Converso
A Cristina y
Cindy,
ambas hijas de la
fusión de culturas,
quienes se patearon conmigo sinagogas, museos,
librerías,
y un par de veces
la judería de Toledo.
Si uno se quedaba muy quieto, en
aquel año de mil quinientos y pico en Toledo, plantado en la esquina de una
calle que casi ni se podía denominar calleja, podía observar un milagro.
El milagro venía caminando desde
el inicio de la calle, donde doblaba la esquina y pasaba por delante de un
portal. Se desplazaba con su resonar metálico y tintineante, hasta colocarse delante
de la Puerta del Mollete, la cual, aún hoy, da acceso al claustro de la
catedral. Una vez allí, se detenía y dejaba extendida su mano. Entonces, era
frecuente que un sacerdote, atraído por el ruido, saliera a atisbar tan
sorprendente visión. Allí, se encontraba un artilugio con forma humanoide,
construido en su mayor parte de madera, que miraba a los viandantes con ojos
glaucos, esperando anhelante su compasión. En aquel momento, era habitual que
el religioso le tendiera –igual que hacía con otros menesterosos que se
plantaban delante de aquella entrada a la catedral- un mollete de pan, que
hacía las veces de limosna. El autómata respondía entonces ejecutando una
rechinante y caballerosa reverencia, la cual los presentes –sobre todo lo que
no habían visto nunca el fenómeno- admiraban con estupefacción. Luego, el
“Hombre de Palo” –pues con este nombre se le denominaba- desandaba el camino
por el que había venido, para volver al lugar de donde mañana volvería a
partir.
-¿Y qué lugar es
ése?-preguntaban los niños, arrebolados. Y sus madres respondían:
-De la casa de Juanelo Turriano.
Con
esa respuesta, los niños se estremecían, impactados de esa manera en que, sólo
a esa edad, los misterios cautivan, preguntándose quién sería ese buen señor.
* * *
Delante de aquella puerta, sin
embargo, haciendo caso omiso del “rutinario” espectáculo del ingenio mecánico,
se plantaba un hombre.
Era alto, era orondo, llevaba
puestas ropas sencillas. Muchos años atrás, vestía siempre en la cabeza el característico kipá judío, pero ahora no se le
ocurriría, y de hecho ya hace bastante tiempo que lo quemó. Contemplaba, sin
embargo, como cada vez que pasaba por allí, la Puerta del Mollete. La que otros
denominan, en cambio, la Puerta del Niño Perdido.
Nadie sabe por qué esa puerta
concreta adquirió ese nombre. Se conoce, sin embargo, el hecho al que tal
apelativo se refiere. En 1491, en un proceso complejo desarrollado a caballo
entre varias ciudades, se acusa a un grupo de judíos (y cristianos de supuestas
tendencias judaizantes) de secuestrar a un niño en un pueblo cercano a Toledo y
haberle sacrificado, arrancándole el corazón incluso, con el objeto de realizar
un conjuro. Los reos son condenados a muerte y, con el tiempo, la leyenda se va
acrecentando. Que si el niño fue crucificado del mismo modo que Jesucristo; que
si la madre del niño, que era ciega, recuperó la vista nada más el niño murió;
que si la persona que transportaba el corazón del niño para completar el
conjuro fue detenido porque también había robado una hostia consagrada, la cual
fue la causa de su detención, ya que empezó milagrosamente a brillar… Sobre
todo esto meditaba el judío; pero asimismo pensaba en que, en la vida real (pues
él habitaba en Toledo durante el suceso del Niño Perdido) nunca salió a la luz
ningún padre; nadie reclamó la desaparición de ningún niño. Sólo estaban la
Santa Inquisición, sus acusaciones, los reos, y unos testimonios
contradictorios obtenidos mediante tortura. Unos cuantos meses más tarde, con
el clima caldeado a raíz de éste y otros sucesos similares que invadían el
debate popular, los Reyes Católicos decretaban la expulsión de los judíos.
Muchos de los miembros de esta etnia se fueron de España y, los que no, se convirtieron.
Entre los que se quedaron, se comentaba que, para la elaboración del decreto de
expulsión, había influido decisivamente la historia del ahora llamado Santo
Niño. Otros, en cambio, recordaban una vieja leyenda urbana según la cual la
Reina Católica había acudido en Toledo a la casa de un rico judío a pedirle
dinero –en teoría, para sufragar la primera expedición de Colón a las Indias- y,
al vislumbrar aquella riqueza, había ansiado conseguir más…
El hombre delante de la Puerta
del Mollete –o del Niño Perdido- no conocía cuál era la realidad acerca de las
distintas versiones. Pero siempre se quedaba parado, mirando la puerta.
