A pesar
del título final de este relato erótico, el nombre del archivo donde se
encuentra incluido en mi ordenador es el de "París era una fiesta",
mientras que para mí, el nombre más apropiado, y el que mejor define su
mensaje, es "Elogio de la frivolidad".
De cómo me convertí
en lodo
Pues
cómo os lo explico… Para ser sinceros, nunca pensé que “aquello” (pues no me
parece correcto ponerle nombre) se iba a convertir en marca de la casa, o en
una actividad por la que me conocieran mis allegados, e incluso compararan
experiencias entre ellos. Lo cierto es que a mí, como señorita que me
considero, no me hacía demasiada gracia. Pero supongo que todo empezó como una
broma, y luego, al sorprenderme de los resultados, ha acabado por convertirse
en una costumbre. El truco consiste en moverse muy sigilosa debajo de las
sábanas, como una serpiente, y una vez hecho, y aprovechando que la noche
anterior mi pareja se ha acostado sin ropa interior (y, si intenta hacer lo
contrario, ya estoy yo para impedírselo), combinar la cantidad suficiente de
delicadeza y rapidez para conseguir introducir cierta parte de su cuerpo de él –no
hace falta ser explícita, ¿verdad?, son ustedes personas inteligentes-, a esas
horas en general bastante dormida, y hacerle de manera casi instantánea
recuperar su vigor. Aparte de que me agrada la imagen de mí misma tomando el
control de la situación (y que nunca dejo de maravillarme de la capacidad del
órgano masculino de despertarse en tan breve lapso de tiempo, incluso antes que
sus dueños), siempre me llama la atención la diferente manera en que mis
compañeros de cama reaccionan, desde el miedo cerval a lo desconocido hasta la
inevitable sorpresa, pasando una risa estruendosa o un cierto punto agresivo:
una u otra respuestas me satisface, ya sea porque resulta positiva y
satisfactoria, o porque en cambio me advierte algo acerca de la persona en
concreto -la gente que no pasa el test no suele durar mucho tiempo en mi cama. Se
me hace raro escuchar que alguna vez mis amantes han comentado entre ellos este
hábito mío, por supuesto después de haber pasado la primera noche –antes es un
secreto; después, aunque se puede repetir, no produce el mismo impacto-, aunque
me he acabado haciendo a la idea de que si de algún aspecto van a discutir de
mí, mejor que sea de eso, pues todo el mundo habla de todos en esta ajetreada
ciudad y, desde luego, si tiene que ser por algo, al menos sea por provocar
placer en lugar de dolor, o al menos eso es lo que pienso yo. En cuanto a que el
hecho de que uno de los motivos por los que más te conozcan sea un secreto de
alcoba, en fin, aquí tampoco es raro. Hoy en día si un embajador no se acuesta
con una condesa o un sirviente con un agregado cultural, entonces es que esta
semana no ha habido noticias relevantes. Y sin ellas, no tendría material con
el que nutrirse esta siempre hambrienta de novedades, curiosa, libertina,
escandalizada, escandalosa, y atrevida ciudad.
La
verdad es que la Ciudad era una fiesta. En medio de ese ajetreo de chapas
militares, de recepciones en consulados, de bailes de inauguración y de
botellas de champán burbujeando con frenesí, todo el mundo se divertía, y quien
no lo hacía era porque era un snob, un amargado o una mojigata, y yo nunca me
he caracterizado por ser ninguna de las tres cosas. En medio de las vorágine,
las chicas nos entreteníamos, intercambiando pendientes, vestidos, amantes, y
también de vez en cuando secretos militares, porque en aquellos días todo lo
relativo a estrategias de combate estaba de moda y, vamos, por ponerlo claro,
en ese tiempo, si no tenías algo que añadir sobre el futuro de la guerra
moderna, entonces todo el mundo te consideraba una hortera. Creo que nunca
tantas líneas de fronteras fueron cruzadas, tantos contingentes enviados al
frente, tantas condecoraciones otorgadas y retiradas luego entre deshonores,
como en nuestras reuniones de salón y discusiones en el baño, sin que casi
ninguna de ellas llegara a hacerse realidad. Oh, y no se crean que era tan sólo
una cosa de mujeres: los hombres intervenían con casi la misma o mayor avidez
en aquel juego, probablemente otorgándose unos galones que nunca les hubieran dejado
atribuirse en la vida real, pero con cuyo fingimiento todos estábamos contentos
-y si lo estábamos, para qué íbamos a discutir más. En cuanto a mí, yo en esta
coyuntura aproveché para hacer lo que he hecho durante toda (o si no, al menos
la mayor parte) de mi vida: ser feliz. Y como siempre he creído poco en el amor
tan elevado que expresan los poetas y que se va y se viene con la facilidad de
una estrella de mar a las pocas horas o a las pocas copas de entrar en un bar,
me he dedicado con fruición al que más me entusiasma: al de una pareja
hablándose silenciosa, con los labios pegados la oreja, en una recepción de
hotel; el que se entrelaza con copas de vino derramadas en una soirée; o el efímero que dura un minuto,
o tres, o mil noches bajo las sábanas. Claro que he sido joven, y he tenido
dieciséis años, y he sentido el amor por el que lo das todo y te embarga del
todo, pero cariño, hemos crecido, he entendido que esas historias de pasión
difícilmente duran, y que al final lo que te quedan son momentos, y que los que
no toman no los vas a volver a compartir. Por eso he tenido toda clase de
amantes: viejos, jóvenes, bajitos, calvos, con bigote (cómo adoro esos
mostachos con las puntas recortadas), artistas bohemios de ésos que no tienen
donde caerse muertos y que han entendido que ser escritor es beber a la misma
velocidad que los que les publican, pintores que buscan la oportunidad de ver
desnudas a sus modelos, gente que no tiene mucho que decir y no sabe cómo
hacerlo, gente que sabe muy bien cómo decirlo pero no tiene nada que contar, y
también artistas que se preocupaban tanto por su arte y tan poco por su
posición de artistas que se habían olvidado decirle a alguien que se fijara en
lo buenos que eran. En medio de todo aquello, el dinero importaba lo justo, no
demasiado: de alguna manera, siempre había, de alguna forma, siempre fluía.
