lunes, 8 de septiembre de 2014

La historia real de septiembre: Autómatas

Hace poco, la muy buena película del director italiano Giuseppe Tornatore (el mismo que nos encandiló con la inolvidable "Cinema Paradiso") "La mejor oferta", una de las nominadas a mejor película en los Premios del Cine Europeo del último año, nos traía a colación un tema que a los seres humanos, de una manera u otra, nos ha fascinado a lo largo de los siglos: las insondables, y siempre inquietantes, figuras de los autómatas.


A los hombres nos encanta construir mecanismos y artilugios mecánicos. Tienen algo de hipnótico, de mágico, de absorbente. Hay conceptos que nos atrapan y no nos dejan salir de ellos, como el tiempo encerrado en las manecillas de la creación erigida por un relojero. Nos hacen concebir un universo construido a base de reglas complejas y al mismo tiempo sencillas, con la capacidad de ser dirigido con la precisión absoluta de un diapasón. Por eso, la humanidad se ha emocionado cuando ha conocido la existencia de objetos como el mecanismo de Anticitera, por eso todavía nos sorprendemos ante la idea del helépolis, y esto lo ha reflejado el arte, como lo ha mostrado por ejemplo la estética steampunk. Pero quizás lo que más nos haya tocado la fibra sensible es cuando las normas de un mundo previsiblemente mecánico pueden aplicarse a la vida, el entorno más caótico, complejo y aparentemente incontrolable que existe. Cuando descubrimos que reglas como la proporción aúrea se ajustan a las formas de algunos seres vivientes, cuando escuchamos que la elaborada estructura social de un hormiguero se debe a la múltiple y superpuesta acción de unidades originariamente simples, es cuando nos sentimos más tentados de olvidarnos de las pruebas que nos da la razón y creer que detrás de toda esa ciencia tan perfecta tan sólo puede encontrarse un dios. Con razón o sin ella (no es precisamente mi intención darle alas al concepto del "diseño inteligente" ni entrar en una discusión sobre filosofía de la religión y la ciencia), está claro que hay algo muy especial en todo aquello, y por eso no es extraño que en la novela gráfica "Watchmen", el individuo más parecido a un ente divino sea hijo de un relojero. Porque todo es distinto cuando interviene la vida en ello. Todo es diferente cuando le pedimos a nuestra creación, ya sea un patito de goma o un ser humano generado contra natura, que abra la boca y diga "a".



La idea de generar una máquina que, en su diseño y movimiento, asemeje las evoluciones de los seres vivos -pues éste es el concepto de aútomata-, no es precisamente nueva, y se data la creación de algunos de estos artilugios desde antiguo, a pesar de que, en algunos casos, la historia real parece confundirse con la leyenda. Dicen que Herón de Alejandría diseñó un teatro de marionetas que representaban la guerra de Troya, que Nabis de Esparta tenía una máquina con forma de mujer (y cubierta de clavos) que acababa mediante un abrazo mortal con sus víctimas, y también que el Trono de Salomón era un árbol de bronce que aparte de ser móvil, contenía múltiples elementos semejantes a animales mecánicos, incluyendo pájaros cantores. Se cuenta que San Alberto Magno tenía un autómata como sirviente, que podía tanto recibir a las visitas como realizar labores domésticas, y que Santo Tomás de Aquino, al encontrarse a este último cacharro, opinó que había que destruirlo, pues aquello sólo podía haber ser engendrado mediante los auspicios del demonio. En el Lejano Oriente hay una larga tradición de autómatas, así como de extraordinarios muñecos que dan las campanadas cada hora en las plazas centrales de algunos pueblos centroeuropeos, como el afamado engranaje de la localidad de Rotemburgo, que conmemora la fecha en que la urbe logró salvarse gracias a una curiosa apuesta ejecutada por su alcalde. Consta que Leonardo da Vinci diseñó un par de ingenios mecánicos que parece que no llegaron a construirse, y se atribuye a Al Jazari la creación de un reloj-elefante y a Juanelo Turriano la de un "Hombre de Palo" que pedía limosna por las calles de Toledo. Incluso (relata la leyenda) se especula con que René Descartes construyó una muñeca que imitaba por completo a su fallecida hija Francine, y que incluso se la llevó en un barco, escondida en un cofre, durante una travesía. La leyenda prosigue diciendo que el capitán de barco abrió el cofre por curiosidad y que, espantado al encontrar a la muñeca, la tiró por la borda; a lo cual Descartes, en un ataque de furia, sería quien hiciera lo propio -arrojándolo al mar helado- con el capitán de barco.

Un autómata creado por Jaques-Droz llamado "El escritor", el cual redactaba mensajes personalizados de hasta cuarenta palabras, y que era capaz de mostrar incluso un gesto tan humano como el de pararse a pensar. Por otro lado, "El dibujante" tenía un repertorio de cuatro dibujos distintos y entre otras cosas, soplaba para limpiar el papel, mientras que "La pianista" subía y bajaba el pecho como si respirase y, al final de su actuación, respondía con una inclinación de cabeza a los aplausos del público.

