Marea
baja
Estoy
sentado en una silla. Comienzo a girar la cabeza a mi alrededor,
intentando averiguar dónde estoy. Pronto caigo en la cuenta. Me
encuentro en mi casa.
Me
miro las manos. Allí están. Arrugadas, marchitas, reflejando el
paso del tiempo y de la edad, que no perdona… Qué raro. Yo pensaba
que no estaban tan mal, al menos, no lo estaban tanto hace muy poco.
¿Son éstas mis manos?¿Son éstas mis auténticas manos?¿O son las
manos de otra persona, que he tomado prestadas, y que ha pasado tanto
tiempo, que ya no puedo encontrar a quien se las he de devolver? Bajo
entonces los brazos.
Y de
repente aparece esa chiquita, ésa que últimamente se está pasando
tan a menudo por aquí. Es jovencita, morena, tiene el pelo cortito,
y unos ojos preciosos. La estoy a punto de llamar por su nombre, pero
de repente no me viene del todo a la cabeza. Ya está, lo tengo casi
en la punta de lengua. Se llamaba… ¿cómo se llamaba?
-Venga,
abuelo, tienes que levantarte. Vamos a dar un paseo.
¿Por
qué me llama esta chica abuelo?¿Por qué cree que soy su abuelo? Yo
creo que debo ser su novio. Al fin y al cabo, todavía soy joven,
aunque es verdad que ella es muy joven también… ¿Por qué cree
que soy su abuelo? Esta chica no está bien de la cabeza…
-Vamos,
abuelo. Yo te cojo del brazo.
Pero
me dejo llevar. Sus manos son tan suaves, tan agradables, el contacto
tan límpido. Qué novia más bonito tengo. Da gusto hacer las cosas
así. Me cuesta un poco levantarme. Pero luego le digo que no, que no
hace falta, que puedo ir yo solo, que vaya ella delante si quiere.
Vamos caminando hacia el dintel de la puerta.
El
camino se hace largo. Parece que tengo las piernas cansadas, no sé,
será de tanto hacer ejercicio… Las zapatillas de tela son muy
cómodas, pero me molestan para caminar. Vamos acercándonos al marco
de la puerta. De repente me doy cuenta de cuán inmenso parece
conforme uno va aproximándose, de lo grande que es, esas líneas,
verticales, gigantescas hacia el techo, ese marco horizontal, el
dintel, que asemeja un arco abovedado de una monumental catedral
aérea que flota sobre sus arbotantes, ese marco que se acerca,
conforme me voy moviendo hacia él, ese marco que me envuelve, ahora
me acerco, ahora estoy cubierto por el marco, envuelto por los
quicios de la puerta, estoy pasando, giro la cabeza, he pasado,
contemplo el marco desde el otro lado…
… y
entonces, el horror. El pánico. ¿Dónde estoy?¿Cuál es este
lugar?¿Quién me ha llevado hasta aquí? Me siento como si las
paredes se me estuvieran viniendo encima, como si en esta gigantesca
catedral fuera uno de esos hombres -¿cómo se llama?, por Dios,
¿cómo se llama?-, con miedo a los espacios abiertos. Me tiemblan
las manos, me suda la cara y el cuello, siento angustia, miedo, el
más puro y claro pánico, siento ganas de gritar… ¿Dónde estoy?,
por el amor de Dios, ¿dónde estoy?, que alguien detenga las
paredes, que quien sea evite que se caigan, por Dios, la bóveda, se
me cae la bóveda, estoy encerrado, las paredes se están cerrando,
todo es tan grande, tan inmenso, me siento tan perdido, tan solo,
siento ganas de llorar…
Y
entonces noto que la chiquita de antes se me ha acercado y me está
abrazando.
-¿Dónde
estoy?-le pregunto, angustiado, mientras me refugio, ella acariciando
mi espalda, resguardado entre sus brazos-. ¿Dónde estoy?-le
interrogo con los ojos, angustiados en lágrimas.
-Tranquilo,
abuelo, tranquilo, estás aquí… Estás en casa.
Giro
la cabeza, escéptico, aún húmedos en ojos. Luego levanto la vista
hacia el marco de la puerta... Ahora me parece tan sólo un trozo de
madera, tan normal como cualquier otro. No entiendo cómo me ha
podido dar tanto miedo hace tan sólo unos segundos… Pero era tan
imponente, parecía tan temible…
Sé que la barra horizontal de la parte de arriba de la puerta tiene
un nombre… No es sólo el marco, tiene otro nombre… Creo que
empezaba por “d”… De, de… No, por “e”, por “e”,
empezaba por “e”… ¿Cómo se llamaba?
Lo trato de recordar entre lágrimas, mientras me aprieto los labios
y lo miro, como implorando que me diga su nombre.
¿Cómo demonios se llamaba?
