lunes, 7 de abril de 2014

La historia real de abril. Almerienses ilustres: Nicolás Salmerón.

Explicar mis orígenes es siempre una tarea difícil. Nací en Cádiz porque mis padres se conocieron allí, pero, unos cuantos años más tarde, por cuestiones laborales, la familia al completo nos desplazamos a Almería, donde viví hasta los 18 años, momento en que me marché a cursar la universidad a Madrid. Resultado de todos estos movimientos es que nunca llegué a adquirir del todo el acento de ningún sitio, y si acaso me quedé con la forma de hablar de mi madre, procedente de Salamanca. Tal vez por ello no me considere especialmente de ningún sitio, y todos esos desplazamientos hayan contribuido en parte a que reniegue de la parte más exacerbada de los patriotismos y considere que todos somos (o deberíamos vernos a nosotros mismos como tal) "ciudadanos del mundo", con el espíritu de universalidad que ello conlleva. Pero los lugares por donde uno pasa contribuyen a matizar detalles de un pensamiento que puede manifestarse de manera válida a nivel general (el famoso"think global, act local" tan de moda hoy en día), y por eso creo necesario establecer un pequeño homenaje a los lugares donde he tenido la suerte de vivir. Por tanto, quiero dedicar algunas entradas del blog a estas ciudades, incluyendo a algunos de sus personajes más relevantes y característicos. Y tengo que empezar por Almería no sólo porque es de la zona del planeta de donde más puedo considerarme -ya que pasé la mayor parte de mi infancia en ella-, sino porque además, dio luz a uno de los, quizás (sino el que más), mejores jefes de Estado que hemos tenido en España alguna vez: Nicolás Salmerón, el cual fue presidente de la I República Española.

Nicolás Salmerón nació en el pueblo de Alhama (provincia de Almería) en 1838. Sin duda, su familia contribuyó en gran medida a que se dedicara a la política. Su padre era ya conocido por sus convicciones liberales (entendiendo este concepto como se entendía en el siglo XIX en España, es decir, a favor de una mayor libertad política y de decisión por parte del pueblo), y de hecho colaboró en lo que en Almería se denominó la expedición de "Los Coloraos", los cuales, durante la Década Ominosa en la que Fernando VII abolió la Constitución de 1812 y todas las promesas que había realizado tras el levantamiento del general Riego, trataron de relevarse contra el despotismo del rey y fueron consecuentemente ajusticiados (hoy en día, en Almería se levanta, tras años de prohibición de cualquier homenaje en tiempos de Franco, un monumento en su nombre). Por otro lado, el hermano mayor de Nicolás fue diputado por Almería y llegó a ejercer incluso el cargo de ministro. Él, en un primer momento, orientó sus esfuerzos a la historia y la filosofía, y de hecho consiguió la cátedra de Historia Universal en la Universidad de Oviedo, y más tarde la de Metafísica en Madrid. Sin embargo, pronto empezó a implicarse en actividades políticas, influenciado por su creencia en el krausismo (una doctrina liberal, laica y regeneracionista) y el positivismo, y fue encarcelado durante cinco meses por sus artículos en varios diarios. Tras la revolución de 1868, accede al cargo de diputado y se manifiesta, entre otras cosas, a favor del republicanismo, la Primera Internacional y el derecho de asociación de los obreros. Cuando llega la República, llega a ser ministro de Justicia y más tarde Presidente de las Cortes Generales. Pero en ese momento se recrudecen los problemas: recordemos que España estaba viviendo una situación particularmente inestable e incierta. Lleva más de medio siglo de disputas entre las fuerzas conservadoras y progresistas: ha visto caer a los Borbones, el intento de establecer a un rey distinto (Amadeo de Saboya) no fragua, y ahora lo han intentado con la República. Pero también dentro de los republicanos, hay distintas facciones, y una de ellas promueve que debe instaurarse un estado federalista basada en pequeños "cantones", un movimiento que sirvió de base para posteriores iniciativas de corte anarquista. Los republicanos se dividen entre este modelo federalista y otro más unitario (recordemos que, en muchos aspectos, se estaba refundando todo el concepto de España, y cada cual tenía su opinión sobre qué sistema era el más adecuado: en ese sentido, no difiere demasiado de otros más recientes períodos históricos, incluyendo el actual), y las tensiones parecen que van a provocar que la joven república se tienda a desgajar en mil pedazos. Incluso, el presidente Pi i Margall, defensor de las tesis federalistas, trata de convencer al sector unitario, y al no conseguirlo, dimite y es elegido Nicolás Salmerón en sustitución. Salmerón se encuentra -ya desde que jura el cargo- con que algunos "cantones" se han declarado autónomos y han decidido independizarse por la fuerza. Ante esta situación, intenta imponer orden y llama al ejército a sofocar la rebelión. Podemos poner en duda si la decisión era o no correcta, pero lo cierto es que no es fácil ponerse en su piel en un momento en que se estaba tratando de lograr que una España muy atrasada y convulsionada tirara hacia algún lado, y el hecho de la sección más intransigente de los republicanos declararan regiones autónomas por su cuenta, sin esperar a la redacción de una nueva Constitución, no ayudaba precisamente. En todo caso, tras la contienda, llega el momento crucial de su mandato: tras haber derrotado a algunos de los movimientos cantonalistas, se presenta delante de él la petición -tras un consejo de guerra- para rubricar la sentencia de muerte contra alguno de los militares colaboradores. A Nicolás Salmerón se le presenta una dura prueba, pero no duda: se halla en contra de la pena capital, y no firmará esas sentencias. Y si tiene que hacerlo en su obligación de presidente de la República, entonces dimitirá. Había estado apenas seis semanas enfrente del cargo. Una de las frases que ilustran su pensamiento acerca de este dilema fue expresada por él y más tarde reflejada en una biografía-cómic elaborada en el año 2009 por María Carmen Amate y J.M. Beltrán:


