasiado importante como para dejarla en manos de tanta gente. Y después de todo, se decía Caesar, ¿quién más apropiado que él para dirigirla? Un tiburón empresarial, un negociante implacable, un hombre que había sabido combinar la sutil clemencia y el perdón con la más desgarradora y autoritaria de las firmezas. Un poder absoluto, ejercido, sin embargo, en ocasiones, y tan a menudo como con bota de hierro, con fino guante de seda… Pero por encima de los hechos, la apariencia debe ser siempre de que el Consejo Ejecutivo, fiel representante de los accionistas la Compañía, es el que mantiene el control sobre la misma, y por tanto, domina por encima de cada uno de nosotros. Así ha sido siempre… Y así lo seguirá siendo….

Caesar acarició, como si se tratara de una antigua amante, la pared enmoquetada del edificio. Y de repente, quién sabe por qué, se sintió solo, muy solo. A lo largo del camino, a través del difícil ascenso que le había tocado hasta llegar a la cumbre, había conocido a muchas personas. Personajes principales, protagonistas, y también secundarios, a veces tan importantes los unos como los otros. Mario, Craso, Sila, Julia, Catón, Clodio... Pompeyo. Y sin embargo, ahora, tras haber llegado a la cima, como Edmund Hill en ausencia de su sherpa, se encontraba solo y cansado... Tan cansado... ¿Era eso lo que había sentido Alejandro Magno, aquella legendaria figura de los negocios del pasado, aquel cocodrilo insaciable que arrasó con Wall Street, y al que sólo la mala vida consiguió abstenerle de comprar una acción más?¿Era él también un lobo solitario, un hombre, que por elevarse por encima del resto de los hombres, no pudo contemplarse en los ojos de ninguno, y por eso se dejó morir?¿Iba a acabar también Caesar de la misma manera? No lo sabía... Pero sí que sabía que ahora, ahora que había logrado lo que había ambicionado durante años, no se estaba contento. Y eso, más que nada, le atormentaba por encima de todas las cosas.

Contempló de nuevo los pasillos desiertos. En un momento determinado, no se sintió a gusto en ellos.

Abandonó el edificio.

                        *                                  *                                  *

Caesar dejó que el agua hirviente de la ducha le recorriera su cuerpo, tonificándole y recuperándole de los esfuerzos mentales. Uno de los pocos momentos del día en que podía olvidarse de todo, de la ciudad, de la compañía, de la gente, y simplemente, concentrarse en sí mismo y en sentir placer en cada uno de los puntos de su cuerpo. Alargó la ducha bastante tiempo, más de lo que hubiera sido recomendable, posiblemente, para su maltrecho corazón. Pero le daba igual: su alma lo necesitaba. Después, cuando terminó, cerró los grifos, y se puso las zapatillas y el albornoz. Salió a los vestuarios.