*
Hubo
un tiempo en que yo me acordaba de las cosas. Hubo un tiempo, que a
veces no consigo recordar, en que yo era capaz de recitar la lista
entera de los reyes godos. En que caminaba por la orilla de la playa
y acariciaba las conchas que habían dejado abandonadas los animales
que un día las ocuparon, los cuales parecen haberlas dejado allí
para que podamos admirar su casa, fijaos, qué bonita, está muy bien
decorada, de verdad te gusta, sí, en efecto, me encanta, a mí me
encanta también…
Alrededor
de la mesa, al lado de la cual yo me encuentro sentado, se encuentran
ellos: mi familia. Van dando vueltas, arriba y abajo, a derecha e
izquierda, se levantan y se sientan, con tanta velocidad que no puedo
seguirles. Una niña pequeña da vueltas alrededor de la mesa, y de
los platos, y de la cubertería de plata, y de vez en cuando me tira
de los bajos de los pantalones. Luego, una mujer un poco llenita,
vistiendo un delantal, que sale de la cocina con un plato humeante en
una bandeja. Sonidos, murmullos, de aprobación, de contento, un
hombre moreno, de pie, que vuelve la cabeza al llegar la mujer, pero
que no se sienta, sigue derecho observando un cuadro, y más allá,
un par de jóvenes, los dos son pelirrojos, se parecen mucho el uno
al otro, deben de ser gemelos, más allá, una chica de pelo rubio,
con gafas de pasta rojas, muy guapa, que le da un beso a un chico
mientras los más pequeños golpean los platos con las cucharas, y
gritan mucho, y dicen “¡Felipe tiene novia, Felipe tiene novia!”,
y ambos jóvenes se ruborizan… Y alguien, que no sé quién es, se
vuelve a mi lado y me dice: “¿A qué es bonito, verdad?”, y yo
asiento, le doy la razón, como si supiera quién es, pero eso da
igual: en todo caso, sigue siendo todo muy bonito…
*
Me ha
dicho alguien, que dice que es mi hija, que tenga cuidado. Dice que
no puedo escribir las cosas que escribo ahora antes de las que he
escrito antes. Dice que no me ha dado el cuaderno para que anote
cosas al azar, sino en orden tal y como fueron ocurriendo. Pero creo
que ya me he equivocado, o sea, que ya no hay mucho que hacer. La
cosa saldrá entonces un poquito desordenada. Pero os puedo decir que
lo que viene ahora después fue lo primero que escribí. Sí, creo
que fue lo primero que escribí. Y lo que he escrito antes, lo he
escrito después. O sea, que lo ha escrito una persona más vieja, y
no más joven, como tendría que ser. Lo primero en este cuaderno fue
escrito por la persona que ahora soy, y lo siguiente, por la que
antes fui… Que lío, ¿verdad? Aunque quién sabe: quizás es mejor
así. Dicen que en esta enfermedad verdaderamente no envejeces, sino
que en realidad, vuelves hacia atrás, vas perdiendo años, hasta
volver a ser un niño, y entonces piensas igual, y dices las mismas
cosas, y te acuerdas de los mismos recuerdos, que cuando eras
pequeño, es como si los vivieras de nuevo, nítidamente, como la
primera vez. Me agrada esta forma de contemplarlo… Yo no estoy
avanzando hasta la muerte… Estoy caminando, hacia el nacimiento…
*
Al
principio yo recordaba. Lo recordaba todo. Tenía una memoria
prodigiosa. Podía acordarme del año en que Beethoven había
compuesto cualquiera de sus nueve sinfonías. Y podía nombrar las
obras completas de Bach en orden cronológico, desde el principio
hasta el fin. Pero eso era antes… Mucho antes de ahora…
Dicen
que esta enfermedad es una enfermedad tramposa. Que va viniendo poco
a poco, y sin que te des cuenta, se va metiendo dentro de ti. Dicen
que no te das cuenta. Claro que te das cuenta. Lo que pasa, es que no
lo quieres decir.
La
primera que vez que me ocurrió fue cuando se me olvidaron las
llaves. Cualquiera diría, es normal, ¿a quién no se le han
olvidado alguna vez las llaves? A mí. A mí nunca se me olvidan.
Forman parte de mi ritual, secreto y antiguo, que practico desde hace
cincuenta años cada vez que voy a un concierto. Además, no era la
primera vez. Era la tercera. Y fue cuando comencé a pensar que la
cosa ya no iba bien. Llamé al telefonillo de mi casa, y mi hija me
preguntó que cómo se me habían olvidado las llaves, con lo
puntilloso que era yo para esas cosas.
-No,
hombre, no, no es que se me hayan olvidado –le respondí-. Es que
me apetecía escuchar el sonido de tu voz.
La segunda vez, fue almorzando… Estábamos en una reunión
familiar, de ésas que organizamos por cada Año Nuevo, después de
ver por la tele el concierto del mismo nombre. Mi hija, con su mandil
siempre puesto, ese mandil que tan bien le sienta, iba distribuyendo
la comida. Fue entonces cuando se me ocurrió preguntar:
-¿Me
pasas otro ladrillo?
Un
par de mis familiares se quedaron paralizados. Se escuchó una risita
de niño, de alguno de mis nietos, como entrecortada por el siseo de
una madre que le ordenaba callarse. Me di cuenta de que varias
miradas incómodas se depositaban sobre mí. Sin alterarme, orienté
la mirada hacia ellos y les pregunté, como por simple curiosidad,
aunque la angustia me llenaba por dentro:
-¿Qué
es lo que he dicho?
Mi
hijo, de pelo moreno, señaló a la bandeja con un cuchillo.
-Has
pedido que te pasen un ladrillo.
Entonces
yo sonreí, como si simplemente se me hubiera derramado la copa de
vino, y exclamé:
-¡Bueno,
hay que ver, no se os puede gastar ni una broma! No te preocupes,
hija, los filetes están buenísimos. En absoluto se me ocurriría,
fuera de para ver vuestra reacción, llamarles en ningún momento
ladrillo. Están riquísimos, de verdad. Me encantan.
Y
entonces lo pensé. Pensé, ya está, soy uno de esos viejos de los
que los hijos se hartan, y acaban mandándoles al asilo. Uno de esos
cacharros inútiles que ya no sirven para nada, y que como los
juguetes que se olvidan, se dejan aparcados en un trastero. Pobres
juguetes, me dije siempre, mientras introducía las bicicletas o los
balones pinchados de mis hijos en el habitáculo, y daba un par de
vueltas a la cerradura del oscuro sótano, no sin que los objetos
parecieran implorarme, antes de marchar, que no les dejara allí
encerrados. Pero yo siempre colocaba el candado y me iba. Por las
noches, yo descansaba tranquilo, ajeno a los chirridos que provocaba
la bicicleta en su miedo histérico, incapaz de accionar su propio
faro, para así poder encender las luces…
*
Un
día, una de esas niñas rubias que están pululando todo el rato por
aquí se me quedó mirando, mientras yo estaba sentado. Yo me quedé
entonces observándola a ella, como jugando a mantener el pulso con
la mirada. Ella apretó las cejas, muy concentrada, estaba empeñada
en ganarme a toda costa. Pero en un momento determinado, se cansó y
se dio la vuelta.
