El mendigo
sólo tenía una cosa en el mundo: su radio. Por eso, la trataba como su mayor
tesoro y, cada día, la encendía nada más que media hora, justo antes de dormir. La radio le
hablaba de un mundo al que él no pertenecía, y dentro del cual, sin embargo, durante
esa media hora, escuchando voces cálidas y acogedoras, parecía vivir.
Un día la radio, a pesar de todos
sus cuidados, se le cayó; era normal, llevaba con él ya muchos años. Entonces el mendigo
la llevó al Cachivaches, el que lo arreglaba todo, para que la tratase de
recuperar. Pero no había nada que hacer, le diagnosticó el Cachivaches resignado: la radio
estaba afónica.
Entonces el niño le dijo al mendigo: "Toma mi caracola. Ha dado muchos resultados últimamente. Quizás te ayude con tu
problema". El mendigo contempló, extrañado, la caracola, en sus manos, pero se lo agradeció.
Aquella misma noche, el mendigo colocó la
radio afónica (la cual todavía emitía, muy bajito, su canto melodioso en forma
de cadenas), la aproximó a la caracola, colocó ambas estructuras justo al lado de su oreja,
y escuchó de nuevo las ondas hertzianas: la caracola actuaba de amplificador.
Así, el mendigo tiene ahora dos
tesoros: su radio y su caracola. A ambas las trata como si fueran sus hijos,
ambas hermanas.
De vez en cuando, apaga la radio,
para que no se fatigue la voz, le coloca la caracola al lado, y permite a la dormida máquina escuchar...
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