Caminó hacia el mercado,
jurándose –como todos los días-, al día siguiente, no mirar más.
* * *
Ese mismo hombre cruza desde la
puerta de la catedral hacia la plaza del mercado. Allí, se dedica a pasear
contemplando el género, como todos los días. Cosas de gente ociosa, se recrimina
a sí mismo, medio en serio, medio en broma; una actividad equivalente a
quedarse parado mirando obras. Lo cierto es que, desde hace tiempo, cada vez
acude menos gente a su tienda, con lo cual cierra antes y dedica el tiempo
libre a pasear. En cierta medida, lo considera una ventaja. O así lo creía.
Pero hoy se ha acercado al
mercado. A un puesto de verduras. Aunque suele acudir su mujer, le gusta
pasarse de vez en cuando y comprar un par de cosas con las que llegar a casa y
realizar sus propias incursiones en la cocina. En ocasiones ha fantaseado con
dejar la tienda y dedicarse en exclusiva a los fogones. Pero, ¿un hombre que se
dedica a hacer las labores de su casa? Nadie lo aceptaría, eso no se puede
hacer.
Mientras echa una ojeada al
puesto de verduras, en concreto a unas relucientes berenjenas que le están
llamando jugosas, capta un siseo a su espalda.
-Mira el marrano ése…
El hombre se giró, irritado. El
cuchicheo había llegado desde un puesto donde vendían cerdo en toda clase de
formas y variedades.
-¿Cómo?-preguntó con una mezcla
de agresividad y miedo, deseando que lo que había escuchado no fuera verdad.
-¡Nada, nada! Tú concéntrate en
tus berenjenas… ¿A que te gustan las berenjenas? Qué casualidad que todos los
que antes eráis judíos sigáis comprando berenjenas. Y en cambio, que no comáis
nunca cerdo. ¡Qué casualidad!
Nuestro hombre se acercó
violento al lugar de donde venían las imprecaciones.
-¡Soy cristiano!¡Un buen
cristiano, desde hace muchos años!
-¡Seguro!¡Tú come
berenjenas!¡Sigue comiendo berenjenas, hasta que se te pongan los ojos de
berenjena!¡De hecho, yo creo que ya los tienes!, ¿no lo opináis vosotros, que
tiene los ojos más parecidos a una berenjena que he visto en mi vida?
El hombre del puesto de verduras
llamó a la calma.
-Déjale en paz. Él no tiene la
culpa de que no le gusten la mierda de productos que vendes.
-Claro, ¿cómo le van a gustar?
Porque yo te veo muchas veces por este mercado, y nunca te he visto comprar
cerdo, ¿verdad?¿Verdad?
El hombre resopló y cerró los
puños. Se acercó al hombre de la tienda especializada en productos cárnicos.
-Dame… unas cuantas de esas
patas…
-Jamones.
-Sí, y también unas de esas…
-Pezuñas. Manitas de cerdo, les
decimos. Yo te aconsejo llevarte unos lechoncitos. Se hacen en el horno
enteros, y saben riquísimos.
El hombre del puesto de verduras
bufó.
-Siempre misma historia
–masculló, más para el exterior que para sus adentros. El comprador recibió una
bolsa con todo lo que había pedido. Alargó unas monedas.
-Gra… gracias –murmuró. Marchó
en dirección a su casa, con mirada de derrota surgiendo desde el interior.
Cuando llegó a su hogar,
transmitía esa misma impresión de vencimiento, como una ciudad invadida a la
que hubieran desmontado sus murallas ladrillo a ladrillo. Quizás fue por eso
por lo que, nada más verle la cara, su mujer le preguntó tan rápido:
-¿Qué has traído en esa bolsa?
Su esposo vaciló, para
finalmente responder:
-Cerdo.
-¿¿Cerdo??¿En serio?¿Y qué
quieres que haga con él?
Su marido alargó la bolsa hacia
un lado, con repugnancia.
-Desecharlo inmediatamente.
Arroja esta guarrería a la basura, pero que los vecinos no se den cuenta de lo
que estamos tirando.