Una vez allí, se encontró con dos de los clientes habituales del gimnasio: Marco Lépido se encontraba haciendo pesas. Tiberio, en cambio, se pasaba la toalla por la cabeza, evidentemente acaba de salir de la sauna.
-¡Ah, Julio, ¿qué tal?! No sabías que estuvieras por aquí.
Caesar, mientras tanto, se colocó delante del espejo, y contempló sus arrugas, fláccidas, inspiradoras de debilidad, sobre la superficie de su rostro. Frunció levemente el ceño: las cremas y los masajes faciales no bastaban para mitigar los achaques del tiempo y las batallas. Tal vez tuviera que pasar por el quirófano. Sin embargo, dudaba en hacerlo. Este tipo de actos siempre habían sido considerados de debilidad allí en la ciudad, de relajación, de aburguesamiento. El mismo Mario, el día que quiso ser considerado de nuevo para arrebatarle el puesto a Sila, se pasó jornadas intensivas en el gimnasio, dejando que todos le contemplasen, en esa manera tan pública que tenían de hacer las cosas de la vida privada los pertenencientes a ROMA, para demostrarles que a pesar de su edad estaba en disposición de vencer a cualquiera, enseñando que su virilidad se encontraba por encima de toda sospecha. Para ser respetado, hay que ser temido… Y eso implica que no puedes mostrar ningún punto flaco por el que te puedan atacar. En el momento en que tu reputación enflaquezca un poco, en realidad, más que cuando ocurra el hecho en sí, estás muerto.
-Pues sí –respondió Caesar, mientras se pasaba la espuma de afeitar por la cara-. ¿Qué tal andáis?
-Más bien deberíamos nosotros preguntártelo a tí –respondió Lépido. Caesar pudo otear, de refilón, sus piernas depiladas, y al mismo tiempo cubiertas de músculo. Caesar sonrió: hoy en día estaban de moda cosas que en sus tiempos hubieran sido impensables. Claro que, él precisamente, no podía ni mucho menos censurarle. Al fin y al cabo, a Caesar, en sus días de joven dandy, le habían puesto en la picota por llevar los cinturones “demasiado sueltos”. Una muestra de afeminamiento que según los ortodoxos como Catón, no revelaba sino la más degradante decadencia del hombre que la exhibía. No obstante, Caesar había descubierto que seguir las tendencias e innovar en los parámetros de la moda era tan importante en ROMA, como salir victorioso de las campañas bursátiles. Y Caesar había dado buena muestra de ello, en ambos campos.
-Sí –añadió Tiberio, mientras se iba vistiendo-. Nos han dicho que mañana tenéis reunión de presupuestos en el Consejo. Aprecio, por lo que veo, que ya tienes los deberes hechos.
Caesar sonrió, mientras se aplicaba la cuchilla de navaja por la cara.
-Veo que también aquí en el gimnasio de la empresa, los rumores vuelan. La reunión se decidió a nivel interno.
Lépido sonrió, elevando de nuevo las pesas.
-Tú deberías saberlo mejor que nadie, Julio. Es difícil conseguir que nadie se entere de lo que está cociendo por los altos vuelos de la compañía. De hecho, yo diría que es casi más complicado que haya alguien que no esté al tanto de las noticias. Ya sabes cómo son las habladurías en ROMA.
            Tiberio asintió. Caesar recordó que, hace poco tiempo, Tiberio se había comprado un chalet en Camapania (Florida), justo al lado del suyo. Es curioso, se dijo Caesar, como las cosas que en el pasado eran logros inalcanzables, retos imposibles, lujos por los cuales te pasabas toda una vida haciéndote dignos de ellos, se convertían, ahora en el presente, en escalones habituales de la vida de todo ciudadano. A Caesar le había costado mucho labrarse una reputación en el pasado: procedía de una familia de sólido prestigio, pero bastante caduco, arruinados y sin ningún miembro destacado desde hace muchos años, viviendo en una casucha inmunda en mitad del Bronx. Para convertirse en quien era, no sólo tuvo que ser el rey de todas las fiestas, sino, además, que invertir inmensas cantidades de dinero, las cuales, necesariamente, tuvo que pedir prestado. En gran parte, todos esos préstamos, lejos de ser un handicap, acabaron convirtiéndose en una ventaja, porque aquellos que se lo habían dejado no podían permitir que fracasase en sus objetivos, quedara arruinado, y por tanto no les devolviera su pasta. No obstante, también tenía sus contrapartidas: no se quedó tranquilo Caesar cuando se presentó a  un cargo de gerencia, sabiendo que si perdía la elección no le quedaría más remedio que escapar de la ciudad. O tampoco cuando mandó edificar por primera vez su chalet en Campania, y lo destruyó, en un acto aparentemente flemático, al declarar que tal construcción no estaba a la altura de Caesar. Este tipo de actos, que enseñan cuán poderosos somos, que podemos renunciar de un golpe a las riquezas por una cuestión de dignidad y de suficiencia, siempre solían agradar a los sibaritas y snobs accionistas de ROMA, y era un paso imprescindible para obtener su respeto y por tanto, la posibilidad de escalar más peldaños en el futuro. Ahora, en cambio, Tiberius, no un cualquiera, pero sí bastante por debajo de él, también tenía su finca en Campania, al lado de la playa, un lugar de evasión fiscal, de balnearios, de mojitos a la luz de la luna, de grandes fiestas, de comer las ostras que les proporcionaba Sergio Orata, de huir del bullicio de la gran ciudad hacia una esplendorosa residencia de verano, de bellezas y curvas espectaculares, de la intrigante y seductora Clodia poniendo de moda el hip-hop y la forma de hablar barriobajera, todo ello por supuesto gracias a que procedía de una familia de noble cuna... Toda ROMA se traslada hacia allí, pensó Caesar, a un lugar al cual antes uno rezaba por entrar en busca de contactos, reconocimiento, y prestigio social, de ser alguien y que conozcan tu nombre... Lo que nosotros empezamos, y era entonces excepcional, se ha convertido en normal. Hasta la gente comienza a llevar ahora los cinturones flojos. Un símbolo de que los nuevos tiempos siempre nos sobrepasan, meditó el caudillo. Un signo, de que las nuevas generaciones, y que nuevos poderes, están todavía por llegar...
            -En efecto, Lépido, sé cuán importantes y fructíferas son siempre las habladurías en ROMA. Más, incluso, que algunos hechos.
            -Lo importante no es lo que se dice, sino como se dice…
            -Lo importante no es lo que se dice, sino lo que se piensa…
            -Pero Caesar, tú estás por encima de todas esas cosas, ¿verdad?
            Caesar guardó silencio, y detuvo la cuchilla un momento. ¿Era verdad? A lo largo de todos estos años, había tenido que pasar por un montón de cosas. En su camino de ascenso hacia la cima, había hecho de todo, tuvo durante muchos años que valerse, a falta de otros instrumentos, de su aire encantador, de su atractiva personalidad, rodearse de rumores, de compañías que resultaban del todo inapropiadas para los conservadores ejecutivos que defendían las tradiciones de ROMA. De borracheras, de lujuria, de intrigas palaciegas, de conspiraciones de salón… De hecho, por los correderas de Manhattan, él lo sabía, todavía se repetía aquello de que Caesar era el mejor hombre para una mujer, y la mejor mujer para un hombre. ¿Cómo le recordaría la historia, como un gran jefe de finanzas, o como un pececillo que un día se salió de su pecera y se puso a jugar con los escualos? Al fin y al cabo Sila, el único que podía comparársele, empezó apoyado con los fondos de unas nada disimuladas madames de prostíbulos de lujo. Un Sila, por cierto, que le perdonó la vida una vez, al concederle, en aquella época en la que él contralaba con poder absoluto la administración local, el privilegio de no retirarle la licencia para hacer negocios… El ascenso hacia la cumbre había sido largo y complicado, con numerosos recesos, medias vueltas, caminos realizados en zig-zag, todo lo contrario que su ídolo, el gran Alejandro Magno, que avanzó meteórico hasta llegar hasta arriba, sin mancharse, con todo ello, de la mugre y la podedumbre que supone el rigor de la lucha, y el desgaste del poder. Pero Alejandro era excepcional, recordó Caesar, y el resto de los mortales no podemos suspirar el encontrarnos a su altura, y el tener la misma suerte, suerte tú, que tienes nombre de mujer. Alejandro alcanzó el poder con apenas treinta, yo lo he conseguido, después de más de cincuenta años...  Caminar hacia la victoria, suspiró tratando de consolarse nuestro héroe, incluye siempre grandes humillaciones, y momentos en los que la espada se queda a un filo de rebanarte tu cuello. O al menos, espero que para todos haya sido así. ¿O es posible otra manera?
            -Sí –afirmó finalmente rígido Caesar, tratando de que no le traslucieran los fúnebres sentimientos, y las lágrimas en los ojos-, Caesar está por encima de estas cosas. Pero ya se sabe cómo es la gente de esta empresa.
            -Sí, ya se sabe como es la gente de esta empresa –corroboró Tiberio.
            Sí, así eran, así eran todos esos insulsos y mojigatos componentes de la flor y nata tradicional de ROMA, empresarios de traje, chaqueta, corbata y de cuellos estirados, apegados a las tradiciones, al honor y la censura pública, a seguir un camino recto, firme y sin lujos y placeres, a carecer de toda estética, de toda clase, cuán difícil les había resultado aceptar a Caesar, cuántas trabas le pusieron en su camino. Pero a pesar de que Caesar no era amigo de labrarse enemigos inútilmente, también dejaba bien claro que para él, la tradición contaba mucho menos que la acción enérgica y firme, y sobre todo, del poder que estaba deseando lograr. Y si había que vestirse con deportivas y un traje de color rojo para obtener un mayor margen de ventas, pues entonces, ¡había que vestirse!, y no mantenerse en esa mueca agria y de boca torcida de los grises trajes de los ejecutivos romanos… Su experiencia lo había demostrado, la gente estaba buscando cosas distintas, el sobrio panorama de corbatas de Manhattan había cambiado, después de todo, ¿no se había desplegado una pasión insaciable por los cocineros, no se contrataban a precio de rey procedentes de Francia o de Cataluña, no había un responsable municipal de regulación de los mercados que había llorado por la muerte de una lamprea que había criado, como si se tratase de su propia hija? El mundo cambiaba, era de las nuevas generaciones, de los que estaban dispuestos a modificarlo, pero Caesar se dio cuenta, de que con más de cincuenta años, las nuevas generaciones ya no eran él…
            -Sin embargo –incidió Lépido-, el tono en que pronuncias tus palabras es como de preocupación, Julio. ¿Debo estar inquieto por algo?¿Debo encontrarme nervioso de cara a lo de mañana?
            Caesar interrumpió la frase muy rápidamente.
            -¿Preocupado?¿Me ves a mí preocupado? Caesar nunca se preocupa. ¿Sabes cuál sería la muerte que prefiero? La que llega sin aviso. Vivir con miedo, ésa sí que es la verdadera muerte. Lo que tenga que venir, viene, pero nada de preocuparse por las cosas que vendrán.
            Caesar había dicho esta frase, con o sin convencimiento, no quería quedar mal ante Lépido, uno de sus hombres más allegados, una especie de actor secundario en la sombra, excepto cuando Caesar no estaba presente, entonces le tocaba actuar a él. Pero aunque hubiera sido un simple accionista con una sola acción, tampoco hubiera consentido que su imagen se quebrase. El modo lo era todo, la forma de proceder era siempre más importante que el proceso en sí, el hieratismo debe ser mantenido, eso era algo propio incluso de los códigos más elementales y vetustos de la empresa. De hecho, en una visita a Libia, en un momento de disensión interna al que Caesar le convenía conquistar el mercado africano, se tropezó a la salida del avión, y Caesar reaccionó rápido, levantándose heroico, simulando que se había inclinado a propósito, y proclamando, “¡África, ya eres mía!”. La dignidad siempre se debe conservar. Pero por qué tenía que hacerlo cada vez más a menudo… Por qué tenía que preocuparse cada día más de eso…
            -Vamos, Caesar –le instó Lépido-, no puedes engañarme después de tantos años, se te nota la cara triste. ¿Qué te pasa? Mañana volverás a tener una de esas jornadas de gloria y honores que tanto te levantan el ánimo. ¿Por qué no estar contento, entonces?¿Por qué no disfrutar de este día, de esta noche, de esta sauna a la que podrías acceder si quisieras relajarte?¿Qué te ocurre, Caesar?¿Dónde está tu empuje de antaño?
            Es verdad, se dijo Caesar súbitamente, pasándose el agua por la cara en el espejo. En cualquier otro momento, le hubiera hecho a Lépido arrepentirse de sus palabras, pagar cara su osadía, sufrir terriblemente su afrenta, por atrevérsele a tratar como si se tratase de un igual, pero ahora, en estos momentos, sólo podía preguntarse, Es verdad, dónde está. El impulso que ponía firme estas mejillas, que comandaba las invasiones, que lanzaba OPAs como si se tratara de un movimiento de los dedos. Dónde está todo aquel fulgor...