Pero si los autómatas han tenido una edad de oro, ésta ha sido el siglo XVIII. Los autómatas adquieren formas humanas hiperrealistas y ejecutan acciones de naturaleza artística y delicada con gran primor y no menor esmero. Las cortes europeas se llenan de cabezas parlantes, ajedrecistas, pianistas, flautistas, dibujantes, cantantes e inanimados pero móviles escritores. De entre ellos, sobresalen varios nombres propios entre los autores de estos seres en movimiento, como von Knauss, von Kempelen, Jaquet-Droz o Robert-Houdin. La película "La mejor oferta" se dedica a recuperar la figura de Vaucanson, un conocido relojero el cual adquirió fama internacional al dedicarse al mundo de los autómatas. Entre ellos, destaca especialmente la construcción de "El pato con aparato digestivo", una máquina con forma de ánade que era capaz de ingerir un alimento -el cual atravesaba todo su sistema de digestión- y finalmente expulsaba los restos en forma de excremento. Sin embargo, parece ser que el pato tenía cierto truco, pues se dice que en realidad el ánade primigenio (el vídeo que os he enlazado tan sólo es el de una reproducción, pues el original se ha perdido) tenía un pequeño depósito donde almacenaba las "bolitas de excremento" que emitía, sin tener nada que ver con la partícula inicial que engullía el pato. De todas maneras, parece ser que las trampas eran una cosa común en la cuestión de los autómatas ("La mejor oferta" también se hace eco de este aspecto), y que detrás especialmente de ajedrecistas y cantantes había una serie de operarios más o menos escondidos consiguiendo que la "magia" de los autómatas fuera más espectacular, aunque no fuera necesariamente por sus actividades mecánicas.

Vaucanson se hizo tan famoso que sus servicios fueron requeridos por el gobierno francés. Realizó innovaciones en la automatización de los telares, aunque éstas no fueron incorporadas hasta muchos años después de que el relojero abandonara este mundo. Uno de los incidentes más desagradables tuvo lugar cuando, en medio de un conflicto huelguista relacionado con los mineros franceses, el gobierno le obligó a construir autómatas que les sustituyeran a la hora de trabajar -como vemos, el dilema entre puestos de trabajo y tecnología más avanzada no es precisamente nuevo-. Los mineros se tomaron esto como una afrenta directa, intentaron destruir los inventos (resultando este hecho en la muerte de varios obreros), y Vaucanson se vio obligado a exiliarse. Parece ser que el escritor alemán Goethe trató de recuperar algunos de estos engendros mecánicos, pero todos los que encontró se hallaban completamente destrozados. En general, prácticamente ninguno de los más afamados autómatas durante el siglo XVIII sobrevivieron, y sólo nos han llegado bocetos o copias elaboradas a posteriori. Imaginándome toda la historia de Vaucanson, no resisto la tentación de imaginarme a Goethe caminando entre los artilugios carentes de vida, en una escena  final que hubiera sido digna de una trama a la altura de la estremecedora Metrópolis. Como reflejo de un espacio de tiempo y un sueño que pudo ser y no fue.

"El Turco", uno de los autómatas más afamados. Se decía que era invencible en sus partidas de ajedrez contra rivales humanos, aunque seguramente había un operario jugando de verdad debajo.

Con el tiempo, los autómatas dejaron de frecuentar las cortes europeas y valorarse por su complejidad mecánica, y se acercaron mucho más al campo del espectáculo y la magia. A pesar de que hubo mejoras (el español Leonardo Torres-Quevedo construyó un ajedrecista que no requería de "trucos" ni operarios escondidos, basando su funcionamiento en electroimanes), en general se puso mucho menos empeño en ellos. Tras la Primera Guerra Mundial (un desagradable despertar colectivo de muchos sueños acumulados durante los siglos precedentes) se abandonó por completo la ilusión de los autómatas. Sin embargo, en la mente de los hombres comenzó a elucubrarse la posibilidad de unas máquinas que no fueran simplemente aparatos de repetición, sino que pudieran actuar -bajo su propia capacidad de razonar- autónomamente. Nacía el concepto de "robot", pero en este sentido, como en otros aspectos de la vida, la imaginación fue mucho más rápida que la capacidad científica o la técnica. Pero de eso, si os apetece, hablaremos la próxima semana. Hasta entonces.

Nota del autor: Muchas de estas informaciones han sido extraídas de la Wikipedia y de otras páginas web, incluyendo, entre otras, Anfrix, un magnífico blog (que desgraciadamente hace mucho que no se actualiza con frecuencia) que trata acerca de temas científicos y tecnológicos de una manera entretenida y apasionante. Echadle un ojo a ver si os fascina tanto como a mí. Un abrazo.

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