-¿Y las berenjenas?¿No decías
que te ibas a pasar por el mercado a comprar unas berenjenas?
El hombre movió la cabeza de un
lado a otro, apesadumbrado. Nostálgico incluso
-Ya no vamos a comprar
berenjenas nunca más.
La mujer abrió mucho los ojos.
-¿Cómo que no vamos a comprar
berenjenas?
Apareció por allí una chica
joven.
-¿He oído algo de que hay
berenjenas?
-¡He dicho que no vamos comprar más berenjenas!
-¿Pero por qué no vamos a tener
berenjenas?-preguntó incrédula la mujer mayor. El hombre, hastiado, resopló:
-¡Las berenjenas son un plato
judío!¡Y nosotros ya no somos judíos, somos cristianos!¡Así que no vamos a
comprar berenjenas nunca más!
La cara de la mujer era similar
a la que exhibiría si hubiera visto aparecer a un caldero parlante.
-¿Pero cómo, un plato judío?¡Si
las berenjenas las trajeron a Sefarad* los árabes!¡Eso lo sabe todo el mundo!
-¡Pues no lo debe saber todo el
mundo, porque hoy me he acercado al puesto de berenjenas, y lo han utilizado
para reprocharme mi origen judío!¡Así que, a partir de ahora, no vamos a hacer
nada por lo que puedan acusarnos de judíos!
-Pero, ¿los cristianos no pueden
comer berenjenas?-preguntó la chica joven.
-¡Claro que pueden
comerlas!-espetó la mujer mayor-. ¿Qué se supone que debemos hacer? Vamos a su
iglesia, le rezamos a su… Cristo o como quiera que llamen al muñeco ése que
cuelgan de la cruz, más feo el pobre…
-¡Mamá, no digas eso!-soltó la
chica.
-Ay, hija, no me regañes como tu
padre. Sólo digo que, si quieren tener un dios, al menos que no le hubieran
pegado esa paliza. Es que da pena verlo, el pobrecillo, todo sangre y miradas
sufrientes…
-¡Dejemos esta discusión sobre
Cristo!-se puso más nervioso todavía el hombre-. ¡No vamos a comprar más
berenejas y se acabó!
-O sea, que ahora no se nos
define como judíos no por no cumplir las normas cristianas –expuso la hija-,
sino porque hacemos cosas que, aunque puedan ser cristianas, también las hacen
los judíos.
-¡Exacto!-respondió el padre.
-¿Cómo por ejemplo, respirar?
-¡Oye, no me discutas!
-Traer cerdo a casa para luego
tirarlo. Qué desperdicio –se quejó la mujer-. ¿Qué será lo siguiente, no
celebrar el Purim?
El marido la miró helado. La
mujer, tras reflexionar durante unos segundos, alteró su semblante para mostrarse indignada.
-¿Qué?¡No me dirás que no vamos
a celebrar el Purim!
-¡No se llama Purim!¡Se llama
carnaval!
-Purim, carnaval, como quieras
llamarlo… Mientras en casa podamos seguir celebrándolo como queramos…
-¿Es que no lo queréis
entender?-protestó el hombre-. Hay ojos, y espías, por todas partes. Ni en
casa, ni fuera de ella. ¡No vamos a celebrar las cosas como las hacíamos
antes!¿Qué queréis, que acabemos todos en el tribunal de la Inquisición?
-¿Pero qué les importa lo que
hagamos dentro de nuestras casas?-preguntaba la chica joven mientras, a la
habitación, atraídos por los ruidos, llegaban un par de revoltosos niños.
-¡Pues les importa, y mucho!¡Por
cosas menores han arrestado a gente!
-Pero sería una pena… Con lo que
le gusta a los niños cuando tienen que hacer ruido cada vez que escuchan el
nombre del malvado Amán… Y con lo que les gusta jugar a ser Mardoqueo**…
Tendrías que haber visto cuando íbamos a la sinagoga a leer los rollos –le
decía la mujer a su hija. La verdad era que, mientras pudieron practicar el
judaísmo, acudir a la sinagoga le había resultado una actividad incómoda. Pero
ahora, después de mucho tiempo sin celebrar ritos, sin pasear por la judería
adornada en la época de fiestas, ni encontrarse con los amigos en el recinto
sagrado, hasta echaba de menos, durante las ceremonias, la aburrida sección de
las lecturas.
-Es una pena que no podamos
volver a hacerlo –protestó la chica.