            Caesar contempló en el espejo una esquina de su cara. Se llevó la mano al rostro.

            Había sangre.

            Trató de limpiarse lo más disimuladamente posible. No obstante, algo se le notó, se puso nervioso, cada vez más conforme se iba dando cuenta de que los demás se habían dado cuenta. No obstante, ellos fueron muy discretos, no dijeron nada, callaron como si nada hubiera ocurrido. Caesar se vistió, se despidió aceleradamente, Hasta luego, muchachos, le parece que le salió. Se subió en la parte de atrás de la limousina, el chófer le preguntó que adónde iban. Caesar se lo pensó un poco.
            -A casa –dijo él-. Llévame a casa.
            Un lugar al que iba todos los días. Pero que si le dejaran suelto, en mitad de la ciudad, sin coche, y le pidieran que se dirigiera a alguna parte, no sabría si podría, o si querría regresar...

                                    *                                  *                                  *

            Caesar llegó a casa, triste y cansado.

            Nada más penetró por el vestíbulo, la criada le indicó que no había nadie, excepto Cicerón. Su abogado. Había venido a verle.

            Caesar asintió. Echándole un ojo a su criada (la cual le dirigía hacia su despacho, por delante de él en el pasillo, de tal manera que su atención estaba fijada donde la espalda pierde su nombre) se dio cuenta, por primera vez en mucho tiempo, de que era muy atractiva. Tal vez en su día la escogiera por esa razón. Pero no obstante, durante todo este tiempo, ella había pasado a su lado, sirviéndole constantemente, y él la había tratado como si no existiera. Esto no me hubiera pasado de joven, pensó Caesar. De volver a serlo, hubiera caminado constantemente detrás de ella, con sinuosos e insinuantes juegos de coqueteo, hasta acabar finalmente con su cuerpo en una alcoba, sorbiendo su sangre, palpando su piel. Ahora en cambio, si lo hago, pensó Caesar, pareceremos simplemente eso, un viejo verde y cincuentón corriendo detrás de una jovencita de veinte años. Patético, ¿verdad?, de la misma manera en que yo se lo eché a la cara muy probablemente a algún otro en el pasado. No, ahora no era la hora de viejas promesas. Si acaso, tendría que resignarse con apoyar la oreja detrás de la puerta de algún baño, y escuchar el gemido de ella mientras algún otro sirviente la hacía gozar... Claro que, cuando entró en su despacho, y su criada se despidió, se dio cuenta rápidamente de que Cicerón, de pie, hojeando unos papeles, ni tan siquiera había reparado en ella. Y entonces se dijo a sí mismo que él también, dentro de unos años, podría ser Cicerón. Y la visión que tuvo del presente le asustó.

            Cicerón tenía el pelo gris, a juego con el plomizo traje. Una incipiente calva a la altura de la coronilla. Unos ojos que, como microscopios, diseccionaban los papeles y las cuentas. Era, ahora mismo, el depositario de sus más íntimos secretos, de sus más escondidos rincones, su confesor particular de los pecados más graves, las veinticuatro horas del día, desde hacía ya muchos años, de hecho se había ido convirtiendo en ese típico amigo de la familia, ese tío molesto cuya compañía nunca te acaba de agradar del todo, pero del que no eres capaz de librarte de ninguna manera. Pero a él no le importaba, meditó Caesar, Cicerón ya está completamente resignado a que todos le infravaloren y ha terminado por aceptarlo, parece como si la opinión de los demás no existiera –aunque le importe, y mucho-, simplemente se mantiene y ya está, como la lapa a la roca que la sujeta, quién te ha visto y quién te ve, se dice Caesar, con lo que tú fuiste, y mira en lo que tú, en lo que yo, te he convertido...