-¿Mamá,
en qué dices que trabajaba el abuelo antes?
La
señora oronda del mandil se acerca a la niña, y la eleva en brazos,
mientras la pequeña va alargando su brazo hacia mí.
-¿El
abuelo? Era director de orquesta. El mejor director de orquesta del
mundo.
-¿Es
verdad eso, abuelo?
Yo
sonrío, pero callo, interesado. Me interesa mucho saber más sobre
el tema sobre el que la mujer está hablando.
-Claro.
Él movía la batuta, y a su señal, se ponían en marcha decenas de
instrumentos. Violines, clavicordios, contrabajos…
-¡Guitarra
eléctrica!
-No,
cariño, no, guitarras eléctricas no. Pero sí violas, e
instrumentos de percusión, y de cuerda, y flautas, y trombones… Al
abuelo le llamaban de todo el mundo para actuar… Nueva York, Viena,
Moscú… Incluso grabó un par de discos… Todavía tenemos alguno
por ahí…
-¡Ahí
va!¡Yo quiero verlos!
-Fíjate,
Elvira… Fue tan famoso, que un día le dio un concierto al rey. ¡Al
rey!¡Ése señor que sale hablando en la tele todas las navidades!
-¡Halaa…!
La
mujer la baja al suelo. La niña se acerca hacia mí, y me toca la
cara. Yo sonrío, como si volviera a ser un niño de nuevo.
-¿Y
el abuelo ya no toca por lo de ese señor?
La
madre pone cara de perplejidad…
-¿Qué
señor?
-Sí,
ése… Alsa y no-sé-qué…
La
mujer la contempla con gesto reprobatorio. Se agacha hasta que sus
ojos quedan a mi altura, pero yo no la estoy mirando… Ella alarga
la mano hacia mí, como si yo estuviera ciego, como si no pudiera
verla…
-Alzheimer,
cariño. La enfermedad del abuelo se llama Alzheimer.
…
pero yo alargo la mano, y acaricio la mejilla de la mujer con mucha
ternura… No sé quién es ella, pero parece necesitarlo… En esos
momentos, tiene pinta de que está a punto de echarse a llorar…
Corto entonces con todo, cogiendo a la niña en brazos.
-¿Alzheimer?-pregunto
riéndome-. ¿Alzheimer?¿Quién es ése?
-¡Eso!-grita
la niña-. ¡Quién es ése!
La
abrazo con fuerza, mientras nuestras narices se restriegan, qué
suave tiene la piel. La alejo un poco de mí. Abro los labios para
hablar:
-Tiene
nombre de fabricante de lavadoras.
*
La
primera vez que escuché ese nombre fue en la consulta del médico.
Yo había ido allí a rastras, llevado por mi hija. No me hacía
falta. A mí no me pasaba nada. Eran simples despistes, errores,
cosas propias de la edad. Nada para tirar al abuelo a la basura, como
quieren hacer los hijos siempre. Qué pesados son de vez en cuando.
Tú los traes al mundo, les das una educación, unos valores, y al
final, acaban haciendo lo que les da la gana. Eso es lo que hacen: lo
que les da la gana. Entre pensamiento y pensamiento, escucho de
refilón, enarcando una ceja, las palabras de la médica.
-¿Y
desde cuándo tiene esos síntomas?
-Pues
no lo sé exactamente: siempre ha sido muy guasón, tiene un sentido
del humor muy suyo, y por eso, uno nunca sabe cuándo está de broma,
y cuándo de verdad… Pero cuando nos lo trajo la policía, diciendo
que no era capaz de volver a casa…
-¿Qué
tal se sintió él tras ese incidente?¿Ha llegado a reconocer que
tiene un problema?
-¿Mi
padre? Volvió absolutamente enfurruñado. No dijo una palabra en
toda la tarde. Sólo arrugaba el bigote, y cruzaba los brazos,
manteniéndolos pegados al cuerpo, ¿ve?, así, en esa postura de
ahora. Ni siquiera se sonrió cuando el policía le reconoció, y le
pidió un autógrafo.
-¿Por
qué cree que no reconoce los síntomas?
-En
parte, por cabezón. Siempre lo ha sido. Luego, no sé, tiene la
extraña manía de que le vamos a dejar abandonado en una gasolinera
a la primera de cambio. ¡Como si no le tratáramos bien en casa!
Creo que ése es uno de los motivos por los que no quiere dar a
reconocer ningún fallo, y por lo que trata de disfrazárnoslo todo.
Es como jugar con él al ratón y al gato: todo con tal de no parecer
inútil.
Sí.
En efecto. Ese pensamiento, es el que me amarga la existencia.
-¿Y
algo más?
-Claro:
su trabajo. Compréndale, él es el responsable de mucha gente. Se
supone que él es el líder, el jefe, el que ha de dirigirlos a
todos, el que encauza por el camino correcto a aquel que se ha
perdido… Así que para él, la sola idea de perder el rumbo le
resulta inconcebible. No va con su forma de ser. Además, fíjese: un
violín tiene sus manos. Un piano, pues eso, las manos, los pies.
Pero él se guía por su cerebro. Es el órgano más importante de su
vida. Sin su cerebro, no es nada. ¿Adónde va a ir, si no le
funciona?
Llegan
en ese momento las pruebas. Escríbame la lista de números, del 0 al
10. Repítame estas tres palabras: caballo, cuchara, manzana. El
caballo, se come la manzana, con la cuchara. La cuchara, le pega al
caballo, con la manzana. La manzana, le da al caballo la cuchara. No
sé, ya está, dejadlo, no puedo más, ¿por qué me hacéis pasar
esta tortura?