-¡No lo digas ni de broma!-clamó
el hombre-. Además, ya no tiene ningún sentido. Todas las sinagogas que quedan
son ahora iglesias. Y, si no fuera por eso, no podríamos siquiera volver.
-¿Pero en serio no vamos a
celebrar el Purim?-insistió la madre-. El Purim es una fiesta sagrada. Hay comunidades
que hasta celebran Purims particulares en conmemoración de un momento histórico
en el que se salvaron de alguna desgracia. Dicen que, incluso cuando el Mesías
baje a la tierra y el resto de las fiestas dejen de tener sentido, el Purim
deberá seguir celebrándose.
El marido había hecho amago de
marcharse, pero al escuchar esta última frase, se volvió:
-¿Tú ves que la llegada del
Mesías esté medio cerca?
Y, con aire deprimido, abandonó
la habitación.
* * *
A oscuras, una lúgubre estancia.
En dicha sala, una mesa, varios hombres. Tres de ellos, las mejillas rasuradas,
observan unos planos. Otro, con barba, a su frente, aguarda expectante. Los
rostros de los otros hombres permanecen herméticos. Sobre todo los que no están
tocando directamente los documentos. Al que los maneja, en cambio, se le aprecia,
conforme alza la vista, un leve temblor en las manos. Entonces, el hombre de la
barba comprende que todo ha sido un paripé. Ya antes de que fijaran la mirada
en aquellos bocetos conocían la respuesta y, hasta entonces, sólo ganaban
tiempo o esperaban la ocasión propicia para anunciarlo.
-Señor Turriano, estos planos
están muy bien. Sin duda, podremos construir un segundo artefacto como el que
ya nos ha proporcionado…
-… sin pago.
-Maese Turriano, no hace falta
que insista en eso.
-Mi señor, no es por tratar de
ser irrespetuoso, pero sí me parece pertinente que insista en la cuestión dado
que, a día de hoy, sigo sin cobrar.
-Y nosotros no tenemos a Carlos
I entre nosotros y, sin embargo, nadie os ha culpabilizado por ello.
Juanelo Turriano se siente
herido en su fuero interno, como si una afilada daga acabara de traspasar su
corazón. Cuando por primera vez llegó desde Cremona (tierra de violines y
delicados instrumentos) a España, sus conocimientos matemáticos y de ingeniería
fueron reconocidos por el emperador Carlos I de España y V de Alemania, quien
le nombró (cuando todavía la mayor parte de la gente le denominaba Giovanni)
Relojero Mayor. Aparte de varios relojes astronómicos, el soberano le encargó
construir parte del palacio para su retiro en Yuste. Sin embargo, las cosas no salieron
tal como había previsto. En uno de los estanques decorativos construidos por el
italiano, el flujo del agua se paralizó; el agua quedó estancada. Se acumularon
los mosquitos, y uno de ellos, transmisor de la malaria, se la contagió al
emperador, el cual murió. Sin embargo, Felipe II, su hijo, no se mostró muy
afectado: su padre ya era anciano, estaba retirado, y para colmo le había
dejado en bancarrota el reino. Un reino que, además, heredaba él. Nombró a
Turriano Matemático Mayor; luego, el italiano trabajó para el Papa Gregorio
XIII en la reforma del calendario, y diseñó, para Juan de Herrera, las campanas
del Escorial. Aún así, Juanelo decidió que su futuro estaba en la ciudad de
Toledo. Allí empezaron todos sus problemas.
-Los proyectos científicos
entrañan sus riesgos, y a veces, mi señor, fallan –respondió el interpelado-.
No se puede responsabilizar al inventor de intentarlo, sobre todo si el
propósito era loable. Pero, en cambio, que el resultado sea óptimo y, sin
embargo, no recibas la debida compensación…
El severo hombre del otro lado
quiso ocultar su gesto apartando la vela de su lado; sin embargo, no logró
disimular el azoramiento que invadía su voz, a la par que su rostro.