            Cicerón, con la misma frialdad mecánica con la que un enterrador viste a sus muertos, le alarga sus cuentas.
            -Hemos de analizar unos balances.
            Caesar no responde a esta frase. Abre su minibar, y saca una sola copa, la llena con dos hielos, y le echa un chorrito de whisky. No es que Caesar sea un gran bebedor; al fin y al cabo, Catón dijo de él que tenía la ventaja de haber sido el único que había intentado la conquista de Manhattan completamente sobrio. Pero hay días en que uno debe hacer una excepción. Había días...
            -¿Dónde está tu educación, Cicerón, de la que tanto presumes?¿Dónde está un buenos días, un cómo estás, un cómo ha ido el día?¿Has vuelto a tus días de granjero de Utah?
            Cicerón frunció el ceño, pesaroso. Nunca le había gustado que le recordasen sus orígenes provincianos. Ni siquiera después de haber conseguido tantas cosas. Pobre Cicerón, bebió de su vaso Caesar. Había ido ascendiendo, desde la nada, sin un punto de partida, sin recursos, sólo a base de un único don, su oratoria, y de mucho, muchísimo, mucho trabajo, mucho esfuerzo, y sobre todo, mucho miedo. Su gran problema, por encima de todas las cosas, es la falta de autoestima, que le hizo tambalearse incluso cuando su brillo era más fuerte. Como las estrellas, que necesitan creerse que son capaces de fusionar miles de toneladas de hidrógeno en una reacción a millones de grados, y si dudan un solo momento de sí mismas, colapsan y se convierten en enanas marrones. De haberse olvidado de sus inicios, y no recordar –como hacemos todos los hombres- que sus pies fueron siempre de barro, Cicerón, probablemente, hubiera sido más feliz.
            -No pensaba que te importaran tanto las normas de educación, Caesar –respondió Cicerón algo mustio-... La verdad es que nunca has hecho demasiado hincapié en ellas.           
Caesar sonrió ligeramente, tratando de parecer amable, sin conseguirlo.
            -Todo tiene una primera vez.
            Cicerón parecía confuso: como si en su habitual rutina de leguleyo no cupieran estos saltos, estas improvisaciones inhóspitas y fuera de guión. Quizás por eso se atrevió a replicar algo extrañado.
            -Hoy te noto diferente, Caesar. Como meditabundo, sumido en la melancolía.
            -Quizás es porque lo esté, Cicerón.
            -No te hacía del tipo de hombres que se dedican a enfrascarse en eternas reflexiones filosóficas.
            -Algunas veces se requieren esas cosas. Por cierto, ¿no habrás visto a Bruto?
            -No, no le he visto. Pero sí veo otra cosa. Tu rostro refleja que está necesitando consejo...
            -Y tal vez es que lo necesite.
            -Incluso te diría que me estás pidiendo que te conceda –comentó displicente-... mi atención...
            -Es que, Cicerón, si yo te lo ordeno, estarías en la obligación de hacerlo...
            Cicerón descendió las comisuras de los labios, y con resignación, asintió. Pasó con sentida añoranza el dedo por el marcador de la página del libro de cuentas en la que se habían quedado.
            -¿Quieres, entonces, que hagamos los balances?
            Caesar negó con la cabeza.
            -No, Cicerón. Esta noche no. Esta noche tengo ganas de hablar.
            Contempló la mirada de su abogado, otrora firme y determinada, ahora, las arrugas cruzando su rostro, las bolsas debajo de sus ojos, la piel estirada y fláccida, el símbolo de unas torres que se habían acabado por derribar. Observó su rostro, y al hacerlo, creyó estar viéndose reflejado en parte.
            -Cuántas cosas hemos pasado, Cicerón. Cuántos sucesos, cuántas vidas, cuántos acontecimientos esenciales en estos últimos años... y no siempre en el mismo bando.     
            Mientras decía estas últimas palabras, clavó su mirada sobre la boca y las mejillas de Cicerón, esperando encontrar alguna reacción, un mohín de disgusto, desagrado, incomodidad, un ligero movimiento que indicara que no se encontraba a gusto en su asiento. Pero Cicerón no hizo nada. El antiguo gurú de R.O.M.A., aquel cuyos libros se vendieron a millones y cuyo pico de oro bastó para hacer tambalear empresas, no emitió ni uno solo de estos gestos, sino que simplemente, y sin alterar su expresión, respondió displicente:
            -No todo el mundo teníamos tan claro esa ambición de conquistar el mundo, Caesar. Perdónanos, entonces, por no haber estado a la altura de las circunstancias, y haberte derrotado en el aspecto que más deseabas dominar.
            A Caesar no le agradó la ironía de Cicerón. Le solía gustar ser clemente: había perdonado a varios de sus antiguos enemigos, incluido Cicerón. Les había abierto los brazos, sin exigirles nada a cambio. Ni siquiera había coartado su libertad de expresión. Pero recibir críticas en su propia casa, a pesar de todo, no acababa de considerarlo un plato demasiado exquisito. A veces Cicerón parecía no comprenderlo.
            -Soy el jefe de esta empresa, Cicerón. De los que ganaron, y también de los que perdieron. Pretendo hacer cuentas nuevas, y olvidar. Perdonar. Creo que debiste haber captado eso desde mucho antes. Creo que cuando se desató... –dudó en sus palabras. Se le pasó por la cabeza, “guerra civil”, pero no quiso ser tan expresivo-, en fin, cuando se desató el conflicto interno, deberías haber decidido más rápidamente que lo más adecuado era ponerse de mi lado.
            Cicerón apoyó las manos sobre la mesa, y le miró pidiéndole comprensión a los ojos.
            -Yo trataba de ser leal a toda la tradición de la libertad que ha regido esta empresa, Caesar. Tuve que decidir entre un amigo con ciertas razones bajo su mano, y un régimen que significaba todo lo que había jurado defender, y había defendido, durante todos estos años. Concédemelo: no me lo pusiste fácil.
            Caesar bebió otro sorbo de su whisky.
            -¿Y si era tan importante, por qué estás entonces aquí?
            Y Cicerón calló, con una amarga expresión de derrota e impotencia en la cara. Caesar se levantó, ofreciéndole la espalda, para dejarle un respiro; otorgarle clemencia, una vez más. Le gustaba ser magnánimo: o al menos, disimularlo.

            Aún de espaldas, podía escuchar el sonido de la mandíbula de Cicerón rumiando la última frase.
            -Quizás preferías otros tiempos, Cicerón. Quizás, pese a todos los halagos que me dedicas, en realidad añoras con nostalgia aquellas eras en los cuales esta empresa caminaba sin rumbo fijo, sin ninguna dirección coherente... pero al menos tú tenías cierto poder de decisión dentro de ella. Algunos somos más conscientes de la importancia que tiene, si posees una mínima visión de futuro, constituir aunque sea una mínima parte de la cola de ratón. Otros, en cambio, ambicionan a persistir siendo cabeza de ratón, le pese a quien le pese. Tú al final, Cicerón, optaste por lo primero.
            Cicerón pareció digerir un trago de bilis, mientras preparaba su respuesta. Ligeramente tartamudeante, contestó:
            -Los hombres aprecian ciertas cosas más que el engrandecimiento de sus empresas, Caesar: y es quizás los principios que estas mismas profesan. R.O.M.A. ha ganado mucho bajo tu mandato, desde luego: hemos multiplicado el número de acciones y los resultados de los dividendos. Pero hemos perdido una cosa: la libertad que se ensalza allí –señaló, grabadas sobre la piedra, en la pared del despacho-, como la primera de las normas de la empresa. R.O.M.A. puede haber ganado, Caesar, ¿pero no se ha transformado en parte, perdiendo de esta manera su forma de ser?
            Una aguda réplica, se dijo el otro. Por mucho que lo parezca, se cercioró, Cicerón todavía no es el viejo carcamal que continuamente parece demostrar. Se requiere una respuesta que esté a la altura. Caesar se limpió con un pañuelo la chaqueta, y suspiró:
            -Puede que R.O.M.A nunca estuviera asentada sobre esas bases, después de todo. Cuando absorbíamos una empresa, le despojábamos de toda la capacidad de decisión que alguna vez había tenido. Las cosas nunca fueron así, después de todo. Lo único es que el escenario ha cambiado de lugar.
            Le apuntó con el dedo, señalándole acusador.
            -Y tú, te plegaste; y tú, asentiste con la cabeza, y dijiste que sí a todo. Y tú, renunciaste a tus cacareados principios, y te pusiste a mi lado. Dime entonces, Cicerón, ¿por qué ahora me replicas esas cosas?
            Y le dio de nuevo la espalda, sin darle opción a contestar. Un ronroneo de triunfo, sin duda inapreciable, salió de la garganta del último orador. La contestación había sido contundente, eficaz, humillante incluso, brillante hasta límites insospechados. Derrotar en su propio terreno, el de la oratoria, a Cicerón, era un placer que se permitía darse de vez en cuando. Cada una de esas victorias, le provocaba un pequeño orgasmo.

            Pero algo estaba ocurriendo al otro lado, a su espalda, donde un volcán, quizás por haber sido perforado hasta el interior de su misma base buscando su total destrucción, había acabado por soltar un chorro de lava, y precipitarse en una explosión. Y quizás porque Cicerón estaba demasiado quemado –a causa de estas continuas y repetidas pullas que le lanzaba hoy Caesar-, y quizás porque esta charla sonaba a resumen y a saldar las cuentas después de tantos años de tantos desencantos, se atrevió a pronunciar -quizás en una voz muy baja, pero de una forma demoledora, orgullosa, triste, que sonaba más alto que un grito exhalado desde lo alto de una montaña-, una frase que sonó como una losa precipitándose sobre el frío suelo de piedra.
            -¿Qué preferías entonces, Caesar?¿Que hubiera acabado como Catón, allá en Utah?
            Esta frase, que sonó violenta en la nuca de Caesar, provocó un escalofrío en la frente de éste, y un leve crujido que quizás no se escuchó en su espalda. Caesar cerró los ojos, apretó los dientes y maldijo entre ellos, volviéndose hacia su asesor con ojos sombríos y una inequívoca mirada de odio. Expresó una frase que era una advertencia, por no quererle dar el tono de una amenaza.
            -Creí entender que ese tema, había quedado zanjado.
            Pero Cicerón no agachó la cabeza, como otras veces, sino que la mantuvo recta junto con la mirada, en un tono desafiante. Su voz resonó con fuerza durante unos instantes.
            -Los temas no se zanjan porque así lo desees, Caesar. Puedes ser amo de los capitales, pero no de las mentes.
            Caesar tragó saliva. Respondió como un animal enjaulado.
            -Catón se encontró su propio merecido. Catón decidió arrojarlo todo por la borda, prefirió renunciar a la búsqueda de la paz.
            -Algunos opinan que Catón fue una valiente.
            -Catón fue un cocainómano y un borracho.
            -Ten cuidado, Caesar le advirtió Cicerón, en tono neutro-; ya has vaciado casi la mitad de tu vaso de whisky.
            Caesar le miró con rabia. Luego, y sin llevar la vista hacia él, arrojó el vaso hacia una pared, partiéndose en mil pedazos.

