lunes, 1 de octubre de 2018

Opinión: Alfred, descansa en paz.

Cada vez que llega la hora de repartir los premios Nobel (y este año, en concreto, ante el anuncio de que el galardón en el apartado de Literatura no se otorgará en el próximo certamen a causa de la implicación de la Academia Sueca en un escándalo sexual), se desata la polémica sobre si los ganadores son dignos o no de tal honor, o más complicado aún, si entre los nominados vivos no habría alguno que se lo habría merecido más que el que lo ha recibido este año. La discusión engloba a todas las categorías, desde el premio Nobel de la Paz (donde asesinos tan distinguidos como Henry Kissinger o Theodore Rooselvelt han recibido la distinción) hasta la medicina (con acusaciones de haber repartido honores a candidatos anglosajones por descubrimientos realizados antes por científicos de otras culturas, sólo porque los méritos de los primeros reciben más repercusión), pasando, cómo no, por el premio Nobel de Literatura. El de la Paz, desde luego, es el que más clama al cielo, sobre todo cuando tienes en cuenta que han sido nominados candidatos como Benito Mussolini, Hitler, George Bush, Tony Blair o Stalin; claro que la candidatura para el premio Nobel es fácil, ya que basta con que un profesor universitario o equivalente te nomine para que el Comité del Nobel te tome en consideración (por si os sirve de consuelo, todos los que participamos en las manifestaciones contra la segunda guerra de Irak estamos nominados también). Aunque resulta un poco desconcertante si se tiene en cuenta la intención primera de Alfred Nobel al instituir estos premios. El millonario sueco, el cual se hizo rico gracias a la invención de la dinamita (una creación que permitía transportar con mayor seguridad los explosivos necesarios para el trabajo en las minas, pero que encontró una gran aplicación en los conflictos militares), tras una serie de conversaciones con la pacifista y activista Bertha von Suttner, quedó tan impactado por sus frases en contra de la guerra que, seguramente arrepentido de los muertos que podían imputarse en su haber, instauró una serie de galardones cuyo objetivo era estimular el conocimiento y los logros humanos en los campos de la ciencia, la literatura, y también la causa de la paz, dejando en herencia la mayor parte de su fortuna al desarrollo de dichos premios. Alfred Nobel, desde luego, debía de tenerle miedo a cómo iba a pasar a la posteridad, del mismo modo que su mayor fuente de pánico (dicho por él mismo en repetidas ocasiones) era la posibilidad de ser enterrado vivo: tanto, que ordenó que tras su muerte se le abrieran las venas y se dejara a su cadáver desangrarse para, en el caso de que aún restara un hálito de vida, eliminarlo por completo antes de que le encerraran en el ataúd. El temor no era baladí, puesto que en a finales del siglo XIX no era raro que los féretros llevaran acoplados una campanita en el exterior que pudiera ser accionada por el supuesto fallecido si se despertaba dentro de la caja de pino; precaución que se había establecido porque, entre casos de narcolepsia y errores médicos varios, la opinión pública se había escandalizado en unas cuantas ocasiones al hallar tapas de ataúdes arañadas por dentro, o sobresaltados entierros durante los cuales el muerto salía del edificio de la iglesia por su propio pie. La cuestión es que Alfred Nobel -aparte de querer morirse del todo y sin aspavientos- puso su nombre a unos premios, en teoría, para unir a toda la humanidad; lo cual no impide que, como toda actividad humana, estas figuras honoríficas se llenen a menudo de conflicto y discusión. Y si ya es difícil juzgar los méritos científicos (pese a todos los índices que expresamente se han creado para ello), y más aún los de las labores altruistas, para en el caso de la literatura, una actividad tan poco mensurable y tan fluida, la cuestión no iba a ser menor.