-No vamos a entrar otra vez en
ese asunto…
Juanelo Turriano agachó la
cabeza. La historia venía de antiguo. Toledo, situada en un macizo de roca que
se eleva por encima del río Tajo, tenía dificultades para acceder al agua,
debido al extremo desnivel. Se necesitaba gente que trajera diariamente
barreños desde el río y, cuando había un incendio, la única solución era
recurrir a aquellas casas señalizadas para indicar que contenían un pozo. Con
objeto de solucionar el problema, Juanelo había ideado un ingenio que permitía
utilizar la propia fuerza del río Tajo para ascender el agua hacia arriba a
través de una especie de acueducto salpicado de brazos y cucharas mecánicas. El
artefacto –bautizado con el mismo nombre que su creador- se hizo famoso. Con el
tiempo, saldría en cuadros del Greco, se escribirían libros, formaría parte del
imaginario colectivo. Pero Juanelo Turriano no llegó a percibir ningún pago por
ese ingenio.
-¿Han hablado últimamente con el
ejécito?
-No, pero para qué –replicó el
representante de la ciudad-. La respuesta, o la falta de ella, va a ser siempre
la misma.
-Pensaba que gozaban ustedes de
una comunicación más fluida. De hecho, creía que tenían ustedes un acuerdo
sobre el artefacto mientras se estaba construyendo.
-Los acuerdos del Ejército
siempre están sujetos a los imprevistos de la guerra… incluso en tiempos de
paz. Y esos imprevistos sólo llegan cuando los dicen ellos. Pero vamos: de una
institución que ni siquiera se esfuerza por dar de comer a sus propios
soldados, qué podía esperarse.
Juanelo asintió. El conducto de
agua que formaba parte de su ingenio tenía como destino final, en su extremo
superior, el Alcázar de Toledo, pues era la zona más alta de la urbe, y por
tanto desde donde era más fácil distribuir el agua al resto de la población.
Pero el Alcázar pertenecía al Ejército y éste, una vez el artefacto estuvo
construido, dijo que no iba a compartir el agua con el resto de la ciudad. Y
que tampoco iba a pagar el ingenio de Turriano, puesto que ellos, aducían, no
lo habían solicitado, y tampoco habían firmado contrato alguno. Mientras tanto,
el gobierno de la ciudad de Toledo declaraba que, ya que el agua no llegaba, no
tenía sentido pagar una construcción que no proporcionaba ningún beneficio. De
tal forma que Turriano se quedó sin cobrar. Él, por supuesto, se había
desentendido del mantenimiento del aparato, que había funcionado bastante bien
hasta entonces, y lo haría -hasta que se estropeara- bastantes décadas más.
Pero eso no le resarcía del dinero que se había gastado en construirlo, y que
le había dejado en la miseria.
-Sin embargo, ahora, para este
segundo proyecto, sí que habrá dinero para pagarme, ¿verdad?
Si alguna vez la cara del
adminsitrador fue más similar a la de una de las gárgolas de la catedral, fue
en ese preciso instante. Empezó a lanzar una perorata sobre las dificultades
económicas: la marcha de los judíos había disminuido la riqueza de la ciudad.
Las rutas del comercio con América no pasaban Toledo, y eran otros, además
–mercaderes genoveses, venecianos- los que se llevaban los beneficios. El
presupuesto era variable, a la par que imprevisible:
-Las administraciones –suspiró,
más que enunció el hombre- también sufren accidentes, incluyendo los
monetarios. Y, como a los creadores científicos, no siempre se las puede
culpar.
Juanelo Turriano, aquella noche,
llegó a su casa. Le dio dos vueltas a la cerradura antes de abrir el portón.
Ascendió con cansancio las escaleras.
Arriba, encendió una vela, y
giró la cabeza. Allí, plantado sobre la mesa, con un codo apoyado encima de la
misma, se encontraba el otro ingenio por el que Juanelo era famoso: ese
autómata de metal y (sobre todo) madera que en las calles de Toledo había quedado
bautizado como “el hombre de Palo”. Algún día, la calle por la que solía
transitar recibiría el mismo nombre.
-¿Qué tal te ha ido,
compañero?-preguntó Turriano en voz alta, sabiendo que no recibiría más respuesta
que la que obtendría tras abrir un compartimento adonde caían las monedas que
los viandantes podían depositar a través de una ranura. Ese exiguo pago, más el
mollete que ahora mismo se depositaba sobre la mesa, eran los únicos recursos
que podían socorrer a Turriano de su situación de indigencia.
-Ay, compañero, ay –se dolió
Juanelo Turriano mientras se sentaba, situándose enfrente de su invento-… Qué
similares somos.