Por
fin terminamos. Mi hija me agarra del brazo.
-¿Ves,
papá? No ha sido tan complicado.
Yo
asiento. Asentiría cualquier cosa en este momento, si tuviera que
hacerlo.
Lo
que sea, con tal de volver a casa.
*
Esta
enfermedad es muy curiosa. En la mayor parte de las dolencias de
cualquier tipo, sobre todo las psiquiátricas, lo que tienes son
momentos de crisis, en un intervalo de aparente vida normal.
Instantes de locura, para gente que, por lo común, no muestra ningún
síntoma. En cambio, en el Alzheimer, como en otras deficiencias, es
al revés: dentro de un periodo de deterioro progresivo, aparecen,
sin embargo, intervalos de lucidez. Y durante ese periodo puedes
sentir, tocar, reír, hacerlo todo, como lo hacías antes. Volver a
reconocer a tus antiguos familiares. Recordar… qué poco apreciamos
las cosas, mientras todavía las tenemos…
Es
una enfermedad llena de contrastes. La memoria procedimental, la de
los actos automáticos, es de las más tardías en perderse. Puedes
olvidar un nombre o una fecha, pero todavía eres capaz de manejar
maquinaria pesada. Puede que se borre de tu memoria la localización
de tu casa, pero todavía sigues siendo perfectamente válido para
conducir hasta ella. E incluso, puedes mantener intactas las
capacidades para tocar un violín… El problema es que te acuerdes,
de las notas de la melodía.
Además,
las cosas se olvidan al revés: en el orden inverso, al que las has
aprendido. Algunos lo han comparado con un barco de regreso a casa:
vas pasando por los puertos anteriores, los cuales, una vez los
abandonas, sabes que nunca más volverás a verlos. Otros, en cambio,
han hecho un símil con la marea: conforme baja, va dejando de tocar,
con un beso a su paso, aquellas zonas de playa que fueron las últimas
en cubrir. Y conforme las va dejando, va echándoles un último
vistazo a todos esos granos de arena, diminutos, imperceptibles, pero
inmensos, cristalinos bajo el sol, a los que no va a volver a tocar.
Y va dejando atrás todas las conchas, todos los refugios de los
animales, todas las algas marinas, todos esos seres vivos que, cuando
la marea baje, se verán obligados a emigrar o morir… hasta que por
fin, la marea descienda del todo, y todas aquellas cosas que
envolvió, todo lo que por un tiempo estuvo cubierto del verde color
del mar, se convierte, tras un tiempo de acción del sol, en un
tórrido e inhabitable desierto…
Lo de
la marea, además, ofrece la oportunidad de una segunda comparación,
de una nueva metáfora. Y es que el agua, al mismo tiempo que va
bajando, va y vuelve, continuamente, de nuevo al margen más externo
de la playa, en forma de pequeñas olas. Olas que se encargarán, a
pesar del esfuerzo de los niños por escribir en la arena, en borrar,
continuamente, todas las cosas que él pretenda escribir. Y ese niño,
al contemplar su derrota, intentará escribir más fuerte, hacer los
trazos más hondos, se pasará horas luchando, negándose a
resignarse, tratando, con lágrimas en los ojos, y cansancio en sus
brazos, vencer a una marea que siempre vuelve, para borrar lo ya
hecho… Todos nosotros hemos sido ese niño alguna vez. El problema,
es cuando esa marea es tu vida, y el niño que se queda en la playa,
oteando el horizonte y el agua, son todos los demás…
*
El
día que volvimos al médico, a mi hija se le notaba una no sé qué
en el alma. Un nudo agarrotado en el corazón, que le subía y le
bajaba por la garganta. Creo que se esperaba lo que iba a pasar. Creo
que sus labios temblaban, al susurrar, al empezar a silabear, la tan
temible palabra…
Antes
esto no era así. Antes, no tenía nombre, y por tanto, no producía
miedo. Eran simplemente cosas de viejos, achaques que da la edad, se
está empezando a poner un poco chocho, decían. Pero desde que tiene
nombre, da mucho más miedo. Desde entonces, nombrarlo siquiera, es
como una forma de exorcismo.
La
doctora le dijo a mi hija que se sentase, pero ella no quiso hacerlo.
Se quedó allí, envarada, incómoda, tiesa como el palo de una
cucaña. La doctora quiso empezar a hablar, pero no podía. No
avanzaba, se liaba, se trabucaba con las palabras. Entonces, incapaz
de seguir adelante, cogió un lápiz y un folio. Y comenzó a
escribir la palabra que empieza por “a”…
Pero
cuando todavía no había avanzado ni un par de letras, mi hija,
rápidamente, cogió una goma que se hallaba situada sobre la mesa
del escritorio, y comenzó a borrar…
Y la
doctora cogió entonces una zona de más abajo del folio, y volvió
de nuevo a escribir, pero mi hija avanzó con ella, y borró de
nuevo, para que no quedara el más mínimo asomo de letra, el negro
del carboncillo iba manchando el papel…
Y la
doctora cogió otro papel, y mi hija otra goma, y lo intentaron un
par de veces, sin mirarse la una a la otra, tan sólo contemplando la
superficie de este papel, en el que parecía estar escrito mi
destino, papel en el que se hallaba impresa mi angustia y mi
desesperación, como si hubiera sido escrita allí con mi propia
sangre… Hasta que al fin, la médica levantó la vista y le dijo:
-Su
padre va a tener lo mismo, se lo escriba yo en el papel o no.
Y mi
hija le miró a ella:
-Y si
eso es así, entonces, ¿para qué quiere escribirlo?
Y se
alejó, dejando a la doctora con su papel y su lápiz. Después de un
instante tranquilo, la doctora volvió a escribir. Esbozó sólo un
par de letras.
Rasgó
el papel, y lo tiró de nuevo a la papelera.