No se sabe si existe más polémica respecto a la larga lista de escritores reconocidos que no llegaron a ganar el Nobel o, en cambio, aquellos que sí que lo ganaron y que, según muchos, no se lo merecían. Los debates que tienen lugar entre los distintos jurados a la hora de decidir los premios son secretas, y sólo se publican muchos años después (normalmente cuando ya se encuentran muertos todos los implicados; lo cual es una ventaja, ya que uno de los requisitos para ganar el Nobel -quizás para excluir zombies, pensaría el inquieto Alfred-, es precisamente estar vivos). Por tanto, en muchos casos sólo se dan por supuestos los motivos que pueden haber llevado al tribunal a rechazar una u otra candidatura. Por ejemplo, de Jorge Luis Borges siempre se ha dicho que le pesó mucho su apoyo a la dictadura argentina, abriendo el debate sobre si deben juntarse en un mismo saco los logros literarios con los humanos (cuestión que se viene a entremezclar con la cruzada de Alfred Nobel en favor de la paz, y con el arrepentimiento en el último minuto del escritor menos argentino de los argentinos, no se sabe muy bien si en un arranque de lucidez dentro de su doble ceguera, o como un último intento de que le pagaran un viajecito a Estocolmo). La ideología se supone que ha pesado también el caso de los fascistas D'Annunzio y Céline, si bien a las controversias entre vida y literatura que ya afectaban a Borges (¿en una obra literaria, prima el contenido o lo estético?¿Puede un escrito antisemita contaminar, aunque no lo sea el resto, todos los demás?¿Debe ser el escritor un faro de guía para la humanidad, o simplemente es un tipo que junta letras de manera excelsa, le molesten a algunos o no?) se une también la siempre subjetiva apreciación de los factores literarios: yo, como modesto lector, jamás osaría negar la grandeza de los pequeños cuentos de Borges, pero Céline, con sus frases violentas y cargadas de exclamaciones, en una sátira sin perdón que golpea a todo bicho viviente sin dejar ninguna estructura salvable, no consigue emocionarme, y más bien me deja frío. Pero, claro, igual que yo tengo argumentos para Céline, los podría haber para todos y cada uno de los candidatos. Hay escritores reconocidos que afirman que los prejuicios contra James Joyce provienen sólo de los tiempos modernos, pero lecturas documentadas sobre la época de la publicación de su "Ulises" dicen que ya por aquel entonces se formaron dos grandes grupos entre los que opinaban que Joyce era un genio, y los que argumentaban que su obra era una gran tomadura de pelo. Un caso paradigmático es el de Cela: personalidad excéntrica aparte, lo cierto es que, hace unos años, se hizo una encuesta entre individuos españoles relacionados con el mundo de los libros para que nombraran las diez obras que más les habían impactado. A pesar de la variedad de escritores que se expusieron (y de que algunos, para incrementar las opciones, incluyeron "Obras completas" de autores varios), no salió ni una sola línea sobre Cela. Sí aparecieron, en cambio, varias relacionadas con Delibes, pero es que Delibes ya dijo aquello de "ni yo me merezco el Nobel, ni el Nobel se merece a mí", pero esto probablemente se debe más a su ausencia de campaña, ya que por lo visto algo en lo que los expertos coinciden es en que, para obtener el premio, casi siempre hace falta montar una campaña específica alrededor de tu persona para conseguirlo. Puede que estos hechos expliquen que haya pocos premios Nobeles que al mismo tiempo sean éxitos de ventas (la escasa excepción reciente puede ser José Saramago, precisamente uno de los pocos Nobeles recientes que -a mí, que no hago distinciones entre escritores que venden poco o mucho- me entusiasman). Claro que, ¿desde cuándo una venta masiva es reflejo de la buena literatura, sino la mayoría de las veces es -o se considera- justamente lo