Se dijeron muchas cosas sobre el
Hombre de Palo. Que fue verdad. Que era todo un cuento. Se decía que, cada
mañana, Juanelo se colocaba enfrente del Hombre de Palo y le insulflaba una
arena mágica que funcionaba como hálito de vida, para por la noche retirarle
aquel aliento mágico, y que el autómata se apagara y dejara de trabajar.
Aquella noche, sin embargo, ocurrió algo mucho más sencillo: Turriano abrazó a
su hombre de madera por la cabeza y, entre lágrimas, le dio un beso. “¡Tú eres
el único que me comprende!”, exclamó. Luego se quedó dormido abrazado a él, y
permanecieron así unidos toda la noche.
* * *
La mujer de la casa que visitamos
anteriormente, unas cuantas jornadas después del enojo, había recuperado la
serenidad. Aquella mañana era sábado, aunque ya hacía mucho tiempo que no lo
celebraban como tal. Su marido estaba en la tienda, trabajando. Y, por hoy, por
un día, ella, que a lo largo de la semana se había mostrado hacendosa con sus
tareas, podía por fin sentarse sobre los cojines y centrarse sólo en descansar…
Hasta que escuchó una voz, en la
ventana.
-¿Qué tal, vecina?
Por un momento creyó que eran
jugadas de su imaginación hasta que, sacando la cabeza entre los postigos, se
encontró a una mujer de su misma edad al otro lado del patio, en la casa vecina.
En la mano llevaba un paño, y sacaba el codo por la ventana.
-Qué tal –respondió la aludida,
en lo que pretendió ser una respuesta cortés.
-Qué guapa te veo. ¿Qué,
haciendo algo en casa?
-Pues… en realidad no. Relajada.
-¡Ah!-exclamó la otra-. Pues yo
no. Yo aquí, limpia que te limpia.
-¿Y eso?¿Algo especial?
-Hombre, especial, especial… Lo
de siempre. Mañana, que es el día del Señor y habrá que ir a misa. Y claro,
como ese día es distinto, conviene dejar bonita y adecentada la casa.
Hizo una mueca que casi fue como
un guiño.
-Vamos, como toda buena
cristiana, ¿no?
La mujer del otro lado agarró
con mucha firmeza, los puños crispados, el poyete de la ventana.
No le había quedado muy claro si
esta última frase guardaba un punto de retintín, o no tenía en cambio segunda
intención.
Inquieta, se metió de nuevo en
la casa. Se acordó de la frase de su marido acerca de que había ojos y oídos en
todas partes. Y de que no se trataba sólo de lo que hacías, sino de lo que no
hacías también.
Le invadió la paranoia. Comenzó
a ponerse histérica.
Tras unos instantes de
conexiones eléctricas en su cerebro, se puso rauda en acción.
Sacó de su sitio las alfombras,
las lámparas, los cortinajes. Se puso a quitarle el polvo, a fondo, a armarios
y estanterías que hacía siglos que no limpiaba. Sacó las telas por la ventana y
las aireó, golpeando con furia con el sacudidor, echando vistazos de reojo para
asegurarse de que las vecinas miraran.
Luego, tomó las sábanas, las
ropas, los trajes de los domingos. Se puso a lavar a mano, con jabón y
abundante agua, hasta que las uñas le empezaron a sangrar.
Pulió la vajilla buena –aunque
ya estuviera limpia-, restregó la plata… No recordaba haberse visto en otra igual.
Al final del día, estaba ajada,
sudorosa, y había sacado tanta mugre de su hogar que un cónclave del Vaticano
podría haber comido y elegido al Papa en el suelo.
Cuando su marido llegó a casa,
le extrañó verlo todo tan pulcramente colocado.
-¿Qué ha pasa…?
-¡Mira!¡Déjame en paz!
La mujer corrió a desahogarse a
su cuarto. El marido bizqueó sin comprender nada.
* * *
Al día siguiente, el antiguo
judío, informado ya de los pormenores del incidente del sábado por su esposa,
no quiso tener más problemas. Irían a misa para que nadie les reprochara nada y
luego marcharían a casa, rapidito y por el camino más recto (lo cual siempre
era complicado en las estrechas callejuelas de Toledo). Quizás así consiguieran
tener un día sagrado –de la religión que fuera- por fin en paz.
Por eso salieron de Santa María
la Blanca –lo que en tiempos había sido su altiva sinagoga- todo lo deprisa que
pudieron. Sin embargo, antes de que dieran un par de pasos, unas cuantas manos
vigorosas asieron al hombre por los hombros.