Ribetes dorados en las copas, sábanas de raso, cortinas de un ambarino
traslúcido. También es verdad que yo siempre he dicho que una dama es aquella
que es capaz de hallarse en toda clase de situaciones, ya sea hablando con un
obispo o con un mendigo, y que a ambos trata con igual corrección. Sí, claro,
ya sabemos que esto de la clase se asocia siempre a una forma de vestir o de
comportarse, pero al final todos tenemos que elegir si lo importante es lo
primero o lo segundo, y para ser sincera una vez más, no he visto
comportamiento más detestable que el de la alcoba de algunos grandes hombres, o
al menos el que se atreven a expresar en la intimidad, cuando creen que allí
nadie les mira. Lo que noto es que esto ya empieza a enlazar con lo que quería
contarles desde el principio. La cuestión es que al General, en el momento que
le hice “eso”, le entró miedo, muchísimo miedo, para nada la palabra “susto”,
sino más bien la mucho más vívida de “pánico”. Como si se encontrara en medio
de una guerra, y eso que debía hacer décadas que el General no pisaba un campo
de batalla, menos aún sobre la superficie de esta ciudad donde, por mucho que
se hable de puñaladas traperas o se discutan crímenes en serie, lo más grave
que puede ocurrir es que dos locas se tiren del pelo y se arañen con las uñas
mientras debaten quién le ha robado el look
a la otra. Bueno, la cuestión es que la reacción del General (febril,
entumecido, con el sudor perlándole la frente y una sequedad antinatural en los
labios) fue lo que me hizo sospechar y por primera vez me dediqué a mirar en
serio la documentación que portaba en la pechera del traje militar, y no
simplemente ver transcurrir hojas para pasar el rato mientras alguien termina
de asearse en el baño. Y en aquel mar de páginas, he de confesarlo, fue cuando
mi cabeza zozobró. Quizás porque nunca vi expresada de manera tan aséptica e
impertérrita tantas barbaridades que sólo podrían ser sostenidas sobre papel, y
me extrañaba que esta superficie no llorara, que no se humedeciera ante tanto
dolor junto, manifestado ahí como números, estadísticas y cálculos, previsiones
que nunca deberían hacerse, planes que no tenían derecho culminar. Como con el
General ya hay confianza, y sé que él me lo podría perdonar todo (salvo,
quizás, que le discuta que su peso ha cambiado desde la campaña de Tánger), le
mostré lo que había leído. Él, por supuesto, se mostró muy afectado. Dijo que
no debería haber mirado todo eso, me pidió -sabía que ordenar directamente no
serviría de nada- que no se lo dijera a nadie, y que hiciera como si, de todo
lo que había visto, no hubiera oído hablar jamás. De hecho, esa misma tarde me
mandó un ramo de flores, con una tarjeta que insinuaba sutilmente de nuevo,
sobre la posibilidad de que le revelara a nadie algo de todo esto, una sutil prohibición.
Así fue como yo (que he salido de habitaciones de moteluchos sin bragas, que hecho
tríos con dos hombres por un lado, y con sus mujeres por otro, que me he
levantado en ocasiones, como Peter O’Toole, con tantos restos de Lambrusco
corriendo la sangre –por supuesto lo de Peter no era lambrusco- que me he
preguntado en qué continente he amanecido), así fue como yo, aquel día, me
convertí en lodo; así fue como yo, aquella noche, me convertí en puta. Pero
cariño, ya me conoces: esto no podía quedar así. Como he dicho antes, en la
elegancia y el saber estar hay que distinguir entre la apariencia y los actos,
y a mí esa separación me la enseñó bien clarita mi madre, mientras me cepillaba
mil veces el pelo, cuando era chiquitita. Fue por eso lo de aquel suceso atroz.