contrario? Por otra parte, en cuestiones artísticas, donde tantos libros se compran sólo para adornar estanterías, es dudoso regirse por las cifras de ventas. Tampoco cabe guiarse demasiado por los críticos y suplementos culturales, o al menos yo no lo hago desde que la directora de uno de ellos confesó que no tenía tiempo de leerse por completo los libros que comentaba, lo cual explica tal vez que haya tantos escritores entronizados de quienes nadie te puede aclarar de qué va su obra, o por qué hay tantos autores reconocidos que te llevan al cielo cuando lees unas pocas páginas, y quieres pegarte a un tiro e ir al infierno antes de leerte más de diez (un inciso: hay escritores maravillosos de párrafos y frases, los cuales sin embargo naufragan al escribir una novela, y viceversa. Hay escritores especialistas en cuentos, en microrrelatos y en sagas; hay escritores de continente, y los hay de contenido; hay gente que tiene muchísimas cosas que contar, y no mucho estilo para decirlas, y en cambio hay escritores que serían maravillosos escribiendo si tuvieran algo interesante que decir. Sin embargo, como afirmó Margarite Yourcenar, muchos escritores se ven bajo la dictadura de amoldarse a ciertos formatos porque así lo solicita la sociedad de su época, o parece que tienen que destacar en tal o cual faceta bajo presión de los críticos, cuando -por poner un par de ejemplos- Hemingway no podía escribir nada si antes no lo había vivido, y Philip K. Dick sólo podía idear buenas novelas drogado, lo cual hacía su escritura fragmentaria e inconexa, pero al mismo tiempo, rica en una imaginación desbordante. Cada cual tiene su mérito, y somos todos los demás los que nos equivocamos cuando pretendemos meter a todos los artistas en el mismo tipo de saco). Quizás por eso, por ser tan difícil elegir, la Academia haya apostado tanto por los premios Nobeles de Literatura de contenido político, con eso de que un cierto compromiso es más sencillo de valorar (o tal vez sea por las presiones doctrinarias o económicas que les llegan a los académicos desde distintas plataformas o esferas). Claro que en otras ocasiones parece que es el jurado el que quiere que alguien importante se acuerde de que ellos existen, como cuando concedieron el premio a Bob Dylan (mismo motivo, opino yo, por el que le concedieron el premio Nobel casi al inicio de su mandato a Obama).

Porque sí, ésa es la clave: la subjetividad, la dificultad de valorar. Por todas partes nos encontramos gente que sienta cátedra sobre literatura, y ya de paso sobre cada aspecto no objetivable de la sociedad: sobre estética, sobre arte, sobre cocina, sobre la misma sociedad. Y, sin embargo, toda la historia de la propia literatura conspira en contra de ese criterio. F. Scott Fitzgerald murió creyendo que era un escritor fracasado, y sólo se le ha considerado tras una reivindicación posterior de su figura. Casi todos los autores de corte social que prosperaron tras la crisis de 1929 fueron barridos (salvo la excepción de Steinbeck) por la propaganda feroz del capitalismo. Una vez leí una lista de libros más valorados en 1900, y era sorprendente la inclusión de textos que hoy en día son desconocidos, y en cambio cómo faltaban novelas de la misma época que hoy forman parte del canon literario establecido. Para qué entrar a hablar sobre el Quijote, un libro que ahora se considera de intelectuales pero que en su día constituyó un best-seller de humor de la época (sólo superado por el Guzmán de Alfarache, de quien hoy no se acuerda casi nadie), y que Cervantes despreciaba como parodia frente a su ahora relegado Persiles; y qué decir de Bécquer, que tuvo la arrogancia de presumir de que sus obras se valorarían más después de muerto, y el muy bastardo va y resulta que tenía razón. Esto de que tus obras puntúen más según si el autor muere joven, en extrañas circunstancias, o