Lo cierto es que también existen sus sombras negras sobre este suceso. Se dice que en realidad lo que ocurrió fue que había disensiones internas dentro su gobierno sobre si ordenar o no el ataque a las fuerzas cantonalistas en Málaga, y Salmerón, incapaz de enfrentarse a los dos contendientes opuestos (entre ellos el general Pavía, que abogaba por el asalto), decidió salir por la tangente y simplemente dimitir. Sin embargo, démosle por el momento el beneficio de la duda, y aceptemos (aunque sólo sea por la imposibilidad de saber lo que en verdad ocurrió) en este momento la versión oficial. De ser la situación así, nos encontraríamos en lo que -tanto entonces como hoy en día-, era un hecho inédito: un político español que, lejos de aferrarse al cargo contra viento y marea, decide dimitir porque hay cosas por las que no está dispuesto a vender sus principios. En una época como la actual (donde la clase dirigente se han llegado a convertir en la segunda principal preocupación de los ciudadanos, y el concepto de política se ha desprestigiado gravemente entre los votantes), conviene volver la vista hacia aquellos defensores de lo público que, pese a todas las presiones que tenían a su alrededor, enarbolaron un faro humano y ético que nos mostraba que la política, la verdadera política, debe ser ejercida por hombres que están dispuestos a hacer lo que sea posible por sus semejantes, y que convierten el acto de representante del pueblo en lo que debería realmente ser: una actividad abnegada, solidaria y profundamente sufrida, donde hay líneas que no se deben traspasar y promesas que se han de cumplir. Aunque esto implique, en algunos casos, que sea necesariamente breve la duración del tiempo en el cargo. Quizás sea por eso que la mayor parte de los hombres honestos tengan, casi siempre, una estancia breve en política. El caso de otro político español, recientemente fallecido, puede ser otro ejemplo parecido que también nos convenza.
Después de alcanzar este cénit en su carrera, Salmerón fue escogido otra vez presidente del Congreso de los Diputados. Mantuvo numerosos enfrentamientos con su sucesor en la jefatura del Estado, Emilio Castelar, y todo esto contribuyó a un clima de ebullición política que acabó con varios golpes militares, y en consecuencia el fin del sueño de la República. Después vendría la Restauración Borbónica, un intento de enfriar la política española que funcionó durante algunos años, pero el cual dejó algunos defectos inherentes (como el caciquismo y un constante fenómeno del tejido de Penélope en la política española) que aún perduran, y que acabó por convertirse en un modelo agotado, al ser incapaz de asimilar determinados problemas y movimientos que más tarde o más temprano había que afrontar. Entre tanto, Salmerón trató de recuperar su cátedra, pero fue "depurado" -como todo aquello que había pertenencido a la República-, y se exilió a París, donde trabajó como traductor pero siguió manteniendo una cierta actividad política. Finalmente, llegó una amnistía promovida por Sagasta y volvió a España, donde recuperó su cátedra, fue elegido diputado y se convirtió, en palabras de Claudio Sánchez Albornoz, en "la sombra de la república que un día habrá de llegar", aunque ese amanecer no lo llegó a vislumbrar el almeriense. Falleció en Pau, Francia (donde se encontraba de vacaciones) en 1908, y en el epitafio de su tumba en Madrid, situada junto a la de su predecesor al frente del gobierno de la República, Pi i Margall, se recordaba que Salmerón "dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte". Hay momentos que marcan la vida de los hombres y sirven para definirlos. Salmerón tuvo el suyo y estuvo a la altura. Quizás no todos podamos decir lo mismo.
Durante la época del franquismo, la figura de este humanista cayó -como quizás el de todos los hombres y mujeres que merecían la pena- en un oscuro olvido. Pero ahora, precisamente en estos momentos de zozobra donde tan escasos andamos de modelos, se recuerda su biografía, sus habilidades como orador, una relación con Alhama que no perdió nunca, y ese profundo espíritu ético que en los trances más difíciles debería iluminarnos. Una estatua suya aparece caminando, como un hombre más de la calle, en una de las plazas principales de Almería. Cada 14 de abril, coincidiendo con el aniversario de la Segunda República, alguien coloca puntualmente alrededor de su cuello un pañuelo rojo, amarillo y morado. Quiero pensar que la estatua de Salmerón sonríe un poco más al portarlo.

2 comentarios:

  1. Muchas gracias Emilio por recordarnos la figura de este gran almeriense, olvidado por algunos y venerado por otros. De vez en cuando suelo utilizar una frase que utilizó Salmerón tras recuperar su cátedra, varios años después, según dicen en la misma aula donde fué arrestado... "bien, como decíamos ayer...". Un abrazo

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