            El silencio subsiguiente invadió la sala, como una bomba de succión, extrayendo todo el aire de él. Tras unos instantes –tal vez de miedo por la brusquedad del gesto-, Cicerón retomó su ataque, tranquilo, suave, pero también firme.
            -¿Esos son tus argumentos, Caesar?¿Romper, rasgar... destruir?¿Es con ese tipo de declaraciones con las que pensabas convencer a Catón?¿Este es, el que va a ser, el representante de vencedores y vencidos?
            Y la voz de Cicerón resonó hueca, en el eco que quedaba en el extremado silencio sin música de fondo en que se había convertido el despacho. Caesar sacó un pañuelo de su bolsillo. Se limpió la cara, que estaba empapada en sudor.
            -Si Catón decidió suicidarse, fue cosa suya. Yo le hubiera perdonado sus deudas. Me hubiera congraciado con los antiguos miembros de la ejecutiva. Podríamos haber vuelto a trabajar juntos, todos de nuevo.
            -Sí, Caesar, pero hay una radical diferencia –Cicerón parecía haber cogido alas, y decidido a lanzarse a volar-: que sería bajo tu mando. Querías que los más grandes directivos de R.O.M.A., que se habían labrado el puesto de tus iguales, o incluso de tus superiores, trabajaran a expensas de tí. Querías que renunciaran a su libertad. Eso nunca lo hubieran tolerado. No está en el alma de un neoyorquino.
            -Estoy harto de esa supuesta alma de los neoyorquinos. Yo traté de llegar por vías legales al poder, Cicerón, y tú lo sabes. Lo intenté por todos los medios, reclamé de forma serena lo que por justicia era mío, pero fueron ellos los que pisotearon mis derechos. Fue la intransigencia de Catón la que provocó esta guerra comercial.
            -Porque les dabas miedo, Caesar. Temían un golpe de estado.
            -El golpe de estado lo obtuvieron cuando tensaron demasiado la cuerda.
            -Pero tenían razón: lo acabaste por dar.
            -¡Como consecuencia de su intransigencia, nunca por su causa! Hubiera renunciado a cosas. Bien sabes que para mí es muy importante la legitimidad, la visión que los demás tengan de mí, es la base esencial de un buen dirigente, como Alejandro.
            -Adoras a Alejandro, Caesar, pero tú nunca llegarás a ser él. No naciste en un imperio familiar.
            -Nunca he querido tenerlo.
            -No, ya: pero vistes los botines rojos de aquellos tiempos en que R.O.M.A. sí que lo era.
            -Cuestión de estilo, he rechazado muchas veces esa forma de empresa.
            -Y ya que hablamos de estilo, ¿qué tal cuando embargaste las propiedades de Pompeyo, e hiciste que su propio cocinero te hiciera la cena esa misma noche en su casa?¿No es aquel el estilo de un dictador?
            Caesar negó con el dedo.
            -Era un cocinero muy bueno.
            -Pero no lo neguemos, Caesar: por muchos gestos que hagas, por mucho lustre que te impongas, al final eso te da igual. Porque siempre acabarás haciendo más gestos por despreciar el boato que por ostentarlo, y eso tiene una razón: porque más que la sensación de poder y el demostrarlo, lo que a ti te importa, es el dominio del poder mismo.
            Caesar se volvió con rabia hacia un lado de la habitación. De espaldas a su abogado su voz sonaba resentida, amargada, tal vez sincera. Le castañeaban los dientes, pero aún así pudo hablar.
            -Nunca soporté que, después de haberte perdonado, de haberte refugiado bajo mis alas, cuando ya había ganado la guerra, te pusieras a defender a Catón.
            Su interlocutor suspiró levemente, buscando entre las tinieblas una muy escondida explicación.
            -Era un muerto, Caesar. Los muertos merecen un respeto. Sobre todo cuando son grandes hombres. Tú mismo lo reconoces, Caesar, incluso cuando le atacaste.
            -Mis ataques eran exclusivamente políticos y financieros, nunca personales. Como persona le admiro: pero tú también, Cicerón, deberías haber tenido en cuenta las cuestiones de la actual coyuntura en esos halagos.
            -¿No será, Caesar, que por lo que más odias a Catón, es que al morir, no te dejó posibilidad de, como todos los demás, comer de entre tus manos?¿No será que al convertirse en un mártir, en un leyenda, se ha transformado en algo contra el que, por mucho que luches, en el corazón de los accionistas, nunca llegarás a vencer?¿No es verdad que te ha vencido al morir, Caesar, y que eso ya no lo resuelve ninguna operación financiera?¿No será que en realidad, Caesar, estás furioso con él... porque te negó la ocasión de perdonarle?
            Pero el Caesar se quedó callado, apoyado contra la pared, con los ojos muy abiertos, contemplando el mármol blanco, pensando. Cicerón también guardó silencio, esperando la reacción del hombre de quien tanto dependía su vida y al cual, sin embargo, le gustaba, cada vez lo hacía menos, es verdad, no lo hacía desde hace muchos años, desafiarle, llevarle la contraria, demostrarle, por una vez, que seguía siendo libre, como el pájaro que grazna inquieto en el interior de su jaula de oro. Sin embargo, como el niño que lanza la piedra, Cicerón se inquietó: ¿qué respiraba en el interior de este monstruo magnánimo, cuál de las dos caras se iba a despertar, qué rincón de Caesar, héroe o villano, surgiría en estos momentos? Y cuando Caesar se dio la vuelta, finalmente, Cicerón casi se lleva la mano al rostro, en un gesto instintivo de protección, pero luego se arrepintió, no quiso parecer cobarde. Pero el meteórico empresario, lejos de despertar una agria ira, de manera completamente inesperada, sonrió. Se rió abiertamente, elevó los brazos en un amplio gesto, como a punto de abrazar a su abogado, y desplegó una insólita y excesivamente histriónica alegría.
            -¡Ah, Cicerón, hacía cuánto tiempo que no te hacía escuchar palabras como esa!¡Me encanta, de veras, me chifla, que recuperes parte de tu viejo empuje, de tu olvidada maestría, de tu perdida pero siempre inigualable energía!¡Seguro que te has sentido igual que cuando descubriste la conspiración de Catilina ante los ojos de todos, Cicerón, otrora brillante abogado defensor, y fiscal del Estado!¿Verdad que te has sentido así, Cicerón?¿Verdad que has vuelto a sentir ese fulgor, esas alabanzas, de salvador de R.O.M.A.?
            Se sentó en la mesa, apoyó los pies encima de la mesa, y encendió un cigarrillo.
            -Pues disfruta de esto, Cicerón. Porque ya ves, esto es lo máximo, hoy en día, a lo que puedes llegar a aspirar.
            Cicerón apretó los puños de rabia, pero luego frunció los labios, demostrando que admitía la última declaración de Caesar, y lo que es más, que le afligía. Pareció que iba a callarse de nuevo, sumergirse en uno de sus habituales sopores y depresiones, convertirse, una vez más, en una marioneta de Caesar. Pero por un momento lo pensó, y quiso alargar este instante no ya de gloria, sino de defensa, de pundonor, un poquito más.
            -Puedes decir lo que quieras, Caesar, puedes humillarme si quieres. Pero eso no evitará que, cuando caiga el sol, y los mantos de los fantasmas recubran en silencio la noche, sus espectros te susurren el nombre de Pompeyo.
            Caesar se enervó en su sitio. No soportaba, cada vez menos, escuchar ese nombre, como su particular Titanic.
            -No te atrevas a insinuar lo que insinúas.
            Cicerón, aún con la cabeza gacha, siguió atreviéndose, con sonrisa mordaz, a murmurar:
            -Caesar, no lo puedes rehuir así sin más... Tu nombre, ya ha sido salpicado por la indeleble mancha del asesinato.
            Caesar reaccionó con un alarido de rabia.
            -¡Yo no tuve nada que ver con la muerte de Pompeyo, y tú lo sabes!-chilló levantándose.