-¡Fíjate, nuestro viejo amigo!
El antiguo judío reconoció, en
los rostros y en las voces, las figuras de los tenderos que el otro día le
habían perturbado en el mercado.
-Perdonadme, estoy con mi
familia. Me voy a casa.
-Tranquilo, hombre, tranquilo…
Mira, reconocemos que el otro día fuimos un poco… maleducados. Y como nos
sienta mal haberte dejado con tan mal sabor de boca, queremos invitarte a
comer. Una oferta de paz, realizada a un buen cristiano.
El hombre dudó. Su mujer le
miraba atemorizada. “No lo hagas”, le comunicaba con los ojos. Pero el hombre
no sabía qué decir. Al fin y al cabo, Toledo era pequeño. Iban a verse todos
los días. Y daban la impresión de estar siendo sinceros.
-Id adelantándoos a casa. Yo os
veré más tarde allí.
-¡Eso es, amigo! No te preocupes
–le dijeron a su esposa, en lo que asemejó una sonrisa amable-, te lo
devolveremos entero. Y además, pagamos nosotros, así que comerá muy bien.
Sus nuevos compañeros le
arrastraron a una muy reconocida taberna de la ciudad. El converso pretendió
tranquilizarse: por lo menos, tenía delante la promesa de una buena comida. A
Moisés le dieron menos.
Se sentaron en una amplia mesa.
Pidieron cervezas y también vino. Le presentaron al tabernero como un amigo. La
verdad es que se lo estaba pasando bastante bien.
Así hasta que uno de sus
acompañantes le dijo al mesero:
-Pónnos a todos una buena ración
de tocino. Ya sabes, como nos gusta.
El antiguo judío vaciló.
-Pero…
El hombre que tenía al lado, el
carnicero del mercado, le dio una palmada amistosa en el brazo.
-Ya verás qué bien nos lo vamos
a pasar.
El mesero les trajo el plato en
el lapso de tiempo más breve que el cristiano nuevo había visto antes en una
taberna. Juraría que, cuando lo trajo, el carnicero le había guiñado un ojo al
dueño del establecimiento.
-Mira qué cosa más rica.
El antiguo judío admiró el
género. Eran unos trozos de tocino tan poco cocinados que sólo con mirarlos
rezumaban sangre… El hombre se acordó de aquel precepto del Talmud que dice que
debes lavar bien todo animal después de sacrificarlo para que no tomes ni una
gota del impuro líquido rojo que circula dentro de él.
-Yo –farfulló, disculpándose-…
es que el cerdo no me sienta muy bien. Me provoca dolor de tripa… Me… sienta
mal al estómago.
El antiguo judío no mentía. Tras
años y años, durante su juventud, con sus mayores repitiéndole de manera
continua que el cerdo era un animal horrible, sentía náuseas con solo mirarlo.
Desde que se había hecho cristiano, había intentado probarlo, pero lo cierto es
que aquello era superior a sus fuerzas: habría sido como si le hubieran pedido
beber un vaso de su propia orina. Y menos ese tocino, que tenía pinta de haber
pasado tan poco por el fuego que hasta debía de estar frío.
-Adelante –le incitó el carnicero-.
Prueba. Seguro que está muy rico.
<<Prueba>>, repitió.
La palabra apuntaba a invitación.
La expresión proponía sugerencia. El tono, el ambiente, las miradas, apuntaban
a todo lo contrario.
-Come. Como un buen cristiano.
Come.
El antiguo judío, rodeado, no
vio opción. Agarró un repulsivo trozo de carne, el cual soltó un borboteante
caldo nada más rozarlo. Se lo introdujo de golpe en la boca.
Sintió unas arcadas tan
tremendas que tuvo que colocarse la mano en la boca para no vomitar. Aun así, se
sobrepuso y trató, con vino y agua, de atravesar aquel trance. Tardó una
eternidad en masticarlo.
-Come más. O si no, te vas a
quedar con hambre. Vamos.
Los otros comensales ni tan
siquiera tocaban sus platos conforme contemplaban al otro metiéndose trozos en
la boca, los cuales prácticamente engullía para que permanecieron el menor
tiempo posible en el paladar. Comenzó a llorar; le subieron a la nariz los
mocos. Tuvo varios repetidos accesos de arcadas. Estuvo más de una hora sentado
allá. Cuando terminó el plato, sudando y con la cara roja, el mesero anunció:
-Me alegro de que le haya
gustado. A partir de ahora, por cuenta de sus amigos y de la casa, tendrá todas
las semanas un plato igual esperándole aquí.