-Mi
padre también está en el mismo caso, ¿sabe? –le confesó.
Y mi
hija –con lágrimas en los ojos, lo sé, aunque yo no estuviera
mirando-, me pasó el brazo alrededor del hombro, y le dijo:
-¿Usted
también tiene un padre maravilloso? Enhorabuena. No sabe la suerte
que compartimos…
*
Y a
partir de ese momento, empiezo todo, el suave run-run de la
maquinaria, del viejo reloj, que sabes que un día de éstos, más
tarde o más temprano, se va a parar. Y todo avanza, cada vez más
deprisa, y sientes que tienes que hacer cosas, muchas, muchísimas
cosas, aprovechar todo lo que puedas hacer, todas las buenas
emociones que puedas albergar, hasta que todo eso se olvide. Y hasta
que te quedes encerrado en tu torre de marfil, con todos esos tesoros
que tienes que ofrecer escondidos para el resto del mundo, como una
Capilla Sixtina de pinturas rupestres inaccesible para el público,
una iglesia románica que nunca podrá ser adorada, como semillas
enterradas en una gruta, las cuales, por la ausencia del sol, jamás
llegarán a germinar. Cuando tengas miles de pensamientos, palabras,
obras de arte, que decir y que compartir, y todas esas cosas, sin
embargo, no puedan salir jamás de tu cabeza. Y entonces mi hija me
preguntó:
-Papá,
¿qué es lo que quieres hacer? Algún lugar que no hayas visitado,
alguna experiencia que no hayas vivido, yo qué sé, cualquier cosa…
Yo la
miré a los ojos y le dije:
-Quiero
estar junto a vosotros… Y quiero seguir trabajando…
Bajé
la cabeza.
-Ha
sido lo que he hecho durante toda mi vida, y he sido feliz. ¿Qué
otra cosa podría pedir?
*
Y la
vida sigue, más normal o menos corriente, pero sigue siempre
adelante. Eso es lo que no se detiene, incluso, aunque nos
mantengamos parados. Cierras los ojos, y el mundo comienza a dar
vueltas a tu alrededor, y se siguen los días, las noches y los
eclipses, y lo único que seguirá siendo cierto en el mundo, es que
el tiempo va a seguir pasando… Y tú tratas de quedarte quieto,
tratas de agarrar muy fuerte el momento, pero éste siempre se te
escapa, como si trataras de atrapar el agua entre las manos… Y cada
vez que repites una acción, pensando que sigue siendo lo mismo, te
das cuenta sin embargo, de que cada vez es distinto, y que a cada
repetición, la partitura sigue siendo la misma, pero tú eres mucho
más viejo…
Pero
diriges, y diriges porque te gusta, y diriges porque te entusiasma, y
por eso le haces caso a los médicos, y a las dietas, y los nuevos
hábitos de conducta, y por eso, mientras mueves la batuta, perdonas
la incredulidad inicial, la tuya propia y la de los familiares, te
informas, averiguas que ahora hay sistemas que permiten predecir el
Alzheimer con varias décadas de antelación, cosa que será muy
útil, pero que a ti te llega demasiado tarde… Pero sigues
dirigiendo, porque a Mozart, a Hayden, a Brahms, no le importan estas
cosas, o sí que les importan, porque si no, no habrían compuesto
esta música…
Y
sigues dirigiendo, sin decirle nada a nadie, manteniendo la firmeza
pétrea del capitán de barco, que si es preciso, habrá de hundirse
hasta el fondo del océano con él. Nadie debe adivinar nada, ni el
más mínimo temblor puede alterar tu dirección, tú diriges el
timón, y nadie debe ponerlo en solfa… E incluso, si fallas,
incluso, si te encuentras inseguro, lo disimulas con una broma, con
un cabreo, con echarle la culpa a alguien que no se lo merece, pero
no tienes más remedio que hacerlo… Lo que sea, con tal de que
nunca sepan la verdad…
Así,
hasta que llega el día. El día en que estás dirigiendo, y
comienzas a escuchar susurrar murmullos sordos. El día en que
descubres que los componentes de tu propia orquesta te miran extraño.
El día en que descubres que algo anda mal, y tú no te estás dando
cuenta. El momento en que lo paras todo, y preguntas:
-Señores,
¿qué les ocurre?¿Tienen ustedes algún problema con la partitura?
Y al
principio un hondo silencio, nadie se atreve a levantar la mano,
sobre todo los más jóvenes, los más tímidos, pobrecillos, yo
siempre les exijo mucho, pero eso es lo que garantiza que el carácter
se les ponga fuerte para que luego nadie les sople. Pero por fin, y
con un pesar en mi corazón, se levanta un viola, uno de los más
veteranos, contemplarle a él es como vislumbrar un reflejo, llevamos
casi el mismo tiempo trabajando en esta profesión. Y entonces él
dice:
-Es
que, hemos notado algo inusual…
Yo
coloco los brazos en jarras.
-Adelante,
señores, no tengo todo el día.
Pero
no sigas, por favor. Le imploro con la mirada. No sigas.
-Verá,
es que nos hemos dado cuenta, de que –interrumpe la frase: balbucea
levemente-, de que, en fin, cómo decirlo, de que últimamente ha
disminuido usted la frecuencia de sus anotaciones... Y que de hecho,
lo hace más destacadamente, y más a menudo, cuanto más frecuente
resulta en la melodía la nota fa.
Y me mira con ojos claros, que también desean decir, como dijo el
primer médico: “Puede que sea el estrés. Sí, quizás sea el
estrés”, pero lo decía con lágrimas en los ojos, notándosele
que no, que sabía que no era el estrés, y mi hija también lo
sabía, pero todos nos consolamos más amigablemente con esa mentira.