            -No, Caesar, es verdad –dijo Cicerón tan alto que no sonó en serio-, no fuiste tú, todo fue culpa de la mafia de las Vegas... Pero no podemos olvidar que las razones que éstos esgrimieron fue que ellos lo hicieron para congraciarse contigo. Y que al hacerlo, te libraron de hacer algo que, por otro lado, bien pudiera haber sido tu mayor deseo. Qué oportuno, ¿verdad?
            -¡Yo nunca hubiera matado a Pompeyo!¡Fue mi héroe, mi amigo... mi hermano!
            -Un hermano que se volvió demasiado molesto, ¿verdad? –soltó Cicerón, pero no lo hizo con ácida ironía, más bien con cansancio, y hastío.
            -¡No emplees tus tácticas de abogado conmigo, Cicerón!-le señaló con el dedo Caesar, en un tono excepcionalmente duro-. ¡Puede que antes fueras el mejor orador del país, y que tus discursos en el Congreso hicieran subyugar a las bestias!¡Pero conmigo no cabe emplear truquitos de retórica!
            Cicerón se levantó, y le contempló con ojos glaucos.
            -Pues entonces, no puedo hacer nada, Caesar, porque eso es lo único que me queda...
            Y al decirlo, pareció que se había arrepentido de todo lo que había dicho, y que un instante más, había dudado. Cosa que, mantenía Caesar, camines en la dirección errónea o no, no se debe hacer jamás. Quizás, meditó el mandamás, es que el propio Cicerón, su particular perro, había sentido que, en su pequeña revolución al amo, había llegado demasiado lejos.
            -Admiraba a Pompeyo, Cicerón, y de hecho, aún lo hago. Él fue quien me invitó a formar parte del Consejo de Administración, y de esa manera, con nuestra asociación, con el matrimonio de él con mi hija, es como empezó mi carrera política. Es por ello, a pesar de sus traiciones de última hora a aceptar mi legitimidad como dirigente, por lo que sigo manteniendo su cuadro en la sala del Consejo de Administración.
            Cicerón no contestó, y a eso a Caesar le inquietó casi más que cualquier posible respuesta. Había enunciado esta última frase como modo de imponerse definitivamente en la discusión sobre Cicerón, como para no dejar precedente, de que podía permitirse ser derrotado. Pero Caesar bien sabía que esta sentencia bien podría haber argumentado su abogado que el único motivo de mantener las representaciones de Pompeyo, era esperar que de esa manera, su sucesor respetara también las suyas.
            -Cicerón, Cicerón... Te lo ofrecí todo. Podías haberte puesto de mi lado desde un principio, y sin embargo, dudaste. Te fuiste de mí...
            Cicerón se mostró escéptico con el rostro.
            -No hice nada que realmente pudiera perjudicarte. El mismo Catón, desde su refugio en Utah, decía que casi te era más útil estando de su lado.
            -¿Y qué fue lo que hiciste cuando te dijo eso?
            Preguntó Caesar. Pero su abogado no dijo nada, y el líder dio la vuelta alrededor de la mesa.
            -Nada. ¿No hiciste nada, verdad? Te sumergiste en una de tus habituales depresiones, y te retiraste a pensar...
            Siguió señalándole con la mirada, pero Cicerón, cabizbajo, siguió sin responder nada.
            -Cicerón, Cicerón... Dudas demasiado. Has estado toda tu vida muy sensible ante lo que te digan los demás, ante lo que ellos puedan pensar de tí. Te ha faltado autoestima, coraje, has evaluado durante demasiadas horas lo que la Historia pensaría de tí, y eso te ha supuesto un freno inapelable en tus acciones... Ésa es la diferencia entre un intelectual, y hombre pragmático. La historia te conocerá mucho más probablemente por tus disquisiciones, que por los hechos...
            Su abogado se mostró resignado.
            -Hay algunos que no podemos evitar ser lo que somos. Algunos tienen en el destino hacer grandes cosas. Otros, en cambio, solamente planearlas. Yo soñé con una empresa, y dentro de esa idealidad, funcionaba como un mecanismo de cuerda. Gente como tú, en cambio, soñando sólo uno o dos detalles, os lanzasteis a construirla, o a destruir la anterior, quién sabe. Y al final triunfaste tú...
            -Uno es siempre juzgado por las decisiones que toma. Y de ahí depende el juicio que emitirán los demás.
            -E incluso más importante, del inapelable juicio de uno mismo.
            -Sobre todo cuando los demás te juzgan equivocadamente.
            -Lo cual me recuerda, Caesar, una vieja frase tuya: y es que tú decías que un hombre no puede evitar acabar siendo lo que de él piensan todos los demás.
            De nuevo, un sepulcral silencio entre los dos. Caesar, ligeramente tocado, siguió dando vueltas alrededor de la mesa. Pasando el dedo por la superficie de la misma, casi parecía farfullar.
            -Dime, Cicerón. Tú argumentaste, a la hora de decidir entre yo y Pompeyo, que defendías la causa de la empresa. Que defendías, la libertad que nos otorgaban los sacrosantos estatutos de nuestra compañía. Que habías decicado tu vida a los valores de ésta, que alcanzaste tu punto álgido cuando la salvaste de la conspiración de Catilina. Defendiste todo esto, con gran vehemencia y con principios, con la seguridad de saber que había algo, una estructura, en la que creías, precisamente, porque era más grande que cada uno de nosotros mismos por separado, y que pretendías que siempre siguiera así.
            Se acercó aún más a Cicerón.
            -¿Por qué, entonces, te pasaste finalmente a mi lado?
            Cicerón no movió los labios.
            -Por qué, Cicerón, por qué. Respóndeme. No admitiré la callada por respuesta.
            Cicerón balbuceó.
            -Las estrategias, el momento bursátil...
            -Tampoco admitiré evasivas.
            -Las cosas, no salieron como estaban planeadas...
            -Dime la verdad...
            -Hay cosas que se pueden hacer desde dentro, que son más eficaces que los que puede hacer uno fuera...
            -Confiésalo, Cicerón: tuvistes miedo...
            Se hizo un hondo vacío entre los dos.
            -Dudaste entre qué dos caminos tomar: angustiado por la decisión, no te atreviste a apostar todo el juego a una carta. A la hora de la verdad, no te pudieron los principios, sino el miedo a perderlo todo.
            -Algunos teníamos miedo de nuestra vida. Teníamos miedo de acabar como Pompeyo.
            -No finjas, Cicerón, no es tu vida lo que te angustiaba: bien sabes que no te hubiera tocado un solo pelo del cuerpo. Te angustiaba otra cosa.
            Le susurró al oído.
            -Perder el poder...
            Se alejó un poquito, como el boxeador antes de asestar el golpe.
            -No ser nada, un mero comparsa, ser alejado de la cúpula, alejarte de la cocina del poder, no volver a poner más los pies en la compañía.
            -No fue así.
            -Perder de las manos, las arenas del manejo, el cálido abrazo del dominio, el impulso de zambullirte en las aguas del enorme complejo de esta empresa, la cual tú consideras mucho más grandes que tí mismo, y más importante que tu propia vida, incluso aunque esté en manos de un solo hombre...
            -No fue así...
            -Tuviste pánico.
            -¡No es verdad!
            -¡Tuviste miedo!
            -¡Sí, es verdad -descargó en un alarido final Cicerón-, tuve miedo!
            Y le apartó bruscamente, se atrevió a tocar su rico traje de Armani, pero a Caesar, en estos momentos, no le importó. La atmósfera en estos instantes era tensa, la distancia que les separaba, viscoso plomo.
            -¿Qué, ya estás contento?¿Ya te has quedado a gusto, gran Caesar?
            Un hondo silencio, el más profundo hasta este momento, y a lo largo de esta conversación, y de todos sus diálogos, había habido muchos, se asentó definitivamente entre ellos. Cicerón giró la vista con desprecio a un lado, como en una mueca a punto de escupir.
            -Muy mal debes de estar, Caesar, para tener que demostrar tu dominio atacando ya a un viejo acabado...
            Caesar se alejó.