Cuando el hombre llegó a su
casa, alzó la voz a la vez que daba un portazo:
-¡Nos vamos!¡En cuanto hagamos
el equipaje, nos vamos para siempre de esta maldita ciudad!
Aunque, para sus adentros, se
daba cuenta de que aquello no iba a bastar.
* * *
Si uno se quedaba muy quieto, en
aquel año de mil quinientos y pico en Toledo, plantado en la esquina de una
calle que casi ni se podía denominar calleja, podía observar un milagro.
El milagro venía caminando desde
el inicio de la calle, donde doblaba la esquina y pasaba por delante de un portal.
Pero en este día en concreto, unos niños aguardan agazapados detrás de la
esquina de la calle.
Uno de ellos, el líder de la cuadrilla, sostiene en su mano
una caja de cerillas. Los otros contienen la respiración.
El hombre de palo gira la calle.
El niño enciende la cerilla, y la arroja encima del
autómata.
Mientras tanto, a un par de manzanas de distancia, nuestro
antiguo judío terminaba de amarrar los baúles a la parte de atrás de la carreta
–donde también se acomodaba su hija con los niños-, para después ascender a la
parte delantera del vehículo, junto con su mujer.
-Todo es culpa de estos malditos cristianos –blasfemaba en
voz baja, como había hecho otras veces, aunque ahora con menos miedo de que le
oyeran-. A uno de los suyos no le tratarían tan mal. Si yo fuera…
Pasaron entonces al lado de la catedral. Una repentina
visión les hizo reducir la velocidad de los caballos. El Hombre de Palo ardía
en una gigantesca pira mientras un grupo de niños giraba a su alrededor. Poco a
poco, se acumulaba en aquella zona un círculo formado tanto por curiosos como por
transeúntes casuales. Sin embargo, ninguno de ellos tuvo la ocurrencia de traer
un cubo de agua, ni llamar pidiendo ayuda. La antigua mujer judía volvió la
vista hacia su marido. Éste, como toda respuesta, volvió a azuzar a los
animales para escapar cuanto antes de allí.
Mientras marchaban en dirección a las afueras de la ciudad,
y observaban a su espalda la silueta de la misma, el marido no paraba de
protestar:
-Sefarad es una desgradecida. Llegamos aquí, le damos lo
mejor de nuestras vidas, tratamos de mejorarla un poco, ¿y qué nos entrega a
cambio? Son unos ingratos, unos mastuerzos, unos…
Se quedó un segundo callado, con el ceño fruncido. Su mujer
le agarró de la mano y le preguntó:
-La vas a echar de menos, ¿verdad?
El hombre le cedió las riendas del vehículo, y apoyó la
cara sobre los hombros de su esposa.
-¡Muchísimo!-sollozó, y mientras se alejaban, apenas pudo
contener el fluir de lágrimas.
Esta historia está
basada en la vida real de Juanelo Turriano, aunque
algunos detalles permanezcan en la bruma de la leyenda. En cuanto al relato de
nuestro antiguo judío, aunque ficticio (quizás tanto como el crimen del Santo Niño), podría, desgraciadamente, aplicarse a
multitud de conversos que tuvieron que escapar de la Península Ibérica.
Algunos, sin embargo, no tuvieron esa suerte, y fueron juzgados antes por la Santa
Inquisición. Ha sido, probablemente, simultánea con la de los moriscos, la
pérdida de población más dramática que ha vivido España, hasta los exilios
derivados de la Guerra Civil, y los migrantes económicos de los siglos XX y
XXI. Con este tipo de relatos se espera, en un futuro, que, tal vez, lo hagamos
con otros mejor.
¿Lo haremos, en
verdad?
*Sefarad
era el nombre que los judíos daban a la Península Ibérica.
**El
Purim conmemora la fecha en que Esther convenció al rey persa Asuero que no
hiciera caso a su visir Amán (quien quería matar a todos los judíos del reino),
y en cambio colocara en su lugar al judío Mordejai o Mardoqueo. Guarda un aire
festivo, similar al carnaval cristiano y, entre otras actividades, los niños han
de armar un gran estruendo mediante ciertos instrumentos musicales cada vez que durante el rito se menciona el nombre del malvado
Amán.