Y entonces analizo lo que mi viola me acaba de contar… Y me doy
cuenta de que he perdido una nota. Una nota que ya no puedo ni
nombrar…
He perdido uno de los siete pilares de la escala musical… He
perdido una séptima parte de un mundo, mi mundo… He quedado
tullido, me he quedado manco, me quedado cojo de una nota, que no
puedo ni mencionar…
Y desearía que el Sordo, el Gran Sordo, estuviera aquí para
aconsejarme, ya que él tiene experiencia… Desearía saber qué se
siente cuando te desposeen de uno de tus sentidos, cuando un genio
maligno se lo lleva todo, cuando la marea baja, y al mismo tiempo
derrumba nuestros castillos… Desearía sabe qué hubiera hecho
Beethoven, si pudiera haber oído, pero nunca escuchado el fa…
Pero
ahora no es momento de pensar. Trato de disimular un poco, comienzo a
rebuscar un poco por entre las hojas de la partitura, como si la
díscola nota se hubiera escondido, pillastre, tal vez debajo de un
papel. Sin embargo, en un momento determinado, veo que no puedo
tratar de seguir dilatando el momento ni un solo instante más.
Entonces me sereno, ajusto la batuta en el atril, la coloco
perfectamente en paralelo con respecto a la partitura, y pregunto a
los miembros de la orquesta, con un tono absolutamente flemático:
-Caballeros...
¿conocen ustedes alguna composición que no tenga… esa nota?
El
mutismo es inicialmente la tónica dominante, el estupor. Después,
comienzan a negar los más jóvenes con la cabeza.
-Pues
bien –afirmo yo-. Entonces toquemos una que tenga muy pocas…
Un
violonchello es el primero en tocar. Son todos los demás en que le
siguen.
Esta
música no la he escogido yo. Es la que han escogido los músicos.
Se
llama El Himno a la Alegría.
Siempre quise terminar mi carrera con esas notas…
*
Vuelvo
a aparecer aquí, en esta reunión familiar, en la que nos
encontramos todos, aunque yo no sepa de quién se trate. La señora
gordita del delantal, las niñas revoloteando, el hombre del pelo
negro, también esa chica tan joven, y con el pelo tan cortito, que
de vez en cuando se arrima y me lanza una caricia. Y también un
hombre calvo, bastante orondo, que de vez en cuando me llama papá…
Pero es al revés, el padre es él, él es el padre de alguna de esas
niñas que corre, que parece volar por aquí, danzando como un
satélite a mi alrededor… Esa pequeña niña rubia, que se me
acerca, que me toca, que me acaricia, que me recuerda tanto, por la
forma de mi cara, a mi mujer… Dónde está mi mujer, me pregunto…
Dónde se ha metido todo este rato… Llevo un tiempo sin verla…
¿dónde se ha metido?
-Anda,
Elvira, no molestes al abuelo –le advierte con beneplácito el
hombre calvo-… Le vas a acabar cansando.
-Pero
tío Luis –responde la niña-, al abuelo le gusta. Fíjate como
sonríe. Yo creo que le gusta.
-Qué
más da –afirma el hombre de pelo negro, que se mantiene todavía
de pie sujetando su copa, contemplando el mismo cuadro del
principio-. Si no se entera de nada…
La
mujer oronda vuelve la cabeza.
-¡Pero
qué estás diciendo!¡Por Dios, que papá está delante!¡Y también
tu hija!¡Que te puede oír!-no se atreve a decir, Que te está
oyendo…
Pero
el hombre se acerca a la mesa y deposita, con escepticismo en sus
ojos, y un rictus de amargor y de cinismo en la mirada, su copa sobre
la misma.
-Mi
hija ya es mayorcita para darse cuenta de las cosas. Y tiene que
saber la verdad. Que su abuelo es ahora mismo un vegetal, y que nada
puede cambiar eso, por mucho esfuerzo que le pongas. Yo no pienso
engañarla, como haces tú con tus hijos todos los días.
La
mujer, bruscamente paralizada, no puede evitar quedarse con la boca
abierta.
-Por
el amor de Dios, que es tu padre…
-¡Era,
mi padre…!¡Ahora, no es nada más que un tronco muerto, que ni
siquiera sabe que existo…!¡Que de vez en cuando, me sonríe, y me
sigue la corriente, como si entendiera lo que le digo, como tratando
de disimular del mismo modo con que lo hace con los vecinos, pero yo
sé perfectamente que no se acuerda de mí, que no ha tenido la
decencia de acordarse siquiera de sus propios hijos, que detrás de
esos ojos no hay nada…!
La
mujer se levanta, con los párpados húmedos en sus bordes externos.
Cómo puedes decir eso, se repite a sí misma, silabeando entre sus
balbuceantes labios... No es culpa suya, parece decir, no lo hace a
propósito, es culpa de la enfermedad... Pero no llega a decirlo,
calla insegura, y al mismo tiempo, decidiendo sacar fuerzas de
flaqueza, se planta firme ante quien en teoría es su hermano.
-¡Pues
si eso es lo que piensas, ya te puedes ir marchando de mi casa!
El
otro hombre se queda parado. Un silencio que destroza nuestros oídos
nos rodea, de lo cortante que ha quedado el ambiente. Pero el
interpelado aprieta los labios firmes en una línea, y no duda en
responder al ultimátum.
-Pues
de acuerdo. Si es eso lo que quieres, me voy.
Y
agarra a la niña de la mano, y la arrastra en dirección a la
puerta. Ella se resiste, se rebela, trata de zafarse de, la agarra
con fuerza, la mano de su padre.
-¡Pero
papá, yo no me quiero ir!
-¡He
dicho que nos vamos!
-¡Pero....
el abuelo me necesita!
-¡El
abuelo no necesita a nadie, Elvira!
Pero
no, yo sí que siento, yo sí que la necesito, por favor, no me
dejéis, no dejéis que se vaya, que venga conmigo, que me abrace,
que me acaricie, que me toque, por favor, vente conmigo, por favor,
no os la llevéis, yo sí que siento, dejadla que se quede, dejadla
que venga hacia mí…
-¡Pero
el abuelo...!