            No sabía por qué, y a pesar de que haber conseguido lo que quería, no se sentía mejor, sino más bien, como si hubiera sido él el que hubiera sido derrotado.

            Eran dos viejos, cayéndose a trozos, metiéndose los dedos en los ojos, peleándose por las migajas de un pastel ya aplastado.
            -Márchate esta noche, Cicerón –dijo Caesar cansado-. Ya terminaremos los balances mañana.
            Las palabras resonaron huecas. Cicerón no respondió nada. Ya no había nada más que en el pasado o el futuro, se pudieran decir. Caesar iba a llamar a la criada, pero no tuvo necesidad. Ella ya se acercaba.
            -Ah, Caesar, era para comunicarte: ha llegado Cleopatra.

                                    *                                  *                                  *

            Cuando Cleopatra entró en la casa, lo hizo como lo había hecho siempre: como una reina. Penetró en el despacho, vestida con un traje de lentejuelas muy escotado, contempló brevemente a los dos hombres, y sin mediar palabra, como si fueron invisibles, se acercó al minibar, y tomó una botella y un vaso con hielo. Después, se alejó sin agregar ninguna otra cosa, contoneando sus caderas, sin duda hacia el dormitorio.
           
            Caesar y Cicerón se miraron. Ambos sabían lo que tenían que hacer. Las relaciones de Cicerón con Cleopatra nunca habían sido buenas. Para ella, él siempre había sido un funcionario gris y vulgar, un mero contable que concentraba el esfuerzo de sus ojos en numeritos en los libros de cuentas, y que no tenía ninguna relación con el boato, el adorno y el lujo, que caracterizan al poder. Un ex-fiscal del estado, para una reina, bendecida por la gracia de Dios, no es más que un simple mortal. Era normal, entonces, que le despreciara de la misma manera en que tratamos nosotros a las hormigas.

            Caesar despidió amablemente a Cicerón hasta el día siguiente. Antes de decirle adiós, quiso emitir un cierto tono de disculpa:        
            -Quizás Caesar haya dicho cosas que no eran apropiadas  esta noche...
            Cicerón negó con la cabeza.
            -Uno puede mentir con respecto a las palabras que dice... pero nunca puede engañar con respecto a las disculpas que ruega.
            Y se marchó cabizbajo, con la poca dignidad que le quedaba, dejando a Julio Caesar silencioso, parado en mitad de la puerta.

            A continuación, Caesar se dirigió a grandes zancadas hasta su dormitorio. Durante la ascensión por las escaleras, sintió viejas heridas en las rodillas, y un dolor en las vértebras que no le dejaba respirar. Soportó los achaques de manera estoica, aguantando mientras se mordía la lengua para no soltar un grito, como única manera que le quedaba de guardar una cierta apariencia de solidez incluso a sí mismo. Pero para cuando llegó hasta el segundo piso, esa falsa sensación de confianza había desaparecido.

Al llegar definitivamente a la alcoba, se plantó con los brazos en jarras. Cleopatra estaba vertiendo el alcohol en su vaso de hielo, tumbada sobre la cama, en su traje de noche, rodeada por las sabanas de raso, las almohadas de pluma y las mantas de seda... Todas ellas parecían, ansiar una oportunidad para acercarse y rozar...
            -¿Dónde has estado?-le inquirió grave Caesar.
            Ella pasó inequívocamente de él, mientras abría una pequeña lata y la vertía en el cuenco de comida para el gato, el cual, ávido de su ració, ni tan siquiera le miró.
            Cleopatra tampoco.
            -No me controles-respondió-. No eres mi padre.
            Y sacó un mechero de alguna parte de su ajustado vestido, y encendió un cigarrillo.
            -¿Has estado con Antonio?
            Cleopatra giró el cuerpo orientándolo hacia Caesar.
            -Y si así fuera, ¿qué pasaría?
            Preguntó insolente. Lo que más le dolió a Caesar, es que ni tan siquiera sonreía. Incluso aunque esa sonrisa significaba que estaba riéndose de él. Pero cuanto menos, no esa expresión amargada, ese hastío imposible que reflejaban los años. Había empeorado su aspecto, ni la cirugía ni el maquillaje habían conseguido disfrazar completamente el progresivo avance de la edad. Y sin embargo, y a pesar de todo, seguía despertando tanta fascinación, como siempre. Y sobre todo, no perdía ni un ápice, de su siempre divina dignidad.
            -Eres una puta.
Pretendió mostrarse intencionadamente grosero Caesar. Pero Cleopatra no pareció inmutarse. Esto sólo hizo que éste albergara más odio.
-Y mírate lo que llevas. Estás vestida como una zorra.
Sólo entonces Cleopatra volvió la vista ligeramente. Con una aguda sonrisa, simplemente contestó:
            -Eso no me lo decías cuando eras tú el que me comprabas los vestidos.
            Y ahí Caesar no supo qué contestar.