No hagan caso de lo que digan los periódicos; por mucho que ilustren sus
portadas con las imágenes de aquel dormitorio con el papel pintado manchado de
sangre, como si fuera una pesadilla apocalíptica, la realidad no tuvo nada que
ver con eso. Sí, vale, tuve que “decorar” un poco la realidad para disfrazar mi
coartada, pero a aquel hombre adusto de bigotito negro que había tenido la
endemoniada idea que había sido plasmada en aquel informe (por cierto, un tipo
muy sereno, melódico, suave. Supongo que para que se te ocurra una barbaridad
como aquella tienes que ser un hombre muy ordenado en tu vida, muy tranquilo,
de ésos que no han roto nunca un plato, que riegan las plantas, saludan al
pasar, al que todos consideran un buen vecino), yo nunca le hubiera hecho un
daño como ése, como no se lo haría a ningún ser humano. No; mi arma preferida,
como mujer, siempre ha sido el pintalabios, y después el veneno. Además, uno de
éstos que no mata en sí mismo, sino que sólo hace un poco más dificultosos los
esfuerzos del corazón. Abandonar este mundo, en un último instante de amor, en
medio del placer, henchido de orgasmo: ¿qué mejor final podría esperar, cuál
mejor hubiera deseado para mí misma? Luego lo demás fue tan sólo un artificio
–algo tétrico, eso sí- una pantomima de teatro, incluso aunque al juez no le
convenciera mi representación y no se creyera lo de la pelea de amantes y el
crimen pasional. Ahora en la celda procuro exhibir la misma sonrisa que Audrey
Hepburn en uno de esos reportajes en blanco y negro: que no vean que la
procesión va por dentro, como suele decirse, y que si te enfoca una cámara, te
pille siempre sonriendo o bailando. De todas maneras, no me importa mucho estar
aquí, e incluso lo considero un privilegio para perseguir mi propia paz: no
hubiera podido habitar en este mundillo si la cosa hubiera cometido el delito
insufrible de volverse mortalmente seria, si por un momento hubiéramos
abandonado las máscaras y nos hubiéramos despojado de toda nuestra muy digna
frivolidad. En la corte de justicia nos llamaron cortesanas y reprocharon
nuestro modo de vida, pero –para ser sinceros, una vez más, contigo, perdón,
con ustedes- creo que hubiera sido una cortesana mayor si (en medio de la
felicidad, y de las fiestas, incluso de la celebración que hubieran montado
todas las otras, ignorantes, porque empezara la guerra) me hubiera atrevido a
callar. Y eso que la farra había sido buena, porque de hecho recuerdo una
parecida hace ya algunos años –es lo que tiene la experiencia, aunque no lo quieras,
te acaba contaminando un poco- en que hombres muy buenos, y muy bellos,
brindaban con entusiasmo porque iban a ir a la trinchera, y ya no regresaron
nunca jamás; yo siempre eché de menos que tanto amor y tanto semen y tantos
besos que podrían haber repartido esos hombres se desperdiciara, y no quería
que volviera a acontecer esta triste realidad. Mis compañeros me recriminan que
me haya puesto solemne justamente ahora, y argumentan que, con mis actos he
cometido una acción similar a retirar de la mesa las bebidas, aunque me parece
a mí que todo lo que venía nos iba a hacer disfrutar menos de la fiesta (supongo
que, después de todo, tenía que rodar alguna cabeza para que siguiera sonando
el baile). Otros dicen que seguramente no he hecho nada, que sólo he retrasado
lo inevitable, que todo lo que tiene que llegar llegará, más tarde o más
temprano. No lo sé. Y de hecho no me importa. Lo único en lo que quiero
concentrar mi mente, lo único a lo que le voy a dedicar mi esfuerzo, es a
rememorar los vestidos de raso, las alfombras de terciopelo, los bocaditos
selectos, las faldas largas y las plisadas, una apertura de piernas en el piso
de arriba de la fiesta del gobernador, los ojos de aquel chico inocente y de
aquella chica tímida cuando me miraban, los helados tomados en verano, un
cálido rayo primaveral… Para qué me voy a dedicar a otra cosa. Yo, como te he
dicho, cariño, siempre he sido feliz; y no voy a dejar de serlo porque ahora a
un pelotón de fusilamiento (recordaré sus caras al otro lado de esta petit-mort, que disfrutaré con todo mi
gozo: más vale que sean apuestos) le apetezca que sea otra cosa. Adiós, amigos míos, y si queréis
un buen consejo, haced como yo: disfrutad de la celebración hasta el final. Un
beso con carmín para vuestros labios.
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