colecciona un pasado turbulento, resulta excesivamente frecuente, y de hecho se da la historia de un escritor maldito al que todo el mundillo adoraba hasta que se descubrieron que era una señora cuarentona que se había inventado una nueva personalidad y una falsa vida (hasta había conseguido que una amiga interpretara a su alter ego) porque creía que ésa era la única manera de que le llegaran a publicaran algo. Eso, cuando no existen las presiones comerciales, de publicidad o ideológicas: Weinstein decidiendo qué películas había que ver, Vargas Llosa ensalzado por políticos autodenominados liberales, o gente que paga para ver su nombre destacado en la lista de libros o de discos más vendidos (frente a esa suerte de clasificaciones, yo prefiero aquella que declaraba a Terry Pratchett el autor más robado en las grandes librerías de Inglaterra). Hay una cuestión muy importante en el aspecto de quién te marca lo que has de leer y qué no: en "CT o Cultura de Transición", de varios autores, hay un artículo muy revelador de Guillermo Zapata donde describe cómo, durante unos treinta años, en este país, un grupo de editores, productores, directivos de medios de comunicación, le contaban a la gente qué debían leer, ver, adorar, sugerir, escuchar. Según Zapata, el momento clave en el que se produjo esa desconexión fue cuando, tras la fallida retransmisión del final de "Perdidos" en España, un periodista española hizo un comentario que traslucía -habiéndose perdido 20 minutos del capítulo por culpa de un error técnico en la televisión española-, en palabras del propio Zapata, que la gente que debía servir de referencia al espectador común no tenía necesariamente más idea que este último, sino a veces mucha menos. Acontecimientos puntuales aparte, este es un hecho que se está produciendo ahora mismo en todos los países y a todos los niveles, donde "El País" ya no decide qué libros debemos leer y referentes destacados como Orsai rompen con los medios tradicionales, pero a cambio (y a pesar de existir más variedad y mucho más "boca a boca") hemos sustituido esos falsos dioses por otros: la capacidad de difusión (es destacado que los vídeos más visualizados de una plataforma teóricamente orientada al usuario como es YouTube tengan casi todos detrás a multinacionales), el poder de la provocación (entre tanta oferta, se vende lo que destaca, no lo que necesariamente es bueno; al fin y al cabo, un libro sólo se compra porque alguien desea leer su primera hoja) o, sin más y como siempre, pero de manera más destacada, el crudo y cochino dinero. O, como decía el director y guionista Mateo Gil una vez, ahora sólo se hacen películas sobre de lo que deciden Telecinco y Antena 3 (que no son ni mucho menos plataformas culturales sino empresas, con toda la frialdad que ello implica; lo cual -me replicaréis- eso ya pasaba, pues "El País", por poner un ejemplo, es también una empresa, sólo que en aquel momento era mucho menos evidente, o resultaba menos palpable para el resto del mundo). Esto, junto al poder de concentración de los medios de comunicación, hace que si bien la variedad exista, ésta sea relegada a posiciones marginales, por no hablar del sesgo ideológico que esta concentración se provoca. Otra de las consecuencias del poder del dinero deriva en que productoras, editoriales y otras entidades apuestan sólo -o en buena parte- a lo que pueda llegar a la inmensa mayoría: y si bien la democracia de la masa resulta el método menos malo para el sistema político, resulta un régimen castrante para el mundo del arte. Lo cual implica que, por cada Harry Potter que aparezca, surgirán cuatro imitaciones baratas, y ha hecho posible que los vampiros blanditos, el sadomasoquismo para dummies y las clones de las secuelas de los clones de las secuelas hayan sido los mayores éxitos editoriales y cinéfilos de las últimas décadas.