Cleopatra siguió fumando su cigarrillo; lo hizo tranquila y pausadamente, durante unos minutos, ignorándole (quizás de manera consciente, quizás directamente es que no lo fingía) por completo durante todo ese tiempo. Caesar contempló todo esto callado, en silencio, protegiéndose de la ira con la defensa mental más débil que tenía a  mano...
            -Fíjate como estás –le espetó él en tono ofensivo, ella se volvió de nuevo, su cara estaba jalonada se arrugas, ya se notaba que había bebido, en demasiado poco tiempo,  una excesiva y desmesurada cantidad de alcohol.
            <<Fíjate como estás>>, se repitió Caesar; no es que nunca hubiera sido arrebatadoramente hermosa, quiero decir, pensó Caesar, lo era, pero a su manera, tenía una forma de la cara extraña, arrebatadora, magnética, animal, fiel reflejo (de hecho, eran más sus gestos, que sus facciones, los que la definían), del tigre dormido que ella quería dejar siempre patente que podía ser en la cama... Ahora, seguía reflejando en su cara parte de esa verdad, pero mucho más recóndita, más oculta, no con la sutileza que se esconde justo debajo de la superficie, sino con la oscuridad que puebla el fondo de los más profundos pozos...
            -Eso tampoco me lo decías hace unos años –replicó ella, socarrona, y durante unos segundos reflejó esa breve subida de tensión sexual (quizás en este caso desvergonzada, demasiado chabacana, mucho más cercana al tono deslenguado de un viejo verde que a una sutileza elegante pero evidente) que tan frecuentemente, en otras eras, y con tantísima facilidad con respecto a todos aquellos que se encontraban junto a ella, había conseguido lograr...
No, claro que no, replicó Caesar. En aquella época, yo había sucumbido a tu influjo erótico, atrapado en tu telaraña, mujer de armas supremas, de caderas que se retorcían, suaves y calientes, bajo el cuerpo de uno, de labios a los que se le ocurrían los juegos más salvajes, aquellos que ni diez decenas de personas, ni en un millón de años, habrían acabado por soñar...  Era de esa manera como Cleopatra había conquistado el corazón de Caesar, era con ese entramado, complicado y venenoso como el de una serpiente, como había llegado a escalar tan alto en el casi exclusivo mundo de hombres que es siempre el poder... Pero ahora, qué imagen daba ella ahora, de todo, menos de diosa del sexo, por qué será, se preguntó Caesar, será que el paso de los años, y la convivencia, la vejez, la rutina, nos han convertido en autómatas, o en simples estatuas; o es que lo hace simplemente por mí, se inquirió angustiado Caesar. O es que ya no realiza aquella representación, porque ahora, en cambio, ya no le soy necesario.
            -Hubo un tiempo en que te esforzabas por parecer guapa ante mí. Por que te encontrara sexy, sensual, porque quemara todas las naves a cambio de que pasaras una sola noche conmigo. Y ahora, en cambio...
            Dejó la frase inconclusa, como esperando que Cleopatra la completara. Pero ésta no la terminó, parecía, como tantas cosas en esta vida, que tampoco en este caso transitaban por los mismos caminos, y que sus pensamientos no tenían necesariamente que armonizar –ni que escuchar- los pensamientos del otro.
            -Antes –replicó ella-, tú también hacías cosas distintas. Hubieras puesto cielos y mares a mis órdenes. Hubieras inclinado el mundo a mis pies y pasado de largo de ésta con un solo chasquido de mis dedos.
            Caesar la reprobó acusadora:
            -Es que muchas veces puse el mundo a tus pies y puse en peligro mis responsabilidades, y toda mi carrera política, por correr detrás de tus faldas.
            Cleopatra le miró con aire escéptico.
            -¿Y entonces que ha pasado?
            Caesar se pasó la mano por la cara.
            -Han pasado muchos años...
            Ella negó con la cabeza.
            -Los daños dan experiencia. Dan aprendizaje. Lo que nos sobra a ambos es amargor.
            -¿No es a veces lo mismo?-replicó Caesar mordaz.
            -En algunos casos desde luego –contestó ella, orientando su mirada hacia él.
            Una caída de ojos de ésas que le mataban.
            -No sabrás dónde está Bruto, ¿verdad?
            -¿Qué pasa, es que hoy tengo que saber dónde está todo el mundo esta noche?-dijo Cleopatra apagando el cigarrillo sobre un cenicero en la mesa y avanzando con las zancadas más grandes que le permitían sus tacones hacia el tocador. De un cajón del mismo extrajo una cajita de nácar que abrió delante del espejo mientras se sentaba.
            -¿Qué vas a hacer ahora?¿Colocarte otra vez?
            -¿Qué coño, me vas a controlar también en mis adicciones como si fuera mi padre?
            -Bien, ya veo que la chica del glamour se ha convertido en la camionera –se rió Caesar, quedando reflejado por el espejo mientras ella aspiraba la raya-. Qué boquito ha quedado de tu brillantez.
            -Hoy estás especialmente tocapelotas –dijo ella más como un hecho que como un insulto, mientras se atusaba elegantemente la nariz-. ¿Qué te pasa para que estés tan irritante?
            Caesar tomó asiento sobre la cama.
            -Quizás, hoy me haya dado cuenta de que no todo dura eternamente. Tal vez, hoy me doy cuenta de que soy mortal…
            Cleopatra se dio la vuelta.
            -Vamos, que esta mañana no se te levantaba.
            -… podrías tratar de ser un poquito menos vulgar.
            -¿Pero qué nos vamos a ocultar ahora después de tantos años, Caesar?¿Qué quieres que finjamos?¿Una poquita de educación escondida en algún sitio?¡Somos conquistadores, Caesar, eso es lo que somos!¡Rapiñamos, arrastramos a la gente con el fango, y nos hacemos los vencedores de él! Podemos rodearnos de cuadros carísimos y de libros, pero en el fondo los dos somos gente de sable y de sangre, de sudor y de cama… Los dos lo hemos sabido siempre muy bien.
            -Será entonces que te merezco –ironizó él.
            -Soy la maldición con la que tendrás que cargar siempre –se rió ella. La risa parecía casi de bruja. Aquello le sobrecogió.
            -Es con lo que tendré que arrastrar, sin duda…-replicó-. Con el que la gente me reproche haber entregado el mando de esta empresa a alguien ajena a ella, a una competidora… Con creer que eres tú quien me gobierna, la que pone en jaque mis decisiones y mis leyes…
            -Estoy harto de que te preocupes sobre qué piensa esa manada de borregos –protestó ella, dirigiéndose hacia su armario, y abriéndolo de par en par-. A un auténtico líder no necesita importarle qué es lo que piensan de él.
            Caesar se acercó y cogió uno de los vestidos de Cleopatra: rosa, hecho de pieles… Algún otro estaba lleno de plumas.
            -El problema es que lo que piensen de Caesar coincida con lo que teme él… Mira estas prendas, estos lujos… Todo esto le ha costado dinero a la empresa.
            -Estas ropas son símbolo de esplendor, de gallardía. Antes todos vosotros parecíais una manga de tenderos. Sólo os faltaba el delantal. Ahora, os codeáis en determinados ambientes gracias a mí.
            Cleopatra se preparaba para salir. Se cambió rápidamente en el baño, sin importarle demasiado si Caesar la veía o no desnuda, y buscaba el bolso. Caesar tenía preparada una réplica a la salida.
            -Tu empresa era sólo una mierda barata que se vendía porque estaba al borde la quiebra, y tú sabías que pegarte a nosotros era la única forma de que sobreviviera, o mejor, de fingir que quedaba algo de ella que se pudiera denominar tal. En realidad, cuando te abriste de piernas, lo que hacías tan sólo era completar la transacción comercial.
            Cleopatra le respondió con una bofetada en la cara que resonó en toda la sala. Luego se ajustó el bolso y fue hacia la puerta.
            -No me esperes levantado –anunció, y cerró dando un portazo.
            A Caesar no le dolía tanto el golpe físico como el hecho de que no hubiera mirado atrás.

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