-¡No
sufras por el abuelo, Elvira: ni tan siquiera recordará que te has
ido!
Y
cerró la puerta de un portazo.
Se hizo un silencio. Un silencio grave, dantesco, estremecedor. Y tal
vez sea verdad. Es posible que se me olvide, quizás en unos minutos,
tal vez en un par de días, ya no me acuerde de esa niña…
…
pero sí que echaré de menos, aunque no las recuerde, esas caricias…
*
Echarle
un vistazo a estas notas de mi padre es muy doloroso, y al mismo
tiempo, me tranquiliza. Aprecio constatar que aún guarda ímpetu, y
ánimo suficientes para escribir, que se niega a sufrir esta cruel
transformación, ese oscuro mal que le acecha tras sus propios ojos,
dentro de su propio cerebro, y que busca condenarle a la muerte en
vida… Me gustaría pensar que él todavía se encuentra luchando,
sacando de su interior fuerzas de flaqueza, como en esa ópera que
tanto le entusiasmaba, en la que el personaje principal se rebela
contra la muerte, y grita, clama, canta que desea ante todo, y sobre
todas las cosas, vivir, que no renunciará, por más que se lo
impidan, a su bien más preciado… Creo que a papá hubiera deseado
que alguno de nosotros nos dedicáramos a la música. Nunca dijo
nada, pero creo que se sintió un poco decepcionado al ver que
ninguno de nosotros heredábamos su talento. Si pudiera ver al menos,
cómo Elvira comienza a aprender a poner las manos sobre el violín…
Seguro que le encantaría contemplar eso, seguro que al hacerlo, se
le llenarían de ojos las lágrimas, y se sentiría tan ligero, que
empezaría por fin a volar…
Cuidar
a una persona que sufre Alzheimer no es fácil. Tienes que aguantar
muchas cosas: saber que aquella persona a la que has amado,
respetado, a la que has idolatrado toda tu vida, era un gigante con
pies de barro y que ahora te necesita a ti, a ti, que cuando tenías
cualquier problema, corrías a refugiarte en sus rodillas… Te
sientes tan vacía, tan carente de respuestas, tan inexperta en todo,
y sin embargo, él está allí, pidiéndote tu ayuda, como un niño
perdido en la playa que anda en busca de su madre… Y tú te ves
obligada a dársela, sin saber cómo ni por qué… Pero acabas
aprendiendo. Y lo que es más importante: es muy duro. Pero perder
una parte del cerebro no significa perder las otras. Y aunque las
capacidades más cognitivas, lo que todos consideramos primeramente
más exclusivo del cerebro, se vayan diluyendo poco a poco, las
otras, las que no se miden en los tests de inteligencia, siguen
estando allí… y a veces no hacen falta las palabras, sino que
basta una sonrisa, o un abrazo, es como los niños de la India, con
cualquier carantoña que les hagas, les haces felices. Es como el
amor: el amor no son mil poesías, una habitación cubierta de
flores, o un imperio que he conquistado para ponerle tu nombre. El
amor es simplemente, estar allí, y saber instintivamente, incluso
aunque no recuerdes su nombre, que allí le vas a encontrar…
Lo
más duro de todo es la reacción de la gente… A mi padre le
invitaban constantemente a actos de todo tipo. Conciertos, galas
benéficas, homenajes. Cada tarde, se pasaban por aquí dos o tres
amigos, para saludarle, para interesarse por su salud, para ver cómo
estaba. Pero ahora, cuando a alguien se le ocurre venir por aquí,
sólo ve a un pobre hombre que saluda muy amablemente, pero que sin
embargo, cuando le hacen la pregunta maldita, “¿te acuerdas de
mí?”, tan sólo mira muy fijamente a los ojos, como tratando de
reconocer una cara y un rostro, para luego bajar la cabeza, agitarla
levemente de lado a lado, sin cerrar del todo los párpados, con esos
ojos oscuros, casi negros, que un día enamoraron a una mujer que se
quedó prendado de ese hombre que tanta pasión irradiaba desde el
escenario… Esos ojos que a mí, siempre me hicieron sentir segura…
Y
a veces ocurren cosas extrañas, tienen lugar, sentimientos mágicos.
Como hace un par de horas esta tarde, cuando me he encontrado sobre
el sofá, tumbada, el sueño me había vencido, el trabajo continuo
alrededor de todo y de todos me había conducido a una siestecita…
Y cuando abrí los ojos le encontré a él, sentado en una silla,
justito a mi lado, alargando su mano, tocando mi mejilla, con un
cuidado, con una delicadeza, como si estuviera tratando con un
pequeño pájaro y temiera que en cualquier momento, con cualquier
gesto mínimamente brusco, pudiera hacerle daño… Y yo, todavía
medio dormida, los cables no se habían conectado del todo en mi
cerebro, me pregunté, ¿dónde estoy?, ¿qué hago aquí? Y
entonces, con la lengua medio reseca, costándome todavía hablar,
sin conectar del todo mis neuronas, entreabrí los ojos y le dije:
-Ahora
mismo me pregunto, si soy yo la que te estoy cuidando, o si eres tú
a mí…
*
La
chica del pelo negro cortito me está abrochando los botones de la
chaqueta.
-Venga,
abuelo, hoy tienes que ponerte guapo. Esta noche van a venir todos
tus amigos a verte.
Me
ajusta entonces la pajarita y después estira, con la mano, una
arruga que se había instalado en la superficie de la blanca camisa.
-Estás
muy guapo, abuelo –me dice, y me planta un beso en la mejilla. Yo
no sé por qué me llama abuelo, pero a nadie le amarga un beso, así
que se lo perdono. Ella me coge de la mano y caminamos juntos. Ella
también está muy guapa, con ese vestido de color violeta que lleva.