Y ahora es cuando tendría que venir la parte que, en este artículo, todos estáis esperando: la sección en la que yo mismo entro a sentar cátedra, a entregar unas directrices fundamentales, a decir por qué un escritor vale más que otro, o a hacer en cambio el elogio absoluto de la subjetividad. Y -como ya habréis adivinado-, no voy a hacer ni lo uno ni lo otro. No pienso dar respuestas porque no las tengo, ni creo que tampoco las tenga nadie, y quizás sea eso lo que haga la literatura interesante: muy aburrido sería si no hubiera más que unas pocas opciones sobre las que poder opinar. Más bien, quizás la culpa tengamos que echárnosla a nosotros, por darle tanta importancia al premio Nobel. ¿Y qué es el premio, después de todo? Santiago Ramón y Cajal, por ejemplo, no lo consideró el honor más importante en su vida: la distinción acababa de nacer, y él creía mucho más valiosa la medalla Helmholtz, que además de contener una pesada porción de su peso en oro (en los premios, también en el Nobel, el reconocimiento monetario siempre ha importado mucho), tenía en aquella época mucha más antigüedad y rancio abolengo. De hecho, el Nobel se volvió tan importante porque muchas de las otras más famosas distinciones -merced a los vaivenes de la guerra o de la política europeas- acabaron desapareciendo, hasta convertirse en el paradigma de los grandes logros y galardones, en la referencia absoluta de todo lo que ocurre en el mundo, como si no existiera nada más allá de su marco. A veces nos olvidamos, sin embargo, de que un premio vale sólo el criterio de la persona que te lo está otorgando. ¿Tiene valor, por tanto, dicho premio cuando se pone en entredicho la honorabilidad de los medios de la Academia, o -cuestiones éticas aparte-, si, como hemos dicho allí arriba, el mundo entero está perdiendo las referencias y ya no hay linternas mágicas del conocimiento de las que te puedas fiar? Cuando le preguntaron a Leonard Cohen qué le parecía que le concedieran el Nobel a Bob Dylan, él respondió que, porque le pongas una medalla al Everest, no dejará de ser una grandiosa montaña. Era una forma muy elegante de decir que Dylan, consideres literatura o no lo que escribe dentro sus canciones, es importante por lo que logra, por lo que nos hace sentir; y no porque un grupo de señores lo diga, o porque muchos más discutan si a lo suyo se le puede denominar arte literario o se le debe premiar. Pero en este mundo obsesionado con las estadísticas, los méritos y las condecoraciones, es difícil convencernos de que la acumulación o no de insignias tiene poco significado en sí mismo, igual que un aficionado a un deporte a lo mejor sólo es capaz de admirar la belleza de un partido si la mide en Copas de Europa o en número de Roland Garros.

Al final, entonces, ¿para que sirven los premios Nobel? Mi respuesta es parecida a la que di una vez cuando me preguntaron que por qué me interesaban tanto los Oscar: porque son una referencia. Pero no necesariamente porque salga ganador uno u otro (más en los Oscar, donde tantos factores extra-cinematográficos cuentan), sino porque, a partir de allí, tú estructuras tu mente para recordar qué películas has visto y cuáles has llegado a apreciar. De hecho, no se sabe si es más conocida la lista de ganadores del Oscar o, en cambio, de los que no lo hicieron nunca, y hay algunos vencedores que nunca lo fueron, pero que han llegado a formar parte irrenunciable de nuestras retinas. ¿Para qué sirven los premios, entonces, cualquier tipo de premio? Para que discutamos, hablemos, opinemos. Para que se reclamen ciertos logros poco conocidos, o se destaquen algunos por su injusticia a la hora de no valorarse. Para tratar sobre todas estas cuestiones, y de esa manera escribir un post donde incluimos un buen grupo de detalles curiosos sobre los Nobel y otras cuantas cuestiones tangenciales, aunque no sirvan para concederle una medalla a nadie, sino simplemente para pasar un buen rato. Escribiéndolos en mi caso, o leyéndolos vosotros -o, al menos, espero que esto haya sido así-. Algo nada mensurable, bastante intangible y, sin embargo, que deberíamos aplaudir más que cualquier tipo de ensalzamiento artificial, pues el poder de una buena lectura no tiene precio y, en ocasiones, con estos premios que mueven tanto dinero, tendemos a confundir el valor con el precio de las cosas. Así que, ya sabéis: la próxima vez que citen a los Nobel, a mí me pillarán cogiendo lo que creo que va a ser un buen libro o cuento (ya sea de un escritor que recibió el Nobel o de uno que no lo haya ganado nunca: o de uno anterior a la instauración de los Nobel, que es muy típico que no se le haga publicidad a un autor que no tiene nadie que le venda) y me sentaré en un lugar tranquilo para leerlo. Yo os sugiero que hagáis lo mismo. O no, haced lo que queráis: de todo modos, no os voy a dar ningún premio.

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