Abrimos la puerta. Vemos entonces a la mujer del mandil, pero esta
vez también muy guapa, y al hombre orondo de la calva, también con
frac y pajarita.
-Parecemos
los dos pingüinos –le digo, y él me asiente, sonriendo.
-Venga,
papá, nos tenemos que marchar –me dice la mujer.
Cogemos
entonces el coche. Yo me siento en la parte de atrás. Tengo sueño.
Mucho sueño. Creo que me echo una cabezadita sobre el hombro de esa
chica que dice llamarse mi nieta. Creo que ella me sonríe mientras
lo hago.
Entonces,
llegamos. No sé adonde, pero llegamos. Lo que si sé es que hay
luces, muchas luces, destellos como de cámaras fotográficas, que se
encienden y se apagan. Estamos ante unas escaleras de un amplio
edificio. Todo está lleno de gente, que se apelotona, que se acerca,
están con micrófonos, parece que me quieren hacer preguntas. Pero
la gente que va conmigo me abraza, y me lleva hasta las escaleras, me
aparta de todo ese estruendo. Levanto la vista y veo, en lo alto de
este edificio, “Auditorio”, y detrás, un nombre que me suena,
que debe parecerse mucho al mío… Y comienzo a recordar este
edificio, comienzo a sentir de nuevo que oriento sus pasos hacia él,
comienzo a desplazar mis zapatos por su esmerilada superficie, vuelvo
a bajar por la barandilla de las escaleras, como cuando entré aquí
por primera vez, cuando era tan sólo un niño…
-Vamos,
papá, que no podemos llegar tarde.
Y
pasamos por un vestíbulo, y seguimos por unas escaleras, y acaricio
las barandillas, sin que me de tiempo… Y llegamos entonces a una
inmensa sala, toda llena de asientos, el escenario está allí, en el
fondo, y todo el mundo viste ropa elegante, y todos están contentos
y sonríen, y veo muchas caras, que me saludan, que me aplauden, que
se ríen, que yo no conozco, pero que agradezco, agradezco más que
nada en este mundo, agradezco más que muchas otras personas que sí
que las pueden recordar… Y entonces mi hija me coge del brazo, y me
lleva hasta un lado, y entonces veo como se levanta de su asiento un
hombre, ante el cual todo el mundo se levanta y le hace reverencias
al pasar, se parece a alguien que me suena, se parece a un retrato
que tenemos colgado en casa, con un pañuelo en el fondo que tiene un
color muy bonito, todo rojo y amarillo…
-Estamos
encantados de tenerle aquí –me dice el hombre, dándome la mano,
mientras todos aplauden, y yo asiento, le sonrío mucho, sea quien
sea. Él está allí, y eso es lo único importante… Seguro que se
merece esos aplausos.
-Mira,
abuelo –me dice la chica-, todos esos aplausos, son para ti…
¿Para
mí?, me llevo la mano al pecho. ¿Para mí?¿Por qué?¿Por haber
vivido?¿Por seguir estando vivo? Puede que sí… Puede que todos
merezcamos, tarde o temprano, un pequeño aplauso por ese enorme
milagro que perpetuamos día a día…
Nos conducen entonces hasta un palco, que también me suena, que
cuando lo toco, cuando paso la mano por los bordes, me recuerda a
algo que yo hice, en algún momento, hace mucho tiempo, quizás en un
millón de ocasiones. Nos sientan en una mesa, el hombre del cuadro
también se sienta, se apagan las luces… Se abre el telón, el
director de orquesta hace una reverencia, los músicos empiezan,
mientras una voz canta, a tocar… Si yo me acordara, si yo tuviera
memoria para saberlo, sabría identificar esa melodía, y diría que
es el aria Nessum Dorma, de la Tosca de Puccini… Y si
yo me acordara de algunas otras cosas, podría soñar…
Podría
soñar en mí mismo, con ese frac, dirigiendo la orquesta, con la
Nessum Dorma de fondo, mientras yo movía mis manos, las
dirigía como lo hacía antes, mientras yo me acordaba de todas las
notas, mientras desplazaba mis brazos en un vuelo ágil, rápido,
infinito, in crescendo, hacia el movimiento, la lucha, la música…
y de fondo, rodeando la música, rodeando el concierto, el mar, ese
mar, que no se resigna, que se rebela, que se niega a estar en calma,
que levanta sus olas, que se elevan al cielo, que tratan de besar el
aire, de empañar, en una tormenta, entre los arrecifes, de sonidos
los cielos… y allí, tocando, están ellos, mi hija tocando el
trombón, su marido tocando el bajo, mi hijo con la viola, mi nieta,
con ese precioso pelo negro, manejando la flauta… Y al lado, a mi
lado, Elvirita, que maneja el violín, como si la estuvieran guiando
los ángeles… Y el Nessum Dorma sonando, mientras el mar va
tronando, mientras todos interpretan con fuerza la música, mientras
yo agito mis manos, mientras en el fondo, en el escenario, una
muchacha, de tan sólo veinte años, se está emocionando, y siente
que se acaba de enamorar...
Dedicado
a la familia Suárez, a quien el homenaje le debería haber llegado,
siempre mucho antes.
Agradecido
a Alejandro Amenábar: la influencia de “Mar adentro” se aprecia
claramente en la última escena de este relato, pero me pareció tan
hermosa, que he preferido reconocerla a simplemente eliminarla o
tratar de alterar su esencia. Confío en que Amenábar (que compite
en ámbitos muy distintos que los míos) sepa disculpar este humilde
homenaje.
A
Ana Jorge.
A todos los pacientes que sufren esta terrible
enfermedad.
A
mi tía Julia.
Nota:
en este relato, no se han respetado la veracidad de los síntomas, ni
la lógica evolución de la enfermedad. La realidad, como casi
siempre, es mucho más hermosa.
El pasado domingo, 21 de septiembre, fue el día internacional de la enfermedad de Alzheimer.